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relatos de viaje

Cuatro años
bajo la media luna

Caracas, 2006
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relatos de viaje

Cuatro años
bajo la media luna
Rafael de Nogales Méndez

Su diario e impresiones durante la guerra mundial


en los diversos frentes de Europa y Asia
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©Rafael Nogales Méndez


©Fundación Editorial el perro y la rana, 2006
Av. Panteón Foro Libertador.
Edif. Archivo General de la Nación, planta baja,
Caracas-Venezuela, 1010.
Telf.: (58-0212)5642469
Telefax: (58-0212) 5641411

CORREOS ELECTRÓNICOS
mcu@ministeriodelacultura.gob.ve
elperroylaranaediciones@gmail.com

Diseño de la colección: Kael Abello


Diadramación: Edarlys Rodríguez
Edición del cuidado de: Luis Lacave
Transcripción: Ingrid Sánchez
Correción: Eva Molina

Hecho el Depósito de Ley


Depósito legal lf 4022007800268
ISBN 980-396-336-8
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Colección trazos y testimonios

En la historia no hay espacio para el silencio y el vacío. El recuerdo de los


protagonistas del mundo ha sido perpetuado en el papel, allí están el estilo, la
feria, la herida, la cumbre y el abismo de vidas que se repiten en la lectura. Esta
colección hace honor a los hombres que por su fuerza e intuición han definido
épocas; sus cuatro series honran las huellas que conservan aroma y frescura, las
voces que permanecen porque aún tienen mucho que decir. Biografías es la serie
que condensa estudios de investigación en torno a la vida y obra de los personajes
que han sellado el tiempo. Diarios nos trae a los autores desde sus escritos más
personales, nos acerca a ellos con la sutileza de quien atiende un acto de intimi-
dad. Epístolas reconstruye momentos de intercambio ideológico y sensitivo a
través de las cartas, recopila instantes revertidos en tinta para comunicar en su
momento inquietudes que contribuyen a la reflexión. Relatos de Viaje permite
que el escritor nos tome de la mano para llevarnos con él a países y regiones
extranjeras; nos invita a conocer geografías, climas, culturas, impresiones que se
desprenden de sus propias narraciones.
Hay líneas del tiempo que se dejan ver, colores y oscuridades que el olvido no
ha podido manipular del todo, esta colección se atreve a hurgar en los resquicios
de la memoria para obsequiarnos los Trazos y Testimonios de figuras inmortales.

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Esta modesta obra, escrita con la tosca pluma de un soldado, la dedico respetuosamente a la
memoria de mis compatriotas latinoamericanos, desde Méjico hasta la Argentina, que durante
la Guerra Magna supieron combatir y morir con gloria para mantener en alto la tradición
guerrera de nuestra raza.

El autor

RAFAEL DE NOGALES MÉNDEZ

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Presentación

Llama la atención la trayectoria editorial de una obra con un título tan exó-
tico, repartida entre dos ediciones iniciales y otras dos que se suceden 55 y 70
años después. Las dos antiguas de 1924 y 1936 –tiempos de Gómez y López
Contreras – y las contemporáneas : una en 1991 y ésta última en 2007. Aquello
parece lejano y un tanto increíble ¿Será la crónica de una guerra ajena contada por
un excepcional testigo y partícipe a la vez? O quizá sea la sombra sobre la planicie
del Asia Menor-Anatolia – de un venezolano cuyo espíritu inquieto fuera capaz de
trocar las suaves brisas del Torbes por el ululato de tempestades sobre las nevadas
cumbres del Cáucaso y sus correteos sancristobalenses por largas cabalgatas entre
el Eufrates y el Jordán, sobre aquellas tierras de profetas y pastores.

¿ Quién merece ser leído primero : el escritor o su obra? ¿Nogales o sus Cuatro
Años bajo la Media Luna ? ¿El testimonio o el testigo? ¿Por quién preguntarán los
viajeros? ¿Por el autor en tanto venezolano excepcional aunque sin seguidores, o
por este libro denso que hoy se reedita? La respuesta es también plural: él diría que
por la obra, la obra diría que por él y yo diría – acompañando a aquel sabio de
Ortega y Gasset – que por las circunstancias, tanto las suyas como las de la obra.

Todo es fascinante, poco frecuente e irrepetible. Un venezolano actor y


testigo de la Primera Guerra Mundial en el frente asiático del imperio oto-
mano. Y una obra controversial que ha tenido admiradores y detractores. Y un
autor serio, comprometido con la escuela alemana que le impartió las discipli-

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

nas del intelecto. Pero con la fugaz ternura de interrumpir el relato para con-
tarnos cómo del mercado techado de Alepo “emanaban en ondas delicadas los
sutiles perfumes del Oriente, insinuando lluvias de azahares y bosques de rosas,
que me hacían recordar las rosas de la tierra mía, allá en las lejanas montañas
de los Andes”.

La flor de kardelén

Yo creía que había leído y escrito lo suficiente sobre Nogales antes de cono-
cer la kardelén. Esta es una flor bulbosa, blanca, pendiente de un tallo verde con
un ojito del mismo color que se asoma por debajo de su copa, cual pingüino en
tierras polares. De ella me había hablado la gente de Nigde, la antigua Nahita,
provincia turca de la Anatolia central por la que Nogales pasó de refilón en su
primer viaje de Istambul al nevado Cáucaso, a principios de 1915, cuando iba a
ponerse a la orden del III Ejército. La kardelén – gota de nieve –parece muy deli-
cada y frágil, pero es la única flor que desafía con éxito las nieves de Anatolia. Ella
perfora el fofo manto blanco, lo sacude y permanece erguida como el único testi-
monio de la fuerza de la vida contra el rigor congelador que responde al mandato
absoluto del invierno.

En abril de 2006, siguiendo los pasos de Nogales por estas tierras de la Media
Luna, fui a propósito a Nigde, pasando por la soledad de la estación ferroviaria de
Ulukishla, donde él tuvo que desembarcar del tren para continuar viaje hacia su
destino “acomodado con las piernas cruzadas en el fondo de una de esas carrozas
infernales llamadas ‘árabas’. Puse la proa a lo desconocido y emprendí la marcha
hacia el Levante, (pernoctando) en un pueblecillo rodeado de árboles llamado
Nigde, que semejaba un oasis en medio de aquellas espantosas soledades”.

Encontré la misma estación alargada por un convoy detenido de vagones de


carga, en medio de una quietud que no interrumpen ni turistas, ni mercaderes, ni
siquiera los muchachos juguetones, como si 90 años apenas dieran para salpicar la
estación de cosméticos. Y llegué al oasis de Nigde –con comodidad– y contemplé
los célebres portales de la mezquita de Aladín que Nogales tuvo que haber visto
en aquel viaje apresurado hacia la aventura.

Cuando me hablaron de Nigde y de su kardelén no pude resistirme a la com-


paración. No es que compare a Nogales -centauro erguido de los llanos y sabanas
del Arauca vibrador – con una frágil flor de nieve –que no de loto- , sino que me
hallé atónito ante las circunstancias que rodeaban a ese venezolano, viajando solo
en un país extraño y tan lejos del suyo, sin conocer su idioma ni sus costumbres,

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Presentación

pero resuelto a triunfar. Si bien , como soldado de escuela, era fuerte y resistente,
tenía que ser forzosamente débil ante las circunstancias que lo envolvían. Ante las
primeras de cambio ¿qué podría hacer él o cualquiera en un mundo tan distinto
al suyo, sin el apoyo o siquiera el conocimiento de su gobierno, tan sólo ampa-
rado por una palabra de honor dada en una legación diplomática del país cuya
geografía atravesaba? ¿A quién podría pedir socaire ante el peligro de un naufra-
gio? Aparte de los oficiales alemanes que lo recomendaron ¿qué tenía ese venezo-
lano que ofrecer más que su rendimiento en la empresa militar que pretendía
realizar? Día a día, para que esa debilidad bien camuflada se convierta en valora-
ble poder.

Después de cuatro años volverá sano y salvo al vecindario de su tierra


vedada y se encierra en las montañas de Colombia para escribir Cuatro Años bajo
la Media Luna. Ese tachirense de potro llanero y barco vasco sobrevivió a los
combates en Anatolia, Mesopotamia y Palestina como la flor de kardelén sabe
sobrevivir a las nieves de Nigde. Y escribió esta historia, oportunamente
seguida por otras, como para no dejarse enterrar en las nieves del olvido. Ha de
resultar difícil de comprender cómo la fragilidad de una flor y la fortaleza de
un varón podrían terminar confundidos en la misma simbología. Ambos se
inmortalizarán en Anatolia. Ambos pasarán del Asia Menor al horizonte
mayor. Y ambos me han brindado la oportunidad de escribir para Venezuela
desde Anatolia.

Un libro de parca sonrisa

Confieso que en el momento de serme mostrado el libro Cuatro Años bajo la


Media Luna por un amigo de la juventud, allá en 1952 en aquella apacible
Barcelona (del Neverí), no me pareció ese libro atractivo, quizá por lo apretado
de sus letras, o por el cúmulo de datos y relatos sobre lugares no siempre bienve-
nidos en los mapas comunes, o por algunas gráficas macabras que te recuerdan al
Caín subhumano en su fratricida ferocidad. También porque los jóvenes –a cuyas
filas pertenecía en ese entonces- suelen buscar lo jovial y optimista, y con mayor
razón en el caso de nuestra generación que alcanzó a ver los estragos de la recién
apagada Segunda Guerra Mundial. Lo tuve unas semanas en mis manos y lo
devolví con las gracias.

De vez en cuando durante los treinta años subsiguientes veía a Nogales en su


uniforme otomano y kalpak de astrakán en artículos de prensa, casi siempre sali-
dos de la ágil pluma de Ana Mercedes Pérez quien, muy joven ella, lo había cono-
cido en Londres.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

Bajando un día de 1986 de San Cristóbal a la frontera y conversando


sobre la gente del Táchira con otro amigo, éste se me volteó de repente para
decirme sin preámbulo: “Tú deberías escribir la historia completa de Nogales.
Eres de los pocos que conocen los tres mundos que él vivió. ¿Qué esperas?”

Esta vez el lapso de espera fue breve. Con la caída del Muro de Berlín, la
disolución de la Unión Soviética y la primera Guerra del Golfo, el mundo
parecía volver de repente a un equilibrio de poderes afín con aquel que Nogales
viviera y viera sucumbir con la fractura y desaparición de los cuatro imperios
continentales de su época: el chino, el ruso, el austro-húngaro y el otomano,
amén del propio imperio alemán que durante su corta y vigorosa existencia se
le ocurrió una vez enamorarse de la venezolana isla de Margarita.

Ahora será únicamente cuestión de leer en serio ese libro que, cuarenta
años atrás, me pareció grave, demasiado serio y de parca sonrisa.

Fue necesario dedicarle a Nogales un espacio y un horario determinados a


lo largo de diez años entre lectura de sus obras, viajes por sus pasos, conferen-
cias, charlas, entrevistas y visitas a bibliotecas de añoranza como ha sido para
mí y muchos buscadores la “Librería Historia” de los Hermanos Castellanos.
Contactos por los mágicos medios modernos de comunicación con institucio-
nes y personas que hubiesen conocido su historia: un sobrino de su cuñado
alemán, una editorial norteamericana, un historiador jordano. Entrevistas en
Venezuela a ilustres personas que lo conocieron: José Giacopini Zárraga,
Pascual Venegas Filardo, Tulio Chiossone, Felipe Massiani , además del fun-
dador de la Biblioteca de Autores y Temas Tachirenses, Ramón J. Velásquez.

Sus huellas estaban en los Andes, en los Llanos, en Paraguaná y en esa


ruta lacustre bajo el relámpago del Catatumbo. Y ni hablar de Nueva York,
California, Renania, Inglaterra, Turquía, Jordania y el propio Irak. En 1994
aterricé por poco tiempo en Istambul, sólo para ver cómo podría algún día
empezar a escalar el muro de misterio que, desde lo profundo del Bósforo,
rodeaba la marcha marcial bajo la media luna de ese venezolano singular.

En 1998 se formó un grupo informal para estudiar la vida y obra de Rafael


de Nogales, transformándose el 27 de noviembre de 2000 en la “Fundación
General de Nogales Méndez”. Se editaron varias obras sobre el personaje y sus
libros, tanto en Caracas como en San Cristóbal: Un Venezolano Singular (1997),
A Seis Décadas de tu Gloria (1997), Nogales Bey (1997) y Nogales Méndez visto por
Propios y Extraños (2003), además de Rafael de Nogales Méndez en la Biblioteca

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Presentación

Biográfica Venezolana del diario El Nacional y el Banco del Caribe (Número


15, 2005).

A todas éstas ¿quién fue Nogales?

Entre San Cristóbal del Táchira (14 de octubre de 1877) y Panamá del Istmo (10
de julio de 1937) vivió casi sesenta años. Fue hijo de llaneros emigrados a Los Andes:
el Coronel Pedro Felipe Inchauspe (Intxauspe) Cordero y doña Josefa Méndez Brito.

Fue militar profesional, hombre de aventuras, guerrillero, escritor y corres-


ponsal de prensa .Pasó la mayor parte de su vida fuera de su patria, destacándose
en la Primera Guerra Mundial como oficial del ejército otomano y luego en
Centroamérica (Nicaragua), como corresponsal de guerra. Actuó en cinco con-
tinentes a lo largo de cuarenta años: hablaba inglés, alemán, francés, italiano y
turco. Cultivó la amistad de reyes, generales, políticos y literatos en Occidente
y el Oriente Medio. En Venezuela se enfrentó a los gobiernos de Castro y de
Gómez.

Su familia, con honrosos antecedentes por ambos lados, se encontraba


entre las recién llegadas de los llanos a los Andes en la polvareda de la Guerra
Federal. A los ocho años es enviado para ser educado en Alemania y luego en la
Academia Militar de Bélgica. Al estallar la guerra entre España y Estados
Unidos (1898), participa en las filas peninsulares destacadas en Cuba. Traduce
su apellido vasco Inchauspe (Intxauspe) al castellano De Nogales. Su trayecto-
ria posterior se desenvuelve por etapas entre los más variados escenarios: reco-
rre África del Norte y viaja a la India y Afganistán para regresar vía Indonesia,
Angola, Argentina y Brasil (1899-1900). Visita Inglaterra, Irlanda y Boston.
Choca en Venezuela con Cipriano Castro y, al tomar las armas, cae herido en
Carazúa (La Guajira,1901).

Sigue una etapa de aventuras entre Santo Domingo, Haití, Centroamérica y


México, la cual se extiende por el Pacífico al Lejano Oriente (1903-1904), donde
juega un rol delicado en la guerra de inteligencia a favor del Japón. Desde Corea
regresa al Continente americano a pasar una temporada en Alaska y el ártico,
alternando entre la cacería, la pesca y el juzgado de la naciente ciudad de
Fairbanks. Entre 1905 y 1906 busca oro en Nevada y California antes de sumarse
a los revolucionarios mexicanos de Flores Magón. Enterado de la caída de Castro
vuelve a Venezuela, se dedica a escribir artículos de contenido socioeconómico y
geopolítico (1909-1910), para luego tomar las armas en los llanos del Arauca y del
Apure contra el General Gómez (1911-1914).

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

Al estallar la Primera Guerra Mundial y no lograr unirse a los ejércitos alia-


dos (Francia y Bélgica), los otomanos en su Legación de Sofia (Bulgaria) lo admi-
ten bajo palabra de honor sin exigirle renunciar a su nacionalidad venezolana.
Más adelante, al hablar de la aureola dorada de su libro sobre sus cuatro años bajo
la media luna, las distintas etapas de su misión serán brevemente reseñadas.

En 1919 regresa a tierras americanas para escribir Cuatro Años bajo la Media
Luna en la soledad de un pueblo de los Andes colombianos. En 1927 recorre el
istmo centroamericano para escribir en inglés su testimonio nicaragüense : The
Looting of Nicaragua (1928), libro antiimperialista de punta a punta que publica de
nuevo en Londres. Ese libro aceleró la retirada de las tropas norteamericanas de
Nicaragua. En México en 1929 conoció al General Sandino de quien fue mentor
y amigo. Entre Estados Unidos e Inglaterra publicará en inglés Memoirs of a Soldier
of Fortune (1932) y Silk Hat and Spurs (1934).

De regreso a Venezuela tras la muerte de Gómez se le asigna un puesto


secundario de administrador de aduanas en Las Piedras, Estado Falcón, cargo
que ocupa durante pocos meses en 1936. Por fin el Gobierno nacional le confía
una importante misión oficial en seis países de América y Europa, cuando súbi-
tamente la muerte lo atrapa en Panamá tras una sencilla operación de garganta.
Su cadáver permaneció durante varios días en La Guaira antes de ser localizado
por la prensa. A su entierro asistió una representación del Gobierno y varias per-
sonalidades de la vida nacional. Su amigo el Kaiser de Alemania, desterrado en
Holanda, hizo llegar una corona de roble con laureles de oro al Cementerio
General del Sur.

Los restos mortales de quien ya era mundialmente conocido como el General


Rafael de Nogales, fueron enterrados en el panteón de la familia Blanco Vargas,
hasta ser trasladados en 1975 al panteón de las Fuerzas Armadas en el Cementerio
General del Sur. Sus condecoraciones se hallan en el Museo del Recuerdo de la
Escuela Militar.

Dos de las obras de Nogales fueron traducidas al castellano por su primera


biógrafa, la poetisa y escritora Ana Mercedes Pérez (1910-1994). Su pensamiento
político sigue siendo materia prima poco aprovechada. A nivel venezolano era
nacionalista, admirador del Libertador y manifiestamente opuesto a la dictadura.
A nivel latinoamericano reiteraba su fe en la integridad histórica y cultural del
continente con plena autonomía con respecto a Estados Unidos. A nivel univer-
sal partía de la defensa de los países débiles desde una plataforma antiimperialista
e izquierdista : influencia de los revolucionarios mexicanos de Flores Magón.

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Presentación

La saga de un libro perseguido

Los libros suelen esconder alguna historia íntima sobre la relación entre el
tema y el autor que éste procede a exponer, con orgullo y gusto, en algún prólogo
o palabras liminares. El lector suele aceptarlo con cierto interés, como cuando los
hijos quieren escuchar el cuento de cómo se conocieron papá y mamá. Mas pocos
libros suelen tener una hoja de vida propia, como lo es el caso de Cuatro Años bajo
la Media Luna.

Este libro se escribió a mano en un remoto pueblo de los Andes colombia-


nos llamado Gramalote, cerca de Salazar de Palmas, en el cual Nogales encon-
tró refugio y mirador para atisbar su cordillera andina del lado venezolano que
se le prohibía pisar. El autor de su biografía novelada, Pedro Almarza, le dedica
a esta etapa el capítulo “Saga de un libro perseguido”, porque desde el retorno
del guerrero a tierras vecinas, el gobierno del general Gómez abrigaba la pro-
funda sospecha de que su antiguo enemigo sólo podía estar tramando algo tre-
mendo en su contra.

Nogales dice que escribió el libro varias veces y tantas veces menos una, lo
volvió a deshacer y a redactar. Al bajar de la montaña rumbo a Cartagena,
Nogales hizo maromas para engañar a sus perseguidores y evitar que le quitaran el
manuscrito antes de alcanzar a embarcarse en una goleta casi clandestina de un
contrabandista que lo iría a llevar al puerto panameño más cercano. En sus
Memorias narra las diversas peripecias por las que pasó en esa travesía riesgosa ,
cómo unos indios lograron arrebatarle el curioso talego en el que tenía enrolla-
das las hojas escritas y cómo con astucia pudo recuperarlo. Desde el puerto pes-
quero de Bocas del Toro en la costa panameña procedió a Costa Rica en otra
embarcación que bailaba al son de olas gigantescas, hasta depositarlo por fin, con
su talego, en Costa Rica. De ahí procedió a La Habana donde lograría obtener el
anhelado visado para Estados Unidos con el propósito de editar su testimonio
otomano.

Fue a principios de 1923 cuando el New York Times se fijó en Nogales Bey of
Venezuela para seguirle la pista, de entonces en adelante, e informar acerca de sus
obras y andanzas. No obstante, no tardó en poner proa a Berlín cuando se enteró
de que la Editorial Internacional, especializada en traducir obras románticas e histó-
ricas del alemán al español, podría estar interesada. Efectivamente, la casa que sacó
la edición inicial de esta obra –base para otras ediciones facsimilares- operaba
desde oficinas en Berlín, Madrid y Buenos Aires, pero fue en la capital alemana y
no en la española o la argentina como se ha pretendido decir, donde se realizó la

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

impresión, según el propio Nogales. Tampoco ello sería posible sin soportar las
impertinencias del español Emilio Rancés, que Nogales juraba era agente de la
Legación de Venezuela disfrazado de asesor de estilo, para averigüar qué tanto ten-
dría ese libro que ver con Gómez. Así y todo, el Gobierno del Benemérito prohi-
bió el libro, probablemente para no reconocerle a ese tachirense excéntrico
méritos de una figura universal que pudieran hacerle sombra al Benemérito y
darle dividendos a un enemigo. Me contó el finado Dr. Giacopini Zárraga que él,
en sus años mozos, sólo pudo leer ese libro a hurtadillas gracias a un pariente que
se lo sacó del llamado “Cuarto de Libros Prohibidos”, de lo que entonces fuera la
“Inspectoría de Plazas y Jardines”.

Al recibir de la imprenta berlinesa los primeros ejemplares de este libro,


Nogales tuvo que haber reconocido el limitado círculo de lectores que tendría
para el momento en el mundo de habla hispana, además de lo fútil que sería
intentar difundirlo en Venezuela. No les bastaron al Gobierno acechanzas y
molestias, sino que, además, Nogales fue señalado como espía soviético por la
Legación en Londres , haciéndole difícil el traslado entre los distintos países de
Europa occidental. Su instinto y sus conocimientos del ambiente internacional le
indicaron que el camino hacia la fama y el éxito lo señalaba una flecha que decía
“New York”, además de la que identificaba al propio Berlín.

Para los alemanes, se trataría de un testimonio válido, escrito por uno de los
suyos o casi, de modo que la versión de Vier Jahre unter den Halbmond, apenas salida
de la imprenta en 1925 no duró mucho en las librerías, pues será ávidamente
adquirida por un público ansioso de saber qué fue lo que hicieron sus oficiales y
soldados en aquella odisea al lado de sus aliados turcos.

En Nueva York, Nogales tuvo la suerte de conocer a Muna Lee, poetisa,


escritora e hispanista norteamericana, esposa del joven periodista boricua (y
futuro gobernador) Luis Muñoz Marín, la cual será la perfecta traductora de esta
obra en un estilo que realzaría el original y enfocaría las luces sobre el autor, lla-
mado por el New York Herald Tribune el “don Quijote militar que no pierde el
amor latino por la belleza”. La versión inglesa publicada en 1926 por Scribner’s
Sons, será seguida en 1932 por la edición de Harrison Smith de Memoirs of a
Soldier of Fortune (Memorias de un Soldado de Fortuna). Pasarán siete décadas antes de
que saliera en Londres una novísima edición de Ara Sarafian, esta vez por
Sterndale Classics, editorial especializada en obras sobre las postrimerías y provin-
cias del imperio otomano. Aparentemente se trata de involucrar a Nogales y su
obra en la polémica entre armenios y turcos sobre los sucesos de Van en 1915 y
sus secuelas.

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Presentación

Four Years Beneath the Crescent convirtió a su autor en una figura conocida en
los medios literarios y sociales a ambos lados del Atlántico anglosajón. Nogales
pasará toda una década comprendida entre la aparición de la versión inglesa de
este libro y la muerte del General Gómez entre Alemania, Inglaterra, Estados
Unidos y brevemente Francia, entregado a su nuevo rol de autor, columnista y
conferencista sobre viajes y temas geopolíticos. La poetisa y escritora Ana
Mercedes Pérez, quien lo conoció en Londres siendo ella la joven hija del Cónsul
General de Venezuela, ha reseñado estas páginas de pluma y frac con un toque de
fina maestría literaria. Lo cierto es que Nogales, tras despedirse de las costas de
Anatolia con un saludo militar, nunca más volvió para estas tierras. Pero nos dejó
su testimonio en tinta sobre papel.

La aureola dorada

El libro que hoy presentamos en su cuarta edición y tercera venezolana, es un


testimonio sin par de una época tumultuosa sobre un paisaje inclemente que el
autor quiso ofrecer, pese a su parca sonrisa, en una bandeja de plata, alternando
entre colores, aromas y suaves sonidos de melodías. Eran tiempos de guerra; la
última en que caballería e infantería aún podían reclamar cierto protagonismo
válido. Atravesando los parajes lacustres de Bingöl (literalmente, mil lagos) y
rodeado por soldados cuya lengua ni siquiera había aprendido, Nogales recordó
a otro célebre expedicionario por los mismos montes: y me puse a escalar aquellas
serranías, que dos mil y pico de años antes atravesara el griego Jenofonte durante
la famosa ‘retirada de los diez mil...

Esta crónica de guerra se extiende sobre un panorama geográfico que el


mismo autor identifica en un mapa ad hoc para la edición norteamericana del
libro. Él llega a Istambul procedente de Sofia (Bulgaria) a princpios de 1915,
viaja a Erzurum, la Siberia turca, inmersa en las nieves (cuando pasó por Nigde
de la kardelén). Prosigue al frente de Van donde combate a los armenios insu-
rrectos antes de enfrentarse a la invasión de cosacos y rusos por los desfiladeros
del Cáucaso . Incendia la población de Bash Kale para evitar que su parque
cayera en manos del enemigo. Lo trasladan a un puesto administrativo en los
ferrocarriles de Adana (costa del Mediterráneo), luego recorre Siria, Líbano y
Palestina antes de ser transferido a Irak donde participa en varias batallas contra
británicos e hindúes (1916).

Le confían la plaza de la ciudad de Ramleh en Palestina y luego el comando


militar de Es-Salt, capital de la jordana región de Balqa (1917). En el frente sur
participa en las dos primeras batallas de Gaza, distinguiéndose tanto en la segunda

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

batalla como en sus ataques sobre las fuerzas británicas en el Sinaí egipcio (1917). Pasa
el último año de la guerra en Mardin y Diarbakir (Anatolia), además de actuar como
subcomandante de la Casa Militar del propio sultán en Istambul. Estaba disfrutando
de unas vacaciones en Europa al declararse el armisticio tras la derrota de su bando.
Pudiendo quedarse afuera o huir, prefirió volver a Istambul a enfrentarse a los vence-
dores, recoger sus papeles y condecoraciones, para luego partir de retorno a su terruño
y escribir la historia de su marcha marcial bajo la media luna.

Trató de ser lo más fiel posible en describir los lugares que iba encontrando en
el Asia Menor y el Oriente Medio, al colocar el nombre clásico al lado del corriente.
Te advierte que Konya es la antigua Iconium; Sivas, Sebasta; Kayseri, Cesárea;
Amán, Filadelfia; Tikrit, Virtha (¿acaso la bíblica Birtha? se pregunta). Entre cúmu-
los de nombres vivos y túmulos de viejos, a veces se equivocaba, como cuando dijo
que Yatripa era el antiguo nombre de Meca; en realidad lo fue de Medina. En un
lapso hizo de Bagdad capital de los omeyas cuando lo fue de los abasidas. No obs-
tante, su acuciosidad asombra. Nadie pensaría que en 1922 alguien tendría una
computadora con servicio de Internet en Gramalote. Todos los documentos que se
llevó de Turquía llegaron sanos y salvos a ese refugio andino.

Puede ser que se le ocurra a alguien, aplicando el programa adecuado al orde-


nador, tratar de clasificar los mil nombres propios de lugares que Nogales regis-
tra en su odisea otomana. Apartando los conocidos y reconocibles, aparecerán
lagos y ríos, serranías y montes, valles y quebradas, aldeas y caseríos que podrían
haber tenido cierta relevancia en su relato, pero que hoy por hoy no figuran en
ninguna referencia cartográfica a mano. Pues sepa el lector que se necesitaría de
un equipo especializado y ambientado en las distintas comarcas de su itinerario
marcial para poderlo rehabilitar con la puntualidad requerida. En otras palabras,
este libro es una fuente de datos geográficos de mucho valor para Turquía y sus
antiguas provincias de habla árabe, hoy convertidas en Siria, Líbano, Irak,
Jordania, Palestina, Israel y el Sinaí egipcio.

El relato no es una secuencia líneal que sólo sigue la sombra de Nogales y su


ordenanza el albanés Tahsin Chavich (¿Quijote y Sancho redivivus ?), ni una auto-
biografía filmada en llamativos exteriores. Si bien todo comienza y concluye con
sus cuatro años bajo la media luna otomana, el autor se desvía con mucha frecuen-
cia hacia la historia, mitología, sociología, ética y política, además de contar leyen-
das, anécdotas y consejas. Un profesor turco que ha estudiado esta obra, ha ido
marcando con un resaltador los párrafos añadidos de contenido didáctico, para
quedarse con una copia tapizada de cuadros amarillos que podrían constituir un
libro autocontenido.

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Presentación

Sus conocimientos sobre su mundo y época podían tener un corte enciclo-


pédico, pero sus razonamientos no sonaban siempre coherentes. Sin embargo,
sus pronósticos sobre los grandes aconteceres no fallaron: ni con respecto a la
República Turca kemalista ni en lo atinente al futuro “no eterno” del bolche-
vismo en Rusia. Esto podrá indicar fallas en su metodología, pero no en la soli-
dez de sus tesis.

Como autor de un libro de viajes, Nogales caerá en la categoría de los viaje-


ros románticos, poseedor de un estilo poético típico de su formación europea fini-
secular de aquel entonces. Sentía la grandeza de la naturaleza tanto en los arenales
bañados por la luna como en las cataratas escondidas en cauces de agua plateada
entre cumbres envueltas en las nubes. Se rendía ante la majestad de la historia al
contemplar algunas grandes obras que lo cautivaron como la Mezquita Al Aqsa en
Jerusalén, el castillo de Mardin y la fortaleza de Van. Parecía vibrar al eco de los
nombres bíblicos y antiguos: Esdralón, Ninivé, Palmira, Ctesifon, Orontes, Petra,
Baalbeck.

Se ganó el respeto de la sociedad turca por su propio respeto a sus costum-


bres, especialmente en lo que se refiera al hogar y a la mujer. Su admiración por
las cualidades del soldado turco —su estoicismo, fortaleza y lealtad— van más allá
de haber servido en las filas del ejército de un imperio cuya decadencia política no
le importó convalidar. Así y todo, se refería al ejército turco como “nosotros”.
“Ellos” serían los políticos.

La leyenda negra

Por otro lado, Nogales no debió dejar una buena impresión a su primer
lector turco e implacable censor, Kaymakam Hakki, cuando se largó a criticar a
varios compañeros de armas, incluso hasta llegar a extremos en algunos casos. Se
ha dado el de uno de los pilares brillantes del imperio a quien Nogales elogia en
distintos sentidos, para de repente espetarle la acusación de ladrón, por lo demás
sin pruebas y fuera de lugar. No abona mucho crédito a este filón de su relato el
que haya dividido a los hombres públicos del imperio y a sus propios jefes y com-
pañeros en buenos y malos, probablemente en función del trato que de ellos reci-
biera. Después de todo, él sí fue acechado y perseguido a raíz de su salida del
frente armenio, especialmente por quienes creían que podría aportar algún testi-
monio en su contra a consecuencia de los trágicos sucesos de Van. Mas se trata de
individuos: el Ministerio de Guerra otomano le otorgó varias condecoraciones y
le concedió una baja honrosa, como consta en el irrefutable documento cuya
copia fotográfica ilustra el libro.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

Para indagar sobre la leyenda negra que este libro habría creado alguna vez,
se tendría que empezar por preguntar cuántas personas lo han leído y evaluado en
su totalidad. Parece que, aparte de la edición inglesa que en Estados Unidos con-
quistó elogios y buena crítica tanto por el tema como por la traducción, la obra
tuvo que traspasar un duro examen ético e ideológico, precisamente por las distin-
tas reacciones que han provocado los capítulos sobre los trágicos sucesos de Van
entre armenios y turcos.

En Venezuela, tal situación no fue notada en el momento de difundirse la


obra, sobre todo después de la segunda edición de 1936 lanzada aún en vida de
su autor, porque la percepción de heroicidad, romanticismo y aventura que ella
respiraba, siendo doble logro de un venezolano tanto de espada como de
pluma, relegó a otro plano la potencial cuestión testimonial. Además, se supo-
nía en aquellos momentos que la cuestión estaba superada: los armenios organi-
zando su vida en la diáspora y la Turquía republicana trillando nuevos caminos
postotomanos. Escribiendo esto en 2006, dudo que en la Venezuela de 1936 y
años subsiguientes haya habido un círculo de lectores que hubiesen leído Cuatro
Años bajo la Media Luna, lápiz en mano, con el fin de cerciorarse de lugares,
fechas y nombres propios y hacerle preguntas al autor, quien, por lo demás,
fallecerá súbitamente al año siguiente, con la urna pasando por lo que le pasó en
el puerto de La Guaira.

A la Venezuela de la época le bastaría la imagen del héroe, el Miranda del


Siglo XX, el Sigfrido criollo, aquel a quien el poeta andino Otto H. Burguera le
cantara: (Mérida, 19 de octubre de 1940).

“ En su bajel de eterno, errante peregrino,


los inmensos mares de la aventura surca.
Y, sueña cuatro años este Andino,
Bajo la Media luna de la Bandera Turca”.

Quienes tomaron el relato muy en serio, desnudando sus palabras una a una,
fueron los protagonistas de aquellos sucesos. Ninguno de los dos aquilató la obra
en su conjunto, porque lo que les interesaba era el relato específico, y en la medida
en que uno u otro lo podría interpretar a su favor. Nogales no salió “bien parado”
ni con los unos ni con los otros. En realidad, quien lea esta obra objetiva y crítica-
mente, llegará a la conclusión de que nuestro autor, teniendo en frente elementos
de un verdadero juicio de realidad como ningún otro testigo habría visto, lo con-
fundió con dos juicios paralelos de valor, uno más de este lado y el otro más
acorde con aquél. Quiso “hacer justicia” entre los turcos en cuyas filas militaba y

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Presentación

sus correligionarios, los cristianos armenios, para terminar marginado y, en un


momento dado, rechazado por ambos.

Su dilema nace del hecho objetivo, real, de encontrarse en el sitio de la ciudad


de Van, que entonces albergaba una población mixta y que él llama la capital de
Armenia, al mando de tropas otomanas atrincheradas en el inexpugnable castillo
de los Urartu, las cuales se empeñaban, bajo su mando, en rendir a los insurrectos
armenios que ocupaban la ciudad y sus vergeles, contando con la inminente ayuda
de tropas rusas y cosacas. Eran tiempos en los que las nacionalidades no turcas del
imperio bregaban por su liberación: los armenios con ayuda de los rusos, los
árabes pactando con Gran Bretaña; los albaneses, independientes ya. Nogales, ofi-
cial del ejército otomano entonces con el rango de capitán pero al mando de
tropas que corresponden a mayor jerarquía, se vio entre la lealtad a su honor mili-
tar y la guerra contra una comunidad cristiana.

Ansioso de estampar su relato para la posteridad en la tranquilidad de


Gramalote, con el fuego y la sangre vueltos imágenes vivas, Nogales el autor
quiso demostrar lo valiente y profesional que fue el oficial venezolano al
comando de una batalla encarnizada y, al mismo tiempo, mostrar la mayor
simpatía creíble por ese enemigo combatido con quien compartía valores y
creencias, en esa ingrata circunstancia de un encuentro trágico.

Basta con entrar a algunas páginas de Internet en pos de nuestro increíble


tachirense para comprobar que, de sus juicios y testimonios, se han valido
ambos: los armenios para demostrar que sus compatriotas de Van y del imperio
otomano habían sido las víctimas del primer genocidio del Siglo XX, y los
turcos para afirmar que Nogales refrendó su versión en el sentido de que los
armenios se habían alzado en armas contra el imperio y también cometieron
atrocidades.

De la lectura minuciosa de esta obra se desprende que Nogales, el testigo


autor, dio las siguientes pistas, no de una manera sistemática como sigue, sino a lo
largo de su relato passim :

A favor de los armenios adelantó dos juicios :

Describió con detalles descarnados los horrores de la lucha, las masacres y las
deportaciones que la población civil armenia sufriera en el trayecto. Incluyó un
testimonio gráfico con la intención de captar solidaridad y simpatía por la
causa armenia.

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Rafael Nogales Cuatro años bajo la media luna

Dijo que el gobierno del triunvirato en Istambul no podía ignorar lo que


sucedía. El Ministro del Interior lo sabía todo.

A favor de los turcos afirmaba lo siguiente:

1. Queda fuera de duda que los armenios fueron los que se sublevaron en
rebelión armada, instigados por Rusia.

2. Las matanzas y masacres fueron obra de irregulares turcos y kurdos, pero


jamás fueron cometidas por el ejército otomano.

3. Los “comitachis” armenios también masacraron a musulmanes civiles


desarmados sin ninguna inhibición.

Es probable que los sesgos de tan encontrados juicios que él expresa en los
abultados primeros capítulos de la obra y relacionados con este drama, hayan sido
influidos por las circunstancias que Nogales encontrara al llegar a Berlín, manus-
crito en mano, y percibir un ambiente muy distinto al que se habría imaginado.
En Berlín el antiguo ministro otomano del Interior, Tala’t Pasha, había sido ase-
sinado en venganza por esos hechos, lo que podría haber influido en el ánimo de
ese venezolano solitario, desprovisto de cualquier atención por el gobierno de su
país y totalmente desvinculado del ya extinto imperio al que sirviera. Aquí estarí-
amos contemplando a un hombre cuarentón, aspirante a reintegrarse a una socie-
dad occidental que abría sus puertas de par en par a refugiados y desplazados
armenios, sus adversarios.

Tan es así que, dentro del lustro siguiente al final de la guerra, Nogales evi-
taba en lo posible circular por Europa y Estados Unidos. Gramalote será tanto
escritorio como escondite. Hasta 1923, el Gobierno de Estados Unidos se negaba
a otorgarle visa, mientras él se quejaba del remoquete “ Verdugo de Armenia” que
el Presidente Wilson le había endilgado.

Durante largo tiempo, la imagen turca de Nogales lo distanciaba instintiva-


mente de los armenios. Parecía estar demasiado del lado enemigo para que se valo-
rara su testimonio. Algunos autores de la historia milenaria de esa nación han
podido hacer austera referencia bibliográfica a esta obra por puro rigor académico.
Con el paso del tiempo y la campaña a favor de reconocer explícitamente la figura
de genocidio, alguien debió pensar que el testimonio de Nogales podría ser invo-
cado soltando las ataduras a su imagen turca, especialmente cuando quedó evi-
dente que el Estado turco no mostraba interés alguno por auspiciar la imagen y

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Presentación

aureola del antiguo oficial venezolano-otomano. De ahí la nueva edición de Four


Years Beneath the Crescent por Sterndale Classics como un testimonio proarmenio,
sin incomodarse por el célebre retrato de Nogales en uniforme otomano y kalpak
de astrakán en la portada.

Por su parte, los turcos prefirieron archivar la obra y el nombre de Nogales, como
sanción por sus capítulos sobre Van. Ello sucede como consecuencia de la traducción
de dichos capítulos por un alto oficial turco, entonces kaimakam y luego General
Ismail Hakki Akoguz, quien tradujo de la versión alemana sólo los capítulos referidos
a Van y la cuestión armenia, además de redactar, para un toal de apenas 76 páginas,
una respuesta propia a “ese oficial extranjero sin abolengo” que terminó “mordiendo
la mano que le prestó una espada”. Hakki tendrá una actuación muy notable bajo el
propio Atatürk, de modo que su texto con la respuesta publicada en 1931, en vida de
Nogales, sellará por siete décadas la suerte documental del venezolano en el país aso-
ciado a su nombre, figura y obra en el mundo entero.

De este modo ha sido tarea casi imposible para los diplomáticos venezolanos
acreditados en Turquía desde el establecimento de relaciones en 1950, destapar la
documentación oficial sobre su compatriota. Mi antecessor en el cargo, Embajador
Ramón Delgado, rompió el hielo al publicar, en castellano y turco, la tesis del estu-
diante de letras españolas (hoy profesor) Mehmet Necati Kutlu, quien descubre la
historia de Nogales por un ejemplar de Four Years Beneath the Crescent en la biblioteca
de su universidad. La tesis: Nogales Méndez: Un Caballero andante en Turquía/Nogales
Méndez: Türkiye bir Gezgin Sövalye (Ankara, 1998).

Parte de mi esfuerzo al asumir la honrosa representación de la República


Bolivariana de Venezuela en Turquía ha sido la “rehabilitación” de nuestro Nogales,
sobre todo ante los estudiosos de la historia militar, todos influenciados por la ver-
sión del General Hakki Akoguz quien, como compañero de armas de Nogales, se
sintió profundamente dolido por lo que el venezolano escribió, pero de ninguna
manera encontró en su acción nada que reprochar.

He tenido que avanzar despacio. No me ha sido posible llegar al archivo


apropiado que sin duda ha de estar muy bien clasificado en un sistema impecable
que guarda las carpetas de miles y miles de oficiales desde los últimos siglos del
imperio. Mas he tenido algunas conversaciones sobre el tema con historiadores y
hombres de letras, basándome en que Venezuela lo que quiere es que se conozca
el otro lado de la historia de este venezolano: lo positivo que hizo por Turquía y
el testimonio que dejara sobre su época, como el último latinoamericano que
pisara tierras del imperio, habiendo sido el primero otro venezolano: el General

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

Francisco de Miranda. Nuestra Embajada de hecho tradujo y publicó las memo-


rias de Miranda en Turquía, en un texto con 150 ilustraciones.

Oportunamente, el profesor y coronel Dr. Ahmet Tetik publicó el primer artí-


culo en la revista militar Silahli Kuvvetler Dergisi (Revista de las Fuerzas Armadas), Nº
383, Año 124 , enero de 2005, bajo el título “Un oficial venezolano en el Ejército oto-
mano: Rafael de Nogales”. En buena parte ese avance se debió a la acogida que me
diera el General (ahora retirado) Erdogan Karakush, historiador él, entonces director
del Instituto de Estudios Militares. El mencionado artículo, en general, es objetivo.
Aunque padezca de pequeñas inexactitudes, tiene la virtud de presentar la trayectoria
otomana de Nogales de punta a punta sin limitarse a un escenario específico. Su
mayor virtud estriba en ser el primer artículo que se haya escrito sobre este venezolano
por una responsable fuente militar en Turquía.

En 2005 esta Embajada publicó, en inglés y turco alternándose entre capítulos,


una biografía suya en 180 páginas e ilustrada con 180 gráficas a colores, bajo el título
The World of Venezuelan Nogales Bey/ Venezuelali Nogales Bey’in Dünyasi. Tan importante
como su edición y publicación, ha sido su distribución controlada al ser enviada al
Presidente de la República, al Consejo de Ministros, un buen número de diputados,
todos los embajadores turcos en el servicio interior, la mayoría de las universidades e
institutos de investigación, todas las 81 gobernaciones provinciales del país, las emba-
jadas acreditadas en Ankara, la prensa y otros organismos .

Palabras semifinales

Son semifinales porque las palabras finales sobre este hombre fuera de serie,
aún no se han escrito.

Considero un honor el habérseme solicitado esta presentación, no sólo


porque me ha permitido agregar un eslabón más sobre varios escritos anteriores,
sino porque me da una oportunidad para rogarles a los futuros investigadores
deseosos de trillar esta senda, que sepan evitar los errores de datos, fechas, lugares,
nombres, relaciones y situaciones que se han ido acumulando en la estela de este
hombre. Por ejemplo, que nació en 1879, que fue oficial de las Fuerzas
Expedicionarias Persas, que hablaba árabe y chino, que de Turquía se fue para
Alaska, que cazaba culebras en Australia, y que se radicó finalmente en Panamá.
Todo eso huele a aventura y se parece a ciertas páginas nogaleñas, pero no es
exacto ni veraz. Mezclar lo imaginado y mal leído con lo verídico y bienvenido, no
le hace bien al personaje, ni al investigador. Ya se pueden contar con biografías
confiables, además de la asesoría de la “Fundación General de Nogales Méndez”.

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Presentación

Habiéndole dado a la vida y obra de Nogales unos cuantos años de investiga-


ción y seguimiento, he llegado a la conclusión de que la mejor manera de conocer
tanto al hombre como a su obra y circunstancias, es respetar lo que hizo, dijo y
escribió como eco del ser y sus circunstancias, sin juzgarlo hoy por lo que se hizo
o se dejó de hacer ayer. Nadie debería juzgar sus aciertos y errores por los valores
de hoy, y mucho menos reducir su visión del mundo, sus ideas políticas y su
acción militar, sin omitir sus escritos, ideas y artículos, a ese péndulo oscilante
entre el aventurero que entusiasmaba al lector norteamericano y el oficial extran-
jero que terminó criticado en su campo y en el campo opuesto a la vez.

Las obras de Nogales no deben de influir en el sereno ánimo ni en la amiga-


ble actitud de la nación venezolana hacia turcos y armenios. En Venezuela se
aprecia mucho el aporte de la honorable colonia armenia, y es el nuestro a la vez
un país amigo de la República Turca con la cual siempre hemos mantenido exce-
lentes relaciones.

Esta obra retrata a su autor en un momento de cambio radical en su azarosa


vida, tratando de proyectar la historia de una odisea fuera de serie ya vivida por él,
pero en el lenguaje de la sociedad que quería le abriese sus puertas, leyéndolo
mucho y preguntándole poco. Ojalá la lectura pausada de esta historia, sin güel-
fos que reclamen ni gibelinos que respondan, nos irá a convencer de que lo que la
humanidad necesita es paz, confianza, perdón, concordia y fe en su destino
común sobre un planeta de todos.

Rafael de Nogales Méndez fue un venezolano del mundo. Y si el mundo es


ancho y ajeno —como diría el peruano Ciro Alegría—, el de Nogales será siem-
pre ancho y propio, que sólo lo pueden compartir con él los que se atreven a ser
comprensivos y justos a la vez.

Ankara, Diciembre 2006. Dr. Kaldone G. Nweihed


Embajador de la República Bolivariana de Venezuela en Turquía.

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Capítulo I
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Érase a fines de agosto de 1914, mientras me hallaba viajando de Curaçao a


Trinidad para ponerme al habla con algunos compañeros de Causa, cuando, al tocar
en la pequeña Antilla de San Martín, supe que había estallado la Guerra Mundial, y
al llegar a Trinidad, que Venezuela había declarado su neutralidad.
Haber seguido hostilizando al gobierno del presidente Gómez en tales circuns-
tancias, hubiera sido hasta antipatriótico de mi parte. Por lo tanto desistí de mis
planes, y no obstante el hecho de haberme criado y educado en Alemania, resolví
sacrificar mis simpatías personales en aras de la raza latina, yendo a ofrendar mis
modestos servicios a la pequeña pero heroica Bélgica, que se había convertido de la
noche a la mañana en el campeón de las naciones débiles aunque conscientes de su
honor e independencia. Y a pesar de la presencia, en aquellas aguas, de varios cruce-
ros alemanes que dificultaban la salida de los barcos pertenecientes a la Entente, siem-
pre logré embarcarme en Martinica, a fines de septiembre, en el vapor correo de
Cayena con destino a Europa.
Después de un viaje de dos o tres semanas salté por fin a tierra en Burdeos, que
hallé convertido en un pequeño París a causa del cuerpo diplomático y los altos
poderes de la nación, que acababan de llegar huyendo ante la ofensiva del general
von Klück. Y sin detenerme más tiempo que el necesario para orientarme sobre el
curso que había ido tomando la guerra, seguí viaje para Flandes por la vía de París.
Al llegar al Havre, supe la caída de Amberes. No obstante, me embarqué para
Londres, y, provisto de un pasaporte directo para Bélgica, desembarqué en Calais,
que encontré atestado de refugiados belgas y franceses. Los hoteles estaban repletos.
El resto de la noche me lo pasé sentado en una butaca, ya no recuerdo dónde.
A la mañana siguiente, me presenté ante el Jefe de la Misión Militar belga, que
era un coronel de cierta edad y quien, después de escucharme atentamente, me
advirtió que mi admisión en el ejército regular belga era imposible por aquello de
que yo no pertenecía a una nación aliada. Mas, y como para atenuar en lo dable mi
desencanto, aconsejóme, fuera a consultar mi caso con el Ministro de Relaciones
Exteriores belga en Dunquerque.
Agradecido de su consejo, propúseme seguirlo aquella misma tarde. Y apro-
vechando el tiempo que todavía faltaba para la salida del tren, fui a dar una vuelta
por la ciudad que ofrecía un aspecto lúgubre a la vez que animadísimo.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

Al parecer, se estaba librando una batalla Dios sabe dónde. Autos cargados de
heridos amigos y enemigos iban y seguían llegando sin cesar. Destacamentos y uni-
dades belgas, frescas o reorganizadas, atravesaban en todas direcciones una apretada
muchedumbre, compuesta en su mayor parte de niños y mujeres procedentes de los
distritos devastados y cargando a cuestas lo poco que habían logrado salvar durante
su fuga. La falta de alojamientos era tan grande, que muchos de aquellos desgracia-
dos se veían obligados a pernoctar a la intemperie, no obstante los esfuerzos genero-
sos de las autoridades francesas por aliviar su suerte.
Y por encima del murmullo de las masas, del claqueteo incesante de los zuecos
sobre el empedrado y el ruido ensordecedor de la artillería al desfilar en forma de
marcha por las arterias principales de la villa, oíase de vez en cuando, desde lo alto,
el zumbido fatal de los aviones alemanes girando cual águilas de acero encima y en
torno de la plaza fuerte de Calais.
En esto, sonó la hora de partida. Y después de un viaje bastante fastidioso llegué
por fin, ya entrada la noche, a la flamenca urbe de Dunquerque.
De la estación fui derecho a un hotel, y me puse a cenar. Pero todavía no había
hecho sino comenzar, cuando me vinieron a anunciar una visita. Y al ir a ver quién
era, me encontré con un piquete de tropa, con bayoneta calada, que me condujo por
vías estrechas y tortuosas hacia cierto edificio oscuro y de vastas proporciones, seme-
jante a una bastilla. Era la Comandancia de Armas. Me habían tomado por un espía.
El oficial de guardia me recibió cortésmente, y, después de examinar mi pasa-
porte, pidió excusas por el error que se había cometido.
Cuando llegué al hotel, ya no encontré qué comer. Pero, en cambio, me hallaba
vivo todavía, que era lo esencial para mí.
En esa época comenzaba ya Dunquerque a darse cuenta de la molesta vecindad
del frente enemigo. El cañoneo, que era incesante, se sentía aún de día, y de noche
podíanse distinguir perfectamente hasta los diferentes calibres de las piezas.
También un par de aviones “boches”, como decía la gente, venía todas las
mañanas a averiguar el movimiento de los trenes.
En los cafés abundaban los oficiales. Entre ellos no faltaban, por lo general,
algunos ingleses, a quienes no podía yo menos de admirar por su aspecto marcial
y el corte correctísimo y verdaderamente uniforme de sus uniformes, que revela-
ban en sus dueños tanto al sportsman como al militar.
Al día siguiente, fui al Ministerio de Relaciones Exteriores belga, situado en
el Hôtel de Ville. Y al pisar su puerta de entrada, vi salir de ella a un individuo ves-
tido de oficial británico, acompañado de alguna gente armada. Estaba pálido. Sus
labios se contraían de vez en cuando. Y al preguntar yo al sargento de guardia
quién era, contestóme que un desconocido a quien se le había encontrado una
carta escrita en alemán, y del cual por tanto se sospechaba fuera quizás un oficial
prusiano disfrazado de inglés, es decir, un espía alemán.

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Capítulo I

A juzgar por la dirección que iba tomando su escolta, calculé que lo condu-
cían hacia la bastilla en que yo había estado detenido la noche antes.
No le tuve la menor envidia, a decir verdad, pero en cambio sí bastante lás-
tima, puesto que dicho señor llevaba el 99% de probabilidades de ser pasado por
las armas en el término de la distancia.
En aquellos tiempos anormales bastaba a veces la menor sospecha para perder
a un hombre.
En esto fui recibido por el secretario privado del ministro. Era éste un joven
pequeño y rubio, que usaba lentes, ostentaba el título de barón, y muy amable me
repitió lo que me habían dicho ya antes que él el Consejero de la Embajada belga
en Londres y el coronel en Calais: «nous le regrettons infiniment, mais malheureusement,
etc.» Total, nada. Una carta autógrafa del ministro dándome las gracias, y el con-
sejo de ir a ver a Su Majestad el Rey, en su Cuartel General de Furnes, frente al
enemigo.
Hallándome resuelto a todo sacrificio, opté por seguir su consejo. Pero por
suerte o desgracia mía se le ocurrió aquella mañana a un aviador alemán ir a lanzar
las dos primeras bombas sobre Dunquerque, de las cuales la una atravesó el tejado
de un hospital, mientras la otra fue a romper todos los cristales del Hôtel de Ville,
o sea el Ministerio de Relaciones Exteriores belga.
El resultado de tan fatal suceso fue, como era de esperarse, un decreto orde-
nando la salida inmediata de todos los extranjeros transeúntes en Dunquerque, lo
cual puso fin a mi reve héroique en lo tocante a Bélgica a lo menos.
Y en tanto me hallaba al día siguiente en la Comandancia de Armas reco-
giendo ya no recuerdo qué firma, se me acercó un oficial superior francés y me
dijo con aire protector: «¿Por qué no se une Ud. a nosotros, ya que los belgas se
niegan a recibirlo?»
«Con el mayor gusto», le respondí en el acto, «siempre que el ejército regular
francés no tenga inconveniente en aceptarme».
Pero aún no había terminado la frase, cuando dicho señor me miró de arriba
abajo, como escandalizado, y exclamó con voz un tanto irritada: «comment donc!
¿nosotros recibir a Ud. en el Ejército regular francés? Jamais de la vie! Para señores
como Ud., tenemos la Legión Extranjera...»
Y mirándome de arriba abajo una vez más, me volvió la espalda y se fue como
si tal cosa.
Semejante respuesta, por cierto algo quijotesca y que honraba tan poco a su
dueño como al uniforme que llevaba puesto, en vez de alterarme lo que hizo fue
más bien recordarme el caso del príncipe Eugenio de Saboya, a quien Luis XIV,
Rey de Francia, había obligado también en cierta ocasión, y por medio de una
ofensa parecida, a entrar al servicio de Austria con el resultado que conocemos ya
por la historia.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

Y como yo no me hallaba dispuesto a exponerme a nuevas franquezas por el estilo


de la que acababa de prodigarme aquel buen monsieur, me embarqué aquella misma
tarde para Marsella, a fin de ir a consultar mi caso con el general Pepino Garibaldi,
quien no había tenido inconveniente en entrar en dicha legión como comandante o
teniente coronel a lo sumo, no obstante el hecho de haber aportado consigo, y en auxi-
lio de Francia, más de cuatro mil voluntarios italianos.
Cuando llegué a Montpensier, ya él se había ido. Pero vi a su hermano Manfredo,
que conocía de antes, y quien después de escuchar mi relato me dijo las siguientes pala-
bras: «El porvenir de Italia está en las costas de Dalmacia. Incorpórese Ud. al ejército
montenegrino, y espere nuestra llegada».
No pareciéndome mala la idea, fui a Roma, y, provisto de cartas del Cónsul
General montenegrino en dicha capital, me embarqué en Bari con rumbo a Levante.
Después de una travesía un tanto borrascosa y durante la que por poco chocamos
con una mina flotante, desembarqué a la mañana siguiente en Albania, o, mejor dicho,
en San Giovanni di Medua. Y entusiasmado por el ambiente saturado de aromas y los
bellos paisajes orientales que caracterizan las costas balcánicas, seguí mi viaje en coche
hasta la ciudad de Escutari, que corona el sombrío castillo de Rosafa, o Darabosh, y,
desde allí, atravesando el lago de su nombre y escalando áridas montañas, llegué por
fin a Cetinye, o sea la minúscula capital del también diminuto reino de Montenegro,
que, a excepción del Palacio Real, un par de legaciones y tres o cuatro edificios mayo-
res, apenas se componía o componíase entonces de un montón de casuchas habitadas
por cosa de cinco a seis mil almas a lo sumo. Pero en medio de aquellas serranías res-
piraba un pueblo libre y heroico, que, después de resistir durante siete siglos al poder
de todos los sultanes, se hallaba en esa época desafiando a las águilas de Austria desde
Cataro hasta Sarajevo con un ejército inferior tal vez a quince mil hombres.
Viendo que la respuesta del Cuartel General montenegrino tardaba en llegar, y
no sabiendo ya cómo matar el tiempo, ocurrióseme una mañana ir a escalar un vecino
monte, coronado por las ruinas de una torre circular.
Tras un penoso ascenso de dos horas y media, me senté a mitad de camino, en un
montón de nieve, para descansar un rato, cuando me vi de pronto rodeado por un
grupo de campesinos, revólver en mano, que después de sujetarme me condujeron a
través de un cercano montecillo hasta las trincheras y baterías montenegrinas domi-
nando la ciudad de Cataro y su famosa bahía, que se extendía a mis pies como un
ópalo inmenso.
Fue entonces cuando supe que la montaña aquella era nada menos que el célebre
Monte Loevzen, y el lugar donde me habían aprehendido, la frontera austriaca.
Mi situación no podía ser más crítica. Un extranjero apresado en el momento
de atravesar la línea fronteriza y a la vista casi de las trincheras montenegrinas, era
un caso perdido para mí, puesto que ¿quién había de creerme que sólo estaba
paseando?

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Capítulo I

Y mientras me hallaba parado en la nieve, con una pistola aplicada a cada


sien, esperando mi sentencia, de muerte probablemente, me acordé de la lejana
patria, y un sentimiento de amargura indecible se apoderó de mí por un instante.
Empero, y por fortuna, llegó en eso un oficial montenegrino, pariente del
Rey, que después de escuchar lo que yo había de decir en defensa mía, en vez de
mandarme fusilar me convidó a almorzar, y luego me condujo en persona hasta
Cetinye, para que no me fueran a molestar de nuevo en el camino.
Entretanto había llegado la respuesta del Cuartel General montenegrino, ale-
gando lo de siempre que la Entente no admitía en sus ejércitos regulares más que a
súbditos de naciones aliadas. Y como yo no me hallaba dispuesto a cambiar de
nacionalidad con tal de poder entrar en las filas aliadas o centrales, resolví regresar
a mi tierra sin demora, cuando, al ir a despedirme del Ministro de Relaciones
Exteriores, o sea el Dr. Martinovich, me dijo éste y con insistencia me rogó hiciera
otro esfuerzo, en Serbia, y añadió que él había telegrafiado ya al gerente de la
guerra en Nish, anunciándole mi visita.
No deseando contrariar a dicho señor por haberse portado conmigo como un
perfecto caballero, decidí seguir su consejo. Pero primero fui a Escutari con inten-
ción de descansar allí un par de días.
Dicho descanso resultó ilusorio, sin embargo, a causa de los combates encar-
nizados que se libraban entonces en dicha ciudad casi todas las noches entre las
barriadas cristianas y musulmanas, y durante los cuales los muertos del susto resul-
taban ser por lo general todavía más numerosos que los de bala.
Lo cierto del caso es que los melisors, protegidos por Austria, y los mahometa-
nos, protegidos por Italia, formaban adrede en esa época aquellas algaradas para
poder seguir percibiendo las subvenciones en plata, armas y municiones que
dichas dos naciones rivales les seguían suministrando con una prodigalidad rayana
en derroche.
Viendo, pues, que descansar allí era punto menos que imposible, me fui a
Durazzo, que por ser mayor que Tirana, Elbasán y Berat, es considerada como
capital de Albania. Pero allí me sucedió lo propio, puesto que apenas había desem-
barcado recibí una carta del príncipe Bibdóda, partidario y socio del sanguinario
Esad Pachá, convidándome a que me quedara unos cuantos meses para ayudarles
a reorganizar el ejército.
No juzgándome digno de tanta honra, me embarqué en el acto para Grecia;
y haciendo escala en Valona, Córeyra, Patras Corinto y Atenas, tomé el primer
vapor que salía para Salónica y no paré hasta que llegué a la ciudad de Nish,
donde pasé la Nochebuena muy amenamente en el restaurante a la moda “Ruski
Kral” en compañía del “mundo elegante” de Belgrado, que se hallaba todavía
refugiado allí.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

Las exquisitas toilettes de las señoras formaban extraño contraste con sus rústi-
cos alrededores. Y la función cinematográfica de gala que se celebró en dicho local
esa noche con motivo de la recuperación de Belgrado, estaba muy poco de
acuerdo con la magnitud de la victoria que la había precedido.
Al aclarar el día, fui a oír la misa de Navidad en la capilla católica. La presidía
el ministro belga. Y entre la numerosa concurrencia figuraba también un crecido
número de prisioneros austriacos, muchos de los cuales estaban heridos. Causaba
pena ver aquellos desgraciados que en ocasiones no sabían ya casi cómo dominar
su emoción.
Por la tarde me presenté en la Secretaría de Guerra. El ministro era un coro-
nel bastante joven todavía, que, haciendo gala de su franqueza de verdadero mili-
tar, me dijo al punto que mi solicitud era inadmisible; mas, agregó, en charmant
camarade, que yendo a ver el Ministro ruso en Bulgaria, que era un bon type tal vez
la cosa se dejaría arreglar todavía.
Pues bien. Fui a Sofía. Y cuando el Ministro moscovita me salió también con
que «pas possible, mon cher...» me pareció como que la sala con los muebles y todo se
hallaba dando vueltas en torno mío.
Empero, y para suavizar sin duda el rudo golpe que acababa de asestarme, me
ofrendó dicho señor una carta de agradecimiento y autógrafa suya, que mostré
más tarde también al mayor von der Goltz junto con las que me habían dedicado
ya antes que él el Ministro de Relaciones Exteriores belga y los de Guerra de
Serbia y Montenegro. Y al despedirme tuvo aquel insigne diplomático todavía la
fineza, insouciance, o acaso candidez (?) de insinuar que tal vez Inglaterra, o el
Japón...
Excuso decir cómo saldría yo de aquella Legación, en que acababa de gastar
mi último cartucho.
A decir verdad, mi desmesurado entusiasmo por la raza latina me había cos-
tado muy caro, y en ocasiones poco faltó para que me costara hasta la vida, puesto
que los que no me tomaron por loco, de seguro que me tomarían por un espía.
Presa del más vivo desengaño, fui entonces a mi hotel a ver si se me despejaba
un poco la mente, que harto falta me hacía.
En esto pasaron algunos días, y entre las personas de nota con que llegué a
relacionarme figuraban el ministro turco Fethi Bey y el mayor von der Goltz,
agregado militar alemán en Bulgaria, quienes parecían hallarse ya al corriente de
lo ocurrido, y en vez de hostilizarme procuraron más bien consolarme mediante
una franqueza leal y caballerosa.
Tanto fue así, que a principios de enero (1915) me hallaba yo ya en camino
de Constantinopla, donde fui muy bien recibido no sólo por Enver Pachá, sino
también por los generales von Liman y von Bronsart Pachás. Y transcurridas otras
tres semanas alcé de nuevo el vuelo rumbo a Levante, en pos de las heladas mon-

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Capítulo I

tañas de Caucasia, para ir a combatir contra los rusos en calidad de oficial del ejér-
cito regular otomano, y por lo tanto también de los ejércitos centrales, más sin por
eso haber jurado la bandera ni renunciado a mi nacionalidad venezolana, sino sólo
y únicamente bajo parole d’honneur.
De esa manera fue, pues, como la hospitalidad que yo había solicitado en
vano a las puertas de la Entente me vino por fin a ser brindada espontánea y gene-
rosamente por aquellos de quienes menos lo hubiera esperado, es decir, por los
turcos y la brillante oficialidad de carrera alemana.

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Capítulo II
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Pocos días después de mi llegada a Constantinopla, se celebró en dicha capital la


conquista del Canal de Suez por el ejército de Dyemal Pachá, Ministro de Marina y
Gobernador General y Militar de Siria y Palestina.
Aquella noche se inundaron de antorchas las innumerables cúpulas de Estambul,
formando sartas de chispas escarlatas, que al reflejarse en las serenas aguas del Cuerno
de Oro parecían convertidas en un inmenso lago de fuego líquido, mientras que las
galerías iluminadas de los minaretes ardían como coronas encendidas en medio del
espacio, y el estruendo de las baterías aumentaba el efecto de aquella bacanal de luces
con que los fieles festejaban el triunfo de la Guerra Santa sobre la odiada cristiandad.
¡Sí! El dyihat había comenzado por fin, y Alá, el Misericordioso, había derramado
sus bendiciones a manos llenas sobre el pueblo predilecto suyo de los osmanlis... ¡Lah
– Ilah – Il – Lah – Lah!
Tales y otras por el estilo eran las frases y exhortaciones que los fanáticos
hodcha effendis lanzaban sin cesar aquella noche histórica bajo las bóvedas del Aghia-
Sofía y las demás mezquitas de la vetusta Estambul, para encender el fervor de los
creyentes y acaso también con la mira de rehabilitar ante el concepto público la
causa de los jóvenes turcos, que habían jugado el todo por el todo al declarar la
guerra a los aliados.
Si los fieles creyentes del Profeta hubiesen conocido, empero, la realidad de
los hechos y el papel tan desairado que había desempeñado Dyemal Pachá en esa
ocasión, quién sabe si en vez de festejar su triunfo con semejante derroche de ilu-
minaciones hubieran apagado más bien los lampiones sobre las mezquitas y ape-
dreado a los hodchas dentro de sus santuarios.
Lo cierto del caso es que la tan cantada batalla del Canal no pasó de ser sino un
simulacro de combate en mayor escala, por medio del cual el entonces todavía teniente
coronel von Kress Bey, general en jefe de nuestro ejército expedicionario en Egipto,
había tratado de averiguar aquellos días el número de fuerzas adversarias apostadas en
la banda occidental del Canal de Suez.
El único hecho notable que llegó a registrarse durante dicha jornada fue el sacri-
ficio voluntario, por no decir el suicidio, de una compañía de zapadores otomanos,
que después de atravesar el Canal se hizo matar hasta el último hombre antes que
rendirse.

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Rafael Nogales Cuatro años bajo la media luna

El valor indómito o fanatismo, llámese como se quiera, y la audacia tradicional de


los osmanlis no dejaron de ofrecer también durante la Guerra Mundial rasgos sublimes
y magníficos ejemplos de ese tesón bravío que desde antiguo ya les ha valido la fama
de ser uno de los pueblos más valientes y más aguerridos del Viejo Mundo.
Fuera de dicho incidente, se redujo la acción del Canal apenas a un tiroteo ince-
sante y a un duelo de artillería, durante el cual se distinguió el comandante Heibey por
haber incendiado con los fuegos de sus baterías el crucero auxiliar inglés Hardinge,
mientras que Dyemal, por su cobardía, desde el momento en que al darse cuenta de
que el enemigo iba a pasar el “charco”, saltó en un auto y, abandonando el ejército a
su suerte, no paró hasta llegar a Damasco, proclamando su pretendida toma del Canal.
Pero antes de seguir adelante, creo que no estaría de más echar una mirada retros-
pectiva sobre la situación política de Turquía a principios de 1915, ya que la guerra
representaba para ella un juego en que arriesgaba todo, inclusive su independencia.
El Imperio Otomano fue, indudablemente, el aliado más importante, y sobre
todo más consecuente que tuvo Alemania durante la Guerra Mundial. Este es un
hecho innegable que hasta los mismos alemanes son los primeros en reconocer, puesto
que mientras los austriacos abogaban abiertamente por la paz y los búlgaros murmu-
raban porque las raciones iban disminuyendo de continuo, el soldado turco, sin más
alimento a veces que un mendrugo de pan o algunas aceitunas, iba y seguía desangrán-
dose y muriéndose de hambre entre las nieves del Cáucaso y las arenas del desierto, sin
que una queja o una palabra de desaliento siquiera llegara a atravesar sus labios amora-
tados por el efecto de las epidemias.
No cabe duda que el turco, a pesar de todos sus defectos, es y seguirá siendo siem-
pre el primer soldado y gentleman de Oriente.
De no haber optado Turquía por la guerra, la situación de Alemania hubiera sido
en extremo difícil, puesto que si a los rusos, que habían invadido la Prusia Oriental, y
a los serbios, que avanzaban por Hungría, se hubiesen unido los rumanos, griegos, búl-
garos e italianos, Austria se hubiera desmoronado sobre la marcha y Alemania hubié-
rase visto obligada a conducir desde un principio una campaña defensiva por el estilo
de su “guerra de los siete años”, en tiempos de Federico el Grande.
De haber dispuesto Rusia del paso libre de los Dardanelos, habría podido impor-
tar fácilmente cuanto material de guerra necesitaba y el Bolchevismo no habría exis-
tido nunca, ya que provistos de pertrechos y provisiones los ejércitos rusos no hubieran
tenido porqué anarquizarse.
De no haberse declarado Turquía a favor de Alemania, Bulgaria tampoco lo
habría hecho, y de haberse declarado los turcos en contra de ella, los demás esta-
dos balcánicos hubieran seguido su ejemplo, seguramente.
A causa de éstas y múltiples otras razones harto conocidas por la opinión
pública otomana, no faltaron voces, como las de Teufik Pachá y el príncipe
Sabagh-Ed-Din Effendi, por ejemplo, que abogaban abiertamente por la paz y la

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Capítulo II

neutralidad de Turquía. Pero sus esfuerzos resultaron vanos ante las artimañas del
Comité de Unión y Progreso, que halagando al Clero por medio de la perspectiva
de una Guerra Santa, acabó por vencer sus escrúpulos y por obligar al pueblo a
aceptar la guerra.
Entre los argumentos más poderosos de que llegó a valerse el citado comité a
fin de convencer a las masas titubeantes, figuraban la constante amenaza de Rusia
por el Cáucaso y el temor de que Francia e Inglaterra fueran a tratar de apoderarse
de Siria y Palestina.
En consecuencia, y para dar más efecto a sus argumentos, decretaron los
jóvenes turcos sobre la marcha la abolición de las “Capitulaciones”, la deroga-
ción de las deudas y tratados existentes con los países de la Entente, la expansión
de las fronteras nacionales a la sombra del Panislamismo, y la eliminación
eventual de los armenios y demás cristianos otomanos por medio de una
Guerra Santa.
No poco habrá influido tal vez también en el ánimo de algunos políticos
jóvenes turcos, promotores de la guerra, la lejana esperanza de poder llegar a des-
hacerse con el tiempo quizás hasta de los mismos alemanes (después de haberlos
explotado a su gusto, por supuesto), para luego pasarse a la Entente y seguir explo-
tando a ésta a su vez.
En resumidas cuentas: el motivo primordial que indujo al Comité de Unión
y Progreso a declarar la guerra a los aliados, no parece haber sido sino esa misma
eterna mezcolanza de fanatismo sublime y chicanería inveterada que ha caracteri-
zado siempre los manejos de la Sublime Puerta en lo tocante a la política exterior
del Imperio.
La oficialidad alemana no dejó de sospechar nunca de los turcos durante la
guerra, y con muchísima razón, puesto que los gerentes militares del Comité eran
pocos, comparados con los directores paisanos, encabezados por el funesto Gran
Visir Talaát Pachá, que, como es sabido, representaba la reacción con todos sus
horrores, mientras que Enver y sus compañeros, el progreso, bien o mal enten-
dido, pero siempre el progreso.
Cuando la atmósfera política se ponía un tanto cargada, comenzaban el
Goben y el Breslau a maniobrar con disimulo en torno del palacio imperial de
Dolma-Bagtche. Con aquello bastaba las más de las veces. En el acto se calmaban
los ánimos.
De no haber sido por esos dos cruceros, quién sabe si los alemanes residentes en
el Imperio no hubieran sido tal vez los primeros en sufrir las consecuencias de la
Guerra Santa, puesto que la “espada de Damocles” no cesó de colgar sobre sus cabezas
hasta que llegó el general von Seekt e impuso el control militar en Turquía.
A pesar de lo mucho que se ha venido hablando de los jóvenes turcos (o el
Comité de Unión y Progreso) y sus tremendos crímenes, es de sorprender que

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Rafael Nogales Cuatro años bajo la media luna

sean tan pocos los que conocen la historia y sobre todo el origen de esa extraña
secta, que de partido político progresista y honrado acabó por convertirse durante
la guerra en el non plus ultra de la barbarie.
Para llegar a comprender tan extraña metamorfosis, hay que tener presente
que las conquistas de los antiguos emperadores otomanos fueron debidas, más que
a otra cosa, al valor de su guardia pretoriana, llamada el “cuerpo de los genízaros”,
ya que mientras éstos derribaban imperios y avanzaban hasta las puertas de Viena
y de Varsovia, el pueblo turco seguía tranquilamente dedicado a sus quehaceres
domésticos y sin tener que preocuparse para nada de cuestiones políticas. En esa
época, moros y cristianos eran hermanos y trabajaban fraternalmente por el bien
de su patria común.
Después del exterminio de los genízaros, que llevó a cabo el sultán Maghmud
II en 1826, se estableció en Turquía el servicio militar obligatorio, de que queda-
ban exentos, en virtud del Hati-Sherif de Gülhane, únicamente los cristianos, súb-
ditos otomanos mediante el pago de una cuota relativamente insignificante, en
tanto que los musulmanes, y de preferencia los agricultores que carecían de
medios abundantes, se veían obligados a servir en las filas a veces hasta por espa-
cio de diez a doce años consecutivos.
Este sistema injusto y arbitrario en alto grado (como casi todas las disposicio-
nes de los antiguos autócratas otomanos) tuvo por consecuencia que a medida que
los cristianos, súbditos del Imperio, se iban enriqueciendo y usando sus caudales
para educar a sus hijos, los musulmanes, y sobre todo los agricultores mahometa-
nos del centro y este de Anatolia, iban empobreciendo visiblemente y descui-
dando cada día más el cultivo de sus campos y sus quehaceres familiares.
Así siguieron las cosas hasta 1876, cuando ascendió al trono el Sultán Abd-
Ul-Hamid, quien, comprendiendo al vuelo la imposibilidad de conciliar la arro-
gancia y opulencia de los cristianos otomanos con la pobreza y el despecho de las
masas agricultoras musulmanas, y no deseando malponerse ni con unos ni con
otros, o caer acaso víctima de ambos, inauguró desde luego su famoso régimen de
maromas políticas y contemporizaciones maquiavélicas, régimen que llegó a ser
con el tiempo casi proverbial y se conoce aún en el Cercano Oriente con el
nombre de “sistema hamidiano”.
La ira, harto justificada, de los agricultores muslímicos de Anatolia, unida al
bandolerismo montaraz de los kurdos, acabaron, como era natural, por precipitar
las célebres matanzas de 1896, que los mismos armenios habían provocado con su
propaganda nihilista de 1886, y, más que todo, por medio de su arrogancia y su
desmedido apetito nacionalista, ya que creyéndose seguros del apoyo de Rusia,
pretendían nada menos que apoderarse por la fuerza de las provincias turcas de
Bitlis, Van y Erzerum (en las que ellos apenas representaban el 30% de la pobla-
ción, por término medio) para fundar con ellas una Armenia libre, en la cual los

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Capítulo II

armenios hubieran estado mandando y gobernado en nombre de Rusia sobre el


restante 70% de la población, consistente casi exclusivamente en mahometanos.
Que a semejantes pretensiones no habían de acceder sin más ni más los
turcos ni los kurdos, era de esperarse. He aquí, pues, la verdadera razón por qué
los otomanos odiaban y siguen aborreciendo tanto a los armenios.
Y para mejor poder disimular sus intenciones, o maquinaciones, mejor dicho,
fundaron los armenios extremistas, allá por el año 70, si mal no recuerdo en el
extranjero, diversos centros y órganos políticos que abogaban abiertamente por un
régimen constitucional en Turquía, aun cuando su verdadera consigna no era tal
sino la de criar cizaña entre el Imperio y las potencias europeas, o, por mejor decir,
una atmósfera pesada de que ellos pensaban aprovecharse más tarde para poner en
práctica sus planes emancipadores.
Empero, y para desgracia de los armenios, se presentaron en esto Ahmed-
Riza, el Dr. Nazim y Omar-Nadchi Beys, quienes, adivinando sus verdaderas
intenciones y aprovechándose de la propaganda liberal ya hecha por ellos, lanza-
ron su famoso Manifiesto de la Joven Turquía, que había de sepultar bajo sus
ruinas durante la guerra tanto a los unos como a los otros.
A Abd-Ul-Hamid sucedió en el trono, con la ayuda de los jóvenes turcos, su
hermano Gasi-Mehmed V., y el despótico régimen hanidiano fue sustituido por
un gobierno francamente liberal. El jefe militante del partido era en aquella época
el inteligente y probo Maghmud-Chefket Pachá, oriundo de Bagdad. Mientras él
vivió, imperaron el orden y la honradez en las filas de los jóvenes turcos. Pero
murió asesinado.
Lo que subsistió de dicha Causa después de su muerte, apenas fue su nombre
disfrazando un régimen de sombras y de sangre, que al estallar la guerra había de
comenzar por las matanzas y de acabar por el peculado más desenfrenado y la
ruina casi completa del Imperio.
Entre los jefes militantes de la joven Turquía figura prominentemente el
riscal Aghmed-Izzed Pachá, de noble estirpe albanesa y hermano del famoso jefe
de caballería, el coronel Esad Bey (hoy Esad Pachá, General en Jefe del IV Ejército
turco, en el frente de Musul).
Hombre ya de cierta edad, no puede, en rigor, decirse que Izzed Pachá perte-
nezca propiamente a dicha causa. Pero ha cooperado con ella siempre que el bien
de la patria así se lo ha exigido.
Izzed no es militar brillante ni político de luces, pero sí, en cambio, un
hombre justo a toda prueba y hecho de una sola pieza, en torno al cual se ha agru-
pado siempre el pueblo turco en la hora de peligro.
Pobre y humilde hasta la exageración, reúne Izzed Pachá todas las grandes
cualidades de los osmalís, desde el modesto aldeano hasta el austero grand-seigneur.
Él fue quien firmó el Armisticio con lágrimas en los ojos el 30 de octubre de 1918;

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

y de no haber sido por el intrigante Presidente del Senado, Ahmed-Riza Bey, que
le cortó el suelo bajo los pies, malponiéndolo con el Sultán, quién sabe si no
hubiera salvado tal vez a Turquía del humillante protectorado que establecieron
sobre ella más tarde los aliados.
Al caer Izzed, se desplomó el Imperio cual masa inerte.
Enver Pachá, el famoso caudillo de los jóvenes turcos durante la Guerra
Mundial, es de modesta cuna, frisa hoy en los 53 años, y ha descollado siempre
por sus brillantes cualidades y un patriotismo a toda prueba.
Dotado de un carácter afable, que raya casi en lo humilde, tampoco es Enver
ni militar brillante, ni político de luces, pero sí un hombre de hierro y de un espí-
ritu de iniciativa sorprendente en un oriental.
Sin su apoyo y su amistad sincera, creo difícil que los alemanes hubieran
podido sentar pie en Turquía conforme lo hicieron durante la guerra. Él les sirvió
de puente primero, y de palanca después. Pero, en honor de la verdad sea dicho,
Enver nunca se vendió a ellos, sino sólo se dejó fascinar por la gallardía de su bri-
llante oficialidad. En vez de esclavo de los alemanes, fue Enver más bien su discí-
pulo agradecido y el apóstol del militarismo prusiano en el Cercano Oriente.
Su carrera como jefe en el servicio activo fue hasta cierto punto desgraciada,
mas no por falta de valor personal, puesto que le sobra, sino a causa de sus cono-
cimientos militares quizás poco profundos.
Durante la Revolución joven turca de 1908, que tuvo por consecuencia la
caída del Sultán Abd-Ul-Hamid, cañoneó Enver los cuarteles de Constantinopla
al frente de fuerzas irregulares. Luego combatió en Tripolitania contra los italia-
nos al frente de fuerzas semirregulares también. Entonces no era sino capitán o
comandante a lo sumo.
Dos años más tarde avanzó ya de coronel y a marchas forzadas contra
Adrianópolis, que se le rindió sin disparar un tiro. Y al notar, después de comenzada
la guerra, el enorme prestigio que adquiriera su antagonista Dyemal Pachá por
medio de su pretendida toma del Canal, quiso eclipsarlo, y sin querer escuchar los
consejos de su Jefe de Estado Mayor, el general von Bronsart, que sí era militar de
verdad, se lanzó en pleno invierno, al frente del III Ejército, contra las posiciones
inexpugnables de los rusos en el Cáucaso, con el resultado que era de esperarse.
Quince baterías de campaña, representando nuestro grueso de esa tan útil
arma de dicho frente, cayeron en poder del enemigo durante aquella jornada,
mientras que nuestras pérdidas en muertos de bala, de frío y desaparecidos, no
bajaron de treinta mil hombres.
De esa manera fue, pues, como vino a destrozarse de la noche a la mañana, y
por sí sólo casi, ese brillante ejército que, de no haber sido por la extremada ambi-
ción de Enver Pachá hubiera podido defender indefinidamente la frontera del
Cáucaso contra las hordas armeno-moscovitas.

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Capítulo II

Humillado por tan tremendo golpe, no volvió Enver a meterse a Napoleón


sino siguió ejerciendo, como de costumbre, sus funciones de Vicegeneralísimo y
Ministro de la Guerra... firmando y aprobando los decretos y los planes que le iba
sometiendo su Jefe de Estado Mayor, el general vol Bronsart.
Al comenzar la guerra, era Enver todavía un hombre honrado. Pero se casó con
una princesa y acabó por convertirse en el la...n [sic] más grande de Turquía, excep-
ción hecha, por supuesto, de Ismail-Haki y de Dyemal Pachás, que eran unos ver-
daderos genios en el arte del peculado.
Cuando el desastre de los búlgaros, en octubre de 1918, parece que se desper-
taron en él una vez más ese antiguo espíritu de hierro y su actividad febril.
Incontinentemente recogió cuantas tropas pudo en torno y dentro de la capital, para
lanzarse al frente de ellas contra los invasores de Tracia. Pero le faltaron alas. El
pueblo ya no le seguía. Había pasado a la escala de reserva ante el concepto público.
Poco antes de la entrada de los aliados en Constantinopla, se fugó. Nadie
parece saber de fijo dónde se halla.
Acto continuo fue también privado, en virtud de un Irade imperial, de todos
sus bienes, honores militares y hasta de sus derechos ciudadanos.
Hoy ya no es Enver sino un paria, sentenciado a muerte, vagando por Dios
sabe dónde.
Dyemal Pachá el verdugo de los cristianos libaneses y de los árabes, es un cual-
quiera, cruel y cobarde hasta la exageración.
Como militar, no lo creo capaz de poder formar un pelotón siquiera, mientras
que como marino, ¡no se diga!
No obstante, fue Dyemal Pachá Ministro de Marina casi vitalicio de los jóve-
nes turcos y Gobernador General y Militar de Siria y Palestina, hasta que los alema-
nes, para quitárselo de encima, lo convidaron a que fuera a visitar al Káíser.
Cuando regresó, se encontró con que éstos habían hecho nombrar a otro entre-
tanto en su lugar. Pero le dejaron el Ministerio de Marina (sin Marina) que él siguió
entonces regentando hasta el final de la guerra bajo la tutela del Almirante von
Souchón.
Dyemal podrá tener hoy de 60 a 62 años, y nadie parece saber de fijo ni
cómo ni cuándo entró en la milicia. La primera vez que se supo de él como un
“alguien”, fue a principios de la Revolución joven turca. Se hallaba en esa época
de teniente coronel retirado, ejerciendo el cargo de Gobernador General de
Bagdad. En un día ascendió a coronel. En otro a brigadier. Y al comenzar la
guerra se ascendió él mismo a general de división sin que Enver se atreviera a
impedírselo por temor de que fuera a sublevarse con el IV Ejército y pasarse a
los aliados.
Su prestigio y su ascendiente los debe Dyemal, más que a otra cosa, a los ene-
migos de Enver Pachá, que lo propusieron como candidato para la presidencia del

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Rafael Nogales Cuatro años bajo la media luna

partido con tal de contrariar a aquél únicamente. La ruina de los jóvenes turcos
fue debida, por tanto, sola y exclusivamente casi a la rivalidad entonces existente
entre Enver y su antagonista, Dyemal Pachá.
Como administrador no ha sido Dyemal, a decir la verdad, sino un la...n [sic]
desvergonzado. Su codicia es un tonel sin fondo. Mientras que como político sólo
una solemne nulidad, desde el momento en que, pretendiendo ser amigo de la
Entente, hizo morir de hambre a gran parte de la población cristiana del Monte
Líbano, en tanto que a los árabes los martirizó hasta el extremo de mandar ahor-
car caprichosamente, en plena plaza pública de Damasco, entre otros notables, a
un hijo de Jerifa Huseín de la Meca, provocando así un conflicto que tuvo por
consecuencia natural la secesión de Arabia, primero, y luego la de Siria y Palestina.
Dyemal Pachá se halla también desde el final de la guerra privado de sus bienes
de fortuna, de sus títulos militares, y, como Enver, huyendo por Dios sabe dónde.
Vehib Pachá, el albanés, será un tigre, pero también un esforzado militar y un
grand seigneur en todo el sentido de la palabra.
De haber sido amigo de Alemania en vez de su enemigo, hubiera podido
ocupar un puesto igual o superior tal vez al de Enver durante la guerra.
Vehib es uno de esos hombres que nacen para mandar, no para obedecer.
Su ofensiva victoriosa de 1918, cuando al frente del III Ejército avanzó desde
Sivas hasta Báku a tambor batiente y con banderas desplegadas, representa un
hecho de armas notable y el último esfuerzo que llevó a cabo el Ejército del
Cáucaso durante la guerra y en medio de sus miserias.
Halil Pachá no tiene fuera de su valor personal más mérito que el de ser tío
de Enver.
Él fue quien causó la pérdida de Armenia, apoyó bajo capa las matanzas y
causó la ruina de sus antiguos camaradas y demás oficiales que le hacían sombra.
La toma de Kut-El-Amara tampoco fue obra suya, sino de von der Goltz
Pachá, que había dejado ya todo preparado antes de expirar.
El famoso VI Ejército, que heredó Halil del Mariscal, tampoco tardó en des-
hacerse entre sus manos como copo de nieve en un día de verano. Y así todo.
Degradado al rango de teniente coronel, que es el que le corresponde por
derecho de ancianidad, se hallaba Halil no hace mucho todavía preso y en víspe-
ras de ser juzgado ante el Gran Consejo de Guerra de Constantinopla por sus
fechorías más bien que por sus descalabros militares, que no eran sino de esperarse
en un hombre de sus condiciones.
En resumidas cuentas, Halil Pachá no pasa de ser sino una reputación usur-
pada y una nulidad engreída.
Koprülü-Kiasim y Dyevad Pachás, los héroes de Armenia y de Galitzia,
respectivamente, son todo lo contrario de Halil. Con esto creo que lo dejo
dicho todo.

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Capítulo II

Ambos figuran a causa de su cultura, su valor y sus verdaderos méritos y


conocimientos militares, como hombres de un enorme porvenir, tanto en
Turquía como en el resto del mundo mahometano.
Fuera de estos siete jefes, existe en el ejército otomano una serie de oficiales y
generales jóvenes y valerosos que honran a su patria y han merecido el elogio hasta
de sus mismos adversarios.
Y ya que del ejército turco estoy hablando, agregaré, sin temor de equivo-
carme, que el ejército regular otomano ha sido inocente de las matanzas armenias. Él no
sólo las desaprobó, sino hasta las hubiera impedido a viva fuerza, de haberlo
podido hacer.
Creerlo cómplice o querer hacerlo responsable de los errores cometidos por
algunos de sus miembros, que formaban parte del Comité de Unión y Progreso,
sería por tanto, no solamente injusto, sino hasta contrario a la verdad en todo el
sentido de la palabra.
Entre los directores paisanos del citado comité, no hubo sino uno que resal-
tara por su personalidad. Era el hebreo renegado (dönme) de Salónica, Talaát,
principal organizador de las matanzas y deportaciones, que, pescando en aguas
turbias, lograra elevarse desde la humilde categoría de empleadillo de correos a la
de Gran Visir del Imperio.
Los demás gerentes civiles de dicho círculo, como por ejemplo, el Dr. Nazim,
Ramy y Bedri Beys, no dejaron de ser unos ángeles caídos, que, no pudiendo resis-
tir a la tentación, acabaron por convertirse de hombres honrados en otros tantos
ogros cargados de oro y con las manos chorreantes de sangre.
El único entre los políticos armenios de Turquía que llevaba la estampa de
“jefe de verdad”, era Nubar, el principal conductor y promotor del movimiento
emancipador de la Armenia turca. Yo no lo llegué a conocer personalmente, pero
sus actos me lo hacen suponer un hombre justo y sinceramente patriótico.
Y entre los jefes militantes armenios, súbditos otomanos, tampoco hubo sino
uno que llamara la atención por sus cualidades verdaderamente militares. Era
Aram, a quien yo tuve el honor de tener sitiado en la ciudad de Van, capital de
Armenia, desde mediados de marzo hasta principios de abril de 1915.
Andranik, en cambio, no era sino un archiasesino y jefe de guerrilleros enva-
lentonado.
Ahora, y para terminar este pequeño resumen, me voy a permitir la siguiente
observación: las matanzas armenias efectuadas en Turquía durante la Guerra
Mundial obedecieron mayormente y fueron consecuencia natural de la revolución
emancipadora de los armenios orientales, encabezada y dirigida por los partidos
extremistas de los ramgavars y hunshakistas, quienes se oponían abiertamente y en
ocasiones hasta por medio de las armas a los esfuerzos conciliadores de los dashnakis-
tas, partidarios de la autonomía.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

No poco habrá influido quizás también en dichas matanzas el temor del


Comité de Unión y Progreso, que los armenios fueran a ponerse de acuerdo con los
alemanes para formar bajo el amparo de ellos una liga de todos los cristianos, que de
haberse realizado, hubiera neutralizado forzosamente el poder absoluto que los jóve-
nes turcos habían estado ejerciendo hasta entonces en el Imperio por medio de las
armas y en nombre del Sultán.
El 10 de febrero (1915) fui al Ministerio de Guerra para despedirme de los
Generales von Liman, Enver y Bronsart Pachás. Enver y von Bronsart acababan de
regresar del Cáucaso, después de la desastrosa batalla de Sari-Kamish, en que, según
los boletines oficiales, Enver había derrotado a los rusos al frente del III Ejército.
Al entrar en el despacho del Vicegeneralísimo, noté desde luego lo mucho que
éste se hallaba sufriendo bajo el recuerdo de su reciente desastre, o derrota, mejor
dicho, que además de su popularidad en el ejército le había costado la admiración de
los críticos militares alemanes.
No obstante, me recibió él muy bien, y al despedirme me rogó saludara, entre,
otros, al teniente coronel Guse Bey, Jefe de Estado Mayor del III Ejército, a quien
yo ya iba muy recomendado por el general von Bronsart.
Enver era de estatura mediana más bien, pero esbelto, de ojos y cabellos negros
o castaño-oscuros, de mejillas sonrosadas y facciones sumamente bellas. Usaba
bigote “a lo Káiser”, y se hacía simpático a primera vista por su extremada modestia,
que indujo en varias ocasiones a oficiales extranjeros que no lo conocían a confun-
dirlo con su propio ayudante.
Y a despecho de las muchas penas que me hizo sufrir más tarde, me acordaré
siempre de él con esa misma y sincera estimación que le profesé desde el primer día
en que lo conocí, puesto que comprendo que su protección me sirvió de escudo en
más de una ocasión contra la ira de aquellos que no podían perdonarme el que
hubiera visto cosas que no debería haber presenciado jamás un cristiano.
Bronsart von Schellendorf Pachá era el típico oficial de Estado Mayor
alemán de pura raza.
Alto, esbelto, de bigote recortado y de modales afables y aristocráticos, se
hacía von Bronsart atractivo por su franqueza de verdadero militar y su sagaci-
dad extraordinaria.
Era la buena sombra de Enver Pachá, y, andando el tiempo, había logrado des-
empeñar su cargo de Jefe del Gran Estado Mayor General, con tanto acierto, que al
retirarse de dicho puesto, a fines de 1917, la oficialidad otomana demostró su pena
adoptando una actitud fría e indiferente casi hacia su sucesor, el general von Seekt.
Para mí fue el general von Bronsart durante el tiempo que duró en Turquía, no
solamente un protector generoso, sino también un excelente amigo, del que me
seguiré acordando siempre con sincera y verdadera gratitud.

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Capítulo II

El Mariscal von Liman, o Liman von Sanders Pachá, era un tipo bastante
diferente.
Aunque de noble y hasta muy noble estirpe también, no tenía nada de hombre
de salón en sus tratos con sus oficiales subalternos, como el Mariscal de Campo von
der Golzt Pachá y el general von Bronsart, por ejemplo.
Alto más bien que bajo, de cuerpo fornido y en extremo nervioso (como todos
los que hemos tenido que lidiar con orientales) era von Liman por regla general muy
estimado entre la oficialidad superior joven turca.
Enver poco simpatizaba con él, a decir la verdad, pero no podía prescindir de
sus servicios porque von Liman era la espada del imperio.
Su presencia e indómita energía fue lo único que salvó los Dardanelos. Él fue el
cuerpo y alma de esa famosa campaña.
La causa principal, por no decir única, de su desastre durante la defensa de
Palestina (en septiembre de 1918), fue su carencia absoluta de reservas.
La derrota del Mariscal von Liman no era sino de esperarse en semejantes cir-
cunstancias.
Los laureles que él había ganado a fuerza de tantos y tan brillantes triunfos en
Gallípoli, los hubo de dejar forzosa, más no menos gloriosamente sepultados, en
parte, entre los desiertos de Palestina.

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Capítulo III
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El 12 de febrero (1915) lo pasé en Kadi-Köi, frente a Constantinopla,


haciendo mis preparativos de viaje. Iba a partir a las ocho de la noche en un tren
militar con rumbo a Levante. También me hallaba algo preocupado, puesto que
aquello de atravesar el Asia Menor de un extremo a otro sin saber una palabra de
turco, para ir a combatir en pleno invierno en el Cáucaso o acaso hasta en la
Persia, no era cosa baladí.
Y mientras me hallaba paseando al declinar la tarde por las doradas playas de la
Propontide, pensando en esas y otras cosas más, me sorprendieron las sombras del
ocaso y el cielo se inundó de luces, en tanto que los minaretes de Estambul flame-
aban como otras tantas antorchas encendidas a los rayos postreros del sol
poniente.
La mañana siguiente se detuvo el tren ante el pintoresco pueblecillo de
Biledchik, en las montañas de Bitinia, donde aún abundan los osos y los lobos.
Desde un vecino cerro columbrábase, hacia Poniente, el níveo cono del
Olimpo asiático soñando bajo un cielo de matices de rosa. Y a medida que íbamos
descendiendo de la serranía, iba cesando gradualmente la vegetación, hasta que,
transcurridas algunas horas, ya no se veían en torno nuestro más que colinas bajas
y llanuras cubiertas de estepa seca y amarillenta, que formaban horizonte y en que
se destacaban a trechos rebaños de ganado lanar, custodiados por pastores envuel-
tos en tiesas mantas de fieltro grisáceo.
Así pasaron algunas horas, cuando a eso de las once comenzaron a perfilarse al
Sur, en el diáfano cielo de la Frigia, las albas cúpulas de Eski-Shehir, o la antigua
Dorulayum, que figura entre las ciudades más importantes del Imperio Otomano
gracias a las ricas minas de espuma de mar, o silicato de magnesia hidratado, que
posee en una vecina aldea, llamada Sari-Oyak. Y al declinar la tarde llegamos a
Kutáhie, que es también una población importante de unos 60.000 habitantes.
El 13, todavía de mañana, paró el tren en Afiun-Kara-Hisar, o la “villa sombría
del opio”, que llama ya desde lejos la atención por su vetusta ciudadela coronando
una roca raquítica en medio de una polvorienta llanura. Y tras otras seis horas de
viaje a través de una región pampera, que tampoco era montaña ni desierto, sino
estepa, la estepa interminable, la estepa de siempre, que baja hasta el fondo de los
desiertos y asciende hasta el borde de las nieves perpetuas, cual boa enroscada en

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Rafael Nogales Cuatro años bajo la media luna

torno de su víctima, llegamos por fin a Kóniah, o la histórica Ikonium, que se


extiende grisácea al pie de las montañas de Frigia y hacia el Poniente del famoso
desierto de TusluTchöl, o Axilos de los antiguos.
Entre sus moradores, que llamaban la atención por su aspecto pintoresco, los
había de tez blanca y mejillas sonrosadas, pero por lo general eran trigueños, de
pómulos salientes, y ostentaban facciones mongólicas sumamente pronunciadas,
por las cuales comprendí que había llegado a la tierra de los seljúcidas y descendien-
tes del sanguinario Hulagú, nieto de Gengis-Kan.
La ciudad de Kóniah se halla dividida en dos acciones: la urbe en ruinas y la
ciudad moderna.
Entre sus monumentos históricos mejor conservados, figura preferentemente el
santuario verde del poeta Mevlana-Dyelal-Ed-Din-Rumi, fundador de la Orden de
los Mevlevi, que descuella por la belleza incomparable de sus detalles decorativos en
forma de estalactitas persas y morunas, y su aspecto bizantino, que parece dar al arte
seljúcida su no sé qué de tenue y primoroso. Fuera de éste llaman en Kóniah la aten-
ción también numerosos sepulcros de santones, llamados turbes, y la mezquita mayor
con su airoso alminar de porcelana. Pero así y todo, y no obstante sus cincuenta mil
habitantes, ofrece dicha villa a primera vista un aspecto triste más bien, casi fúnebre,
algo así como si la sombra de la muerte hallárase anidada entre sus derruidas torres
y bastiones.
Al amanecer del día siguiente divisamos en lontananza, como suspensas en el
firmamento, las sonrosadas cumbres del Yeshil y del Hasan-Dagh. Y a medida que
la luz iba bajando por las agrestes faldas de las serranías, íbanse disipando las tinie-
blas que cubrían la pampa, dejando entrever allá y aun más allá tenues columnas
de humo azulado, marcando el sitio donde comenzaban a agitarse ya los campa-
mentos nómadas, o acaso alguna tromba de arena solitaria que silenciosa se iba
deslizando en pos de gualdos y polvorientos horizontes.
Y tras un percance en la vía, que nos costó de treinta a cuarenta muertos,
desembarcamos el 15 en la pequeña estación de Ulu-Kishlah, que deriva su
nombre de cierto enorme caravanserallo, construido en tiempos de Selim II. Allí
aproveché el fresco de la mañana para hacer mis preparativos de viaje. Y, aco-
modado con las piernas cruzadas en el fondo de una de esas carrozas infernales
llamadas árabas, puse la proa a lo desconocido y emprendí la marcha con
rumbo hacia Levante, mientras al Sur flameaban las argentinas cumbres del
Alah-Dagh como otros tantos broches de brillantes, y en dirección al Norte
seguía su juego eterno la fatamorgana sobre la superficie de un desierto que
parecía temblar bajo la acción candente de los rayos del sol de mediodía.
La noche la pasé en un pueblecillo rodeado de arboledas, llamado Nighdeh,
que semejaba un oasis en medio de aquellas espantosas soledades y donde se me
incorporaron varios oficiales turcos que iban viajando en la misma dirección.

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Capítulo III

Al despertar del día proseguimos la marcha en línea casi paralela con la azu-
lada mole del Antetauro. Y, dejando a la izquierda la ciudad de New-Shehir, que
asomaba en lontananza como una mancha oscura, llegamos al declinar la tarde al
caravanserallo de Arabi-Khan, que era un reputado centro de bandidaje y desde
cuya azotea de tierra pisada pudimos admirar a la caída del sol la nívea cumbre del
vetusto Mons Argaeus brillando cual diamante solitario bajo un cielo color de
grana y oro.
Este famoso cerro, o volcán extinto, que llaman hoy Erdyich-Dagh, se eleva
a unos cuatro mil metros sobre el nivel de la costa y es considerado como la mon-
taña más alta del Asia Menor.
El 18, todavía de mañana, doblamos el pie del Erdyich y entramos en la anti-
quísima ciudad de Kaiseríeh, o Cesarea, que baña el Kara-Su, tributario del Kisil-
Irmak, o Halys de los antiguos.
Rodeada de vetustos camposantos y cortada por un lienzo de murallas, de
orden seljucida, si mal no recuerdo, y en que se apoya el bazar, ofrece dicha
ciudad, sobre todo vista desde lejos, un aspecto sumamente triste, por no decir
lúgubre.
El par de días que permanecí en ella los pasé en calidad de huésped del opu-
lento gentleman circasiano Ibrahim Effendi, quien me hizo gozar de la hospitalidad
franca a la vez que ceremoniosa con que los señores otomanos suelen honrar a sus
musafires, o huéspedes, tanto ricos como pobres..., ya que al musafir lo manda
Dios – Alah el todopoderoso Dios único y único Dios del universo.
Los que deseen conocer el alma musulmana no deben ir a buscarla en
Constantinopla, sino en las capitales de provincia de Anatolia, donde los hombres
no se avergüenzan todavía de posponer lo material a lo espiritual, donde la norma
sigue aún siendo calidad en vez de cantidad.
Errados andan los que se figuran que los pueblos del Cercano Oriente son
menos cultos que los europeos.
Si la superioridad de la civilización moderna consiste en producir pacotilla,
entonces no cabe duda de que el oriental es menos civilizado que el occidental,
pero ¿menos culto? eso nunca, puesto que el Oriente es la cuna de la cultura mun-
dial y mira hacia el europeo que se desvela por acumular riquezas, con esa misma
indulgencia, por no decir casi lástima, con que un anciano rico en experiencia
miraría a un chiquillo inquieto que se afana por satisfacer sus caprichos infantiles.
Acordémonos de que cuando Europa era todavía un montón de selvas y pan-
tanos, ya hacía miles de años que imperaba en Oriente la cultura. Y que cuando
Europa haya bajado al sepulcro de la historia, cual Roma y Grecia, por ejemplo,
la antiquísima e inmutable cultura del Oriente continuará brillando sobre los
horizontes de Levante con la misma e intensa luz de las estrellas, que fueron las
que le dieron el ser.

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Rafael Nogales Cuatro años bajo la media luna

Además de centro comercial importantísimo, representa Kaiserieh la frontera


étnica del Asia Menor, que habitan hacia el Este los laz y los armenios, descen-
dientes de la antiquísima raza hitito-arameo-cimérica, mientras que al Oeste, los
restos de la raza hitito-alaródica (entremezclados con kurdos, mongoles y semitas
en la parte del Sur, al paso que al Poniente, por elementos griegos y levantinos).
Esta mezcolanza extraordinaria de pueblos y restos de razas prehistóricas, de
hablas diferentes y costumbres arraigadas, que llamaré neo-hitita, o alaródica sim-
plemente, se divide en dos bandos, de los cuales el uno, o sea el mahometano,
abarca el 80% de la población, mientras que el 20% restante se compone de grie-
gos ortodoxos, armenios, sirio-caldeos, jacobitas, nestorianos y una serie de
minúsculas sectas semipaganas, como por ejemplo la de los jésidas, o “adoradores
del diablo”, los ali-ahali, bektash, kisilbash, etcétera.
El día que llegara a faltarle el poder central de Constantinopla, no tardaría ese
mosaico de residuos de pueblos y núcleos étnicos, de orígenes diversos y religio-
nes rivales, en convertir el Asia Menor en una segunda Macedonia o en un nuevo
Balcán, que andando el tiempo acabaría a su vez por poner en peligro quizás hasta
la misma Europa, y, sobre todo, a sus colonias asiáticas y africanas de origen islá-
mico, puesto que el cráter de dicho volcán se hallaría en ese caso situado en todo
el centro del mundo mahometano.

El 20 de febrero partimos de Kaiserieh y embocamos por una antiquísima


ruta o camino real que flanqueaban a trechos macizos khans de piedra purpúrea,
construidos por los sultanes seljúcidas para que sirvieran de albergue a las carava-
nas de lanudos dromedarios, que entonces, cual hogaño y a miles de años marcha-
ban y siguen aún marchando pausadamente a través de aquellas soledades y
estepas descoloridas, que por lo áridas y lo fangosas en nada quedan atrás de las
rojizas pampas de Manchuria. Y al declinar la tarde nos fuimos acercando a un
bonito lago, llamado Tuslu-Hisar-Göl, donde acampamos frente a la famosa
ruina de Sultan-Khan, o Palas, que consistía, o consiste, mejor dicho, en un
cuadro de galerías interiores conteniendo en su centro una torre angular y soste-
nida en alto por cuatro columnas bajas y cuadradas, si la memoria no me es infiel.
Su portal de entrada era una obra de arte consumada al estilo irano-seljúcida,
que parecía hablarme en el lenguaje elocuente del silencio de aquellos tiempos,
cuando la Media Luna marchaba todavía acorde y mano a mano con el arte y el
progreso material.
Desgraciadamente, se halla hoy dicha ruina en muy mal estado, a causa de la
costumbre de sus vecinos y de la generalidad de los campesinos anatolienses de
arrancar las piedras inferiores de los antiguos edificios para construir con ellas sus
santuarios y viviendas.

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Capítulo III

Debilitadas en su base, claro está que las paredes no tardan en rajarse y derrum-
barse, formando esos montones de escombros que tanto admiramos en Kóniah y
por doquiera que han imperado los musulmanes y cristianos de ritos orientales.
Da pena ver cómo gran parte, por no decir la mayoría de los habitantes del
Cercano Oriente, se ha ido convirtiendo con el tiempo, en materia de arquitec-
tura a lo menos, en parásitos que roen al pie del arte y de la gloria de sus ante-
pasados. Ya no parecen saber crear por sí mismos, sino sólo disfrutar y destruir
lo que otros han creado.
La mejor prueba de ello nos la ofrece la misma Constantinopla, y sobre todo
Estambul, que con sus laderas encumbradas de ruinas y edificios en estado de deca-
dencia, antes que urbe semeja un camposanto inmenso de glorias que fueron y en el
que el olvido aletea incesante como la sombra precursora de la muerte.
Poco antes de nacer el sol, dejamos atrás la aldea de Gairi-Khan, y descen-
diendo al fondo de una vasta llanura que limitaban al Sur como una cinta de plata
las argentadas cumbres del Antetauro, llegamos todavía temprano al simpático pue-
blecillo de Gümerek, donde me instalé en la casa del jefe militar de dicho lugar, que
era veterano de la guerra ruso-turca de 1877 y había militado a las órdenes de
Osman-Gasi Pachá durante el sitio de Plevna.
Y tras un desayuno “a la turca”, consistente en una tortilla de huevos nadando
en manteca de vaca y rellena de almendras, pasas y pistaches, seguida pele mele de gela-
tina de dulce, salchichas “pasturma” freídas con ajos, té, merengues, ensalada de
cebollas crudas, fresas frescas con crema, bollos de queso saturados de aceite, hela-
dos fragantes a rosa y a violeta, y por último cebada frita o “bulgur”, que representa
el plato final y obligado de todo menu prochain-oriental, partimos de Gümerek, y des-
cendiendo a otra llanura extensa y desprovista de árboles también, nos apeamos al
declinar la tarde en la kasaba de Shehir-Kishlah, donde pernoctamos.
Desde allí atravesamos al siguiente día una alta meseta, parecida a la “sabana”
de Bogotá, y bajamos a la orilla izquierda del Kisil-Irmak, que pasamos por un
macizo puente de piedra, desde cuya cabecera se divisaban hacia el Naciente las ova-
ladas cúpulas y minaretes de la ciudad de Sivas, o la antigua Cabiza, Diosópolis, o
Sebasta de los romanos, que, a excepción de unos cuantos edificios gubernamenta-
les de regular tamaño, una docena o dos de residencias particulares imitando el estilo
europeo, y otras tantas tumbas de santones y mausoleos seljúcidas, se limitaba a una
veintena de mezquitas en parte dilapidadas o “medresas” ruinosas, aunque bella-
mente ornamentadas, y a una muchedumbre de mansiones y caserones de piedra y
de madera, a veces hasta amenazando ruina.
En Sivas, que por esa época contaba con una población de cerca de cuarenta
mil almas, y donde de paso sea dicho fui muy bien recibido por el Gobernador
General de la provincia, Meamour Bey, tuve oportunidad de poder admirar las pro-
ezas de la renombrada caballería circasiana, que los rusos suelen llamar los cosacos

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Rafael Nogales Cuatro años bajo la media luna

de Turquía por lo bien que montan, y de revistar un convoy de 1.500 prisioneros


moscovitas que acababa de llegar de Erzerum.
Al ver a éstos el delegado de la Ucrania, que se me había agregado en el camino,
se entusiasmó y resolvió quedarse para iniciar entre ellos su propaganda “panucra-
niana”, como la llamaba él.
Bolchevista o no bolchevista, lo cierto del caso es que el Sr. Marcus había sido
para mí un buen amigo y un excelente compañero de viaje, cuya ausencia no dejé de
lamentar sinceramente de ahí en adelante.
El 25, ya tarde, salimos de Sivas en medio de una tormenta de granizo y nos
internamos por cierta altiplanicie rodeada de heladas serranías, que nos hicieron pre-
sentir la vecindad del Cáucaso. Y a la mañana siguiente alcanzamos dos escuadrones
de infantería montada tratando de abrirse paso por entre la espesa capa de nieve que
había caído durante la noche.
Al llegar frente a Sarah, que se divisaba en el fondo de una espaciosa hoyada,
rodeada de álamos, nos dimos la mano con Suleimán-Nuri Pachá (entonces
Coronel de Sanidad, y un año después Intendente general de dicho ramo en el
Ministerio de la Guerra), que había vivido muchos años en Alemania y era en esa
época todavía un hombre honrado. Pero se puso a imitar el ejemplo de los jóvenes
turcos en el poder y de austero tornóse en badulaque, hasta el extremo de que se le
atribuía, si no directa al menos sí indirectamente la muerte misteriosa del príncipe
heredero Jusuf-Izzed-Din Effendi.
En las cercanías de Sarah fui a visitar, entre otros, dos campamentos militares
en que se instruían reclutas al por mayor, esto es, por batallones de a mil hombres
cada uno. El cuerpo de instructores se componía en su generalidad de jóvenes ofi-
ciales de reserva que hacían su trabajo bastante bien. Casi todos eran estudiantes o
hijos de familias distinguidas que habían pasado gran parte de su vida en Europa o
en los Estados Unidos.
Muchos ignorarán tal vez que al comenzar la guerra se hallaba el ejército turco,
si no a la misma altura, al menos tan bien instruido casi como el alemán. Los oficia-
les “activos”, o de carrera, eran todos graduados de la Academia Militar de
Constantinopla, mientras que entre los de la reserva sólo muy pocos eran regimen-
tarios, o los que no habían hecho siquiera su bachillerato.
La oficialidad retirada, o takaut, perteneciente al ejército del ex-sultán Abd-Ul-
Hamid, tenía cabida únicamente en el servicio de etapas, o acaso en algunos ramos
de la administración militar.

Después de tres jornadas pesadísimas por entre las alturas y lomas desiertas
que orillan la margen meridional del Kisil-Irmak, y luego atravesando precipicios,
altiplanicies y desfiladeros que barrían los huracanes sin cesar, comenzamos a des-
cender el 3 de marzo al espacioso valle Erzindchán, que baña el Kara-Su, o

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Capítulo III

Eufrates Oriental, en toda su extensión, y se halla circundado a guisa de corona


por elevadas y blancas serranías en que las nieves brillan como rocío de perlas y
lienzos de diamantes pulverizados.
Dejando a la izquierda varios cuarteles, llegamos, ya entrada la noche, a
Erzindchán, que nada tenía de bello o atractivo, fuera del soberbio panorama que
la rodeaba y las ruinas del castillo romano Stala. Era una de tantas urbes anatolien-
ses construidas con los restos de otras ciudades, que en mucho semejaba a Sivas
con sus casuchas y caserones amenazando ruina y sus carretas chillonas y tiradas
por bueyes conduciendo bellas campesinas de rostros velados. Antiguamente lla-
mábase ella Aziris y poseía el famoso templo de Anahid.
En Erzindchán, que llamaba entonces la atención por su desaseo y el espíritu
de inercia y abandono que parecía caracterizar la mayor parte de sus veinte mil
habitantes, tuve el gusto de conocer al coronel Ramsey Bey, más tarde Ramsey
Pachá, que había servido hasta principios de la guerra como agregado militar
turco en Petrogrado y viajaba con rumbo a Erzerum, a fin de hacerse cargo del
VIII Cuerpo de Ejército que guarnecía dicha plaza.
Junto con Ramsey había llegado a Erzindchán una misión de oficiales de reserva
austriacos a las órdenes del conocido orientalista Dr. Pietchmann, que el gobierno
turco había contratado para que fuera a instruir y formar un cuerpo de ski runners en el
III Ejército. Algunos de los miembros de dicha misión, que eran en su generalidad
oriundos del Tirol y por tanto avezados al frío, solían tomar con frecuencia baños de
nieve a la intemperie, con gran escándalo de los buenos musulmanes, quienes no
alcanzaban a comprender la razón de aquella “última moda a la franca”.
En Erzindchán conocí así mismo al capitán de caballería Ekren Bey, que se
había educado en Alemania y acababa de llegar de Erzerum en compañía del
comandante Lange. Por él supe algunos detalles interesantísimos sobre la situa-
ción en el Cáucaso, que me fueron muy útiles más tarde.
Durante la última noche que pasé en dicha ciudad cayó una fuerte nevada,
que hizo desbordar los ríos y tornó intransitables los caminos a través de las altas
serranías que me separaban todavía de Erzerum.
No obstante, partí la mañana siguiente, acompañado del comandante Haki
Bey y del teniente Vefik Effendi, para escalar esa estupenda crestería, coronada de
altísimas montañas, que antes que sierra semejaba un caos de heladas lejanías en
que las tormentas de nieve no cesaban e impedían a veces hasta ver la mano en
frente de uno.
Paisajes como aquellos no los había visto yo hasta entonces más que en
Alaska.
En varias ocasiones tuvimos que retroceder horas enteras para ir a recoger
algún extraviado, o alguna bestia de carga que se había desbarrancado.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

Por doquiera que se esparcía la vista no se veían sino cadáveres carcomidos de


jumentos, mekiares y camellos, o acaso el cuerpo inerte de algún soldado en parte
sepultado bajo la nieve, que había servido de pasto a los canes y a los lobos.
Y después de una semana de trabajos y penalidades como sólo el tenebroso
Cáucaso en pleno invierno los puede proporcionar, y durante la que pasábamos a
veces noches enteras caminando en torno de las hogueras para mantener la sangre
en circulación, o durmiendo en chozas inmundas, en compañía de moribundos o
apestados de tifus, logramos coronar por fin esas salvajes serranías, cuyas plateadas
cumbres parecían pirámides de hielo que se perdían en medio de un cielo gris y
triste, y del que brotaba sin cesar la nieve cual lluvia de muerte.
Luego, venciendo precipicios negros e insondables y en cuyo fondo las linfas
congeladas se iban acumulando a imagen de glaciares, descendimos por último a
la helada llanura de Erzerum, en que nace el Eufrates Occidental, o Frat-su, de
entre una serie de lánguidos pantanos.
Al final de la novena jornada llegamos a la aldea de Gues, donde pernocta-
mos. Y al amanecer pasamos por frente a sus reductos y entramos en el antiguo
burgo de Harzen-Er-Rum, que fundaran en 1049 los emigrantes de la ciudad de
Harzen, o Teosópolis, la de los bizantinos.
Por la tarde fui a ofrecer mis respetos al coronel von Possalt, comandante de
dicha plaza fuerte. Y al otro día me trasladé al Cuartel General de Hasan-Kaleh,
donde el teniente coronel Guse Bey me presentó a nuestro nuevo General en Jefe,
Maghmud-Kiamil Pachá.
Y así vino a suceder que a las cuatro semanas de haber salido de
Constantinopla me hallaba ya formando parte del heroico III Ejército, que a pesar
de su derrota y casi exterminio entre las nieves de Sari-Kamish continuaba sereno
confrontando las “legiones de hierro siberianas”, cuyo centro se apoyaba firme-
mente, frente a Köprü-Köi, en inexpugnables posiciones, y cuyas baterías de todo
calibre seguían arrancando con el hueco retumbo de sus disparos a las plateadas
cumbres del Monte Ararat albos aludes, que tonantes se iban deslizando y despe-
ñando de cresta en cresta y de laja en laja hasta estrellarse con formidable
estruendo sobre las silenciosas márgenes del Araxes.
Pero lo que más me impresionó durante ese viaje mío a través de las soleda-
des del Asia Menor central, fue la ausencia casi completa de árboles, y, sobre todo
de aves, puesto que a pesar de tanta carroña nunca llegué a divisar ni un solitario
cuervo, ni un águila siquiera.
¡Desgraciadas las tierras de las que huyen hasta las aves de rapiña!

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Capítulo IV
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Harzen-Er-Rum, o Erzerum, que antes de la guerra contaba con una población


de unos setenta mil habitantes (veinte mil de los cuales eran armenios) es una de tantas
ciudades feudales de la Edad Media, situada sobre el borde meridional de cierta alti-
planicie de origen volcánico que lleva su nombre y en que nace el Eufrates Occidental
de entre una serie de pantanos helados y cubiertos de una espesa capa de nieve.
Entre las montañas culminantes que la circunscriben, figuran prominentemente
el Kargabazar y el Palandéukan-Dagh, al paso que en días serenos divísase hacia el
Naciente también el histórico macizo del Monte Ararat, cuyas enhiestas cumbres blan-
quean las nieves eternas.
En dirección al Este, que era la más expuesta por ser hacia allí donde se hallaba
situada la frontera rusa, protegíanla en aquella época varias posiciones avanzadas,
de forma semicircular, que dominaban el desfiladero de Hasan-Kaleh, por el cual
se desliza la más importante de las cuatro rutas de caravanas que conducen a través
del Cáucaso.
El aspecto general de Erzerum y sus alrededores era en extremo triste e inhos-
pitalario. Tan era así, que hasta los mismos rusos la llamaban la capital de la
Siberia Turca.
Por doquiera que uno dirigía la vista no se veía sino nieve, hielo y un cielo
gris que parecía pesar sobre aquella tierra malhadada como una bóveda de plomo.
A la vera de los caminos y en torno de las aldeas se destacaban innumerables
fosas recién excavadas, y no pocos de los muertos servían de pasto a los perrazos
de los kurdos, que pasaban a veces hasta días enteros echados en la nieve, junto a
ellos, sin dejarlos hasta no haberlos devorado por completo.
Pero también en la ciudad se hallaba haciendo estragos la epidemia. Sólo el ejér-
cito había perdido ya cosa del 20% de sus contingentes, a despecho de las medidas
sanitarias adoptadas por las autoridades militares.
No obstante, y a pesar de la espesa capa de nieve que cubría sus calles, continuaba
desplegando Erzerum en aquellos días una actividad febril e inusitada en las ciudades
orientales.
Por doquiera se agolpaban grupos de militares y paisanos impidiendo el paso
a la tropa y entorpeciendo el tráfico de las caravanas de municiones que afluían
incesantes hacia el rojizo shifte minaré.

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Rafael Nogales Cuatro años bajo la media luna

Los callejones y las galerías de sus bazares hallábanse atestados de gente


vociferante, en tanto que los mercaderes turcos, envueltos en tupidas mantas
de pieles y fumando sus eternas narguilés, o pipas de agua, perseguían con mira-
das penetrantes a los transeúntes desde lo alto de sus mostradores, en que per-
manecían sentados con las piernas cruzadas, esperando que alguna mosca
cayera en su telaraña, puesto que al comprador no hay que llamarlo nunca: a
ése lo manda Dios.
En la parte baja de la ciudad existía también cierta calle ancha, que conte-
nía además de la sucursal del Banco Imperial Otomano, una serie de estableci-
mientos bien surtidos y pertenecientes en su mayoría a comerciantes armenios.
Sus miradas inquietas y desconfiadas los revelaban en el acto como a tales. Casi
todos parecían hallarse presa del más vivo terror, y no pocos me llamaban
aparte para preguntarme si iba a haber matanzas.
Sus preguntas insistentes acabaron por hacerme sospechar que podía haber
algún fundamento en lo que decían. Y para cerciorarme de la realidad de los
hechos, me puse de ahí en adelante a escuchar y a observar, que es la única
manera en que uno puede llegar a saber algo de fijo en el Cercano Oriente,
donde las puertas tienen oídos y los labios llevan candados.
Entonces supe entre otras cosas interesantes, que días antes de estallar la
guerra se habían negado los armenios a formar parte de los chettis, o cuadrillas
de irregulares con que el gobierno se había propuesto invadir el Cáucaso des-
pués de declarada aquélla. Y que después de rotas las hostilidades, el Diputado
a Cortes por Erzerum, Garo Pasdermichán, se había pasado con casi toda la
tropa y los oficiales armenios del III Ejército a los rusos, para luego regresar
con ellos incendiando villorrios y acuchillando sin misericordia a cuantos pací-
ficos aldeanos musulmanes caían en sus manos.
Semejantes sangrientos desafueros tuvieron por forzoso corolario que las
autoridades otomanas desarmaron a toda prisa a los gendarmes y demás solda-
dos armenios que quedaban aún en el ejército (por no haber podido escapar,
probablemente) y los utilizaran en la construcción de carreteras o yendo y tra-
yendo provisiones a través de las montañas.
La deserción, en alto grado injustificable de las tropas arm enias, unida a
los desmanes que cometieron después, es decir, a su regreso, en los sectores
Bash-Kaleh, Serail y Bayaceto, no dejaron de alarmar a los turcos y de hacerles
temer que el resto de la población armenia en las provincias fronterizas de Van
y Erzerum se fuera a sublevar también y atacarlos por la espalda, conforme
sucedió efectivamente pocas semanas después de mi llegada, cuando los arme-
nios del vilayato de Van se alzaron en masa a espaldas de nuestro ejército expe-
dicionario en Persia, dando así lugar a los sucesos tristes y sangrientos que no
eran sino de esperar en semejantes circunstancias.

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Capítulo IV

Las matanzas y deportaciones en masa, sea dicho de paso, tuvieron su origen en


la sublevación a mano armada de 1885, sublevación que los elementos subversivos
armenios habían iniciado en las provincias de Trebizonda, Erzerum y Bitlis sobre una
base francamente nihilista y separatista.
Esta revuelta, sofocada por los regimientos irregulares kurdos llamados hamidíes, a
quienes la sublime Puerta había encargado de la pacificación de dicha zona, tuvo por
consecuencia una serie interminable de represalias sangrientas de ambos lados, que
acabaron por exasperar a los turcos y por precipitar las matanzas de 1894 y 95, las
cuales empezaron con la de Sasoún (en agosto de 1894) y terminaron con las de
Trebizonda, Ak-Shehir, Bitlis, Zeitún, Kurún, Marrash y sobre todo con la de
Erzerum, que costó la vida a tal vez más de cinco mil combatientes.
En vista de estos acontecimientos, que ponían en peligro a la cristiandad del
Asia Menor, propuso el gobierno inglés a las demás potencias una intervención
armada en Turquía. Pero Rusia y Francia se opusieron a ello, por temor sin duda
de que semejante paso fuera a fortalecer en demasía el poderío de la Gran Bretaña
en las costas de Levante.
Al verse desamparados por Europa, se apoderaron los armenios por sorpresa, en
agosto de 1896, del Banco Imperial Otomano en Constantinopla, amenazando con
hacerlo volar si las potencias no venían en su auxilio.
Tamaño desacierto sólo sirvió de pretexto a los turcos para matar a garrotazos a
más de seis mil de ellos en las calles más céntricas de dicha capital, sin que las poten-
cias hubieran podido protestar siquiera contra semejante crimen.
De ahí en adelante se siguieron sucediendo las matanzas, aunque en menor
escala, por toda el Asia Menor, hasta el advenimiento de los jóvenes turcos, en 1908,
quienes pusieron fin a ellas.
Empero, al estallar la Guerra Mundial, recomenzaron dichas matanzas con una
violencia tal, que de los dos millones y medio de armenios que solían existir en
Turquía antes de 1914, creo que ya no queda ni medio millón, inclusive los tres o cua-
trocientos mil que habitaban Constantinopla y Smirna y que, a causa de no se sabe qué
milagro, pudieron escapar con vida de las deportaciones.
De haber sido los armenios más prudentes y menos ambiciosos, tendrían hoy
probablemente el control sobre Turquía. Pero se pusieron a cazar estrellas y a tratar de
avasallar a los turcos de las provincias orientales, con el resultado fatal que conocemos
ya y que deploramos como buenos cristianos, puesto que los armenios representaban,
no obstante sus grandísimos defectos, un núcleo civilizador que habría podido servir
de puente primero, y de base después, a la penetración pacífica de la civilización occi-
dental en el Cercano Oriente.

Antes de la batalla de Sari-Kamish y durante ella, parece que la oficialidad


alemana había sido hasta bastante numerosa en el III Ejército. Pero los procedi-

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

mientos arbitrarios de Enver Pachá y varios otros jefes superiores jóvenes turcos la fueron
ahuyentando gradualmente. De suerte que cinco o seis semanas después de mi llegada al
Cáucaso se separó también el coronel von Possalt, disgustado porque en vez de habérsele
nombrado a él, como era de justicia, General en Jefe de dicho ejército, en sustitución de
Ismal-Haki Pachá, que acababa de fallecer a consecuencia del tifus, Enver había revestido
de aquella jefatura a un infeliz como Maghmud-Kiamil Pachá, que gozaba hasta entre la
oficialidad otomana, de la fama de ser una nulidad entre las nulidades.
Afortunadamente para nuestro Ejército del Cáucaso, no tardó su nuevo
Generalísimo en convencerse de su propia ineptitud, y, cediendo por último, aun
cuando de mal grado, a la constante presión del Gran Estado Mayor General en
Constantinopla, acabó por resignarse ante lo ineludible, dejando hacer y deshacer
como mejor placía a su Jefe de Estado Mayor, el teniente coronel Guse Bey, quien sí
era un entendido militar en todo el sentido de la palabra.
Mientras éste estuvo al frente de la dirección de la guerra en el Cáucaso y la Persia
Septentrional, púdose sostener aquella inmensa línea de batalla, de cerca de quinien-
tos kilómetros de longitud. Pero cuando se fue, diez y ocho meses después para
Alemania, aquello se volvió un “etcétera” y el III Ejército se desmoronó ante el tre-
mendo empuje de la imponente ola moscovita.
El teniente coronel Guse Bey era por aquella época un hombre de unos cuarenta
y dos años, de estatura pequeña más bien, bigote afeitado, delgado, nervioso, dotado
de una actividad maravillosa, y que de no haber sido por el “acabóse” del ejército regu-
lar alemán, hubiera ascendido probablemente a general en muy poco tiempo, porque
lo merecía.
Además de a Guse, encontré sirviendo en el Ejército del Cáucaso a los tenientes
coroneles Stange, al comandante Strazowsky (del arma de ingeniería), luego al teniente
von Scheubner, encargado interinamente del Consulado alemán en Erzurum, y a los
oficiales aspirantes Meyer y Thiel.
El único de dichos señores que seguía sirviendo en el frente caucásico después de
transcurridos nueve meses, fue el teniente coronel Guse, quien, a pesar de las intrigas
y pertinaz chicanería de algunos oficiales superiores jóvenes turcos (envalentonados sin
duda porque el enemigo no atacaba), se mantuvo firme en su puesto hasta que
enfermó de tifus y tuvo que regresar a Alemania para curarse.
Su presencia había sido, según parece, lo único que había detenido hasta aquella
época el avance de los moscovitas, puesto que apenas se hubo alejado, cayó el general
Yudenitch sobre nuestro Ejército del Cáucaso y lo destruyó casi por completo.
Entonces fue cuando Maghmud-Kiamil Pachá vino, por fin, a darse cuenta de
que el Pachá no lo había sido él, después de todo, sino Guse, y arrepentido lo volvió a
llamar. Pero ya era tarde. Cuando el coronel regresó ya los rusos se habían apoderado
de casi toda la provincia de Erzerum y en parte también de la de Bitlis.

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Capítulo IV

La guerra en el frente ruso-turco-irano hallábase al tiempo de mi llegada


reducida a un estado casi estacionario a causa de la nieve profunda que entorpecía
las maniobras de avance, y en parte también debido a la innegable insuficiencia de
fuerzas, tanto otomanas como moscovitas, que apenas bastaban para guarnecer
débilmente aquella enorme línea de batalla, que se extendía interminable desde las
playas del Mar Negro hasta el corazón del Azerbidchán.
Los turcos hallábanse posesionados de una estrecha faja de territorio ruso cerca de
Olti, al paso que el enemigo seguía adueñado de Utch-Kilisa y todo el borde septen-
trional de la provincia de Van.
La única fuerza otomana que seguía peleando entonces de verdad en dicho frente,
era la famosa División de Gendarmería de Van, a las órdenes del comandante
Köprülü-Kiasim Bey (hoy Kiasim Pachá, Ministro de la Guerra en Turquía) que, apo-
yada por las restantes fuerzas regulares e irregulares de las provincias de Van y Bitlis,
continuaba acosando al ejército moscovita en la banda occidental del lago de Urmia,
y había llevado en esos días su osadía hasta el extremo de penetrar aún más allá de la
ciudad de Tebriz, en el vilayato persa de Karadagh.
Kiasim hallábase a la sazón aguardando la llegada del teniente coronel Halil Bey
(más tarde Halil Pachá, el de Kut-El-Amara), que venía avanzando a marchas forzadas
desde Musul al frente de una columna volante para atacar con Kiasim a los rusos, quie-
nes se habían atrincherado precipitadamente en las inmediaciones de Dilman y
Shehir-Salamés.
En el sector Köprü-Köi, que constituía el centro de nuestro frente caucásico y dis-
taba apenas unos siete kilómetros de Hasan-Kaleh, fuera de un cañoneo intermitente
y una que otra escaramuza entre las avanzadas, limitábase nuestra actuación en aque-
llos días apenas a soportar frío, a tratar de preservarnos del tifus, y a esperar que pasara
el invierno para recomenzar operaciones.
Cansado al fin de semejante inacción y hastiado de la vida de miembro del Gran
Estado Mayor en Hasan-Kaleh, me presenté una mañana ante Guse Bey y pedí plaza
en la División de Gendarmería de Van, que me fue concedida sobre la marcha.
Y sin detenerme más tiempo que el necesario para hacer mis preparativos de
viaje, fui a despedirme de Maghmud-Kiamil Pachá, quien, al saber que no llevaba
escolta, me ofreció en el acto una de treinta gendarmes de a caballo, que yo me
excusé de aceptar, sin embargo, por diversas razones, conformándome con la com-
pañía de mi asistente Tasim Chavush y la de mi caballerizo Alí, que iban ambos
muy bien montados.
Seguido de esos dos muchachos, salí entonces de Hasan-Kakel, y remon-
tando el vuelo partí en pos de tenebrosos horizontes, en busca de la armena
Urartu, la de las lágrimas de sangre y alaridos de terror, mientras que desde un
cielo gris y triste como la mirada de un difunto brotaban y seguían brotando silen-
ciosos copos de nieve.

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Capítulo V
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Mi viaje al Sur, o sea a la antigua Armenia, no dejaba de ser bastante peligroso, ya


que para realizarlo había de comenzar por atravesar en pleno invierno la “sierra nevada
de los mil y un lagos”, o Bin-Göl-Dagh, de unos trece mil pies de altura, y cuya trave-
sía era considerada como una hazaña aún en verano.
De sus abruptas faldas se desprende el famoso Araxes, que tanto ha figurado y
sigue figurando en la historia de Armenia.
Además de con el hielo había de contender yo también con la población semisal-
vaje de dichas serranías, integrada casi totalmente de tribus kurdas, que no reconocían
la soberanía del Sultán sino nominalmente y vivían hasta cierto grado del bandidaje.
Las dificultades eran mil, a decir verdad, pero como ya no me quedaba más
camino que aquel para poder llegar a la frontera turco-irana, atravesé el valle de Hasan-
Kaleh, que hallé casi intransitable a causa de la nieve, y me puse a escalar aquellas serra-
nías, que dos mil y pico de años antes atravesara el griego Jenofonte durante la famosa
“retirada de los diez mil”.
A los kurdos, o “karduchos”, los encontré todavía lo mismo que él nos los des-
cribe en su Anabasis, menos en lo tocante a sus armas, pues en lugar de flechas y lanzas
usan hoy máuseres y pistolas de repetición.
Pero sus puñales curvos, sus extrañas usanzas, y hasta sus hornillos para cocer el
pan, consistentes en ollas enterradas en el suelo, seguían y siguen aún siendo exacta-
mente iguales que en aquellos tiempos.
Nunca se me olvidarán aquellas cumbres heladas del Bin-Göl-Dahg, que pare-
cían dormir el sueño de la muerte envueltas en su manto de pálidas neblinas.
Por doquiera que se extendía la vista no se veía ni un árbol, ni un matorral
siquiera, sino sólo escarcha y las depresiones de innúmeras lagunas cubiertas de nieve
y cuya existencia apenas se adivinaba por el hueco sonido que producían las pisadas de
nuestras bestias al pasar por encima de ellas.
De haber cedido la superficie de una tan sólo bajo nuestros pies, hubiéramos des-
aparecido para siempre en las entrañas de la “montaña de los mil y un lagos”.
La noche del 5 de abril la pasamos en un mísero pueblecillo, llamado Ketvan,
integrado apenas por unas cuantas chozas sepultadas bajo la nieve, mientras que el 6,
en Medyed, que en nada se diferenciaba de Ketvan en lo tocante a miseria y desaseo.
El 7 y 8 pernoctamos en Hadchún y Barchinak.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

Las dos primeras y la cuarta de dichas aldeas se hallaban habitadas por una
mezcla indescriptible de razas heterogéneas, en tanto que Hadchún representaba
un villorio netamente kurdo, pegado a la falda de un peñón, cual nido de águilas,
y con sus azoteas de tierra pisada recostadas contra la roca en forma de terrazas
sobrepuestas unas a otras. Sus casas eran bajísimas y no poseían más ventanas que
las aberturas de las chimeneas.
No obstante, y a pesar del intenso frío que reinaba fuera, se hallaba su inte-
rior bastante bien caldeado por el calor que despedían los rebaños en las pesebre-
ras, situadas por lo general alrededor de la habitación principal que ocupaba, o en
que vivía, mejor dicho, y dormía toda la familia en una forma verdaderamente
patriarcal.
Los hombres usaban, o usan, por mejor decir, sin excepción casi, gorros de
fieltro blanco y tieso, que se ensanchan hacia arriba en forma globular y llevan en
su torno, a guisa de turbante, un chal o envoltura multicolor. El resto de su indu-
mentaria consiste en pantalones anchos y de forma tubular, en sandalias de cuero
sobre gruesas medias de lana, y en una lanuda chaquetilla de piel de oveja negra y
sobrepuesta a una camisa o túnica ajustada en torno de la cintura, cuyas mangas
acaban en puntas de media vara y que suelen arrollar alrededor de las muñecas a
guisa de pulseras.
Organizados en hordas, o ashaírs, se dividen los kurdos en la casta de los seño-
res y en la de los libertos, llamados gurán. De éstos, los primeros son los conquis-
tadores, o ashiretes, de origen indogermánico, de cabellos a veces encendidos y ojos
zarcos, azules o grises, que llaman la atención por lo severo y en ocasiones hasta
cruel de sus miradas. Los gurán, en cambio son los descendientes de los pueblos
conquistados, que han adoptado las costumbres de los ashiretes y no hablan ya
sino el kurdo únicamente.
Entre las mujeres de la casta superior noté en ocasiones tipos todavía más per-
fectos que el de las mismas circasianas.
Esbeltas y a veces hasta de aspecto majestuoso, ostentan ellas por regla gene-
ral ojos hermosos, narices perfiladas y aguileñas, níveas dentaduras, y adornan con
frecuencia sus cabelleras con sartas de monedas de plata y oro.
Los kurdos son, a mi modo de ver, la raza del porvenir en el Cercano
Oriente, porque no se hallan todavía atrofiados por los vicios de antiguas civiliza-
ciones, y representan por tanto una nación joven y vigorosa, que ha ido gradual-
mente conquistando el norte de Persia y la mayor parte de la zona sudoriental del
Asia Menor, imponiendo a los vencidos su idioma y sus costumbres, y asimilando
a cuantos otros pueblos semibárbaros han llegado a ponerse en contacto con ellos.
Muchos de los kurdos son cristianos, pertenecientes a la secta de los nestoria-
nos; otros son jésidas, o “adoradores del diablo”, mientras que los más son maho-
metanos sunitas, y algunos también shiitas.

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Capítulo V

Entre los kurdos más notables de que nos habla la historia figura en lugar
prominente el soldán ayubita Salagh-Ed-Din, que arrebató Jerusalén a los
Cruzados a fines del siglo XII.

El 12 de abril nos desmontamos en Khinis, que encontré convertida en un pan-


tano a causa del deshielo, y en donde el kaimakám, o subgobernador, me instaló en la
casa de un opulento comerciante armenio, que se esmeró por servirme y atenderme.
Allí tuve oportunidad de poder observar de cerca la manera de vivir de
aquella buena gente que me pareció por cierto muy sensata, y sobre todo muy
patriarcal.
En tanto que el griego se priva en ocasiones hasta del alimento con tal de
poder lucir coches y diamantes, el armenio come lo mejor que puede, viste sóli-
damente y procura tener un hogar amplio, cómodo y bien instalado. Tendrá sus
grandísimos defectos, como por ejemplo la ingratitud y la avaricia, pero en
cambio también bellísimas virtudes, entre las cuales descuellan un patriotismo
a toda prueba y un apego a la religión cristiana que ha logrado conservar a pesar
de mil quinientos años de persecusiones.
Esa noche vinieron a visitarme, entre otros notables, el papás, o sacerdote
armenio del lugar, y un joven que había pasado una temporada en Nueva York,
empleado en una fábrica de relojes. Todos estaban preocupados y preguntaban
si iba a haber matanzas.
Durante la cena, a la cual asistieron la dueña y las hijas de la casa luciendo trajes
nacionales de mucho mérito, me confió mi anfitrión que apenas terminada la guerra
pensaba vender cuanto poseía para irse a vivir a América con toda su familia.
Pero nunca fue.
Los perros y los lobos se lo habrán comido entretanto con el resto de la población
armenia de dicha kasaba, que pereció casi íntegra durante la matanza realizada en
Khnis el 19 de mayo, o sea cinco semanas después de mi llegada.
En esto arribó una caravana de ex soldados armenios desarmados y llevando a
cuestas sacos de harina. La ración que les pasaba el Gobierno no llegaba ni a medio kilo
de pan al día. Por los gendarmes que los conducían supe que más de la mitad de ellos
había perecido en el camino a consecuencia del hambre y del frío.
El 14 por la tarde reanudamos la marcha, y atravesando una quebrada profunda
y de aspecto salvaje nos internamos en una llanura cubierta de nieve y de lodazales,
hasta que ya obscureciendo descendimos al fondo de un fragoso barranco lleno de
breñas, en que resolvimos pernoctar. Pero el aullido de los lobos no nos dejó dormir
en toda la noche.
En varias ocasiones llegamos a distinguir el mate brillo de sus ojos en la oscu-
ridad. Mas no nos atrevimos a disparar contra ellos por temor de atraer a los
kurdos, que eran más de temer que los mismos lobos.

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Rafael Nogales Cuatro años bajo la media luna

Al despuntar el alba divisamos al Norte, por última vez, el majestuoso cono


del Bin-Göl-Dagh, que frío y amenazante erguía su blanca frente en medio de un
caos de grises nubarrones. Y al declinar la tarde llegamos al caserío de Gum-Gum,
que rodeaban colinas bajas y cubiertas de una sombra verduzca, presagio feliz de
la primavera. También algunas florecillas gualdas y encendidas asomaban furtivas
de entre los peñascos, como para saludar a los viajeros.
Esa noche la pasé en Gum-Gum en calidad de huésped del opulento jeque
kurdo Mustafá Effendi (que había hecho sus estudios en la Academia Militar de
Constantinopla y mandaba uno de esos regimientos ashiretes, o hamidíes, que tanto
dieron que hacer a los armenios durante las matanzas de 1895 y 96), mientras que
la noche siguiente pernocté en una aldea armenia, llamada Sarkat, donde me hos-
pedé en el cuartel de gendarmería, y en donde a eso de la una de la madrugada me
vinieron a despertar varios disparos seguidos de descargas cerradas. Algunas de las
balas fueron a incrustarse con un seco chasquido en la pared frente a mi cama. Y
cuando hice llamar al jefe del retén para preguntarle lo que aquello significaba,
contestóme con aire misterioso que ya hacía noches que los armenios venían dis-
parando contra ellos de esa manera.
Su respuesta acabó por convencerme de que nos hallábamos en vísperas de
muy graves acontecimientos.
Momentos antes del amanecer pasamos el Eufrates por un bonito puente, y
atravesando el espacioso valle del Kara-Su, en que se divisaban ya desde lejos las
ruinas de numerosas capillas cristianas asomando sobre la techumbre de las aldeas
armenias, entramos poco antes de la media mañana en la kasaba de Mush, situada
al pie de uno de los contrafuertes del Antetauro, que se extendía majestuoso de
Oriente a Poniente, cual violáceo coloso coronado por las plateadas cumbres del
Dárkosh y del Sheitan-Dagh.
Mush era bien pequeña. Fuera de sus bazares, insignificantes y desaseados, no
tenía ella, por decirlo así, mayor cosa que ver. Y al ir a presentar mis respetos al
“mutaserif”, o gobernador del distrito, me contó que el jefe militar de dicho lugar
había sido llamado con urgencia a Bitlis, capital de la provincia y que en Mush
existía una escuela de niñas regentadas por misioneras alemanas.
Agradecido de su informe, fui a visitarlas. Mas no eran germanas sino dane-
sas, y se hallaban al frente de un orfelinato de niñas armenias.
Por ellas supe algunos pormenores en extremo alarmantes sobre la situación
de Armenia, que me hicieron comprender sus justos temores con respecto a la
futura suerte de sus pequeñas protegidas.
Sin embargo, y a pesar de las graves sospechas que me inspiraba el viaje
urgente del teniente coronel Weisel Bey a Bitlis, procuré consolarlas cuanto pude
y hasta me hice cargo de una carta que me recomendaron para la Hermana
Superiora de su Misión en Van.

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Capítulo V

Aquella tarde supe igualmente por un armenio de nota (diputado o sena-


dor del imperio, si mal no recuerdo) que la situación en Van prometía toda clase
de complicaciones a causa del carácter sanguinario del Gobernador General de
la provincia, Deyevdad Bey, cuñado de Enver Pachá, quien, no satisfecho con
haber mandado a asesinar villanamente a una serie de cristianos prominentes de
su vilayato, había tratado de echar mano hasta del Obispo para ahorcarlo o
hacerlo fusilar.

Tras un descanso merecido partimos de Mush, y costeando por todo el borde


meridional del valle del Frat nos apeamos a la caída del sol ante la aldea de
Kodneh, frente al Nemrod-Dagh, que es un volcán extinto de nueve mil pies de
altura, coronado de un cráter, o lago, mejor dicho, de ocho kilómetros de circun-
ferencia, en razón de lo cual se le considera como una de las cinco maravillas de
Armenia.
Cuatro o cinco kilómetros más allá de Kodneh dimos de beber a nuestras
bestias en un arroyo que brotaba a la vera del camino, y que, a juzgar por los restos
de ruinas en torno suyo, debió de haber estado cubierto en un tiempo por algún
templo o kiosko de piedra rojiza. Era la famosa fuente del Kara-Su que los histo-
riógrafos han confundido a veces con la del Eufrates Oriental, sita sobra la falda
septentrional de Alah-Dagh, en las cercanías del Ararat.
Y al declinar la tarde del día 17 llegamos por fin al pueblecillo de Tetvan,
enclavado en el ángulo sudoccidental del lago de Van, o el Arisa-Palus de los anti-
guos, que se extiende como un espejo de plata a una altura de 1300 metros sobre
el nivel del mar y tiene cien metros de profundidad por ciento veinticinco kilóme-
tros de longitud y cincuenta de ancho. Sus aguas, aunque en extremo saladas, son
sin embargo ricas en pescado. Su desagüe en la hoyada del Tigris parece que lo
cegaron hace miles de años las corrientes de lava del Nemrod-Dagh, cuando era
todavía un volcán activo. No obstante, sigue el lago de Van comunicado con el río
Bitlis por canales subterráneos, mientras que con el Eufrates Oriental comunica
por medio de la laguna de Nazuk.
Tetvan no era, en esa época al menos, sino una aldea insignificante que se
extendía al pie de una desnuda loma o promontorio, desde el cual Jenofonte y
Tamerlán habían contemplado siglos y miles de años ante las opalinas aguas de
aquel famoso lago que se apoya hacia el Sur en la Sierra Nevada del KarKar. Y
sobre ésta conducía el camino que había sido mi intención utilizar desde un prin-
cipio. Pero viendo las masas de nieve que la cubrían, opté afortunadamente por la
ruta del Norte, que, aun cuando algo más distante, era en cambio más transitable.
Y hallándome sentado aquella tarde en el desnudo promontorio de Tetván,
soñando solitario y contemplando las opalinas aguas del viejo Arisa-Palus, se
fueron descolgando las tinieblas, y el Sipan-Dagh, que cual pirámide de espuma

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Rafael Nogales Cuatro años bajo la media luna

se dibujaba en el cielo vespertino, fuese envolviendo paulatinamente en un manto


de oscuros nubarrones, mientras el Ararat flameaba en lontananza como una gota
de azufre derretido.
Ese paisaje, de un brillo mortecino y de una belleza infinitamente triste, me
vino a recordar que había llegado por fin a mi destino, que me hallaba en el cora-
zón de la antigua Armenia.
Siguiendo por todo el pie de Memrod-Dagh, arribamos el 19 de abril a la
kasaba de El-Aghlat, junto al rincón noroeste del lago de Van y no muy distante
de las ruinas de la antigua Aghlat, que en un tiempo asaltara Tamerlán al son de
trombas y tambores cubiertos con las pieles de sus defensores.
Desde lo alto de mi habitación, a que prestaban su sombra añejos plátanos,
alcanzaba yo a divisar al jefe militar de dicho lugar dictando órdenes a sus oficia-
les, al paso que un grupo de kiatibs, o secretarios, descifraba una cantidad enorme
de telegramas.
Tan inusitada actividad me hizo sospechar que la tormenta estaba a punto de
estallar.
Y no me había equivocado.
La mañana siguiente, que era la del 20 de abril de 1915, tropezamos allende
El-Aghlat con los cadáveres mutilados de numerosos armenios, extendidos a lo
largo del camino. Y una hora más tarde divisamos varias columnas de humo
gigantescas que surgían de la banda opuesta del lago, marcando el sitio donde las
ciudades y los villorrios de la provincia de Van eran presa de las llamas.
Entonces comprendí. La suerte estaba echada. La revolución armenia había
comenzado.

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Capítulo VI
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Poco antes del anochecer entramos en la antigua plaza fuerte de Adil Javús,
que rodeaban boscajes y pardos olivares en medio de un arco de áridas montañas.
Esbeltos álamos y argentados sauces surgían aquí y allá de entre patios y azo-
teas, y en la sombra de frondosos plátanos descansaban los restos de antiquísimas
mezquitas y bellos mausoleos.
Junto a la orilla del lago se mecían tranquilos algunos barquichuelos, y en los
bazares, desiertos y sombríos, tan sólo llamaban la atención las tiendas armenias
que habían sido saqueadas, o acaso alguna mancha de sangre coagulada señalando
el lugar donde la víctima había caído bajo el hierro de sus asesinos.
Grupos de turcos y de kurdos armados hasta los dientes recorrían las calles en
todas direcciones, mientras que el eco de lejanos disparos anunciaba que la caza al
hombre no había cesado aún.
Frente al Serrallo me esperaba ya el kaimakám, rodeado de los notables del
senyak, para saludarme en nombre del Gobierno. Y tras breve coloquio entramos
en la sala de sesiones, adornada de riquísimas alfombras e inscripciones reprodu-
ciendo estrofas del Alcorán en letras de oro.
Allí supe por dichos señores lo grave de la situación y el peligro que nos ame-
nazaba por parte de los armenios, quienes, según aquellos, se hallaban coronando
las alturas en torno de la villa.
En esto cayó el sol y el cielo se tiñó de sangre, al paso que hacia Oriente la
villa de Van, capital de Armenia, ardía y se desmoronaba bajo el efecto de los mor-
teros turcos que hacían estremecer aquella noche roja con el lejano estruendo de
sus disparos.
Abril 21. Al despuntar el alba, me desperté al ruido de tiros y descargas. Los
armenios habían atacado la villa.
En el acto monté a caballo, y seguido de alguna gente armada, fui a ver lo que
pasaba.
Pero cuál no sería mi asombro al darme cuenta de que los agresores no habían
sido aquellos, después de todo, sino las mismas autoridades civiles, que, apoyadas
por los kurdos y los facinerosos del vecindario, se hallaban asaltando y saqueando
el barrio armenio, en que tres o cuatrocientos artesanos cristianos se defendían
desesperadamente contra esa turba de forajidos, quienes, tumbando puertas y sal-

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Rafael Nogales Cuatro años bajo la media luna

tando tapias, penetraban en las casas, y después de acuchillar a sus indefensas víc-
timas, obligaban a las mujeres, madres o hijas de aquellos desgraciados a arrastrar
sus cuerpos por los pies o por los brazos hasta la calle, donde el resto de la canalla
los remataba, y después de despojarlos de sus ropas dejaban sus cadáveres botados
por doquiera a merced de los cuervos y chacales.
A pesar del vivo tiroteo que barría las calles, logré por fin acercarme al beledíe
reis de la villa, que dirigía la orgía, para ordenarle que cesara la matanza, cuando
éste, con gran sorpresa mía me informó que él no se hallaba sino obedeciendo
cierta orden escrita y terminante del gobernador general de la provincia... de
exterminar a todos los armenios varones, de los 12 años de edad en adelante.
En vista de ese decreto, de carácter netamente civil, y cuya ejecución yo,
como militar, no podía impedir aunque quisiese, ordené a los gendarmes que se
retiraran y esperé a que pasara la tormenta.
Al cabo de hora y media de carnicería no quedaban de los armenios de Adil-
Javús sino siete supervivientes que yo había logrado arrancar a sus verdugos sólo a
fuerza de pistoletazos.
Rodeado de aquellos infelices, que se asían de la cola y de las crines de mi
bestia como de un áncora de salvación, y seguido de una turba de fieras humanas
hartas de sangre y cargadas de botín, me dirigí hacia el centro de la villa, a través
de una apretada muchedumbre, formada en su mayor parte de mujeres turcas y
kurdas, que, de paso sea dicho, habían presenciado aquella escena atroz inmóviles
como las esfinges, sentadas a lo largo de las calles o desde lo alto de las azoteas.
Cuando eché pie a tierra ante el serrallo, vino a mi encuentro el kaimakán y
en nombre del gobierno me dio las gracias por haber salvado la villa de aquel tre-
mendo ataque de los armenios.
Estupefacto ante tanta osadía, no supe al principio qué contestarle. Y al
rogarle que tuviera clemencia con mis prisioneros, me lo prometió con la mano
puesta sobre el pecho y hasta agregó con aire grave y austero que me respondería
por sus vidas con su propia cabeza (bashim üserinde).
Ello no obstante los hizo degollar aquella misma noche, y sus cadáveres
fueron arrojados al lago junto con los de otros 43 armenios que habían tenido
ocultos Dios sabe dónde.
¡Así es como se cumplen en Oriente los juramentos y las promesas hechas por
las autoridades civiles del Sultán!
Entretanto habían sido restablecidas las comunicaciones telegráficas. Y al rato
llegó una lancha de gasolina, que me había proporcionado el vali de Bitlis para que
pudiera continuar mi viaje.
En ella me embarqué. Y después de dirigir un último saludo a las autoridades
y al pueblo de Adil-Javús, que se habían reunido a orillas del lago para despe-

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Capítulo VI

dirme, partimos con rumbo hacia Van y nos alejamos rápidamente de aquella
kasaba, que vista desde lejos semejaba el lugar más pacífico del mundo.
La tripulación se componía del capitán, de una escolta de gendarmes y de
cuatro armenios que hacían las veces de maquinistas y marineros.
Sintiéndome un poco cansado, echéme a dormir. Cuando desperté eran ya
las cinco de la tarde, pero todavía estábamos lejos de la orilla. Y en tanto me
hallaba paseando sobre la cubierta, junto a la máquina noté que de los cuatro
armenios ya no quedaban sino dos. ¿Qué se habían hecho los otros dos?
Es pregunta que no se debe hacer nunca en Oriente, a no ser que uno quiera
pasar por inexperto.
Las autoridades civiles del Sultán matan sin hacer ruido, y de preferencia de
noche, como los vampiros... sirviéndose para la ejecución de sus carnicerías por lo
general de lagos profundos, en que no haya corrientes indiscretas que arrojen los
cadáveres a la orilla... o de cavernas solitarias en las montañas donde los canes y
chacales les ayuden a borrar las huellas de sus crímenes.

Ya oscureciendo pasamos frente a la pequeña isla de Aghtamar, que no pare-


cía poseer más edificios que un antiguo y hermoso convento, donde residía el
obispo católico de Van. Sus fachadas exteriores ostentaban pinturas alegóricas que
ya casi no se podían distinguir desde la lancha a causa de las sombras vespertinas.
Fuera de los cadáveres del obispo y de los monjes, que yacían en confusión
sobre el umbral y atrio del santuario, no parecían existir en dicha isla más seres
humanos que el destacamento de gendarmes que los había ultimado.
Habiéndonos pedido éstos algunas municiones con urgencia para ir a matar
a Dios sabe quién más, les dejamos cinco mil tiros y seguimos la marcha en direc-
ción a la costa, cuya existencia apenas se revelaba por el reflejo de poblaciones
incendiadas que inundaban el cielo de luces escarlatas.
De entre éstas destacábase por la violencia de las llamaradas la pequeña kasaba
de Artamid, donde los ricos comerciantes de Van solían pasar la temporada del
estío. Su iglesia parecía una antorcha y nos servía de guía.
Poco antes de las 10 p.m. saltamos a tierra en medio de la más profunda
oscuridad y un silencio casi sepulcral, apenas interrumpido a veces por el lejano
ruido de disparos o la lúgubre voz de los chacales.
No deseando esperar allí hasta que amaneciera, dejamos la lancha a cargo
de los gendarmes y nos internamos, el capitán y yo, a través de campos y dehe-
sas, hasta que el enérgico ¿quím var? de un centinela turco nos detuvo al cabo de
media hora.
Y en llegando a las primeras casas del poblado vino a nuestro encuentro el jefe
militar de Artamid para saludarnos y felicitarnos por haber llegado vivos, puesto
que el trayecto que acabábamos de recorrer se hallaba, según decía él, infestado de

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Rafael Nogales Cuatro años bajo la media luna

comitadchis armenios. Y efectivamente. A los pocos momentos de haber llegado nos


convenció el parpadeo de varios disparos en esa dirección que nos habíamos sal-
vado por pura casualidad.
La plazoleta en que estábamos conversando se hallaba fantásticamente ilumi-
nada por las llamaradas, que como sierpes de fuego gigantescas surgían de entre las
ruinas de la iglesia incendiada. Y por las ventanas de las casas circunvecinas aso-
maban en todas direcciones los rifles de nuestros bashi-bazuks, por lo general tipos
pintorescos, cargados de cartucheras y cananas, que usaban rifles de repetición y
llevaban al cinto una cuchilla de hoja ancha o una pistola máuser.
Entre ellos noté también algunos kurdos, pertenecientes a cierto grupo de
varios centenares, que había de llegar en la madrugada siguiente para ayudar a
acabar con los armenios, los cuales seguían ocupando algunas posiciones y edifi-
cios en torno de la villa.
Viendo que el fuego del enemigo iba arreciando, y no pudiendo soportar por
más tiempo el olor a carne chamuscada de los cadáveres armenios arrojados
dentro de las ruinas humeantes de la iglesia, nos fuimos escurriendo cautelosa-
mente por entre los jardines, hasta que nos detuvo la blanca fachada de una bella
quinta en que me había de alojar aquella noche.
Minutos antes de irme a recoger se me ocurrió ir a abrir una ventana de mi
aposento para echar un último vistazo sobre el hermoso panorama de incendios
que nos circundaba, cuando al asomar el rostro, oí el silbido de varias balas de las
cuales una me atravesó la manga del capote.
Y a pesar del fuego intermitente que siguió alterando el silencio de la noche,
dormí tranquilo hasta la mañana siguiente, cuando me vino a despertar una grite-
ría infernal, seguida de tiros y descargas cerradas... Eran los kurdos que habían lle-
gado y atacado a los armenios por la espalda.
En esto pasó un cuarto de hora. Y en tanto me hallaba desayunando en el
balcón de mi casa en compañía de varios jeques kurdos que habían venido a salu-
darme, se desarrolló ante nuestra vista una de las películas más tremendas que uno
se pueda imaginar.
Acosados por las balas de los karduchos, que los iban derribando por doce-
nas, corrían los armenios por aquí y por allá, como conejos espantados, al paso
que no pocos de ellos se sentaban en el suelo esperando estúpidos la muerte,
cual carneros atados al altar del sacrificio y sin hacer el más mínimo esfuerzo
para salvarse.
Sólo un reducido grupo de jóvenes seguía defendiéndose desesperadamente,
recostados contra una tapia, hasta que rendidos al fin por el cansancio, fueron
cayendo unos tras otros bajo los culatazos y las cuchilladas de los kurdos, quienes
se servían del arma blanca siempre que podían para ahorrar cartuchos.

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Capítulo VI

Y mientras aquello ocurría en los jardines, iban y venían las patrullas de comi-
tadchis registrando los pozos y las casas de los musulmanes en busca de armenios
rezagados, a quienes al hallarlos rajaban la cabeza de un yataganazo o dejaban ten-
didos en el suelo de una cuchillada en la garganta.
Excuso decir cómo me sentiría yo al tener que presenciar con la sonrisa en los
labios semejante bacanal de barbarie, en que los cuerpos ensangrentados de las víc-
timas retorcíanse y se estiraban temblorosos en medio de las convulsiones de la
muerte, y aquellos gritos de agonía indecible, que aún me parece escuchar cada
vez que me acuerdo de ellos.
Poco antes del consumatum est, condujeron los comitadchis ante mi presencia a
dos jóvenes de categoría distinguida, quienes al verme levantaron los brazos
implorando mi protección.
Deseoso de salvarlos a todo trance, los hice encerrar en un edificio contiguo, con
la orden explícita de que nadie los tocara mientras yo no dispusiera de su suerte.
Mas en eso se presentaron algunos kurdos, que fingiendo ignorar mi orden,
los sacaron de allí por la puerta de atrás y les pegaron cuatro tiros.
El son de los disparos y un prolongado grito de agonía, me hicieron com-
prender en el acto lo que había sucedido. Pero me hice el desentendido, puesto
que entre los orientales es signo hasta de poca cortesía dejar entrever sus emocio-
nes o protestar contra lo que ya no tiene remedio.
Y al dirigir la vista hacia la iglesia, que continuaba ardiendo como un volcán
de fuego, noté un grupo de bashibazuks repartiendo panes entre las mujeres de los
armenios asesinados.
Esa terrible escena, que representaba la barbarie marchando mano a mano
con la caridad, no dejó de sorprenderme grandemente, y me convenció de que el
Oriente es y seguirá siendo siempre la patria de los contrasentidos.
Allí visten las mujeres pantalones mientras los hombres llevan enaguas;
cuando entran en un templo se quitan el calzado y se ajustan el fez en la cabeza; y
cuando montan a caballo suben y bajan las cuestas al galope, mientras que por
tierra llana andan al paso.
El turco es, por regla general, incapaz de pronunciar la palabra no (hair).
Cuando dice hoy quiere decir mañana, y cuando dice mañana (yarim), quiere decir
nunca.¡Orlarosoun!
Poco antes del mediodía llegó una escolta de gendarmería montada, que me
había mandado el gobernador general Dyevdev Bey. Y a poco de haber salido de
aquel infierno de infamias inauditas, notamos a orillas del lago una pequeña
quinta, perteneciente a la misión americana en Van. Dos cuerpos yacían frente a
su puerta.
A derecha e izquierda del camino revoloteaban vociferantes bandadas de
negros cuervos disputándose con los canes los cadáveres putrefactos de los arme-

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Rafael Nogales Cuatro años bajo la media luna

nios botados por doquiera, en tanto que al Tramonte surgían de en medio de


un bosque de deshojados álamos los minaretes y las pardas cúpulas de la
ciudad de Van, capital de Armenia.
Esta se recuesta contra la fachada meridional y casi perpendicular de un
solitario peñón, cuya escarpada cumbre se eleva a unos ochenta metros y se
extiende por espacio de tres cuartos o un kilómetro de Oriente a Poniente a
través de la llanura, coronada por una almenada muralla de ciclópeas propor-
ciones y un antiquísimo castillo, cuyo origen, según la voz del vulgo, se
remonta a los tiempos de la reina Semíramis de Asiria.
Van, Tuspan, Alniún o Semiranocerta, la de los antiguos, ofrecía un
aspecto triste y sombrío, como casi todas las ciudades de la altiplanicie arme-
nia, de esa estepa inmensa, de cinco a siete mil pies de altura (por término
medio), que cubren las nieves seis meses del año, y en que sólo las cuencas de
los ríos ofrecen abrigo y tierras arables a su escasísima población.
Muchas de sus casas tenían dos y hasta tres pisos de alto, y se hallaban
construidas de adobes y de tapia sobre cimientos de piedra.
De casi todas sus manzanas brotaban densas columnas de humo entre-
mezcladas con rojas llamaradas. Y desde lo alto del largo y estrecho peñón,
que semejaba la cresta de una ola próxima a romperse sobre una playa, relam-
pagueaban sin cesar, con una regularidad casi sistemática, los fogonazos de la
artillería otomana, que no dejaba descansar a los armenios ni de día ni de
noche.
Un par de kilómetros hacia el mediodía columbrábase el llamado “barrio
de las quintas” o de Aikesdán que comunicaba con la villa por medio de una
carretera ancha, bien construida y flanqueada por chalets y casas de campo
rodeadas de jardines o de sementeras que regaban los canales de un antiquí-
simo acueducto, llamado Semíramis-Su en honor de su ilustre fundadora.
Aikesdán se componía casi exclusivamente de quintas aisladas, rodeadas
de tapias que los armenios habían utilizado diestramente para formar con ellas
posiciones entrelazadas y escalonadas de mucho mérito.
Fuera de estas líneas de fortificación, que podían resistir ventajosamente
hasta el fuego de nuestra artillería, habían improvisado ellos alrededor de
ochenta fortines, o blockhouses, llamados teerks, desde los cuales dominaban con
sus fuegos la campiña en todas direcciones.
Las casas armenias situadas fuera de la zona del fuego de los sitiados
habían sido casi todas destruidas por el populacho musulmán durante su afa-
nosa busca de tesoros, pues en Oriente son contados los que depositan sus
fondos en los bancos. Los más entierran su dinero en las paredes o bajo el piso
de su casa, y en ocasiones hasta entre las vigas de las azoteas. Claro está que
para buscar tesoros la gente tenía que derrumbar las casas.

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Capítulo VI

Al llegar a la villa, encontré a las autoridades dando los últimos escobazos, es


decir, enterrando a toda prisa los cadáveres armenios que yacían tendidos por
doquiera y borrando las demás huellas de sus crímenes, a fin de que yo no fuera a
darme cuenta de ellos.
No obstante, siempre alcancé a entrever uno que otro montón de cuerpos
aventados en que escarbaban los perros, royendo alguna pierna o brazo que había
quedado afuera.
El olor que despedía dicho mortecino era tal, que me juzgué dichoso cuando
llegué al serrallo, o residencia del gobernador, a quien no encontré en casa, por
hallarse ausente, visitando la fortaleza. Y, no deseando aguardar allí hasta que lle-
gara, seguí la marcha para ir a saludarlo en el peñón.
Sin embargo, para poder llegar hasta él nos fue preciso dar varios rodeos, pues
el fuego de los armenios era vivo y estaba muy bien dirigido. Más de una bala nos
pasó silbando junto a la cara, y el martilleo incesante de la mosquetería era tan
intenso, que todavía a varios kilómetros de Van semejaba el estruendo de una
catarata que disminuía a veces en intensidad pero no cesaba nunca.
La mayoría de los armenios estaban bien armados, sobre todo de pistolas
máuser, que disparadas a corta distancia, eran armas terribles, cuyo efecto sólo se
podía comparar con el de las ametralladoras, desde el momento en que, en vez de
disparar tiro por tiro, hacían fuego a cuatro, cinco y en ocasiones hasta seis veces
seguidas sobre un mismo blanco.
Además, habían inventado ellos una especie de barreno con cuya ayuda per-
foraban rápidamente las paredes de adobe de los edificios, de suerte que poco des-
pués de haberles arrebatado nosotros alguna posición, asomaban ya sus pistolas
por una serie de boquetes nuevos, sembrando la muerte entre nosotros antes que
llegáramos a darnos cuenta siquiera de lo que sucedía.
Muchos de los sitiados, especialmente los niños y mujeres, hallábanse refu-
giados en las casas que orlaban el pie de su fachada meridional, la cual, por ser casi
perpendicular, les ofrecía abrigo hasta cierto grado contra la artillería del castillo.
Sobre la faz superior del “peñón” se conservan todavía algunas inscripciones
en la antigua lengua armenia, esculpidas en caracteres cuneiformes y que datan,
según parece, de tiempos del rey Sidurri de Urartu, o sea entre los siglos VII y IX
antes de Jesucristo. La mayor de ellas es trilingüe y habla de Jerjes, hijo de Darío.
Desgraciadamente no me fue posible examinarlas de cerca por hallarse esa
parte precisamente confrontando la ciudad y, por ende expuestísima al fuego de
los sitiados.
A juzgar por los trozos de columnas, pedestales y lápidas grabadas que osten-
taban por doquier sus murallas, supongo yo que dicha fortaleza debe de haber sido
destruida y reconstruida una y cien veces por las olas consecutivas de los conquis-
tadores turcos, seljúcidas, bizantinos, romanos, partos, persas, medas, asirios,

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Rafael Nogales Cuatro años bajo la media luna

babilónicos y sumerianos, que en el transcurso de siglos y miles de años llegaron a


barrer la altiplanicie armenia, puesto que Armenia, a imagen de Siria y Palestina,
no es sino un país de tránsito y desfiladero gigantesco que todos los conquistado-
res de Anatolia han tenido que cruzar primero y luego que ocupar de un modo
permanente para poder resguardarse de las irrupciones de nuevas hordas invasoras
procedentes del Asia Central.
La ciudadela, o kálesi, propiamente hablando, la componía un vasto conjunto
de edificios, cuarteles y polvorines tallados en la roca viva. Y coronando a éstos
veíase una blanca mezquita, en que instalé al día siguiente mi cuartel general.
Desde lo alto de su minarete, que rasgaba el aire como una aguja de mármol,
solía yo observar y dirigir el fuego de nuestra artillería sobre la villa de Van, que se
extendía a mis pies como un inmenso mapa. Cada casa, cada solar, y hasta los
individuos que cruzaban las calles a toda carrera, podíanse distinguir perfecta-
mente desde dicho alminar, a veces a la simple vista.
Un par de kilómetros hacia Poniente divisábanse las blancas casas de Skele-
Köi cual bandada de palomas descansando a orillas del lago, al paso que hacia
Oriente se destacaban en el confín sombrío, como pardos manchones, las aldeas
de Artchag, Hazerán, Bogas-Kesen, Shushantz y otras, cuyos habitantes eran casi
todos armenios, y que circuían a Van en forma de una media luna cuya punta sep-
tentrional se apoyaba en el pequeño lago de Ertcheg, al paso que la meridional en
la sombría y agreste montaña de Varak.
Sobre la falda occidental de este macizo hallábase situado un enorme con-
vento o monasterio construido a modo de fortaleza, llamado yidi-kilisa, desde el
cual los armenios dominaban el desfiladero de su nombre y por el cual se desliza
la ruta de caravanas que comunica la parte central del vilayato de Van con el valle
del Hayatz-Tzor y la frontera irana.
El día de mi llegada acababa de establecerse el sitio de Van.
Aram Pachá y sus armenios, quienes, según las publicaciones hechas por Miss
Knapp y el Sr. Rushdouni, ascendían a treinta mil o todavía más, tal vez, hallá-
banse posesionados de casi toda la “ciudad amurallada” y del barrio de Aikesdán,
al paso que nosotros éramos dueños del castillo y de los alrededores de la villa, for-
mando así un anillo de hierro que se iba estrechando cada día más a medida que
nuestros ataques aislados o simultáneos iban arreciando.
Rara vez he visto combatir con tanta furia como la desplegada durante el sitio
de Van.
Aquello era un combate ininterrumpido y en lugares hasta de cuerpo a
cuerpo, o con una pared por medio a lo sumo.
Allí no se pedía ni se daba cuartel a nadie.
Cristiano o moro que caía en poder del enemigo, era hombre muerto.

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Capítulo VI

Tratar de salvar a un prisionero en esos días hubiera sido cosa tan difícil casi
como tratar de arrebatar su presa a un tigre hambriento.
El ímpetu de nuestra gente era tal, que hubo ocasiones en que me vi obligado
a mandar instalar artillería dentro de las casas para derrumbar las paredes que nos
separaban de los edificios contiguos, los cuales, al caer en nuestras manos, eran
incendiados sobre la marcha para impedir que el enemigo intentase recuperarlos
durante la noche.
Sólo así, es decir, con los cabellos chamuscados, el rostro teñido de humo de
pólvora y medio sordos por el estampido de las piezas y el fuego a quemarropa de
la mosquetería, era, pues, como nosotros lográbamos seguir avanzando a paso
lento y a fuerzas de sacrificios inauditos hacia el corazón de aquella villa obstinada,
en la cual los armenios continuaban defendiéndose desesperadamente entre las
ruinas incendiadas de sus casas y combatiendo hasta el último suspiro por una
Armenia libre y el triunfo de la Santa Cruz... mientras yo maldecía la hora en que
la mala suerte me había convertido en verdugo de mis correligionarios.

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Capítulo VII
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A las puertas del castillo vino a mi encuentro el Gobernador General de la


provincia, Dyevded Bey, cuñado de Enver Pachá y uno de los autócratas más enér-
gicos del Imperio.
Hombre de unos cuarenta años, de bigote recortado, esbelto y alto más bien
que bajo, vestía Dyevded Bey a la última moda parisiense y sus ojos y cabellos negros
como el azabache formaban extraño contraste con la extraordinaria palidez de su
semblante.
Culto y cortés cual verdadero osmanlí, y amable y generoso cuando le conve-
nía serlo, era en el fondo, sin embargo, Dyevded Bey una pantera en forma humana
que mandaba quitar de en medio a cualquiera que le hiciera estorbo o supiese más
de lo que le convenía saber. De la ejecución de sus órdenes secretas se encargaban
por lo general el veneno, la soga o las balas de sus genízaros, mandados por el capi-
tán Reshid Bey.
Después del saludo ceremonioso que requiere la etiqueta otomana, nos senta-
mos los dos en una de las múltiples terrazas del castillo, con la ciudad extendida a
nuestros pies a imagen de un volcán de fuego, del que brotaban sin cesar enormes
bocanadas de humo entremezcladas con rojas llamaradas e innúmeras cascadas de
chispas escarlatas.
Y no obstante el estruendo ensordecedor de las baterías y el martilleo incesante
de la mosquetería, que hacían temblar las copas sobre la mesa, me explicó entonces
Dyevded Bey con lujo de detalles el origen de aquel sangriento drama y muchos
otros puntos más, que me urgía conocer, hasta que ya entrada la noche montamos
a caballo, en compañía de numeroso séquito y, atravesando a todo galope la zona de
peligro que barría el fuego del enemigo e iluminaban los incendios, llegamos
momentos después al serrallo, que era un bonito chalet a la europea, lujosamente
amoblado y rodeado de álamos, al margen de la carretera de Aikesdán.
Allí me alojé en una coqueta alcoba, iluminada por una lámpara árabe de cris-
tales multicolores incrustados en láminas de bronce y que, además de riquísimas
alfombras, armas damascenas y porcelanas de Sévres, ostentaba un suntuoso lecho
o, mejor dicho, un verdadero nido de encajes y de seda verde.
Y por ciertos pincelillos de puntas carmesíes y azabachadas que encontré
regados sobre un tocador de señora, comprendí en el acto que Dyevded Bey había

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

tenido la fineza de instalarme nada menos que en la estancia de su señora


esposa, la cual se hallaba entonces ausente, en Constantinopla.
Al rato se presentó un valet de chambre para conducirme al comedor, el cual
lucía en el centro una mesa profusamente iluminada y cubierta de un servicio
de plata y de cristal que ni aun en Europa hubiera podido ser aventajado por
lo elegante.
Frente a mí se sentó el gobernador en un perfecto evening dress, corbata
blanca, y creo que hasta flor en el ojal, mientras que a mi izquierda tomó
asiento el capitán Reshid Bey, en su uniforme inmaculado. Era este el jefe del
batallón de los laz y hombre de confianza del gobernador... que ejecutaba sus
órdenes secretas.
Al verlo tan fino y tan culto, ¡cuándo me había de imaginar que por esas
manos tan bien cuidadas y ensortijadas chorreaba la sangre de docenas y
quizás hasta centenares de inocentes víctimas!
Sentado a mi derecha estaba un señor Ahmed Bey, vestido con un correc-
tísimo traje de sport inglés. Hablaba varios idiomas a la perfección, era socio
de algunos de los mejores clubs de Constantinopla y había vivido mucho
tiempo en Londres.
Con sus modales aristocráticos y su fisonomía un tanto blasée, cualquiera
hubiera podido confundirlo con uno de esos snobs que se la pasan paseando
four in hand por las avenidas de Hyde Park.
No obstante, era Ahmed Bey nada menos que el célebre bandido
Tcherkess-Ahmed, jefe de una cuadrilla de guerrilleros circasianos, que mató
después, en la “quebrada del diablo” y por orden del gobierno, a los diputados
armenios Zorab, Vartkes y Daghavarián, y murió al año en Damasco ahor-
cado a solicitud de Dyemal Pachá, quien temía no fuera acaso a revelar más
tarde su complicidad en dicho asesinato.
Y mientras los cuatro nos hallábamos sentados en torno de aquella mesa
brillantemente iluminada, discutiendo las últimas novelas o recordando
alguna aventura galante, sonaban los cristales del serrallo con el estruendo de
la artillería, la cual hacía estremecer en sus cimientos a la heroica villa de Van
y la tornaba en un brasero inmenso, que consumía por centenares diariamente
las existencias de inocentes niños y mujeres, cuyo único pecado político con-
sistía en haber sido cristianos.

Al despuntar el día monté a caballo y fui al gran cuartel de gendarmería


(junto a las trincheras del Sudeste) para hacerme cargo del castillo y de la
dirección del sitio de Van, que algunos acostumbraban llamar también la
“ciudad amurallada” porque en un tiempo se hallaba circundada por un doble
sistema de circunvalación.

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Capítulo VII

En la ciudadela dejé instaladas dos compañías de artillería, de calibres mixtos,


con un batallón de tiradores kurdos y otro de voluntarios otomanos.
En el sector occidental, el más expuesto, coloqué tres batallones de volunta-
rios y algunos gendarmes de a caballo a las órdenes de los capitanes Salagh-Ed-
Din y Haki Effendis, al paso que de la zona sudoccidental dejé encargado al
aguerrido jefe de voluntarios circasianos, Kiambulat Bey, quien, con el mayor
Aghmed (jefe del batallón de gendarmería de Bash-Kaleh), gozaba y siguió
gozando de mi más plena confianza durante los veinte y un días que me hallé diri-
giendo el sitio de dicha ciudad.
Del sector oriental y sudoriental continuó haciéndose cargo el citado coman-
dante Aghmed Bey con casi todos los regulares y varios batallones de voluntarios
turcos, mientras el mayor Burhan-Ed-Din asumía el mando de algunas reservas de
infantería y caballería acantonadas en el gran cuartel de gendarmería.
Además de estos contingentes contaba yo con dos batallones de voluntarios
mandados por el teniente coronel Suleimán Bey y unos 1.200 a 1.300 comitadchis
kurdos, que eran bastantes buenos tiradores y peleaban bien de cuerpo a cuerpo,
pero no servían para tomar parte en combates organizados por su falta casi abso-
luta de disciplina.
Estos habían venido, más que otra cosa, atraídos por la esperanza del saqueo,
y se fueron esfumando por docenas, y al final hasta por centenares, a medida que
el sitio se iba prolongando.
En cuanto a artillería moderna, verdad es que no contaba yo sino con
algunas piezas de campaña, pero en cambio disponía de dos baterías y media de
Mantelis y varias docenas de cañones de bala rasa, que me llegaron a ser útiles
más tarde por aquello de que balas me sobraban en tanto que los shrapnels eran
escasos.
Además, las balas de dichos cañones surtían mejor efecto en las gruesas pare-
des de adobes de los edificios, pues en vez de atravesarlas de banda en banda,
como lo hacían los proyectiles de forma ojival, las derrumbaban a martillazos, es
decir, piso por piso, hasta dar con ellos por tierra.
El resto de la artillería de montaña y de los Mantelis lo había reservado
Dyevded Bey para el uso de las columnas volantes con que tenía en jaque a los
armenios del barrio de las quintas y atacaba de vez en cuando a las aldeas circun-
vecinas que seguían en poder de los armenios.
El número total de los contingentes a mis órdenes ascendía poco más o
menos al pie de fuerza de una división, o sea a diez o doce mil hombres, en su
mayoría veteranos y mandados por aguerridos oficiales que se mantuvieron firmes
hasta el último momento, no obstante el continuo peligro de los rusos, quienes se
hallaban sólo a pocas horas de Van tratando de abrirse paso a través de los desfila-
deros de Berguiri y de Kotur-Dagh, o Hanasur, que defendían heroicamente algu-

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Rafael Nogales Cuatro años bajo la media luna

nos de nuestros gendarmes, apoyados por los kurdos y los voluntarios de los dis-
tritos de Erdyich y Bash-Kaleh.
Si los 30.000 o 40.000 armenios encerrados en Van, en vez de organizar
bandas de música, gobiernos provisionales y acuñar medallas y cruces militares,
hubiesen emprendido la ofensiva y, armándose aunque sólo fuera de garrotes,
hachas y cuchillos, hubiesen intentado una salida en masa, quién sabe si no nos
hubieran arrollado a la larga y quizás hasta obligado a retirarnos a la provincia de
Bitlis, cortando así la retirada a nuestro ejército expedicionario en Persia y sal-
vando la vida a millares de sus correligionarios, los cuales iban pereciendo diaria-
mente en los pueblos vecinos y en el resto del vilayato de Van bajo las cimitarras
de los kurdos y las balas de nuestros voluntarios.
La única artillería de que disponían los sitiados consistía en un par de lanza-
bombas, construidos por ellos mismos; pero en cambio se hallaban protegidos por
una masa sólida de edificios de adobes, de dos y hasta tres pisos de alto, que cor-
taban en todas direcciones callejuelas tortuosas y fáciles de defender por medio de
trincheras y barricadas.
Además de con millares de pistolas máuser, cuyo efecto, repito, semejaba a
corta distancia el de ametralladoras, contaban los sitiados con un crecido número
de carabinas, fusiles rusos y máuseres que habían ido adquiriendo durante años, y
con una cantidad considerable de granadas de mano, que nos habían de causar
con el tiempo no pocas bajas.
Merced a ello, y a pesar de hallarnos dueños del castillo, cuya extremada ele-
vación, unida a la proximidad del pueblo, tornaba difícil y hasta incierta la pun-
tería de nuestros cañones, creo que la ventaja estaba más bien de parte de los
armenios por las razones citadas y sobre todo por su superioridad numérica, ya
que, según ellos mismos lo confesaban, su número ascendía a treinta mil o más,
tal vez, sin contar los centenares de refugiados que diariamente les seguían lle-
gando desde las aldeas y distritos circunvecinos.
Después de recorrer nuestras principales posiciones y revistar las fuerzas esta-
blecí un servicio de telegrafía de señales, y habiendo sabido que algunos de nues-
tros oficiales solían ausentarse durante la noche para ir a dormir en los cuarteles,
di órdenes precisas para impedir que aquello volviera a repetirse. También hice
acentuar en la “orden del día” que el fuego de la artillería no debía cesar por un
instante, desde el alba hasta el anochecer, y había de seguir disparando hasta de
noche si las circunstancias así lo requiriesen.
En el sector occidental nos habíamos apoderado aquella mañana, por sor-
presa, de una hilera de casas y seguimos avanzando, aun cuando lentamente, en
dirección a cierto edificio de magnas proporciones, que bautizamos con el nombre
de büük-konak, en tanto que hacia el Este continuaban los armenios dueños de la
villa hasta el mismo borde de la campiña, que ellos dominaban desde lo alto de los

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Capítulo VII

minaretes y sus famosos teerks, de entre los cuales descollaba por su tamaño uno
que llamaban el meive-konak. De este nos apoderamos después de mediodía por un
asalto general, que tuve que encabezar yo mismo para tratar de reanimar a nues-
tros kurdos, cuyo entusiasmo había ido disminuyendo a medida que el sitio se iba
prolongando.
Por el sector sur eran los armenios invulnerables, fortificados dentro y en
torno de otro teerk de grandes proporciones, llamado la lokanta. Este pudo resistir
victoriosamente a nuestros asaltos durante todo el asedio gracias a los fuegos late-
rales y concentrados de las manzanas contiguas, que lo cubrían y ponían a salvo de
la artillería del castillo.
A eso de las cuatro de la tarde vino en busca mía el gobernador para ense-
ñarme ciertas obras de fortificación que había mandado trazar en torno de las tres
cuartas partes del barrio de las quintas, dejando el costado oriental abierto adrede,
a fin de que los refugiados armenios de la campiña pudieran seguir afluyendo y
ayudando a consumir las provisiones de los sitiados.
Estos habían convertido las tapias en torno de las quintas de dicho arrabal en
una serie de posiciones formidables, entrelazadas y formando olas de reserva pro-
tegidas por extensos blockhouses, que podían resistir ventajosamente hasta al fuego
de la artillería. En todo aquello, lo único que no me gustó fueron dos Mantelis car-
gados y dirigidos contra la misión americana, cuyos edificios, altos y esbeltos, ofre-
cían un blanco admirable y hasta seductor para nuestros artilleros.
Y al yo llamar la atención de Dyevded Bey hacia dicha disposición, que me
pareció innecesaria y hasta contraria a las leyes internacionales, desde el momento
en que la misión se señalaba claramente por una o varias banderas norteamerica-
nas, me contestó, por cierto muy apenado, que dicha medida había obedecido a
un error únicamente, y en el acto hizo cambiar la posición de las piezas.
Mas no por eso, y a pesar de su sonrisa despreocupada, dejé de comprender
el profundo desagrado que le había causado el descubrimiento de su pequeño
juego, el cual había de consistir, según parece, en cañonear la citada Misión
mientras yo me hallaba ocupado con el sitio de la capital, o sea de la “ciudad
amurallada”.
Y temiendo sin duda las graves consecuencias que podría acarrearle con el
tiempo aquel descubrimiento hecho por mí, tomó Dyevded Bey en adelante todas
las medidas necesarias para hacerme quitar de en medio con disimulo, y hubiera
logrado su objeto, incuestionablemente, de no haberme enterado yo a tiempo de
sus intenciones.
Cuando ya nos íbamos a retirar de dicho punto, o cuartel, por mejor decir,
que llamaban el hadchi-bekir-kishlah, para regresar al serrallo, llegaron, procedentes
de Bash-Kaleh, varios escuadrones de gendarmes acompañados de doscientos a
trescientos kurdos, o karduchos, también de a caballo, que habían logrado atrave-

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Rafael Nogales Cuatro años bajo la media luna

sar el desfiladero de Varak a pesar del fuego que les dirigiera el jefe de los comitad-
chos armenios, Koyunchán, desde cierta serie de atrincheramientos y el convento
de yidi-kilisa, o de las siete capillas, en cuya renombrada biblioteca se conservaban
documentos de un valor histórico inestimable.
Y en tanto nos hallábamos conversando con el oficial encargado de dicha
fuerza, comenzó a brotar pausadamente una espesa humareda de una vecina aldea
armenia, que habían incendiado de paso los gendarmes o sus auxiliares kurdos.
Al notar aquello Dyevded Bey montó en cólera y reprendió amargamente
a sus autores, pero sus amonestaciones apenas produjeron una sonrisa irónica
en los semblantes de los jeques kurdos, sin duda porque comprendían que la
ira del gobernador no era tan profunda, después de todo, como él trataba de
hacerla parecer.
Y hallándome cenando aquella noche en palacio, arreció el fuego de combate
de tal manera, que temiendo fueran los armenios a aventurar una salida en masa,
monté a caballo y me dirigí a todo galope hacia mi cuartel general, donde supe,
por mi ayudante Aghmed Effendi, cuán serias se habían puesto las cosas al princi-
pio, y que los armenios habían tratado de amotinar a mi gente, gritándoles a través
de las trincheras que «por qué me habían reconocido como jefe a mí cuando yo no
era sino un guiaur, o sea un perro cristiano como ellos».
Abril 24. Habiendo disminuido un poco el fuego en la madrugada, me puse
a descansar un rato, hasta que el combate arreció de nuevo en todas direcciones a
causa de la actividad de nuestra artillería, que barría sin cesar la retaguardia de las
posiciones enemigas.
Pero aquello ya no era una lucha, o serie de conflictos a la buena ventura,
como antes, sino un sitio en toda regla, tal cual yo me lo había propuesto condu-
cir desde su principio.
Yo mismo quedé asombrado al darme cuenta de la regularidad con que mis
órdenes, que se trasmitían por medio del servicio de señales, eran obedecidas y eje-
cutadas al pie de la letra.
Sin ese método y orden casi sistemático en el desarrollo de nuestros ataques
aislados o simultáneos, poco o nada hubiéramos podido avanzar aquellos días,
pues la resistencia de los armenios era terrible y su valor, digno del mayor enco-
mio. Por doquiera que se asomaban nuestras fuerzas las recibía un fuego nutridí-
simo y bien dirigido. Cada casa era una fortaleza que se había de conquistar
separadamente. Y a pesar de los ataques simulados que yo organizaba de vez en
cuando para tratar de despistar al enemigo y lanzar mis columnas de asalto contra
el corazón de la villa, nunca pude lograr mi objeto, debido a veces a lo difícil que
resultaba combinar ataques entre voluntarios turcos, kurdos y circasianos, pero las
más de las veces también a causa de la concentración rapidísima de los armenios
sobre los puntos amenazados.

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Capítulo VII

En diferentes ocasiones me propuse, sin decírselo a nadie, apoderarme por


sorpresa de este o aquel edificio para servirme de él como punto de apoyo. Pero al
amanecer me encontraba por regla general con que el enemigo lo había fortificado
durante la noche. No parece sino que los armenios habían llegado a adivinar hasta
mis pensamientos. Aquella mañana había enviado el gobernador un cuerpo de
caballería karducha contra la aldea fortificada de Shushantz, que se extendía al pie
de la montaña de Varak y era desde donde los refugiados de la campiña solían
penetrar de noche en el barrio de las quintas. Pero los armenios no esperaron su
llegada y abandonaron sus posiciones a toda carrera para ir a refugiarse entre las
fuerzas rebeldes del desfiladero de yidi-kilisa.
De ese día en adelante ya no volví a dejar las trincheras ni siquiera para ir a
cenar en Palacio, pues, al cerrar la noche solía arreciar el combate, aumentando la
probabilidad de una salida en masa del enemigo, la cual, de haberse realizado,
hubiera acabado sin duda por desmoralizar a los kurdos y quizás hasta a nuestros
voluntarios turcos, casi todos oriundos del distrito o la ciudad de Van, y que para
tomar las armas habían tenido que abandonar sus hogares y dejar sus familias
esparcidas por las casas de campo y las aldeas mahometanas del vecindario.
Abril 24. Al despuntar el alba abrió la artillería sus fuegos por secciones, y el
estruendo de la mosquetería, que había ido disminuyendo durante la noche, reco-
menzó de firme. Por doquiera que caían nuestras granadas, se desplomaban los
tejados, levantando columnas de humo y de polvo mezcladas con cascadas de chis-
pas que al desbaratarse, se derramaban como torrentes de lava sobre los cuerpos de
los combatientes.
Y la siguiente mañana, mientras me hallaba inspeccionando el sector orien-
tal, me encontré con que, debido a la concusión producida por los disparos de una
de nuestras piezas de campaña apostada dentro de un edificio, el tejado de éste se
había venido a tierra, sepultando e incomunicando a parte de la tripulación, que
corría peligro de caer en manos de los sitiados.
Deseando impedir a todo trance semejante desastre me lancé con un cabo y
un sargento dentro de la citada ruina, que habían comenzado a invadir ya los
armenios. Y en tanto que el sargento y yo rechazábamos a cuchilladas y pistoleta-
zos al enemigo, que nos acosaba de frente y por ambos lados, logró al fin el cabo
amarrar una cuerda a la cureña de la dichosa pieza, que el resto de la tripulación
se puso a arrastrar precipitadamente fuera del edificio, mientras el sargento y yo
seguíamos defendiéndolos y batiéndonos en retirada, semi asfixiados por el humo
de los disparos y las columnas de polvo que iban levantando en torno nuestro las
paredes al derrumbarse.
El salvamento de dicho vehículo nos costó cinco muertos y una porción de
heridos, entre los cuales figuraba el cabo, a quien una bala había atravesado la cara
en el último momento.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

Una hora, poco más o menos, después de este incidente, partió el batallón
“Lazistán” con trescientos kurdos de a caballo para apoderarse de la aldea de
Shabahgs, si mal no recuerdo, en que se hallaban fuertemente atrincherados de
400 a 400 armenios. Y cuando los laz, apoyados por el fuego de la artillería, se lan-
zaron a la bayoneta, arremetieron también los karduchos cuesta arriba, y, cayendo
sobre los armenios por retaguardia, los acuchillaron sin misericordia.
Mientras Dyevded y yo nos hallábamos observando desde las almenas del cas-
tillo el desarrollo de este combate, empezaron los armenios de la villa a disparar
contra nosotros desde la cúpula de la catedral, llamada también la Iglesia de San
Pedro y San Pablo, que yo había respetado hasta entonces por tratarse, no sólo de un
templo cristiano, sino también de un monumento de valor histórico incuestionable.
La provocación imprudente de los sitiados precipitó sin embargo la ruina de
dicho edificio, puesto que al darse cuenta de los disparos Dyevded Bey me rogó en
el acto que lo hiciera destruir a cañonazos.
Gracias a la extremada solidez de su construcción, pudo resistir el citado san-
tuario un par de horas la lluvia de balas que lo acometió. Pero antes del anochecer
ya no quedaban de su cúpula piramidal sino algunos girones, tristes vestigios de su
antiguo esplendor.
Al verse desalojados de allí los armenios, empezaron a disparar contra nosotros
desde el minarete de la mezquita mayor, o catedral mahometana, que yo, a pesar de
las protestas del gobernador, mandé destruir en el acto también a cañonazos, puesto
que la guerre c’est la guerre.
De este modo perecieron en un solo día los dos principales templos de la
ciudad de Van, que habían venido figurando entre sus monumentos históricos más
notables desde hacía ya cerca de nueve siglos.
Abril 26... Y en tanto que el jefe del sector oriental, el mayor Aghmed, seguía
avanzando y dejando tras sí manzanas enteras de edificios ardiendo, continuaban los
jefes del sector occidental abriéndose igualmente brecha, hasta que el teerk, llamado
büük-konak, se les atravesó en el camino, inutilizando todos sus esfuerzos por seguir
adelante.
Deseando vencer tan formidable obstáculo, rogué a Aghmed que siguiera ata-
cando con el sector de su mando mientras que Kiambulat, al frente de sus circasia-
nos y apoyado por el fuego de nuestras baterías, había de lanzarse de improviso sobre
el citado edificio para tratar de tomarlo por asalto.
Y en efecto, a eso de las once comenzó nuestra artillería a arrojar sobre el citado
fortín tal número de proyectiles, que en menos de un cuarto de hora ya no quedaba
de su primero y segundo piso ni rastro siquiera, al paso que el entresuelo se había
convertido en un montón de ruinas y hoguera gigantesca, desde la que los armenios
seguían disparando, no obstante, con un valor inaudito contra nuestros circasianos.

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Capítulo VII

Desgraciadamente, dejaron los voluntarios turcos y kurdos pasar el momento


oportuno para tomar parte en el asalto, de modo que cuando atacaron, ya el ene-
migo había sido reforzado.
Viendo el peligro que amenazaba a nuestra gente, dejé encargado de la arti-
llería del castillo a Reshib Bey, y, lanzándome a todo galope a través de la zona de
peligro, me arrojé de la silla junto al bazar incendiado que los nuestros se hallaban
a punto de abandonar. Lo único que nos separaba de los armenios, atrincherados
entre las humeantes ruinas del büük-konak, era una tapia medio derrumbada.
Al llegar junto a ésta ordené el asalto, y, seguido de Kiambulat y sus circasia-
nos púseme a escalarla, cuando mi ayudante cayó atravesado de un balazo, al paso
que yo mismo me desplomaba sin sentido casi y medio sepultado bajo un trozo
desprendido de dicha muralla. Kiambulat apenas tuvo tiempo para arrastrarme de
allí por los pies, cuando el resto del muro se vino abajo y el fuego de los armenios
barrió el sitio que habíamos estado ocupando momentos antes.
De esa manera fracasó nuestro primer esfuerzo para apoderarnos del famoso
büük-konak.
Abril 27. Entretanto me había puesto yo a buscar la manera de aumentar
nuestra artillería de asedio por medio de unos cuantos morteros del siglo XV (de
aquellos que solían usarse antiguamente para lanzar proyectiles de piedra de tres a
cuatro arrobas), y, favorecido por la suerte, no tardé en dar con algunas pirámides
de granadas vacías, del mismo calibre, que hice llenar de pólvora y proveer de
mechas de dinamita.
Con esas piezas, por cierto un tanto primitivas, abrimos un fuego pausado
aunque certero, que había de causar la ruina de gran parte de la ciudad de Van y
la muerte de no pocos de sus defensores, puesto que la vivienda en que estallaba
unos de esos petardos se derruía en el acto, enterrando bajo sus escombros a cuan-
tos se hallaban alojados en ella. Según parece, no faltaron casos en que sesenta o
tal vez más personas perecieron en una sola explosión.
Las bombas de estos morteros, que los turcos solían llamar havan-top eran esfé-
ricas y tan grandes, que su curso podía seguirse a veces con ayuda de los binócu-
los. Desgraciadamente reventó una mientras la estaban cargando, y mató al
comandante Reshib Bey.
Para conmemorar su muerte, hice coronar su tumba con una pirámide de
dichos proyectiles, que aun debe de conservarse entre las ruinas del castillo.
Abril 28. Al aclarar el día, rompí los fuegos con toda la artillería contra el
büük-konak y las manzanas contiguas, que comenzaron a caer a pedazos bajo la
acción de nuestras baterías. Pero cuando di la señal de asalto, noté con pena que
esa vez eran los circasianos quienes llegaban tarde, mientras los voluntarios turcos
y kurdos arremetían en filas cerradas contra el enemigo, dejando el campo
cubierto de muertos y heridos, que devoraron más tarde los cuervos y los canes

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

por hallarse la zona en que habían caído minada y dominada por los fuegos del
enemigo.
Así terminó nuestra segunda tentativa de apoderarnos del famoso büük-
konak, que, no obstante haberse convertido en un montón de ruinas, seguía vomi-
tando olas de fuego y oponiendo una resistencia feroz al avance de nuestras fuerzas
sitiadoras.
Aquel día hicieron los armenios volar por el aire, por medio de una mina sub-
terránea, la mitad del cuartel de Ridchedíeh, desde donde el capitán Reshid Bey,
y el subgobernador de Berguiri habían estado dominando con sus fuegos la mayor
parte del barrio de Aikesdán.
Semejante contratiempo enfureció de tal manera a Dyevded Bey, que en el
acto ordenó a Tcherkess-Ahmed hiciera una incursión con sus bandidos por las
aldeas armenias circunvecinas, en que, de paso sea dicho, ya no quedaban sino
niños y mujeres.
Excuso decir qué no haría Ahmed con aquellos infelices cuando el propio
Dyevded tuvo que reprenderle y hasta los mismos kurdos se quedaron lelos ante
sus proezas.
Abril 29. Al disiparse las brumas de la madrugada, rompió nuevamente los
fuegos la artillería, y el martillar incesante de la mosquetería fue en aumento cons-
tantemente, hasta que acabó por adquirir proporciones alarmantes, sobre todo en
el sector oriental, donde el jefe de dicha zona se hallaba librando una pequeña
batalla por su cuenta para apoderarse de ciertas posiciones a que había echado ojo
desde hacía tiempo.
Entonces, y para cerciorarme de si la artillería del castillo se hallaba o no
secundando con todos sus fuegos la ofensiva del mayor Aghmed Bey, monté a
caballo, y seguido de un grupo de oficiales y de jeques kurdos, laz y circasianos,
me puse a ascender la falda de aquella ciudadela, que centenares y miles de años
antes habían ascendido ya Dios sabe cuántos generales turcos, bizantinos, roma-
nos, persas, partos, medas, asirios, babilónicos y sumerios, para consumar esa
misma obra de destrucción, que por una de tantas coincidencias de la historia
había de tocar llevar a efecto en 1915 a un militar latinoamericano.
Esa mañana tuve también ocasión de poder presenciar una caza al hombre en
toda regla.
Nos hallábamos Aghmed Bey y yo acurrucados en un rincón de un patio, que
barría el fuego del enemigo, discutiendo un nuevo proyecto de ofensiva, cuando
nos descubrió un armenio, que comenzó a disparar contra nosotros desde una
ventana.
Para despistarlo dejamos nuestros kalpaks o gorros militares de piel de
Astrakán, colocados en el borde de una tapia y nos escurrimos poco a poco hacia
una hendidura en un vecino muro, desde la cual podíamos divisar a nuestro

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Capítulo VII

hombre con la mirada fija en los kalpaks y como sorprendido de la dureza de nues-
tras cabezas, que seguían en su puesto a pesar de las muchas balas que les había
disparado.
En esto se separó Aghmed Bey, y deslizándose cautelosamente, semejante a
un tigre hacia su presa, siguió acercándosele, hasta que ya sólo a un par de metros
de distancia medio se enderezó y levantó el arma, que volvió a dejar caer, sin
embargo, inmediatamente, pues el armenio, impulsado quizás por un presenti-
miento, se había vuelto rápidamente en dirección suya.
Y en tanto que este buscaba con la mirada ansiosa la causa de su estremeci-
miento, se juntaron en torno de su cuello dos bracitos de marfil, y una voz infan-
til comenzó a balbucear palabras ininteligibles en su oído.
Angustiado por aquel abrazo tan a destiempo y no osando separar las manos
de su rifle, quiso el armenio desembarazarse de él al principio a fuerza de palabras
cariñosas, y al ver que sus frases no surtían efecto, por medio de un movimiento
suave del codo derecho.
Pero todos sus esfuerzos resultaron vanos ante aquellos dos bracitos, que
seguían abrazándolo tiernamente, mientras que palabras arrulladoras continuaban
asaltando sus oídos.
Vencido al fin por su cariño de padre, volvió el armenio la cara hacia su hijita,
instintivamente, durante la fracción de un segundo apenas, pero que bastó para
perderle, pues en el acto brincó Aghmed Bey y de un balazo le levantó la tapa de
los sesos.

Habiendo disminuido un poco el fuego de los sitiados, fui en compañía de mi


ayudante a cenar en casa del gobernador. Y al doblar un recodo del camino, ya fuera
de la zona del peligro casi, nos sorprendió una descarga del adversario que levantó
nubes de polvo en torno nuestro y nos obligó a hacer uso liberal de las espuelas.
Cerca del serrallo notamos tres soldados dando de comer a un sujeto arme-
nio, que había permanecido durante nueve días escondido en el fondo de un
vecino pozo, sin haber probado alimento. El mismo confesaba que, habiéndose
negado a formar parte de una conjuración para asesinar al gobernador, el miedo
lo había obligado a ocultarse en aquel pozo para salvarse de los demás conjurados,
quienes habían estado buscándolo para matarlo.
Una vez aplacádole el hambre fue dicho sujeto conducido al hospital, donde
lo cuidaron durante algunos días, hasta que se hubo repuesto algo, y luego fue
fusilado.
Este individuo, al igual que un gendarme armenio desarmado, que me servía
la mesa, y un comerciante de nombre Tersibatchán, que hacía las veces de intér-
prete en la Gobernación, fueron los únicos armenios vivos que yo llegué a notar
entre nosotros durante el sitio de Van.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

En Palacio me esperaba ya el gobernador. Se hallaba tratando de disuadir a


varios jeques kurdos, los cuales deseaban retirarse con sus contingentes para
ponerse a salvo, ya que la voz corría con insistencia de que los rusos se hallaban a
punto de forzar el desfiladero de Kotur-Dagh.
Al ver que sus esfuerzos resultaban vanos, montó por fin en cólera Dyevded
Bey, y golpeando con el puño en su escritorio exclamó: alahi-bilahi-valahi. ¡Que la
venganza de Dios caiga sobre vosotros por cobardes y por asesinos! Acto continuo
les volvió la espalda, con despecho, y tomándome del brazo me condujo al selam-
lik, donde nos sentamos en cómodas butacas a tomar café, a fumar cigarrillos y a
olvidar durante un par de horas las penas y responsabilidades que traía consigo el
desempeño de nuestros cargos respectivos, puesto que, aun cuando a mí me cons-
taba que Dyevded se hallaba buscando la manera de quitarme de enmedio por
razones de estado, no por eso dejábamos de ser muy buenos amigos personales,
siempre dispuestos a ayudarnos mutuamente y resueltos a mantener en alto la
bandera de la Media Luna sobre aquellas llanuras y montañas desoladas y mil
veces empapadas en lágrimas de sangre.
Abril 30... Y en tanto que seguíamos combatiendo con encarnizamiento y
avanzando, si bien lentamente, hacia el corazón de la heroica ciudad de Van, con-
tinuaban nuestras fuerzas auxiliares, a las órdenes del subgobernador de Serail,
resistiendo con singular bravura en el desfiladero de Berguiri al avance del ejército
expedicionario ruso, que venía en auxilio de los sitiados.
Tan era así, que esperábamos ser sorprendidos por el adversario de un
momento a otro, y quedar convertidos de cazadores en cazados.
Esa incertidumbre, que pendía sobre nuestras cabezas perennemente, seme-
jante a la espada de Damocles, no dejó de seguir ejerciendo un influjo funesto en
el ánimo de nuestros jeques kurdos, quienes nos fueron abandonando de ahí en
adelante unos tras otros con sus hordas, para ir a poner a salvo sus familias y sus
rebaños antes que los sorprendieran los moscovitas.
Lo propio pasaba con nuestros voluntarios turcos, quienes, al darse cuenta de que
la retirada de los kurdos iba en aumento, comenzaron a inquietarse a su vez, y con
muchísima razón, por la futura suerte de sus allegados, creando así una atmósfera de
desaliento en mi pequeño ejército, que no dejó de causarme vivas aprehensiones.
Y cuando a la mañana siguiente fui a ver a Dyevded Bey para consultar con
él sobre las medidas que debería adoptar en caso de una desbandada general, me
sorprendió éste con la noticia de que acababa de firmar un armisticio con los
armenios para buscar entre ambos la manera de terminar con un estado de cosas
que había acabado ya con gran parte de la población y con casi toda la riqueza
material de la provincia de Van.
Dyevded parecía haberse convencido por fin de la imposibilidad de seguir
sosteniendo un sitio de tales proporciones con un ejército compuesto en parte de

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Capítulo VII

irregulares, al paso que los rusos seguían avanzando todo el tiempo y sin dejarse
arredrar por la resistencia heroica de nuestros voluntarios, apostados en los desfi-
laderos de Berguiri y de Kotur-Dagh.
Cuando me hube cerciorado de que los armenios habían convenido efectiva-
mente en tal armisticio, mandé a suspender los fuegos en todo el frente.
El silencio casi sepulcral que siguió a dicha orden no dejó de impresionarme
vivamente. ¡Tanto era lo que nos habíamos ido acostumbrando ya al estruendo de
la artillería y al martillar incesante de los rifles!
Tras una conferencia de hora y media, regresaron nuestros emisarios con la
respuesta del obispo, asegurando que los armenios no habían desconocido jamás
la soberanía del Sultán y se hallaban dispuestos a desalojar la ciudad para retirarse
a Persia... siempre que el gobernador respondiera de su salvoconducto con su
propia persona.
Considerando que Dyevded no podía ni debía acceder de ninguna manera a
semejante pretensión, y deseoso como me hallaba de poner fin al derramamiento
de sangre, me ofrecí para ir en su lugar. Pero el Gobernador no lo quiso permitir,
sin duda porque comprendía que ello hubiera equivalido a un asesinato de que el
ejército lo hubiera hecho responsable más tarde, puesto que todo el mundo sabía
que lo que Dyevded pretendía y buscaba no era sino la manera de hacer salir a los
armenios de la ciudad de Van para luego mandarlos asesinar en el camino.
El primero de mayo, a las siete en punto de la mañana, rompió de nuevo los
fuegos nuestra artillería, y el estruendo de la mosquetería recobró su antigua
intensidad.
Durante el desayuno supe por mi asistente que en el hospital militar se halla-
ban dos hermanas enfermeras alemanas pasando muchísimos trabajos.
Sorprendido ante tan extraña nueva monté a caballo, y cuál no sería mi
sorpresa cuando al llegar me encontré, efectivamente, con dos jóvenes, una de
las cuales era la Schwester Martha, alemana, mientras que la segunda, Miss
McLaren, norteamericana. Ambas pertenecían a las misiones de Van y habían
quedado, a causa de no recuerdo ya qué circunstancia, en poder de los turcos
al comenzar el sitio.
De haber conocido yo antes la existencia de dichas señoritas entre nosotros,
hubiera podido evitarles tal vez algunos disgustos de parte del médico mayor Izzed
Bey, quien según parece, no las había tratado siempre con todo el respeto debido.
La Schwester Martha, que falleció más tarde en Bitlis a consecuencia del tifus,
me refirió, entre otras cosas, que los turcos habían hecho desaparecer desde un
principio a todos los pacientes y empleados armenios de dicho hospital, de modo
que ya en aquella época no quedaba ni uno solo, y que muchos de los heridos
habían muerto de gangrena porque Izzed Bey no acostumbraba a desinfectar los
bisturís después de amputar brazos y piernas putrefactas, etc.

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Rafael Nogales Cuatro años bajo la media luna

Pero lo que más parecía indignar a aquellas pobres jóvenes era que en el
mismo carro en que llevaban los muertos al cementerio solían traer las legumbres,
pan y demás provisiones destinadas al consumo de ellas y de los pacientes.
Después de tan extraordinaria entrevista fui a ver al gobernador, a quien llamé
desde luego la atención por haberme tenido a oscuras sobre la existencia de dichas
señoritas e impuse de lo que acababa de contarme la Schwester Martha.
Apenado, y quizás hasta alarmado por aquellos detalles, hizo llamar enton-
ces Dyevded Bey al médico mayor, y le reprendió en términos violentos, que
no dejaron de surtir su efecto.
El dos y tres de mayo se mantuvo el sitio estacionario más bien. No obs-
tante, se peleó muy duro, de suerte que al anochecer un centenar o dos de ros-
tros lívidos y de miradas rígidas se quedaron contemplando las estrellas.
El día dos, si no me equivoco, partió el capitán Reshid Bey al frente de una
columna volante para ir a batir ciertas partidas de rebeldes, las cuales, al verle
aproximarse, abandonaron a toda carrera las aldeas en que se hallaban atrinchera-
das para ir a engrosar las filas de los armenios en el desfiladero de Varak.
El cuatro, todavía de mañana, llegó por fin, procedente de Hasán-Kaleh,
el batallón de gendarmes “Erzerum”, que mandaba el capitán Kasim Effendi.
Y con él llegaron, afortunadamente, también algunas reservas de granadas, que
nos venían haciendo ya mucha falta.
En uno de esos días, ya no recuerdo cuál, recibió el gobernador una carta
del Dr. Usher, increpándole por haber mandado disparar varias granadas
contra los edificios de su Misión en Van, no obstante hallarse éstos claramente
señalados por banderas norteamericanas.
El contenido de dicha carta, que me tradujo Dyevded al francés, no dejaba
de ser un poco duro y provocó su ira a tal extremo, que sin querer escuchar mis
consejos le contestó amenazando con bombardear su misión “de verdad” si los
misioneros norteamericanos seguían, según lo ponía él, atizando a los armenios
contra el gobierno, presidiendo meetings revolucionarios, etc.
Entretanto se habían ido concentrando los armenios en tales cantidades en
torno del convento de yidi-kilisa, que su presencia empezó a constituir una verda-
dera amenaza para nosotros en caso de una retirada nuestra en esa dirección.
En consecuencia, recibió el batallón “Erzerum” orden de ir a desalojarlos de
allí. Pero los armenios no aguantaron la carga, y poniendo pies en polvorosa, deja-
ron aquel histórico edificio con su milenaria biblioteca en manos de los turcos,
quienes, como era de esperar, le aplicaron la antorcha sobre la marcha.
Para ese entonces ya no quedaban casi kurdos entre nosotros. Y para colmo
de desgracia llegó la nueva de que el teniente coronel Halil Bey había sido derro-
tado en Dilman, y que nuestro ejército expedicionario hallábase batiendo en reti-
rada hacia la frontera turco-irana.

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Capítulo VII

Los combates cotidianos que se seguían librando con más o menos suerte en
los diversos sectores del sitio, iban recrudeciéndose a medida que el peligro de los
rusos iba en aumento. Y Dyevded Bey, que había perdido ya casi toda esperanza
de poder adueñarse de Van por la fuerza, trató de obtener su rendición por medio
del hambre.
Con ese fin mandó juntar a cuantos niños y mujeres armenios se hallaban
todavía esparcidos por las aldeas circunvecinas, y los hizo conducir por escoltas de
gendarmes hasta los atrincheramientos de los sitiados, en la creencia de que éstos
los iban a admitir en la ciudad.
Pero se había equivocado.
Yo me hallaba casualmente en una de las terrazas del castillo observando el paso
de tan extraña procesión y casi no pude creer a mis ojos cuando vi que en vez de acoger
a dichos desgraciados, lo que los armenios hicieron fue caerles a tiros, hiriendo a unos
y matando a otros, en tanto los restantes, al darse cuenta de lo que aquellos disparos
verdaderamente significaban, volvieron caras y dejando el suelo regado de cadáveres,
vinieron a refugiarse llorando y gritando de terror entre nuestras filas.
Fue tan grande la indignación y el desprecio que me causó, como cristiano,
la conducta de esos igorotes, que no habían vacilado en fusilar quizás hasta sus
propios hijos y mujeres, con tal de no tener que compartir con ellos sus provisio-
nes, que en el acto mandé abrir fuego por secciones y no paré hasta haber redu-
cido a escombros la manzana desde la cual aquellos brutos habían estado
disparando contra su propia sangre.
El doce de mayo nos hallábamos ya dueños de dos terceras partes de la ciudad
de Van, mientras la restante (tercera parte), que continuaba en poder del enemigo,
quedaba reducida a un montón de casas y edificios despedazados y agujereados
por millares de granadas que seguían lloviendo sobre ellos día y noche.
Los armenios no anduvieron errados por consiguiente cuando aseguraban
que durante las dos primeras semanas del sitio había lanzado yo diez y seis mil
bombas y granadas sobre la villa de Van.
Para poder posesionarnos de ese último pedazo de la ciudad, nos era preciso
apoderarnos primero del teerk llamado la lokanta, que era la llave, por decirlo así,
de la línea de defensa enemiga en el sector meridional.
Con tal propósito en mente, y apoyado por el batallón “Erzerum”, que había
logrado adueñarse de algunas casas circunvecinas, hice concentrar los fuegos de
casi toda la artillería sobre el citado fortín, que fui arrasando, piso por piso, hasta
dejarlo reducido a un montón de ruinas.
Mas así y todo continuaban los armenios combatiendo, tendidos en el
suelo y disparando a quemarropa por entre las rendijas y grietas de las paredes
derrumbadas.

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Rafael Nogales Cuatro años bajo la media luna

Y, no obstante los esfuerzos de nuestra gente por incendiar aquel montón de


escombros, que seguía vomitando plomo y fuego sin cesar, nunca llegaron a lograr
su objeto a causa del arrojo de sus defensores, quienes, al notar las primeras llama-
radas, se lanzaban con cubos de agua sobre ellas, apagándolas a costa de sus vidas.
Irritado por tantos y tan inútiles esfuerzos, me lancé por último yo mismo
sobre dicha ruina, para aplicarle la antorcha, cuando una granada de mano cayó
desde lo alto dentro de la trinchera que acababa yo de abandonar, hiriendo y
matando a casi todos aquellos que habían permanecido en ella por no haber osado
acompañarme durante dicho asalto.
En esto llegó el Gobernador para informarme de que nuestros voluntarios
apostados en el desfiladero de Kotur-Dagh se hallaban a punto de ceder ante los
ataques cada vez más impetuosos de los rusos, los cuales seguían avanzando con la
intención aparente de cortar la retirada a nuestro ejército expedicionario derro-
tado en Dilman.
En vista de semejante peligro, ordenóse el traslado inmediato del personal y
de los pacientes del hospital militar a Bitlis por la vía del lago.
Tal medida, unida a las noticias alarmantes que seguían llegando de la frontera
irana, tuvo por consecuencia natural el éxodo de la población mahometana, inclu-
sive la mayor parte de nuestros voluntarios, quienes habían de conducir forzosa-
mente sus familias hasta su destino, o siquiera hasta fuera de la zona de peligro.
De la guarnición del castillo, v. gr., no quedaron sino unos veinte hombres y
dos sótnias de ashiretes circasianos, procedentes del distrito de Aghlat.
Fue tan grande la confusión que produjo dicha noticia entre nuestros oficia-
les de reserva, casi todos oriundos de aquellos contornos y en su mayor parte
padres de familia, que el teniente Egha Effendi, al ausentarse, se le olvidó dejar las
llaves de los polvorines a su cargo, motivo por el cual, para poder seguir dispa-
rando la artillería, me vi precisado a mandar a derribar sus puertas a culatazos. Y
para impedir que los armenios fueran a darse cuenta de que la ciudadela se
hallaba, por decirlo así, casi totalmente desguarnecida, me puse yo mismo a dis-
parar las piezas hasta la caída del sol, cuando la gente y algunos de los oficiales
comenzaron a regresar, pidiendo miles de excusas.
Si los armenios hubiesen aprovechado el pánico de aquella mañana, hubieran
podido apoderarse del castillo por sorpresa y derrotarnos tal vez hasta con nuestra
propia artillería.
De aquella tarde en adelante ya no hubo quien pensara siquiera en reducir a
Van, sino sólo en cómo contrarrestar el avance de los rusos, quienes se hallaban a
punto de copar a Halil.
Viendo lo inútil que resultaba persistir en dicho asedio, y habiendo recla-
mado Kiasim mis servicios, renuncié al cargo de director del sitio, que había
estado desempeñando hasta entonces, y comencé a hacer mis preparativos de viaje

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Capítulo VII

para seguir la marcha al día siguiente, o sea el 14 de mayo, con rumbo a la fron-
tera turco-irana.
Al notar Dyevded que me hallaba resuelto a partir, temió, sin duda, que fuera
a revelar más tarde sus fechorías, pues ordenó en secreto a Burhan-Ed-Din Bey
que compusiera mi escolta de hombres de su confianza únicamente, lo cual quería
decir, hablando en turco, de hombres que me habían de asesinar en el camino.
Esto lo supe yo una hora después por el mismo Burhan-Ed-Din, que era
amigo mío. Y para cortar por lo sano de una vez, hice convocar a los principales
jefes y oficiales que habían venido combatiendo hasta entonces bajo mis órdenes,
y les expuse claramente lo que ocurría.
La indignación que produjo entre ellos la mala fe del Gobernador fue tan
grande, que Aghmet y Kiambult se ofrecieron en el acto a acompañarme en persona;
cosa que yo no permití, por supuesto. Y, seguido únicamente de la escolta que
habían tenido a bien proporcionarme, emprendí la marcha a la mañana siguiente,
sin que Dyevded se hubiese atrevido a contrariar siquiera mis disposiciones.

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Capítulo VIII
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Después de un encuentro insignificante con una partida de comitadchis


armenios, en el desfiladero de Varak, comenzamos a descender por todo el
valle del Hayatz-Tzor, que cubrían a trechos las ruinas de aldeas armenias
incendiadas.
A las cuatro de la tarde oímos los últimos cañonazos en dirección de Van.
Y poco antes del anochecer entramos en la kasaba de Koshab, que adornaba un
hermoso puente de piedra, cubierto de inscripciones, al igual que un vetusto
castillo de formas audaces y origen irano o serraceno, cuyo nombre era görchin-
kaleh, o el alcázar de las palomas, porque uno de sus torreones ostentaba nume-
rosas perforaciones, a guisa de un palomar.
Madrugando, atravesamos antes de la media mañana las nevadas cumbres
del Kurd-Daghi, que hallamos ocupadas por un destacamento de infantería a las
órdenes del capitán Ibrahim Effendi. Éste, al desmontarme, me entregó una
carta de Tchefik Bey, Gobernador de Bash-Kaleh, que en ella me rogaba me
hiciese cargo de las fuerzas mixtas apostadas en el desfiladero de Kotur-Dagh,
que en aquel instante se hallaban tratando de rechazar el avance cada vez más
impetuoso de los moscovitas.
Afortunadamente pude llegar a tiempo para organizar una contraofensiva,
por medio de la cual logré neutralizar el segundo asalto de los rusos y sus auxi-
liares, los armenios, que no dejaba de ser formidable. Sobre todo las cargas de
los cosacos, que llevaban en ancas un infante, me dieron bastante que hacer.
Pero nuestros kurdos se mantuvieron firmes, y la victoria fue nuestra.
Después de haber dispuesto la defensa para el día siguiente, partí, ya al ano-
checer. Y atravesando el Zab Superior en las inmediaciones de Derea, llegué al
aclarar el día a Bash-Kaleh, donde me esperaba ya Tchefik Bey con un telegrama
anunciando que los rusos habían logrado flanquear el desfiladero de Kotur-
Dagh después de mi partida, y que en vista de ello nuestros voluntarios y gen-
darmes habían tenido que abandonarlo y replegarse precipitadamente hacia el
pie de las montañas de Tchoug-Daghi, donde esperaban órdenes.
Vencido aquel obstáculo, ya no había manera de impedir el avance de los
rusos sobre Bash-Kaleh, donde teníamos almacenadas grandes cantidades de
provisiones y demás elementos de guerra.

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Rafael Nogales Cuatro años bajo la media luna

Pensando y considerando lo serio de la situación, ordené, bajo mi propia res-


ponsabilidad, la evacuación inmediata de dicha plaza, que se efectuó casi por sí
sola, tanto era el terror que inspiraban a sus moradores las atrocidades de los cosa-
cos y los voluntarios armenios, quienes, según aseguraba la gente, mataban por el
gusto de matar únicamente, y de preferencia a las mujeres y a los niños.
Causaba pena ver a algunos de nuestros heridos graves arrastrándose en oca-
siones hasta de rodillas por los caminos, para no caer en manos del adversario,
pues si bien la tropa regular otomana y moscovita respetaba y protegía a los pri-
sioneros del bando contrario, los cosacos y los comitadchis armenios, por una parte,
y nuestros guerrillos kurdos, por otra, mataban sin misericordia a cuantos contra-
rios heridos o indefensos caían en sus manos.
A la una de la tarde ya no quedaba de la población de Bash-Kaleh sino un
grupo de 300 a 400 niños y mujeres armenios, y una quincena de artesanos, tam-
bién armenios, a quienes las autoridades civiles habían dejado con vida sólo
porque les hacían falta en los talleres militares. Estos, al verme, se arrojaron a mis
pies, rogándome que no los dejara a merced de su escolta, que, según decían ellos,
había sido escogida de entre los rufianes más grandes del batallón de voluntarios
de Bash-Kaleh.
Apenado ante semejante cuadro, hice llamar al Gobernador, quien, en pre-
sencia de todos, me aseguró y juró que los haría conducir, tanto a hombres como
niños y mujeres, con entera seguridad a Tokaragua. Y no satisfecho todavía con
semejante comedia, hasta llegó a amenazar de muerte a los gendarmes que osaran
desobedecer sus órdenes.
Confiando en la palabra de Tchefik Bey, dejé partir entonces a aquellos des-
graciados, que me besaban las manos, los estribos y hasta el cuello y las crines de
mi caballo en señal de gratitud, al paso que la vanguardia de los moscovitas seguía
avanzando en dirección de Bash-Kaleh, precedida de anchas cortinas de cosacos y
auxiliares armenios de a pie y de a caballo.
Cuando los rusos no se hallaban ya sino a medio kilómetro de nosotros, les
disparamos unas cuantas descargas, y perseguidos de cerca por sus patrullas, nos
retiramos a Sova, donde pernoctamos.
La madrugada siguiente atravesamos el Zab a nado y antes de mediodía lle-
gamos al pueblecillo de Tokaragua, situado unas cuantas leguas al nordeste de
Cuod-Hanis (en que residía el patriarca nestoriano Mar-Simoún), y que pasaba
por ser el lugar más céntrico del fiero y salvaje Kurdistán, cuyas agrestes y empi-
nadas sierras constituyen la frontera turco-irana y se hallaban a la sazón encum-
bradas por una serie de plateadas lomas, en que se destacaban a trechos
esmeraldinas manchas de pastos primaverales.
Y desde lo alto del camino de recuas que habíamos ido siguiendo, entreoíase
a veces distintamente el sordo rugir de las aguas, que tumultuosas se iban desli-

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Capítulo VIII

zando por el fondo de un abismo oscuro y coronado de aldeas diminutas y asidas,


por decirlo así, a las fases casi perpendiculares de aquella erizada y pujante creste-
ría, de aspecto romántico al par que salvaje e inhospitalario.
En Tokaragua me encontré con el jefe de nuestra división, el comandante
Köprülü-Kiasim Bey, de origen albanés, y quien, además de hombre honrado, era
también un militar entendido y valerosísimo, que había tenido en jaque al
Ejército moscovita por espacio de cuatro a cinco meses sin más elementos que
nuestra División de Gendarmería de Van y los voluntarios turco-kurdos del
Gobernador General de la provincia, Dyevded Bey.
Su audacia y actividad habían llegado a impresionar a los rusos de tal manera,
que sin querer aguardar su llegada habían desocupado, al comenzar la guerra y a
toda carrera, los distritos de Bash-Kaleh, Serail, etc., para ir a refugiarse en el Norte
de Persia, más allá de la ciudad de Tebriz, que cayó en poder de los otomanos.
Así se hallaban las cosas en el frente ruso-turco-irano, cuando se presentó en
escena el teniente coronel Halil Bey (más tarde Halil Pachá, el de Kut-El-Amara) y
lo echó a perder todo por medio de su ambición e innato espíritu de fantochería.

Hallándome deseoso de salvar nuestros depósitos de provisiones y municio-


nes en Bash-Kaleh, que habían caído entretanto en manos de los rusos, escogí
sesenta jinetes entre los mejores de la escolta de Kiasim, y acompañado de un
grupo de oficiales, que se me habían agregado voluntariamente, partí con rumbo
al Norte para intentar un golpe de mano contra dicha plaza, a ser posible aquella
misma noche.
Poco antes de la puesta del sol repasamos el Zab. A eso de las nueve nos des-
plegamos en silencio frente a Bash-Kaleh. Y acercándonos cuanto pudimos, dimos
una carga, que por lo inesperada puso en fuga a su guarnición cosaca y nos dejó
en posesión de la villa.
Acto continuo despaché cuatro avanzadas para que nos mantuvieran en con-
tacto con el enemigo, al igual que una carta a Kiasim Bey, rogándole me remitiera
algunos refuerzos para sostenerme allí mientras él llegara con el resto de las tropas
a su mando, pues Bash-Kaleh era la llave del desfiladero de Kurd-Daghi, que gua-
recía la espalda de nuestras fuerzas sitiadoras en Van.
El resto de la noche lo pasamos al pie de nuestras bestias ensilladas, y sin tener
que registrar por fortuna más novedad que un par de falsas alarmas.
Sólo al amanecer, cuando los primeros rayos del sol naciente comenzaron a
teñir de rosa los albos picachos de la sierra irana, llegamos a divisar por fin, allá
muy lejos, dos regimientos de infantería enemiga, precedidos de varias sótnias de
cosacos, que venían avanzando lentamente en dirección nuestra.
A causa del brillo de las bayonetas, que los rusos suelen llevar siempre cala-
das, semejaban dichas dos columnas un par de monstruos, o sierpes gigantes-

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

cas, de escamas de oro, que perezosas se iban deslizando a través de la polvo-


rienta llanura.
Viendo que los refuerzos solicitados no llegarían a tiempo para salvar la villa,
hice rociar de petróleo los principales edificios de Bash-Kaleh, de suerte que
cuando los rusos llegaron, ya no encontraron sino montones de cenizas y una
ciudad ardiendo por los cuatro costados.

Al acercarnos a Sova, se me ocurrió preguntar a Tchefik Bey lo que se habían


hecho los armenios aquellos. Y al notar que se hacía el desentendido, le dirigí la
pregunta por segunda vez, cuando éste levantó la mano, y sin proferir una palabra
señaló ciertas cuevas al pie de una vecina montaña.
Aquello me bastó.
¡Y pensar que semejante monstruo había sido educado en Francia, pertenecía
a una de las primeras familias de Constantinopla y era por añadidura hasta sena-
dor del Imperio...!
Media hora antes de llegar a Tokaragua tropezamos con un grupo de kurdos,
conduciendo en medio a un individuo que cualquiera hubiera podido tomar a
primera vista por un mendigo pagano.
Cuantos esfuerzos hizo Tchefik Bey por hacerle hablar resultaron vanos. Y
cuando ya lo iban a fusilar hizo señas, como si desease hablarme.
Acatando sus deseos lo llamé aparte, y por el correctísimo francés en que me dirigió
la palabra y la reminiscencia que me izo de su vida en París, comprendí desde luego que
no era el espía armenio que se le había supuesto, sino un príncipe persa de la muy noble
estirpe de los Farman-Farmah, si no mal recuerdo, el cual andaba errante por aquellas
montañas, disfrazado de mendigo, por razones de estado.
No existiendo motivo alguno por qué tenerlo preso, hice soltarle inmediata-
mente y escoltar hasta la frontera irana, provisto de un salvoconducto.
Un año más tarde vino a saludarme en Alepo ese mismo individuo, acompa-
ñado de su secretario, y antes de despedirse me prendió en el pecho, en señal de
gratitud, una alta condecoración irana, que todavía conservo.
Y al descolgarse las sombras del ocaso sobre aquel caos de fieras serranías,
columbráronse sobre la falda de un estrecho valle media docena o más de pálidos
manchones, señalando el sitio en que se apiñaban las tiendas de campaña de nues-
tro ejército expedicionario, que había llegado entretanto desde Persia.
Y a medida que nos le íbamos acercando íbanse destacando cada vez más dis-
tintamente rebaños de ganado lanar, bovino, mular y caballar paciendo sobre el
declive del cerro, en tanto que a la entrada del vivac divisábanse, igual a hormigas,
infantes y jinetes agitándose entre montones de parque, baterías alineadas y albas
hileras de toldos, que el vivo reflejo de las llamaradas iba tiñendo ya de púrpura.

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Capítulo VIII

Después de la cena me presentó Kiasim Bey al General en Jefe de nuestro


ejército expedicionario, el teniente coronel Halil, quien, de paso sea dicho, me
recibió con ese ceremonial ostentoso de los orientales, que tanto se asemeja a lo
que nosotros solemos llamar vulgarmente “cordialidad”, pero que las más de las
veces significa todo lo contrario, esto es, el guante de seda, y en ocasiones hasta el
cordón de seda, o la tacita de café envenenada.
Halil podía tener entonces unos treinta y ocho años. Era de estatura frágil
más bien, poseía facciones bellas, y había ascendido de capitán a coronel en menos
de tres años, no tanto por sus méritos militares, pues sus conocimientos en ese
ramo no excedían tal vez de los de un jefe de guerrilleros, sino gracias sólo a que
era tío del Ministro de la Guerra, Enver Pachá.
(Es del caso recordar aquí que el sistema de “ascensos por méritos excepcio-
nales”, usado en las altas esferas del ejército otomano durante la Guerra Mundial,
dio lugar a muchos abusos, sobre todo entre ciertos miembros de la oficialidad
superior joven turca, como Enver, Dyemal, etc., quienes eran los gerentes milita-
res del Comité de Unión y Progreso y hacían lo que mejor les placía por no haber
quien se lo impidiera, desde el momento en que el Sultán era instrumento suyo y
los alemanes tenían buen cuidado de no mezclarse en los asuntos internos de la
administración civil y militar otomana).
Las fuerzas que había traído Halil de Constantinopla se componían casi total-
mente de regimientos de línea, instruidos por el coronel Nikolai Bey, y que desco-
llaban por su gallardía, su disciplina, y más que todo por lo bien equipados que iban.
Desgraciadamente, tampoco tardó esta tropa escogida en desbaratarse entre
las manos de Halil a causa de su espíritu de desorden, que llegó a ser con el tiempo
casi proverbial en el ejército.
Celoso de Kiasim porque había ganado justo renombre por su brillante con-
ducta en aquellas fronteras, le quitó el mando de su división. Y a los subgoberna-
dores de Shadak, Berguiri y Serail, quienes habían venido conteniendo
heroicamente el avance de los moscovitas en sus respectivos senyaks, les ordenó que
se retiraran en el acto con sus fuerzas hacia donde él se hallaba, dejando de ese
modo abierto el paso al ejército ruso, que no tardó, como era de esperar, en adue-
ñarse de casi todo el vilayato de Van y en parte también del de Bitlis.
La verdadera razón de esa su tan extraña manera de proceder, que algunos no
vacilaron en tildar de venta descarada y traición a la patria, estribaba en que cono-
ciendo Halil su propia incapacidad de vencer a los rusos, tampoco quería que
otros fueran a tener la gloria de haberlos vencido.
Esto lo supe yo más tarde por varios individuos que se lo oyeron decir mien-
tras se hallaba bajo el influjo del licor.
De esa manera fue Halil Bey sacrificando unos tras otros los mejores jefes y
caudillos que habían venido defendiendo y sosteniendo durante más de medio

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Rafael Nogales Cuatro años bajo la media luna

año la supremacía de la Media Luna aquende y allende la frontera irana. Y cuando ya


no le quedaba casi nada del ejército expedicionario que había traído consigo de
Constantinopla, abandonó sus restos a su suerte y se fue a Erzerum, donde acabó tam-
bién de desorganizar el III Ejército por medio de sus procedimientos desbaratados.
Viendo que allí tampoco podía lograr ventajas, se llevó las mejores divisiones
para Mesopotamia, dejando abierta la frontera del Cáucaso, que los rusos tam-
poco tardaron en franquear, arrollando el III Ejército y ocupando la mayor parte
de la provincia de Erzerum (marzo de 1916).
Con las fuerzas que sacó de allí fue Halil entonces a Bagdad, donde comenzó
por usurpar los laureles que el coronel Nur-Ed-Din Bey había ganado durante la
batalla de Ktesifón; y aprovechando la muerte del Mariscal de Campo von der
Goltz Pachá, se hizo pasar por el vencedor de Kut-El-Amara, que había sido real-
mente obra del Feldmarschall y no suya.
Al igual que todos los farsantes, no tardó Halil, empero, en caer también de
sus alturas, más no sin haber acabado antes también con el VI Ejército, cuyo
mando le había confiado el Mariscal momentos antes de expirar.
Apresado después del Armisticio, con Dyevded y otros doscientos jefes jóve-
nes turcos, hallábase Halil, no hace dos años todavía, en vísperas de ser juzgado
por el Gran Consejo de Guerra en Constantinopla, antes que por sus descalabros
militares, por sus fechorías y su complicidad en las matanzas armenias.
Halil Bey, o Bajá, llegó a costar muy caro a Turquía.
Primeramente le causó la pérdida de las provincias de Van y Bitlis y del ejér-
cito expedicionario en la frontera irana. Luego acabó con el III Ejército, y motivó
la pérdida de la provincia Erzerum. Acto continuo aniquiló el VI Ejército y perdió
Mesopotamia sin haber logrado en todo el tiempo poner pie ni una sola vez en
territorio enemigo.
De Halil, tío de Enver Pachá, puédese decir, sin temor de incurrir en exage-
raciones, que no pasa de ser sino una reputación usurpada.
Y esa era la clase de individuo y jefe que yo tuve el honor de conocer aquella
noche en nuestro Cuartel General de Tokaragua, rodeado de un grupo de corte-
sanos bizantinos, uniformados, quienes le habían seguido desde Constantinopla,
más bien que con la mira de defender su patria, atraídos y esperanzados por la
perspectiva de placeres sin límites y un rico botín.

Entretanto había ordenado Halil también a Dyevded que abandonara Van a


su suerte y se viniera a Tokaragua, por la vía de Koshab.
En virtud de dicha orden, partió el Gobernador con toda su gente por la ruta
indicada; pero al descender del desfiladero de Kurd-Daghi dio de bruces con los
moscovitas, quienes estaban acampados en Dérea y le habían interceptado el paso
en las inmediaciones de Tchoug.

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Capítulo VIII

No obstante, tras de un breve combate que costó a los cosacos cincuenta


bajas, logró Dyevded sacar el cuerpo al enemigo, y, apoyado por dos batallones
que habíamos despachado en su ayuda, vino a incorporársenos en Tokaragua el
día siguiente.
Entonces supimos por él que después de su retirada se habían esparcido los
armenios de Van por la campiña, saqueando y asesinando a cuantos ancianos,
niños y mujeres musulmanes habían encontrado, o sea estableciendo un prece-
dente cual no se había conocido hasta entonces ni aún entre los mismos kurdos,
quienes mataban a los hombres, es verdad, pero a las mujeres y niños no, o al
menos no así, públicamente.
Este caso me recuerda otro, que presencié durante el sitio de Van:
Hallábame con algunos de mis oficiales parado sobre una azotea, observando
el tiro de cañón, mientras una anciana musulmana tendía en un vecino tejado
algunas prendas de ropa sobre un alambre.
Al darse cuenta de ello los armenios, abrieron nutrido fuego contra ella, y
hasta después de acribillarla a balazos no comenzaron a disparar contra nosotros.
Ahí sí no hubo equivocación posible.
A juzgar por la precipitación con que tiraban, se comprendía que la vida de
aquella desgraciada les interesaba más que la media docena de oficiales, situados
más cerca de ellos tal vez que no dicha anciana.
Este y muchos otros casos por el estilo que podría citar, no habrán dejado tal
vez de influenciar y quizás de envenenar hasta cierto grado mi criterio respecto a
los armenios, a quienes no por eso dejo de admirar en muchas cosas, aun cuando
en otras los tengo que censurar, puesto que leer en los periódicos sobre matanzas,
crueldades e injusticias no es lo mismo que haberlas presenciado de ambos lados,
como las llegué yo a presenciar en tantas ocasiones, sin haberlo podido remediar.
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Capítulo IX
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El 5 de mayo trasladamos nuestro Cuartel General de Tokaragua a las inme-


diaciones de Sova, donde ocupamos posiciones ventajosas, cubriendo el camino
de Musul, en tanto que los rusos se atrincheraban frente a nosotros para impedir
que fuéramos a avanzar sobre Van por la vía de Koshab y de Bash-Kaleh.
La única ruta practicable que nos quedaba ya para poder retirarnos a Bitlis era
la de Vastán, que conducía por toda la orilla meridional del lago de Van.
De habernos apresurado un poco, hubiéramos podido ocuparla sin gran
esfuerzo. Pero Halil no se decidía a tomarla a pesar de los consejos de Kiasim Bey,
quien sí era veterano y comprendía el enorme peligro que corríamos.
Parece que Halil Bey había cobrado miedo a los rusos desde su derrota en
Dilman, de suerte que sin atreverse a asumir la ofensiva para tratar de abrirse paso,
dejaba deslizarse un tiempo precioso, que el enemigo iba aprovechando para
tender en torno nuestro una telaraña peligrosa y cada día más intrincada.
Así pasamos algunos días, esperando que los rusos nos atacasen, mientras
nosotros, esto es, Halil y su plana mayor, nos ocupábamos en hacer excursiones
por las montañas, cazando liebres, jabalíes y perdices.
No dejaban de ser interesantes aquellas cabalgatas nuestras a través de las sal-
vajes montañas del Kurdistán, de castillos feudales coronadas, cual nidos de cón-
dores, o por aldeas diminutas, que se perfilaban sobre el borde de los abismos, en
que bullían las verdosas aguas del Zab y sus afluentes.
Nos hallábamos a unos tres mil metros o tal vez más de altura, en medio de
montes, cerros y praderas, que cubrían los ricos pastos primaverales a imagen de
una alfombra esmeraldina.
Por doquiera que se esparcía la vista, no veíanse sino lomas verdiclaras,
sembradas de florecillas albas y encendidas, mientras que junto al curso de los
arroyos, que se descolgaban en todas direcciones formando saltos y cascadas, se
mecían esbeltos lirios amarillos y rosas alpinas bajo un cielo color de perla y oro,
puesto que en aquellas altitudes deja la bóveda celeste ya de ser azul para tor-
narse en diáfana.
La llegada de los rusos había alborotado a los kurdos. En todas direcciones
veíaseles huyendo con sus rebaños ante los guiaurs moscovitas y sus aliados, los
voluntarios armenios, que no daban cuartel a moro que cayese en sus manos.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

Sobre la cima de los montes o en fondo de los precipicios, por doquiera


columbrábanse sus pintorescos campamentos, parecidos a los de los pieles rojas,
que yo solía frecuentar cuando era cowboy.

Convencido al fin del peligro que nos amenazaba, resolvió Halil empren-
der la retirada por la vía de Vastán.
Nuestra División de Gendarmería, compuesta de doce batallones vetera-
nos y prácticos en aquellas montañas, había de formar la vanguardia, y después
de recoger la antigua guarnición de Van, que se hallaba acampada en torno de
Shaghmanis, había de continuar avanzando sobre Vastán, seguida de cerca por
el resto del ejército.
Durante los seis o siete días que estuvimos ocupando las posiciones de
Sova, no tuvimos, fuera de algunas escaramuzas, ningún encuentro serio que
registrar, puesto que al enemigo le convenía más bien tenernos allí quietos, con
los brazos cruzados, mientras él mismo evolucionaba por la parte del norte para
acabar de tender su red en torno nuestro.
Nuestra retirada algo inesperada no dejó por tanto de alarmar a los rusos,
quienes al punto abrieron un fuego violentísimo de artillería sobre nosotros y
arremetieron a la bayoneta contra nuestra retaguardia.
No obstante resultaron vanos todos sus esfuerzos por retenernos allí, pues
nuestro ejército abrióse siempre paso y se internó por las montañas de Bérvar y
Nordoz, con rumbo a Vastán.
El 26 de mayo salimos, Kiasim Bey y yo, acompañados de nuestra plana
mayor y un escuadrón de gendarmería montada en dirección de Shaghmanis,
donde nos esperaba, según dije antes, la antigua guarnición de Van, y hacia
donde nos había precedido ya el grueso de nuestra división.
La noche la pasamos en una aldea llamada Kisham, cuyos habitantes resul-
taron ser no kurdos, como habíamos supuesto al principio, sino israelitas semi-
nómadas, que hablaban un idioma medio kurdo, medio arameo, y que
practicaban la poligamia.
Luego de haber cenado, tuve ocasión de poder conversar largo rato con
algunos de sus notables, quienes habían venido a saludarme. Por ellos supe
muchos pormenores curiosos, sobre todo respecto a la deportación de los
judíos a Babilonia, en tiempos de Nabucodonosor, de que me hablaban con
una familiaridad como si aquello hubiese sucedido sólo el día antes.
Entre las reliquias de su pertenencia figuraba una copia sumamente anti-
gua del Pentateuco, manuscrita en un pliego de pergamino interminable y
arrollada en torno de una varilla de palo de rosa, al igual que algunos docu-
mentos escritos con caracteres extraños, que ocultaban a la vista de los turcos,
no sé por qué razón.

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Capítulo IX

Fuera de Kisham, parece que existían todavía otras aldeas de hebreos seminó-
madas, situadas al pie de las montañas del Hártosh y del Dyebel-Toura, cuyos
habitantes vivían en perfecta armonía con los jésidas, kurdos y nestorianos pobla-
dores de aquellas salvajes y en parte ignotas serranías del Zágros y del Bothan-Su.
Al día siguiente, que era el 27 de mayo, atravesamos una empinada crestería,
cortada en diversos sentidos por precipicios, que nos obligaban las más de las veces
a llevar las bestias del cabestro. Este detalle resultaba muy poco edificante sobre
todo para mí, pues ya hacía tiempo que venía sufriendo de una indigestión, que
días después había de convertirse en un violento ataque de disentería.
En un villorrio cuyo nombre no recuerdo, encontramos la tarde siguiente a
nuestro corpulento médico mayor, Izzet Bey, quien nos tenía preparada ya una
excelente cena. Allí pernoctamos, acampados entre las ruinas de un antiguo casti-
llo, que había albergado en un tiempo a Tamerlán. Y junto a una vereda, que
siglos antes había sido camino real, noté una pirámide de guijarros, del tamaño de
un huevo de avestruz cada uno, que los soldados de aquél habían arrojado allí
unos tras otros, a medida que habían ido desfilando.
Tal era la manera de que antiguamente se calculaba en el Cercano Oriente el
pie de fuerza aproximado de los ejércitos, y que aún se sigue practicando con el
nombre de talim-name en algunas regiones del Cáucaso y de la Persia Septentrional.
El 29 llegamos por fin a Shaghmanis, donde tuve el gusto de poder saludar
entre otros compañeros del sitio de Van, también a Aghmed y Burhan-Ed-Din
Beys. El único que faltaba era Kiambulat, quien según supe entonces, había caído
entretanto combatiendo contra los rusos ya no recuerdo dónde.
La madrugada siguiente salí con la caballería de vanguardia por el camino del
desfiladero de Kásrik, que conducía a Vastán y que habíamos mandado ocupar la
noche antes por un destacamento de dos a trescientos hombres, a fin de impedir
que el enemigo nos fuera a atacar por el flanco derecho.
Al aproximarnos a la aldea de Kásrik, oímos fuego de infantes, y al rato, un
cañoneo incesante, que iba en aumento a medida que seguíamos avanzando. Tan
violento ruido de combate obedecía a que nuestra pequeña guarnición en el ante-
citado desfiladero acababa de ser atacada por los rusos y los voluntarios armenios
de Van, cuya fuerza en conjunto no bajaba de tres a cuatro mil hombres de infan-
tería y unos ochocientos cosacos, provistos de tres o cuatro baterías de artillería de
montaña.
Para tratar de salvar a nuestros bravos, que se defendían desesperadamente
sobre la cumbre de una desnuda loma, hice avanzar el batallón “Erzerum”, que se
lanzó de improviso sobre el flanco derecho del enemigo, en tanto que el “Musul”
ocupaba ciertas alturas, desde las cuales logró dominar con sus fuegos a la artille-
ría adversaria, de suerte que en menos de hora y media nos hallábamos una vez
más dueños del desfiladero, y poco antes del anochecer, amos absolutos de la

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

situación. Pero en esto arribó una nota de Kiasim Bey, ordenándome que aban-
donara Kásrik y fuera con mis fuerzas a incorporármele en X... para luego seguir
la marcha en otra dirección.
De no haber sido por esa orden, hubiéramos podido apoderarnos aquella
madrugada de Vastán, y la mañana siguiente quizás hasta del mismo Van, puesto
que el enemigo había emprendido la retirada precipitadamente en dirección al
Norte, en la creencia sin duda de que lo íbamos a perseguir con todo el ejército.
Poco antes de las 10 p.m., me encontré con Kiasim, por el cual supe enton-
ces que su orden había obedecido a otra orden de Halil Bey, en el cual éste le lla-
maba en su auxilio a toda carrera, pues la situación del grueso de nuestro ejército
expedicionario se había vuelto entretanto sumamente grave.
Después de su retirada de Sova, que los rusos habían tratado de impedir por
medio de un violento ataque a la bayoneta (y durante el cual las pérdidas de los
moscovitas no bajaron de 600 hombres), se pusieron éstos a perseguirlo de cerca
con toda su caballería, de modo que para esas horas se hallaba ya el ejército de
Halil no sólo acosado, sino casi copado y asediado por los rusos en las inmediacio-
nes de Mervanen.
Para poder salvarle se nos hacía preciso amenazar el flanco derecho del
adversario. Y así lo hicimos por medio de una marcha nocturna sobre
Perpeledán, que nos condujo a través de una serie de precipicios, en que pere-
cieron no pocas de nuestras bestias de carga. La oscuridad era tal, que para no
despeñarnos teníamos que seguir adelante asidos de las colas de nuestros caba-
llos, que nos servían de guías.
Durante esa memorable jornada pude apreciar el verdadero mérito de nues-
tra división y el carácter de sus contingentes.
Muchos de nuestros gendarmes eran ex-bandidos y comitadchis, que habían
sido desterrados a aquellas fronteras por insubordinados. Pero en nuestras manos
se volvieron unos corderos, debido a que entre nosotros hasta los más leves cona-
tos de insubordinación eran castigados con la muerte.
Kiasim Bey creo que mandó fusilar y aun mató con sus propias manos a tal
vez más de cuarenta de ellos, mientras yo mismo tuve que andar no pocas veces
revólver en mano y repartiendo plan de machete para impedir desórdenes y evitar
saqueos. Mas no por eso dejaba nuestra división de ser un Cuerpo escogido en
toda regla, que sabía aprovechar hasta las más mínimas ventajas del terreno, y evo-
lucionaba, se reorganizaba y desplegaba en guerrillas, o combatía en formación
cerrada sin que uno tuviera que ordenárselo siquiera.
Esos gendarmes no se desconcertaban ni aún en los momentos más difíciles.
Nunca huían a la desbandada después de una derrota, y, al retirarse, lo hacían
siempre cara al enemigo.

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Capítulo IX

Al aclarar el día, llegamos a un puentecillo de madera, que cruzaba el Shadak-


Su, frente a la aldea de Perpeledán. Y los kurdos, que seguían bajando de las mon-
tañas circunvecinas por decenas de millares, acosados por los cosacos y
conduciendo inmensos rebaños de ganado lanar y cabrío, se hallaban apiñados en
torno de su cabecera, disputándose el paso a veces hasta a fuerza de tiros y de
cuchilladas.
Excuso decir el tumulto que se armaría cuando llegó nuestra división y
empezó a abrirse paso a culatazos por entre aquel gentío, pues la salvación del ejér-
cito de Halil dependía únicamente de la llegada oportuna de nuestras fuerzas.
Luego de haber pasado nuestra retaguardia, se lanzaron con renovado ímpetu
los kurdos sobre el citado puente, que, no pudiendo resistir ya el peso de la
muchedumbre, se vino abajo estrepitosamente, convirtiendo las aguas del Shadak-
Su en una segunda Beresina.
Ese día pernoctamos en Perpeledán, esperando noticias de Halil Bey, que
nunca llegaban, hasta que en la madrugada siguiente nos vino a despertar el lejano
ruido de disparos y el martillar incesante de las ametralladoras.
Y tras un cuarto de hora comenzamos a divisar en lontananza, apenas percep-
tibles, las columnas del tren de nuestro ejército expedicionario, que iban descen-
diendo en líneas serpentinas por toda la falda de un escarpado cerro, seguidas de
cerca por las diversas unidades de combate en perfecto orden de marcha.
De no haber sido por el estruendo de las descargas, nadie hubiera podido
imaginarse que aquel ejército venía perseguido y acosado de cerca por el grueso de
la caballería enemiga. Y cuando ya nos disponíamos a partir para ir a su encuen-
tro, nos sorprendió la presencia de una fuerza desconocida coronando cierta altura
en la mitad del camino.
Afortunadamente resultó ser ésta una avanzada del coronel Halil Bey, quien
al cabo de un cuarto de hora se desmontó entre nosotros, contento de hallarse una
vez más al abrigo de nuestra división.
Entretanto se había empeñado un combate bastante serio entre nuestra reta-
guardia y el enemigo. Las fuerzas moscovitas, situadas allende el río, o sea en las
aldeas de Mervanen y de Chilkeri, se componían de varios regimientos de caballe-
ría cosaca, llevando en ancas otros tantos batallones de cazadores que iban depo-
sitando, de paso, en posiciones ventajosas, para que los fueran apoyando durante
sus cargas con el fuego de su fusilería.
Era notable ver aquellos cosacos evolucionando, semejantes a avispas alboro-
tadas, ya atacándonos de frente, bajo la protección de sus cazadores, o desapare-
ciendo tras las colinas, para luego reaparecer súbitamente en nuestro flanco,
donde los esperaban ya nuestras ametralladoras y los hacían retroceder a rienda
suelta y con más de una montura vacía.
Aquello parecía un segundo Puerto Arturo.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

A la una y media de la tarde entró en acción también nuestra artillería, obli-


gando al enemigo a replegarse y a fortificarse al pie y en torno de la aldea de
Mervanen.
Uno o dos de sus batallones, que habían logrado atravesar el río, habíanse
entretanto atrincherado tras ciertas lajas y peñascos, que dominaba el fuego de las
fuerzas a mi mando desde un grupo de colinas de rojo pórfido, formando la
extrema ala izquierda de nuestro frente.
Nos hallábamos a menos tal vez de trescientos metros unos de otros, y no
obstante los esfuerzos de los rusos por desalojarnos de allí, tuvieron por último
que replegarse y aguardar la caída del sol para poder retirarse sin ser diezmados.
Con ellos encontrábanse acorralados en dicha hoyada un par de sótnias de
cosacos siberianos, que no habíamos notado al principio a causa del declive de la
montaña.
Cuando éstos se vieron descubiertos, por fin, y comenzaron a sentir las
balas de nuestros veteranos lloviendo en torno suyo, se pusieron a huir a la des-
bandada, ascendiendo la falda de la montaña opuesta a todo galope. Mas, a
pesar de ello, y no obstante los ochocientos metros que nos separaban, pudi-
mos hacerles algunas bajas.
El crecido número de caballos blancos y rucios que llegué a notar entre
dichos cosacos me hizo suponer que habían sido reforzados por voluntarios arme-
nios, pues los cosacos, y sobre todo los siberianos, no usaban por lo general sino
ganado de color oscuro.
Al anochecer se retiró la caballería adversaria con sus infantes en ancas hasta
unos cuantos kilómetros más allá de Mervanen, por temor sin duda de que fuéra-
mos a emprender una contraofensiva nocturna. Pero la mañana siguiente regresó,
mas ya no para atacarnos, sino para observarnos únicamente, desde fuera de tiro
de cañón, mientras el resto de la infantería enemiga, que había llegado durante la
noche, se había posesionado del camino de Shadak, cortándonos la retirada hacia
Bitlis por la vía de Vastán.
Y en tanto nos hallábamos allí, acorralados por el grueso del ejército mosco-
vita, que nos amenazaba de frente y por ambos flancos, o por mejor decir, recos-
tados contra las heladas serranías y regiones geográficamente inexploradas del alto
Bothan, nos sorprendió un temporal de nieve, que nos hizo sufrir muchísimo,
especialmente durante la noche, y afectó hasta cierto grado también a nuestro
ganado, que se hallaba de por sí ya bastante débil a causa de las marchas y contra-
marchas que habíamos venido practicando durante esa semana a través de las
agrestes montañas de Nórdoz y el Bervar.
A la mañana siguiente despertamos al son de un vivo tiroteo, que nos hizo
temer al principio una sorpresa por parte del adversario. Pero no era tal. Tratábase
únicamente de un par de osos extraviados que recorrían azorados nuestro campa-

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Capítulo IX

mento, sin encontrar salida, hasta que su mala suerte los condujo a las ollas y los asa-
dores de nuestros cocineros.
La altura a que nos hallábamos era de 3.500 metros sobre el nivel del mar,
mientras la temperatura, siberiana, en todo el sentido de la palabra.
Nuestra situación no dejaba de ser en extremo difícil y sólo Dios sabe adónde
hubiéramos ido a parar, de no habérsenos presentado una ayuda del cielo en forma
de un tal Noro, jefe de bandoleros kurdos y lugarteniente del famoso bandido
Murmuhí, quien, a cambio de la derogación de la sentencia de muerte que pesaba
sobre su cabeza, se comprometió a conducirnos hasta Sairt, a través de los desiertos
de hielo del Bothan y del Dyahudí.
Confiando en la palabra de semejante tipo, púsose nuestro ejército a atravesar
una serie de regiones ignotas, que, según me aseguraba el mismo Dyevded Bey,
había de ser yo el primer extranjero en visitar.
Esa era la segunda vez en mi vida que me hallaba o viajando por tierras geográ-
ficamente inexploradas.
El 5 de junio por la noche cayó otra nevada, acompañada de un furioso hura-
cán, que hizo perecer de frío algunas de nuestras bestias de carga y un centenar o dos
de soldados. Y el 6 por la mañana púsose en marcha nuestra división, formando la
retaguardia del ejército.
Al principio nos siguieron los rusos a cierta distancia, pero viendo que no les
hacíamos caso se volvieron al fin por temor quizás a una emboscada.
Esa tarde descendimos a un delicioso valle, oculto en medio de altísimas mon-
tañas y cubierto de vegas de variados matices, jardines florecientes y tres o cuatro
pueblecillos rodeados de bosques de árboles frutales. Pero se hallaban vacíos. Sus
habitantes habían huido precipitadamente al saber que nos íbamos acercando. Sólo
junto a la puerta de un molino de agua encontramos una recua de asnos cargados de
harina, abandonados por sus dueños al emprender la fuga.
Al despuntar el día, nos pusimos a escalar una nevada serranía, de aspecto fragoso
y amenazante, cuyas plateadas lomas se iban enarcando de cumbre en cumbre y de
cresta en cresta, hasta perderse entre las blancas cimas del Hártosh, vecinas a las nubes.
Nos hallábamos en plena tierra desconocida.
Luego, o mejor dicho, después de ya entrada la tarde, atravesamos un desfila-
dero, cubierto de una capa de nieve de cuatro o cinco meros de espesor. Y temprano
aún comenzamos a descender en dirección al Sur, siguiendo el curso de varios arro-
yos cuyas rojizas e impetuosas aguas se lanzaban tonantes por despeñaderos y
barrancos, arrastrando trozos de hielo y formando cataratas que se estrellaban con
ruido atronador en el fondo de los precipicios.
La carestía de víveres llegó a ser tan grande, que durante aquel día y el
siguiente tuvimos que alimentarnos de raíces y de cierta hierba aromática utilizada
por los kurdos en la preparación del queso porque tiene sabor a cebolla.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

No obstante, y por fortuna, a medida que íbamos descendiendo iba aumen-


tando la vegetación, de suerte que a la caída del sol nos estábamos ya calentando
en torno de formidables hogueras, que hacían saltar torrentes de chispas de entre
haces de rojas llamaradas.
Y en tanto me hallaba descansando, envuelto en mi capote, escuchando el
nocturno canto de las aves o contemplando las negruzcas rocas, cubiertas de tém-
panos de hielo y teñidas de púrpura indecisa, vino a romper el silencio de la noche
repetidas veces un aullido estridente melancólico, que parecía descender desde lo
alto de los cerros oscuros y cortados a pico que nos circundaban.
Al oír aquello nuestros kurdos, solían juntarse en torno a las hogueras, aterra-
dos y murmurando estrofas del Alcorán, para librarse de ese sheitán o Satanás de las
montañas que, por la voz, supuse ser una pantera.
Dicho lamento y el lejano llanto de los lobos contribuían a hacerme recordar,
de vez en cuando, que estábamos pasando el Keliehán, que no era del dominio de
los hombres, sino feudo exclusivo de las fieras.
El 7 de junio seguimos descendiendo por toda la falda de una montaña, sem-
brada de breñas y enmarañados bosques de perales silvestres, o de encinas enanas,
hasta que por la tarde entramos en un espacioso valle, llamado por los kurdos el
maziró, y que de Norte a Sur cortaba un caudaloso río (el curso superior del
Bothan-Su, supongo yo).
Circuídas de plateadas cordilleras que destellan cual diamantes bajo el sol,
representan aquellas mesetas de la zona alpina del Hakiari regiones olvidadas, que
cubren las nieves ocho meses del año y son conocidas únicamente por los kurdos
y los jésidas, quienes las frecuentan durante los meses del estío para apacentar en
ellas sus rebaños y recoger las agallas de sus bosques.
Durante el paso del citado río, que efectuamos aquella misma tarde, pude
apreciar la gran utilidad de nuestros dromedarios, que con el agua al cuello iban y
venían a través de la veloz corriente, trasportando de una orilla a otra las municio-
nes y nuestra artillería, la cual, de lo contrario, hubiéramos tenido que dejar atrás,
pues al ganado mular y caballar le llegaba el agua hasta por encima de la cabeza
obligándolo a pasar a nado.
El paisaje que nos circundaba no podía ser más bello, sobre todo en dirección
al Sur, donde en medio de un mundo de azules lejanías recortaba distintamente
sus perfiles el níveo y solitario cono del Dyebel-Toura, en tanto que al Poniente
centellaban bajo la luz del sol las argentadas cumbres del Monte Dyahudí (o “de
los judíos”) en que, según antiguas tradiciones de origen arameo, aterrara en la
noche de los tiempos el Arca del Patriarca Noé.

De ahí en adelante ya no encontramos nieve en el camino, pero en cambio sí


desiertos basálticos y pedregonales infernales, que dejaron mancas y cojas muchas

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Capítulo IX

de nuestras pobres bestias. Además, íbamos recogiendo por todo el camino los
enfermos y heridos que las fuerzas de Halil habían dejado atrás por falta de medios
de transporte.
En varias ocasiones me vi precisado a abandonar cargas enteras de municio-
nes para poder llevar a algunos de esos infelices, quienes de lo contrario hubieran
perecido irremisiblemente a manos de los kurdos, o devorados por las fieras.
El 9 de junio desfilamos por todo el pie del Monte Dyahudí, que se extendía
como una mole de hielo, interminable, de Naciente a Poniente. Y a eso de las
cuatro nos desmontamos, Kiasim Bey y yo, en la pequeña kasaba de Kisgir, que en
medio de sus jardines y bosques de avellanos semejaba de lejos un risueño oasis.
Allí encontramos a Halil instalado en el patio de una bella quinta, descalzo y
tumbado en una alfombra, bebiendo raki, o dúsico, es decir, aguardiente de uva, en
compañía de un grupo de cortesanos.
Con la nuestra había coincidido la llegada del teniente coronel Isaák Bey y la
del conocido tribuno Omar-Nadchi, quienes se hallaban altamente disgustados
por la declaración de la guerra de Italia, que acabábamos de saber no recuerdo de
qué manera.
Algunos, y entre ellos Omar-Nadchi Bey, maldecían la hora en que Turquía
había entrado en la contienda, y opinaban que ésta debería firmar a todo trance
una paz separada con los aliados, aun cuando fuese sacrificando un trozo del
imperio.
Daba pena ver a un hombre como Kiasim, cuya sola fama había bastado a
veces para poner en fuga al adversario, teniendo que prestar homenaje ante un
archi-asesino como Halil Bey, que acababa de sacrificar la provincia de Van casi
entera a causa de su envidia y su patente falta de conocimientos profundos en el
arte militar.
Cuando llegué al poblado, adonde había ido en busca de víveres para nuestra
gente, que acababa de pasar una semana de privaciones inauditas, me encontré
con el bazar y las tiendas vacías, a causa de que las fuerzas de Halil habían pasado
por allí como un enjambre de langostas, o peor tal vez, destruyendo y regando por
el suelo cuanto no habían podido llevarse consigo.
Al siguiente día atravesamos una región sin agua, rodeada de colinas de
piedra calcárea, amarillenta, que me hicieron recordar los contrafuertes de los
Andes, al borde de las sabanas del Casanare. Y el once llegamos a las aldeas de
Ambar y de Gündesh, que Halil había mandado saquear e incendiar so pretexto
de que sus habitantes habían robado las armas a algunos de nuestros soldados.
Junto a la orilla del río noté los cadáveres bamboleantes de media docena de
kurdos ahorcados. Mientras que un poco más adelante tropezamos con unos
veinte armenios, a quienes nuestra gente había encontrado ocultos en las monta-
ñas, y que trataban de hacerse pasar por nestorianos. Pero vanos resultaron sus

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

esfuerzos. La retaguardia se hizo cargo de ellos, y cuando nos hallábamos nueva-


mente en marcha, me reveló el estruendo de varias descargas a dónde habían ido
a parar los veinte armenios.
Esa noche la pasé muy mal a causa de las pulgas y un fuerte ataque de disen-
tería, que temía fuera a degenerar en tifus.
En aquellos contornos cundían también las garrapatas y legiones de tábanos,
que no dejaban descansar a nuestras pobres bestias.
De las nieves del Cáucaso habíamos descendido súbitamente a las regiones
semitropicales del Dyesiret y de la Alta Mesopotamia.
El 12 atravesamos por fin el Bothan-Su, tributario del Tigris, por el puente
Saman-Kóprü, que los cosacos trataron de disputarnos al principio, y entramos de
pleno en la provincia de Bitlis.
Ese día, se separaron nuestros caminos. Halil prosiguió la marcha con sus
fuerzas en dirección al Norte, para ir a organizar con la ayuda de Dyevded las
matanzas de Sairt, Bitlis, Mush y Sasoún, al paso que Kiasim Bey recibía la orden
de dirigirse a Kara-Hisar para comenzar la reconquista de la provincia de Van, que
Halil acababa de perder por medio de sus desaciertos.
Disgustado al fin por tantas y tan injustificables matanzas de cristianos,
cometidas si no a instancias directas, al menos sí con el beneplácito del General en
Jefe de nuestro ejército expedicionario, el (entonces ya) coronel Halil Bey, pedí mi
baja como Jefe de Estado Mayor interino de la División de Gendarmería de Van.
Y aprovechando una noche oscura entré en la ciudad de Bitlis, disfrazado de gen-
darme, para ver lo que se habían hecho las Hermanas Schwester Martha y Miss
McLaren.
Desgraciadamente no pude dar con ellas, y antes del amanecer tuve que reti-
rarme para ir a recoger mi pequeña escolta, que había dejado en un villorrio sali-
nero llamado Varkan, y donde me sorprendió el alcalde durante la cena con la
última noticia llegada de Constantinopla, a saber, que “el Emperador de Alemania
se había convertido al Islamismo”.
En el camino de Sairt me alcanzaron algunos oficiales del batallón de volun-
tarios de Bash-Kaleh, quienes con aire satisfecho me explicaron cómo y de qué
manera las autoridades de Bitlis lo tenían ya todo preparado, esperando tan sólo
la orden final de Halil Bey para dar comienzo a una de las matanzas más cobardes
que registra la historia de la Armenia contemporánea.
Y cediendo a ese impulso de compañerismo con que los turcos me han tra-
tado casi siempre, en razón tal vez a que había aprendido su idioma, hasta me
aconsejaban que apresurase la marcha si deseaba llegar a tiempo para presenciar la
gran matanza de Sairt, que debía de haber comenzado ya a aquellas horas bajo la
dirección del Gobernador General de la provincia, Dyevded Bey.

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Capítulo IX

Todavía antes de mediodía del 18 de junio llegamos frente a Sairt, que con
sus casas blancas y estrechas hacia lo alto revelaban su origen babilónico.
Seis alminares, de los cuales uno era inclinado, se perfilaban como agujas de
alabastros en el turquino cielo de Mesopotamia.
Rebaños de ganados y negros búfalos pacían tranquilos en la llanura circun-
vecina, mientras un grupo de lanudos dromedarios soñoleaba en torno de una
fuente solitaria.
El sentimiento de calma momentánea que había evocado en mi mente ator-
mentada aquel ameno cuadro, fue, sin embargo, bruscamente interrumpido por
el espectáculo atroz que ofrecía cierta colina al lado del camino, coronada de
millares de cadáveres medio desnudos y ensangrentados, amontonados unos sobre
otros, o entrelazados en el postrer abrazo de la muerte.
Padres, hermanos, hijos y nietos yacían allí conforme habían caído bajo balas
y los yataganes de sus asesinos.
De más de un montón de aquellos sobresalían las extremidades temblorosas
de los agonizantes.
De más de una garganta abierta de una cuchillada se escapaba la vida en
medio de bocanadas de tibia sangre.
Bandadas de cuervos picoteaban por doquiera los ojos de los muertos y de los
agonizantes, que en sus miradas rígidas parecían reflejar aún todos los horrores de
una agonía indecible, en tanto que los perros carroñeros clavaban sus afiladas den-
taduras en las entrañas de seres que palpitaban todavía bajo el impulso de la vida.
Aterrado ante tan horrendo cuadro, y, pasando a saltos por encima de los
montones de cadáveres que obstruían el paso a nuestras bestias, entramos por fin
en Sairt, donde la policía y el populacho se hallaban todavía saqueando las casas
de los cristianos.
En el Serrallo me encontré con varios subgobernadores de la provincia, reu-
nidos en Consejo bajo la presidencia del jefe de la gendarmería local, el capitán
Nasim Effendi, que había dirigido la matanza en persona.
Por sus conversaciones comprendí en el acto que ésta había sido dispuesta el
día antes por Dyevded Bey, y que éste había salido aquella madrugada con rumbo
a Bitlis para dar comienzo a aquella otra carnicería de que me habían hablado ya
en el camino los oficiales del Bash-Kaleh-Tabur.
Uno de dichos subgobernadores, con quien yo mantenía muy buena amis-
tad, hasta me previno, bajo toda reserva, que Halil había decretado mi muerte
para impedir que fuera a revelar más tarde en Constantinopla o en el extranjero lo
ocurrido, pues, según decía él (esto es, Halil) había sido yo el único cristiano y tes-
tigo ocular en aquel ejército que había visto cosas que no debería haber presen-
ciado jamás un cristiano.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

Entretanto me había alojado en una hermosa casa de nestorianos,


saqueada como todas. Del mobiliario no quedaban sino algunas sillas rotas.
Manchas de sangre cubrían el suelo y las paredes. En un rincón olvidado
encontré un diccionario inglés junto con una pequeña imagen de la Virgen
María, escondidos allí probablemente a toda prisa por alguna criatura.
Después de un breve descanso, bajé al casino militar, donde me esperaba
ya un grupo de oficiales que habían servido a mis órdenes durante el sitio de
Van. Y en medio de ellos, pude observar entonces con toda calma el espectá-
culo feroz que ofrecía la población de Sairt en aquellos momentos.
Entre los cuadros poco edificantes que tuve que presenciar con la sonrisa
en los labios figuraba una procesión, encabezada por un piquete de gendarmes,
que conducían en medio a un venerable anciano. Su negra túnica y birrete
morado revelaban claramente su categoría de obispo nestoriano. De una herida
en la frente le brotaban gotas de sangre, que al deslizarse por sus pálidas meji-
llas parecían convertirse en rojas lágrimas del martirio. Y al pasar junto a nos-
otros se me quedó mirando, como adivinando que yo también era cristiano,
pero siguió adelante, en dirección de la colina aquella donde, al llegar, se paró
con los brazos cruzados en medio de su rebaño, que le había precedido ya en el
camino de la muerte, y cayó hecho trizas bajo el hierro de sus asesinos.
Al rato bajó oro gentío, arrastrando tras sí varios cadáveres de niños y de
ancianos, cuyas cabezas iban dando bandazos sobre el empedrado, al paso que
los transeúntes los acompañaban de esputos y de maldiciones.
Y así, sucesivamente, se fueron desarrollando ante mis ojos escenas a cual
más triste y cual más sangrienta, hasta que, cansado por fin de presenciar tanta
miseria, me fui a mi casa, resuelto a ya no seguir sirviendo bajo las banderas de
Halil Pachá, que permitía tamaños crímenes de lesa humanidad.
En esto se hizo noche y la plateada luna se levantó con pausa por encima
de las palmeras y distantes mezquitas, que a imagen de castillos encantados
miraban con ceño majestuoso los azules misterios del espacio, mientras del
fondo de la oscura lobreguez sonaban de vez en cuando, cual plañidos de
muerte, el débil eco de un toque de clarines o el misterioso lamento de una
hiena.
Y cuando alto por el cielo andaba el sol, me hallaba ya muy lejos de la
ciudad de Sairt... atravesando las tierras de Kashanah, sin que nadie se hubiese
dado cuenta siquiera de la dirección que había tomado.
A mediodía pasamos un río bastante caudaloso con ayuda de algunos
kurdos, quienes, después de conducirnos hasta la orilla opuesta, intentaron
asaltarnos a traición. Pero nosotros íbamos prevenidos, de suerte que a la pri-
mera descarga los dejamos a casi todos tendidos en la arena.

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Capítulo IX

En esos tiempos no valía gran cosa una vida humana en aquellos parajes.
¡Desgraciado del que ostentare dientes de oro! Los kurdos hubieran sido capaces
de seguirle durante días enteros para arrancárselos después de haberlo acuchillado.
Poco antes del anochecer arribamos a un caserío de nombre Socáida, en que resi-
día el sordo-mudo jeque Mohamed-Tchekif, hermano del poderoso sheik Mohamed
Effendi, que poseía setenta aldeas en la llanura circunvecina, y después de combatir al
lado nuestro en Van, se había pasado al enemigo por motivos de interés personal.
Al principio se negaron los kurdos a recibirme, so pretexto de hallarse ausente
Mohamed Effendi, mas en realidad para obligarme a seguir la marcha y asesinarme en
despoblado durante la noche junto con mi pequeña escolta de siete gendarmes.
El brillo de una pistola máuser, aplicada con cierto disimulo a la boca del
estómago del sordomudo jeque, unido al hecho de que algunos de ellos me cono-
cían ya de vista o de nombre desde Van, bastaron afortunadamente para hacer
cambiar de parecer a Mohamed-Tchefik, quien en el acto me brindó hasta su
propia casa. Pero conociendo como yo conocía a los kurdos y su carácter traidor,
excuséme de aceptar su oferta, limitándome a tomar posesión de un edificio ais-
lado, desde cuyo tejado se dominaban las azoteas de las casas circunvecinas.
En el entresuelo coloqué las bestias bajo la custodia de tres gendarmes, al paso
que en el piso alto me instalé yo mismo con los otros cuatro, resuelto a vender la
vida lo más cara posible en caso de un asalto.
Después de la cena me puse a contemplar desde lo alto de mi pequeña forta-
leza el bello panorama que nos circundaba, sobre todo al Este, donde se perfilaban
en un fondo de nácar las sonrosadas cumbres del Monte Dyahudí, y hacia el
Tramonte, donde soñoleaba, como suspensa en el horizonte, la mole azul de las
montañas del Sasoún y el Monte Antok, en que los armenios del Alto Tigris
habían resistido victoriosamente, en 1896, a las huestes turco-kurdas de Alí Pachá,
y donde cinco semanas después de aquella tarde habían de perecer casi todos los
cristianos sobrevivientes de la provincia de Bitlis bajo las cimitarras de los kurdos
y las balas de los voluntarios del sanguinario Dyevded Bey, quien mataba, no
acaso por amor al arte únicamente, sino porque se hallaba firmemente convencido
de que con ello prestaba un servicio a su patria y sobre todo a su religión, seme-
jante a los Cruzados, quienes en 1099 y a las órdenes de Godofredo de Bouillón
pasaron a cuchillo toda la población hebrea y mahometana de Jerusalén, consis-
tente en ochenta mil almas.
Aquellas cintas de montañas azules y vastas llanuras azafranadas, que nos
rodeaban en todas direcciones igual a un tapiz de tonos primorosos, parecían
hablarme con cada ruina y hasta con cada piedra de ejércitos brillantes y de
tonantes cargas de caballería neopersa, que hacían temblar de espanto las águi-
las romanas.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

Como los kurdos y demás indígenas de Mesopotamia suelen dormir en las


azoteas durante la época de los calores, me llamó la atención que aquella tarde
nadie subiese a ellas, excepto algunos varones, para recitar sus oraciones vesperti-
nas y espiar de paso lo que nos hallábamos haciendo. Su extraño modo de proce-
der acabó por convencerme de que algo se hallaban tramando. Y para que no nos
fueran a tomar desprevenidos, adopté las precauciones del caso y me puse a espe-
rar los acontecimientos.
Pasada ya la media noche, oí un ruido extraño sobre una de las casas vecinas,
seguido de un silbido apenas perceptible. Comprendiendo que no podía ser sino una
señal convenida, disparé un tiro al aire a fin de alertar a mi gente en el entresuelo.
Aquel disparo aislado parece que había sido el santo y seña de los kurdos,
quienes en el acto abrieron contra nosotros un fuego nutridísimo, que no cesó
hasta el amanecer.
Entretanto, atraídos sin duda por el ruido del combate, se nos había ido acer-
cando una docena o dos de desertores turcos, los cuales habían permanecido ocul-
tos hasta entonces en las montañas circunvecinas, y que, al ver aquel enjambre de
kurdos lanzando gritos y aprestándose para el asalto, en vez de abrirse paso hacia
nosotros, se asustaron y emprendieron la fuga precipitadamente hacia los cerros,
perseguidos de cerca por los kurdos, que no tardaron, por supuesto, en darles
alcance y en matarlos.
Aprovechando tan inesperada distracción, y a pesar de que cuatro de entre
nosotros se hallaban heridos, montamos a caballo, y abriéndonos paso a macheta-
zos y pistoletazos por entre aquel gentío, nos alejamos a todo galope, mas no sin
haber incendiado primero el edificio en que habíamos pernoctado y disparado en
señal de despedida, un par de descargas contra las ventanas de la casa en que se
hallaban atrincherados Mohamed-Tchefik y algunos de sus jefes.
La mañana no podía ser más bella y llenaba de alegría hasta a las mismas bes-
tias, que no cesaban de relinchar.
La única nota disonante en tan hermoso cuadro de luz y vida eran las hume-
antes ruinas de las que días antes habían sido aldeas cristianas y el olor ofensivo a
carroña que despedían.
Entretanto se habían rehecho los kurdos de su sorpresa, y, montados en
soberbios corceles, pusiéronse a perseguirnos, aun cuando a cierta distancia.
Pero la lección que acabábamos de darles y la proximidad de la kasaba de Sok
parece que los hizo entrar por fin en razón, puesto que volviendo grupas desapa-
recieron en medio de una nube de polvo.
El kaimakán de dicha kasaba era un búlgaro renegado, antiguo amigo mío,
que me recibió con los brazos abiertos y al punto me comunicó que acababa de
recibir un telegrama urgente de Dyevded Bey, preguntando si yo había pasado
por allí.

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Capítulo IX

¡Cuál no sería la impresión que me causaría aquella nueva!


Sin embargo, conociendo como conocía yo su índole caballeresca, le mani-
festé desde luego, con entera franqueza, lo que me pasaba, y aquel hombre tuvo la
generosidad de contestar a Dyevded negativamente.
Este mismo día, en tanto me hallaba almorzando, alcancé a divisar a través de
los cristales de la Sub-Gobernación una caravana de varios centenares de niños y
mujeres cristianos descansando en la plazoleta del mercado.
Sus mejillas hundidas y ojos cavernosos llevaban ya impreso el sello de la muerte.
Entre las mujeres, casi todas jóvenes, no faltaban algunas madres, cargando
niños o más bien esqueletos de niños entre sus brazos.
Una de ellas estaba loca. Hallábase arrullando el cadáver medio putrefacto de
una criatura recién nacida.
Otra veíase tumbada en el suelo, inmóvil, muerta. Dos huerfanitos, que la
creían dormida, trataban de despertarla, sollozando.
Y junto a ésta, expiraba en un charco escarlata otra, bella y muy joven. Había
sido víctima de un soldado de su escolta.
Los ojos aterciopelados de la agonizante, que parecía haber pertenecido a la
clase culta, reflejaban un dolor inmenso, indescriptible. Y al abrirme yo paso a
latigazos por entre los gendarmes kurdos que la rodeaban, para ofrecerle un vaso
de agua, apenas pudo besarme la mano, y expiró.
Cuando sonó la hora de partida, se fueron levantando unos tras de otros
aquellos esqueletos harapientos, inmundos, y formando un conjunto de miseria
que clamaba al cielo, se fueron alejando a paso lento, custodiados por un grupo de
barbudos gendarmes y seguidos de cerca por un enjambre de kurdos y rufianes a
quienes la escolta trataba de ahuyentar, arrojándoles piedras, mas en vano, pues no
se dejaban arredrar por tan poca cosa, sino seguían aleteando en torno de sus futu-
ras víctimas, cual bandadas de buitres carroñeros, lanzando maldiciones y blan-
diendo sus armas en las caras de aquellos infelices, cuyo único pecado político
consistía en haber sido cristianos.
El secretario de la Gobernación, a quien yo conocía también de antes, con-
fióme en secreto que ya varias caravanas por el estilo habían marchado en el curso
de la semana con dirección a Sinán, pero que ninguna había llegado a su destino.
Y al preguntarme yo el porqué, contestome con aire resignado: “pues porque Alah
es grande y misericordioso”.

Tras un descanso de veinticuatro horas reanudamos la marcha.


El sol de Mesopotamia brillaba intensamente sobre un océano de espigas de
oro, mientras en lontananza centellaban las argentinas aguas del Batman-Su, tri-
butario del Tigris, que pasamos al mediodía en una balsa movida al remo. Y a eso
de la una, nos dimos la mano con un escuadrón de lanceros, formando la vanguar-

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

dia de la 36ª División, a las órdenes del coronel de Estado Mayor, Siagh Bey,
quien, además de antiguo catedrático de la Academia Militar en Constantinopla
era un hombre de un carácter encantador y que hablaba el alemán a la perfección.
A pesar de ello y no obstante haber sido en un tiempo profesor de Halil Bey,
fue dicho coronel semanas después destituido de su mando y degradado por Halil,
sin más motivo aparente que porque le hacía sombra.
Esa noche la pasé en Sinán, cuyo mughtar, o alcalde, era un mozo árabe de
cabellos encendidos, que me fue muy antipático desde un principio porque era
demasiado inquisitivo, como casi todos los árabes de baja ralea. Hablando de las
matanzas, por ejemplo, quiso conocer mi opinión, que yo me excusé de expresar,
por supuesto, so pretexto de que eran asuntos que a mí, como Militar, en nada me
concernían.
El, no obstante, ordenó a su secretario, en voz baja (como para que yo no lo
oyera) que telegrafiase en el acto al Ministerio de la Guerra en Constantinopla,
anunciando que me hallaba allí y lo sabía todo (hepsi belir).
¡Cómo me sentiría yo al oír aquello!
Sin embargo, me hice el desentendido, y al despedirme le dije como distraída-
mente, que pensaba madrugar para seguir mi viaje a Musul por la vía de Redván y
el puente de “ácrabi”, o de los escorpiones, en las cercanías de Dyesiret-Ibn-Omar.
Así lo hice, efectivamente, sólo que a las pocas horas de camino contramarché, y,
tomando nuevamente rumbo a Poniente, llegué temprano a Bismil, donde pernocté.
El alcalde de dicho lugar era circasiano y hombre muy discreto, que me hos-
pedó en su casa, y, al despedirse de mí, a la mañana siguiente, me advirtió con
sonrisa bonachona que “lo sabía todo, pero que descuidara”. Y me fui descuidado,
puesto que había sido su huésped, y para un circasiano el huésped es sagrado.
Aquel día, o sea el 25 de junio, fue también la fecha en que Dyevded Bey hizo
ahorcar a Kakighián Effendi juntamente con doscientos armenios más de nota en
Bitlis, después de haberles arrancado, a guisa de empréstito forzoso, la suma de
cinco mil libras oro, que luego se repartieron entre él y Halil. Y no satisfecho aún
con semejante crimen, mandó conducir a todos los armenios varones de dicha
ciudad, en grupos de cincuenta, hasta un lugar solitario en las vecinas montañas,
donde los hizo asesinar y sepultar en fosas excavadas por ellos mismos. Los únicos
a quienes dejó con vida fueron una docena o dos de artesanos, porque le hacían
falta en los talleres militares.
Las mujeres jóvenes fueron repartidas entre la canalla, al paso que las ancia-
nas, deportadas junto con los niños menores de doce años.
De ese modo perecieron en un solo día cerca de quince mil armenios en la
ciudad de Bitlis y sus alrededores.
Hablando de esa matanza decía en su carta del 23 de junio (1915) cierta
señorita extranjera, residente en Bitlis, entre otras cosas lo siguiente: “Después del

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Capítulo IX

encarcelamiento de los armenios, comenzaron los turcos a deportar las mujeres. Al


ver aquello, fui donde el Gobernador para suplicarle, se compadeciese de ellas.
Pero me contestó que no podía, aunque quisiera alterar dicha orden, por habér-
sela trasmitido el mismo Halil Bey”, y añade que al dirigirse a Halil, éste ni
siquiera contestó a su carta.
Tengo motivos fundados para suponer que aquella señora fue la Schwester
Martha, de quien he hablado ya en capítulos anteriores.
Los pocos armenios que lograron escapar a la matanza de Bitlis, fueron a
refugiarse entre sus connacionales en el distrito de Mush, y en parte también entre
los refugiados de Slivan y de Bisherik, que al verse acosados por los kurdos de
Belek, Békran y de Shego, se fueron retirando paso a paso hacia la sierra fragosa y
bravía del Sasoún y del Monte Antok, que avanza como la primera atalaya del sis-
tema montañoso del Antetáuro sobre las tostadas llanuras de Diarbekir.
Aquellos refugiados, de ojos al par tristes y fieros, cuyo número podía ascen-
der a unos treinta mil entre hombres, niños y mujeres, fuéronse batiendo en reti-
rada, hasta que, acosados sobre las crestas de plata de los volcanes y los picachos
que coronan aquella oscura y pujante serranía, acabaron por arrojarse, con la
espalda vuelta hacia el vacío, al fondo de los precipicios, para no caer en manos de
los kurdos y los voluntarios del gobernador Dyevded Bey, quien, a causa de su
patriotismo, fanatismo o instintos sanguinarios, llámese como se quiera, había
acabado por convertirse en el ángel exterminador de los armenios en las provin-
cias orientales y en dócil instrumento de Halil Bey, que le manejaba a su antojo
para vengarse de los cristianos, por la ayuda moral y material que éstos habían
prestado a los rusos durante la batalla de Dilman y la conquista subsecuente de la
provincia de Van.
Después del exterminio de los armenios, caldeos, sirios-católicos y nestorianos de
la ciudad de Bitlis, fuése Dyevded, acompañado del entonces ya teniente coronel
Kiasim Bey (según me lo contó más tarde el mismo Dyevded) al valle de Mush, a fin
de castigar a los rebeldes de ese distrito y a los de las montañas del Sasoún.
(Tal era el modo como los turcos solían expresarse cuando hablaban de sus
carnicerías...)
Una vez incomunicadas Mush y sus dependencias del distrito de Sasoún por
medio de fuertes cordones de gendarmería y ashiretes kurdos, levantó Dyevded
Bey un empréstito forzoso, como de costumbre, al cual siguieron toda clase de atrope-
llos y crímenes que tuvieron por consecuencia el exterminio de gran parte de la pobla-
ción armenia de dicho vilayato, al igual que una sublevación general entre los
moradores de las ochenta o cien aldeas cristianas en el valle de Mush, y hasta en la
ciudad misma, donde los armenios cometieron el error estratégico de siempre, atrin-
cherándose en los edificios principales y en las iglesias, que la artillería otomana no tar-
daba, como era natural, en reducir a escombros.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

De esa manera perecieron en Mush y sus contornos cerca de cincuenta mil arme-
nios en menos de quince días.
En algunas de las aldeas circundantes, como Aledchán, Magrakóm y Késkeg, se
cometieron crímenes horrendos. Parte de las mujeres y niños fueron acorralados y que-
mados vivos, mientras los restantes encontraron la muerte entre las ondas del Eufrates.
Durante esa época comenzaron, so pretexto de “armas escondidas”, las deporta-
ciones en masa y las matanzas en las ciudades de Mardin, Diarbekir, Mesireh, Karput
etc., que acabaron con casi toda la población cristiana y por consiguiente con la mayor
parte del comercio e industrias más florecientes en las provincias de Mamouret-El-Asis
y Diarbekir.
Después de las matanzas de Diarbekir, pasó la ola de sangre y persecución a la
provincia de Adana y el norte de Siria (Zeitún, Urfa, Marrash, etc.) se hallaban ya
llenas de deportados procedentes del centro y norte de Anatolia, excepto Smirna y
Constantinopla, donde las deportaciones fueron suspendidas a instancias de Austria y
Alemania.
Las provincias de Van y Bitlis, Diarbekir y en parte la de Mamouret-El-Asis,
fueron las únicas en que se celebraron matanzas en el verdadero sentido de la pala-
bra. En los restantes vilayatos del imperio se cristalizó la persecución en forma de
deportaciones en masa, que dieron casi el mismo resultado, pues de las innumera-
bles caravanas de millares y docenas de millares de deportados que salían de las
regiones costañeras del Mar Negro y del centro y oeste de Anatolia, con rumbo a
los desiertos de Siria y Mesopotamia, tres cuartas partes, y en ocasiones quizás el
90 o 95% de sus tripulaciones, solían sucumbir en el camino a causa del tifus y de
las privaciones.
Los que no perecían de hambre, caían a la larga víctimas de los bandoleros
kurdos y circasianos, y no pocas veces hasta de sus propias escoltas de gendarmes,
quienes, cansados al fin de bregar con aquellos infelices, se deshacían de ellos a
culatazos, o los obligaban, a fuerza de balazos, a atravesar a nado ríos caudalosos,
en que dichas caravanas de esqueletos ambulantes se sumergían para no volver a
reaparecer ya nunca más.
Yo he visto en las márgenes del Eufrates los cuerpos carcomidos de decenas y
quizás hasta centenares de niños y mujeres armenios sirviendo de pasto a los bui-
tres y chacales.
La presencia de dichos cadáveres no dejó de sorprenderme grandemente,
pues las autoridades civiles otomanas solían borrar las huellas de sus crímenes, por
regla general con mucho cuidado, para que el revoloteo de los cuervos y el vaivén
de los perros carroñeros no fuera a revelar a los viandantes el sitio do había estado
cebándose la hiena con la Media Luna estrellada sobre la frente.
No cabe duda de que las matanzas y deportaciones obedecieron a un plan
muy bien trazado del partido retrógrado, encabezado por el Gran Visir Talaát

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Capítulo IX

Pachá y las autoridades civiles a su mando, para acabar primero con los armenios,
y luego con los griegos y demás cristianos, súbditos otomanos, en el Imperio.
Prueba de ello nos la ofrecen las matanzas de Sairet, Dyesiret y los disritos en
su rededor, durante las cuales perecieron no menos de doscientos mil cristianos
nestorianos, sirio-católicos, jacobitas etc., que nada tenían que ver con los arme-
nios, y habían sido siempre fieles súbditos del Sultán. Lo mismo que la deporta-
ción de los armenios de Angora, quienes eran casi todos católicosromanos y
prefirieron la muerte antes que apostatar, volviéndose musulmanes, como lo hizo
la mayor parte de los armenios gregorianos, a quienes los turcos habían dejado la
misma alternativa.
Y para ilustrar la criminal indiferencia conque las autoridades civiles otoma-
nas contemplaban el martirio y el suplicio del millón y medio de cristianos que
pereció durante dichas matanzas, creo que basta recordar la siguiente frase que
profirió el Gran Visir Talaát Pachá durante cierta entrevista suya con el ministro
americano, Mr. Morgenthau...
«¿Las matanzas? — ¡qué va! — ¡Aquello sólo me divierte!»

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Capítulo X
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De Bismil en adelante ya no encontramos montañas que subir ni que bajar.


En torno nuestro se extendía un paisaje parecido al de las llanuras de Dakota.
Las siembras de cereales formaban horizonte en todas direcciones.
Parduscas nubes de langostas recorrían el cielo, presagiando un año de
hambre y pestilencias, al paso que los pozos y las cisternas hallábanse repletos de
sus cadáveres putrefactos, que infectaban sus aguas al extremo de que hasta las
mismas bestias se negaban a beberlas.
Esto, unido a otras observaciones que pude hacer durante los cuatro años que
permanecí en Turquía, me induce a suponer que las epidemias de cólera morbo, tan
frecuentes en el Cercano Oriente, tienen su origen en el consumo de aguas infectadas
por los cadáveres de dichos insectos.
Angustiado por una fiebre de cuarenta grados y un ataque disentérico, que pare-
cía empeorar a medida que los días iban pasando, iba yo siguiendo la marcha, asido a
la cabecera de la silla, para no caerme; cuando mi bestia se paró de pronto, al levantar
los ojos, vi a mis pies extendido un hermoso valle, cubierto de praderas y floridos
campos, engarzados cual sartas de gemas, en tanto que en lo alto, sobre una meseta de
la orilla opuesta, que caía casi a pico al fondo de la llanura, se perfilaba en un cielo de
lapislázuli, a imagen de la corona de la muerte, la mole oscura de una muralla alme-
nada y construida de bloques de basalto negro.
Era Diarbekir, la de los árabes, y Kara-Amid, o la “Negra Amid”, de los otoma-
nos, capital de la provincia de su nombre y límite de la navegación del Tigris.
Sobre la erizada crestería de sus murallas erguíanse, entremezclados con cúpulas
sombrías, una docena o más de airosos alminares redondos, octógonos y hasta cuadra-
dos (a guisa de campanarios), mientras que al sur flameaban bajo la luz del sol las
níveas cumbres del Monte Karadchá, como otros tantos discos de plata bruñida.
Y a medida que el camino iba girando y serpenteando en elegante curvatura
hacia la cuenca del valle, iba esparciendo insensiblemente la mirada hasta que nos
detuvo un puente de diez a doce arcos, de origen romano, que pasamos, y, atrave-
sando vergeles y jardines, a cual más floreciente y hermoso entramos, ya oscure-
ciendo, en la antiquísima Zofene, o Diarbekir, por la puerta llamada “de
Mardin”, que flanqueaba un codo de la muralla, cuyas enormes brechas y trone-
ras permitían entrever ya algunas estrellas brillando sobre el firmamento.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

Más de una vez se me espantó la bestia ante el fétido olor a mortecino o las
fosforescentes miradas de los perros carroñeros, que vagaban como ánimas en
pena por los sombríos umbrales de las moradas armenias, o acaso ante alguna ven-
tana o puerta medio destruida, que chirriaba y se mecía como un fantasma bajo la
acción continua de la brisa.
La fama del gobernador Reshid Bey, que era quien había ideado y organizado
aquella hecatombe, siguió en adelante figurando casi a la misma altura que la de
Dyevded. La única diferencia entre ambos era que éste, aunque pantera y todo, no
por eso dejaba de ser un militar valiente y generoso hasta cierto grado, al paso que
Reshid no era sino una hiena, que mataba sin exponer su propia vida.
Aquella noche la pasé alojado en la Comandancia de Armas, en calidad de
huésped de Mehmed-Asim Bey, jefe de las fuerzas de gendarmería estacionadas en
dicha plaza y ejecutor de las matanzas que acababan de verificarse en Diaerbekir.
Cortés y culto como todos los efendis, me colmó dicho señor, desde un prin-
cipio, de atenciones, y hasta me ofreció dos fotografías, en las cuales figuraban él
y sus secuaces alineados tras un montón de armas, que Mehmed-Asim Bey preten-
día haber encontrado ocultas en las casas y hasta en las iglesias de los armenios.
Empero, al uno contemplar de cerca dichas fotografías, salta a la vista que el
parque en ellas representado se compone casi totalmente de escopetas de caza
hábilmente disimuladas por una débil cortina de armas de precisión, motivo por
el cual mucho me temo que todo ese conjunto aparatoso de elementos de guerra
no vaya a haber sido obra del mismo Mehmed-Asim Bey para tratar de despistar
e impresionar al público. No obstante, me pareció interesante el relato que me
hizo dicho comandante a fin de convencerme de que los rusos habían repartido ya
mucho antes de la guerra entre los armenios, caldeos y nestorianos de las provin-
cias de Van y Bitlis, Diarbekir y Urfa, cantidades considerables de armas y pertre-
chos, para que se fueran sublevando a medida que sus ejércitos iban avanzando en
dirección del Golfo de Aljandreta.
De haber sido ese el plan de los rusos, no era malo, a decir verdad. Pero falta
saber si todo aquello era efectivamente así, o sólo una visión dantesca de la
Sublime Puerta, que habituada a su propio régimen de sombras y de sangre, figu-
rábase que todo el mundo se hallaba procediendo de la misma manera, y sobre
todo los armenios, quienes merced a su actividad y su talento, habían acabado por
convertirse en una verdadera amenaza para los jóvenes turcos, los cuales, a pesar
de toda su buena voluntad no podían mantener el paso con ellos, especialmente
en lo tocante al adelanto material, como v. gr., las industrias.
No es de dudar que algunos, y quizás hasta bastantes de los armenios poseían
armas de fuego, pero ¿quién no las tenía en aquellas comarcas, donde cada cual
debía velar por su propia existencia y sobre todo cuando los jóvenes turcos los
habían autorizado para adquirirlas?

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Capítulo X

Después de la declaración del “huriet”, o la Constitución, en 1908, se formaron


con el consentimiento de la Sublime Puerta, o sea del Ministerio de Estado, diversos
comités nacionalistas armenios que vendían públicamente armas y pertrechos a todos
aquellos entre los suyos que podían pagarlos.
Además, no era solamente en las provincias de Van y Bitlis y en la de Diarbekir
donde la población armenia se hallaba en posesión de armas de fuego, sino en casi todo
el Imperio, comenzando por Constantinopla.
Las sospechas del Gobierno turco respecto a los armenios residentes en los vilaya-
tos de Mamouret-El-Asis, Diarbekir y Urfa no tenían por consiguiente mayor razón
de ser, o al menos no eran lo suficientemente justificadas para mandar exterminar en
dichas provincias a docenas de millares y quizás hasta centenares de miles de niños y
mujeres por el solo hecho de que eran cristianos.

A la mañana siguiente me entregaron una tarjeta de Mehmed-Asim Bey, en la


cual éste se excusaba por haber tenido que ausentarse en la noche sin haber podido des-
pedirse de mí. Y durante el desayuno supe por uno de sus asistentes que con él habían
partido casi todo el regimiento a sus órdenes, a fin de ir a celebrar otra matanza Dios
sabe dónde.
No teniendo mayor cosa que hacer durante un par de horas, monté a caballo para
ir a echar un vistazo a los monumentos históricos y las ruinas de Diarbekir, que habían
servido ya de baluarte a los reyes de Asiria y babilónicos contra las irrupciones de los
escitas y demás pueblos bárbaros del Norte.
Enclavada entre desiertos de basalto y la esmeraldina vega de Zofena, que
surca un sistema de canales a imagen de una malla de plata, se halla la ciudad de
Kara-Amid rodeada de una muralla ciclópea, de 14 pies de ancho por 30, 40 o 50
de alto, que coronan a su vez setenta torres adornadas de elegantes inscripciones
en caracteres cúficos (sencillos y floridos) y detalles decorativos de diversos órde-
nes y suma belleza.
Este famoso sistema de circunvalación, de tres a cuatro millas de circunferencia,
que recorren por el lado de dentro numerosas y espaciosas galerías apóyase sobre un
castillo parcialmente en ruinas, llamado Itch-Kaleh, y yergue sus vetustas atalayas sobre
el fondo del valle desde una altura de cuarenta metros.
Fuera de un convento nestoriano, recostado contra la faz interior de sus murallas
y que ostenta una doble cúpula octógona de mucho mérito, integran dicha ciudadela
el Palacio de Gobernación, un cuartel de magnas proporciones, media docena o más
de edificios públicos y una esbelta mezquita, que permite entrever por sus broncíneas
rejas sarcófagos dorados y adornados de flores, cuando contienen los restos de una
dama, y de turbantes coronados de codas, cuando en ellos descansan héroes.
Y como para aumentar su encanto, se deslizan por entre sus jardines, for-
mando saltos y rimando estrofas, las linfas sobrantes de un enorme acueducto

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

de origen romano, que ha venido surtiendo dicha villa desde hace ya cerca de
veinte siglos.
Diarbekir posee, además de sus trece caravanserallos y una docena o dos de
baños públicos, ocho o nueve iglesias, entre las cuales resaltan por diversas razo-
nes el citado convento nestoriano, la iglesia greco-ortodoxa de los melekitas, la
celebérrima iglesia jacobita de Santa María, y por fin otra cuyo nombre no
recuerdo y que encontré convertida en caballeriza. De esto me vine a cerciorar
al día siguiente, cuando fui a visitar mis cabalgaduras, que hallé atadas al altar
mayor y en compañía del ganado de varios escuadrones, ocupantes del resto de
dicho santuario.
De entre sus treinta o cuarenta mezquitas, adornadas a veces de detalles deco-
rativos trabajados en piedra primorosamente labrada y arcos sobrepuestos y ojiva-
les, sembrados de relucientes estalactitas, descuella por su belleza y originalidad la
justamente renombrada Ulu-Dyámisi, o mezquita mayor, que algunos historió-
grafos suponen construida con los restos de la famosa Iglesia de Santo Tomás
sobre las ruinas del Palacio de Tigranis.
Y a imagen de algunos santuarios cristianos de dicho distrito, transformados
por los moros en mezquitas, ostenta el Ulu-Dyámisi un minarete de tres o cuatro
pisos, cuadrado y dotado de aberturas a guisa de ventanas, que revelan a primera
vista su carácter de antiguo campanario. Su nave mayor, que tampoco se halla
orientada al Sur, como debería ser, tiende igualmente a demostrar su origen neta-
mente cristiano.
Sin embargo, para facilitar el culto a las diversas sectas musulmanas que se
creen con derecho a dicho santuario, hállase su tronco dividido en tres secciones
imaginarias: la de los hanafi, la de los chafii y la de los malaki.
Entre las características más salientes de este famoso templo figuran sus blan-
cas naves y bóvedas desnudas de casi todo adorno, formando vivo contraste con el
interior ricamente ornamentado de las demás mezquitas de dicha ciudad.
Igualmente, su fachada septentrional, que da sobre el haram, o patio, ostenta a
poca distancia del suelo una cinta de bloques de mármol o de piedra blanca; y a
los cuatro o cinco metros de altura otra, cubierta de inscripciones en caracteres
antiguos la de arriba, y en caracteres modernos la de abajo (u otro estrato más
abajo que ésta, y junto al portal de entrada), cuando deberia ser todo lo contrario,
pues ¿cómo se concibe que la parte superior de dicha fachada haya sido construida
antes que la de al ras del suelo?
Este fenómeno, por demás extraño, que llegué a observar también en las
torres de las murallas, cuya construcción se atribuye a algunos príncipes kurdos y
turcomanos por medio de altisonantes inscripciones (no obstante los escudos de
piedra con el águila biceps de la antigua Armenia, que lucen en su centro algunos
torreones), me ha hecho sospechar, no pocas veces, que arrancando estratos o hile-

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Capítulo X

ras horizontales de bloques de basalto y reemplazándolas con otras, de bloques de


mármol y del mismo tamaño, llevando inscripciones apócrifas, habrá sido proba-
blemente como algunos de los antiguos sultanes y señores musulmanes llegaron a
figurar ante la historia como fundadores de villas y castillos, cuando en realidad
no habían sido sino usurpadores de glorias ajenas.
Esta observación me la permito hacer en beneficio de todos aquellos que sin
haber estudiado la materia sobre el terreno, se lanzan a escribir tratados de histo-
ria y arqueología, basándose tan sólo en fotografías o en lo que otros dicen que
han visto u oído.
La parte más bella de dicha mezquita la constituye incuestionablemente su
amplio y enlosado patio, el cual ostenta en el centro una fuente en forma de
kiosko que se halla limitada hacia el Tramonte por un conjunto indefinible de
columnas monolíticas al parecer, y en parte sumergidas, que coronan capiteles
corintios; mientras que al Naciente, por una doble galería o doble arcatura de
columnas de bellas y severas líneas que corta la entrada principal de la mezquita;
y al Poniente, por otra galería de columnas sobrepuestas, de orden helénico, pero
cubiertas de un sistema de dibujos fantásticos y extravagantes, que deben de haber
equivalido hace dos mil años a lo que hoy vulgarmente llaman “cursi”, o sea
propio de ricos advenedizos, pues el rey Tigranis, de cuyo palacio formaba parte
dicho patio, no parece haber sido a juicio de los antiguos griegos sino una especie
de bárbaro que sin alcanzar a comprender la serena belleza del arte helénico, creía
que añadiéndole detalles y adornos a su gusto, podía tal vez perfeccionarlo.
En resumidas cuentas, esa célebre fachada occidental, que tanto ha dado que
pensar a los arqueólogos, no representa, a mi modo de ver, sino la visión fantás-
tica de una mente rústica, cristalizada y trazada por el cincel admirable de uno de
los numerosos artistas griegos que el rey Tigranes hizo traer junto con otros
300.000 prisioneros greco-romanos desde Capadocia, a fin de que le construye-
ran entre sus varios palacios (en Tigranocerta y por doquiera) el de Diarbekir, del
cual apenas quedan ya aquellas galerías de un gusto dudoso y extravagante, aun
cuando bellísimas en lo tocante a la ejecución de sus detalles.
A causa del exterminio de los armenios, que constituían el núcleo de sus artesa-
nos y comerciantes, hallábanse en aquella época los bazares de Diarbekir casi desier-
tos, y sus ricas industrias de tafiletes, tapices, lanas y sedas, totalmente paralizadas.
Sólo los productos del campo, como por ejemplo el trigo, la cebada, el
tabaco, algodón y frutas (entre las cuales descollaban melones y sandías de propor-
ciones gigantescas) al igual que el carbón y el cobre de las mimas de Kömür-Hane
y Argana-Maden, seguían siendo los únicos artículos cuyo comercio continuaba
dando vida a aquella ciudad de 30.000 habitantes, que desde antes de la guerra ya
se componían en su inmensa mayoría de turcos, kurdos y turcomanos, o sea de
elementos netamente mahometanos.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

De las cuatro puertas que cortaban, o cortan, mejor dicho, sus murallas de
circunvalación, la más hermosa es la de Alepo, o “rum-kapu”, la cual, además de
un enorme portón de hierro, ostenta ricos dibujos y bellas inscripciones en diver-
sos caracteres e idiomas, entremezclados con nichos griegos y águilas romanas.
Gracias a su carácter de estación terminal, o límite de la navegación del
Tigris, ha venido figurando Diarbekir ya desde tiempo inmemorial como punto
céntrico de caravanas y lugar de trasbordo, desde el cual los mercaderes sirios y
anatolios siguen expidiendo sus mercancías con destino a Bagdad en balsas cons-
truidas sobre odres de piel de búfalo o carnero, henchidas de aire.
Tal es, en pocas palabras, la descripción de Diarbekir, o Kara-Amid, que gra-
cias a su innegable importancia comercial, figura entre las ciudades más importan-
tes del Imperio Otomano, y como su centinela más avanzado sobre las desiertas
llanuras del Dyesiret, o Mesopotamia Septentrional.

Después del almuerzo, fui a hacer una visita al Vali, o Gobernador General de la
provincia, Reshid Bey, hombre de unos cincuenta años, de modales distinguidos, edu-
cado en París, y perteneciente a una muy aristocrática familia de Estambul.
Al preguntarle con disimulo si el Ministro de la Guerra le había comunicado
ya mi visita, me contestó que no. Y al insinuar yo que pensaba hacerme examinar
por cierto médico norteamericano, que había oído decir se hallaba viviendo en
Diarbekir, me informó que se había marchado ya, y agregó, no sin alguna amar-
gura, que en esos días había tenido que expulsar de su provincia a casi todos los
misioneros americanos, por haberlos sorprendido sirviéndose de una clave, o
código secreto, para propagar noticias falsas sobre su gobierno en el extranjero.
Después, por medio de algunas observaciones prudentes, pero asaz explícitas,
me dio a comprender también que en lo tocante al exterminio de los armenios de
su vilayato no había hecho él sino obedecer órdenes superiores, de suerte que la
responsabilidad de las matanzas perpetradas allí no debía caer sobre él sino sobre
su jefe, el en aquella época Ministro del Interior, Talaát Bey (y un año más tarde
Gran Visir, Talaát Pachá), quien se las había ordenado por medio de un telegrama
circular, si mal no recuerdo, conteniendo apenas estas tres palabras: yak – vur –
oldur, que significan: “quema, derriba, mata”.
La autenticidad de esta terrible sentencia la vino a confirmar la prensa de
Constantinopla después del Armisticio por medio de la publicación de cierto
telegrama que la Comisión Otomana, investigadora de las matanzas y deporta-
ciones descubrió en la Secretaría del Comité de Unión y Progreso, y en el cual
el Gran Visir Talaát Pachá ordenaba al jefe local del citado Comité, en
Malatia, el exterminio de los cristianos de dicho vilayato por medio de las
siguientes, palabras textuales: “anéantissez, expulsez, etc... j´assume la responsabilité
morale et matérielle”.

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Capítulo X

El 27 de junio, al aclarar el día monté a caballo para alejarme de Diarbekir,


donde dos años y medio más tarde había de pasar un par de meses en calidad de
inspector de la caballería en el II Ejército.
Y cuando los goznes de la “Puerta de Alepo” comenzaron a rechinar por fin,
y vi sus alas de hierro abrirse de par en par para franquearme el paso, no dejé de
experimentar una viva satisfacción, pues ya hacía días que venía esperando mi
detención por orden del Ministerio de la Guerra, a causa del dichoso telegrama
aquél, del alcalde de Sinán, en que participaba a Constantinopla que me hallaba
al corriente de todo (lo concerniente a las matanzas, por supuesto).
Sin embargo, teniendo en cuenta el sistema tenebroso que suelen seguir las
autoridades otomanas cuando se trata de silenciar a alguno que sabe más de la
cuenta, no perdí de vista ni por un instante mi caballo de silla circasiano que iba
enjaezado trotando al lado de la carroza, para salvarme en él en un caso dado e ir
en busca de las cábilas del desierto, ya que de haber caído aquellos días en manos
de Halil y de Dyevded Beys, me hubieran hecho desaparecer “a la turca”, esto es,
sin dejar rastro siquiera, porque temían, y con sobrada razón, que yo fuera a reve-
lar más tarde lo que había visto y la parte de la responsabilidad que a ellos corres-
pondía en las matanzas y deportaciones.
La mañana era excesivamente hermosa. Y siguiendo por toda la carretera
militar de Urfa, pasamos, ya a cierta distancia de la villa, frente a una docena o dos
de quintas armenias saqueadas y en parte destruidas. Y un par de kilómetros más
allá, comenzamos a internarnos por el “gran desierto rocoso”, que se extiende
interminable, desde las inmediaciones de Diarbekir hasta los confines septentrio-
nales de Siria y del Dyesiret.
Si Kara-Amid y sus ciclópeos murallones hallábanse construidos de bloques
de basalto negro, que le daban ése su aspecto triste, casi lúgubre, no menos melan-
cólico era el aspecto de sus alrededores, cubiertos de tierras de labranza oscuras y
de peñascos de lava, que se confundían en lontananzas con las lápidas mortuorias
de sus derruidos y polvorientos camposantos.
La única nota simpática que llegué a notar en medio de aquel paisaje de tristeza
profunda, constituíanlo las violáceas y nevadas cumbres del Antetauro, que circuyen
el vasto y oscuro valle de Zofene como un collar inmenso de perlas y amatistas.
Y a medida que íbamos avanzando por la llanura, nos íbamos alejando más y
más del eje de dicha cordillera, cuyo núcleo central, formado de gneis, pizarras
cristalinas y granito, se apoya y cae casi verticalmente sobre ambas márgenes del
Eufrates, mientras sus mesetas y terrazas, en que alteran el pórfido dorítico con el
granito y rocas eruptivas, se inclinan y descienden, ya suave, ya abruptamente...
hasta que el cerro se convierte en pampa, y la ardiente y amarillenta pampa, o
estepa, en el inmenso desierto del Badiet-Es-Sham, cubierto de vaporoso halo, que
siempre a igual distancia parece que huye del caminante.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

Después de transcurridas varias horas, me fueron llamando la atención algu-


nos bultos negros, que lucían con mate brillo entre las rocas y los secos pajonales
del desierto. A fin de examinarlos, para saber de lo que se trataba, me les fui acer-
cando, paso a paso, hasta que de pronto se espantó mi bestia, y mordiendo el
freno se encabritó ante uno de dichos bultos, que resultaban ser nada menos que
los cadáveres hinchados y carcomidos de docenas y quizás hasta centenares de sol-
dados armenios, a quienes sus escoltas habían conducido aparte del camino y
pasado a cuchillo sin misericordia.
Sus vientres abultados y relucientes por la acción del sol, eran los que me habían
atraído y convencido de que las matanzas de Diarbekir no se habían limitado a la
población cristiana de dicha ciudad únicamente, sino que los armenios de toda la pro-
vincia habían sido víctimas de los más crueles suplicios y persecuciones.
Y a eso de las dos de la tarde, en tanto me hallaba tendido en el fondo de la
carroza, descansando un rato, me desperté al son de voces de alarma. Era un
piquete de gendarmes montados y de ashiretes kurdos, también de a caballo, quie-
nes nos habían interceptado el paso, arma en balanza.
Excuso decir con qué presteza no me lanzaría yo en la silla y, revólver en
mano, me fui a su encuentro, resuelto a despachar a unos cuantos de ellos antes de
internarme por los desiertos en busca de las cábilas rebeldes, pues conocía a los
turcos y temía no fuera a ser una emboscada.
Afortunadamente para mí y algunos de ellos, adelantóse el jefe del piquete y
me mostró una orden escrita, autorizándole para examinar los pasaportes de cuan-
tos oficiales hallare transitando por aquella carretera.
Al ver el mío, firmado nada menos que por Enver Pachá, me franqueó el paso
en el acto, y a título de excusa me explicó que días antes habían pasado por
Suverek, procedentes de Alepo, un capitán y dos tenientes turcos, quienes, al ser
examinados, resultaron ser un belga y dos armenios disfrazados, llevando corres-
pondencia secreta para los rebeldes de Bitlis y de Van.
¡Qué no pasaría, me digo yo, con esos infelices!
Y lo peor del caso era que dichos individuos habían sido denunciados por los
mismos armenios, puesto que el armenio, tratándose de plata, es capaz de vender
a cualquiera.
Da pena recordar los numerosos casos que se llegaron a registrar, no sola-
mente en Alepo sino también en Adana y por doquiera, donde los deportados no
vacilaron en vender a sus hijas casi públicamente y en ocasiones hasta por menos
de veinte reales.
Media hora después de dicho encuentro, dimos de bruces con otro retén de
gendarmes apostados a la vera del camino; y unos 500 pasos más allá, tropezamos
con 1.300 a 1.500 soldados armenios desarmados, picando piedra y haciendo
obras de reparación en la carretera.

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Capítulo X

Sus miradas furtivas y temerosas, así como un crecido número de gendarmes de


a pie y a caballo que los tenían rodeados, me hicieron comprender en el acto cuál había
sido el trabajito aquél que había hecho madrugar el día anterior a Mehmed-Asim Bey
y al regimiento de gendarmes a sus órdenes.
Aquella noche habrán sin duda bendecido las hienas el nombre de dicho coman-
dante y el de Esan Bey, mutaserif de Suverek, quien a sabiendas del tremendo drama
que se iba a desarrollar en las inmediaciones de su kasaba, no tuvo el valor moral de
protestar siquiera contra semejante crimen de lesa humanidad.
Y oscureciendo ya, llegamos a una aldea de nombre Karabunar-Köi, habitada por
ashiretes kurdos quienes, al verme acompañado de tres gendarmes únicamente, trata-
ron de insolentarse.
Por suerte llegaron en eso un destacamento de infantería y un escuadrón de
voluntarios circasianos, que no tardaron en ponerlos en su puesto.
Esa lección se las hice yo dar para que en lo sucesivo no fueran a tratar de repetir
sus atrevimientos con otros viajeros.
La madrugada siguiente renovamos la marcha a través del gran desierto rocoso,
que era una enorme estepa, o “tchöll”, cubierta de pajonales raquíticos y bloques de
lava, pero sin un árbol ni una gota de agua, hasta que a eso de las once comenzó a des-
tacarse en el fondo de una bermeja hoyada, semejante a un oasis, la kasaba de Suverek,
circuída de jardines, huertas y viñedos.
En Suverek tuve que detenerme durante un par de horas a causa de otro de mis
frecuentes ataques de fiebre de cuarenta grados, que unido a la disentería que me ago-
biaba ya desde hacía días, iba minando rápidamente mi salud.
De ahí en adelante fueron aumentando las aldeas a ambos lados del camino, y ya
entrada la noche, nos desmontamos en un villorrio llamado Karadché, situado a unos
veinte kilómetros del Eufrates, donde una tropa de fakires ambulantes nos entretuvo
durante un par de horas con sus danzas y saltimbanquerías.
Aliviados por un descanso merecido, reanudamos la marcha la mañana siguiente,
y, todavía temprano, entramos en la ciudad de Urfa, o Edesea, la célebre ex capital del
Reino de Osrone y de su no menos famoso Rey Abgarus, quien, habiendo oído de los
milagros de Jesucristo, se dirigió a El y fue curado de sus dolencias.
Y reza la leyenda que a modo de agradecimiento por el amparo de las persecucio-
nes de los fariseos que le brindara dicho monarca, Nuestro Señor le enviara un lienzo
milagroso que llevaba impresas sus facciones, y añade que gracias sólo a la presencia de
dicha reliquia (la cual aun debe de conservarse en alguna de las catedrales de Italia)
había sido como Edesa había podido librarse de los persas y de los sarracenos, quienes
la habían tenido asediada en más de una ocasión por espacio de años enteros.
La ciudad de Urfa ha venido figurando desde tiempos remotos como una de
las capitales más importantes de Siria y Mesopotamia a causa de su situación
excepcionalmente ventajosa, puesto que domina las riquísimas llanuras del

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

Harrán y de Sarruch (salpicadas de 600 a 800 aldeas) y las fértiles cuencas del
Eufratres Superior y del río Chabur, que constituían antiguamente el Reino de
Osrone, entre cuyas ciudades principales descollaban Edesa, Charreh, Hierápolis,
Niceforium y Resaina, llamada hoy Ras-Ul-Aín.
Durante el reinado de los mitani, en 1.500 antes de J.C., parece que Edesa
figuraba ya, aun cuando con nombre distinto, lado a lado con Kdesh, Hamath y
Karchemish, como uno de los centros comerciales más importantes del antiquí-
simo Imperio hitita. Y todavía en nuestros días sigue ella gozando de justo renom-
bre, no sólo en virtud de las riquezas naturales de sus dependencias, sino también
por haber sido en Harrán, o Charreh, la de los arameos, donde vivió Abrahán
durante algunos años de su vida y falleció su anciano padre Abu-Tareh.
Entre sus santuarios de mayor nombradía resalta su mezquita mayor, al paso
que entre sus monumentos históricos, por su delicada belleza también, el famoso
“Birket-Ibrahim”, o estanque de Abrahán, en cuyas linfas cristalinas y pobladas de
carpas reflejan sus ramajes cipreses soñolientos y sus grisáceas cúpulas cierta
medresa de tonos oscuros y aspecto sombrío.
Urfa representa una especie de oasis entre las pedregosas vertientes del
Antetauro y los desiertos de arcilla de la Alta Mesopotamia, y contaba, cuando
pasé por allí a fines de junio, 1915, con una colonia de armenios acomodados e
industriosos, quienes, al saber que iban a ser deportados también, se sublevaron
en masa y se atrincheraron en el barrio cristiano, donde lograron sostenerse cuatro
o seis semanas contra las fuerzas de Faghri Pachá y su gallardo Jefe de Estado
Mayor, el conde Wolfskehl von Reichnberg, quien había contribuido ya, algunos
meses antes, con su valor y sus luces, a la reducción de los rebeldes de Zeitún y de
Marrash, que fueron los primeros en sublevarse abiertamente contra la soberanía
del Sultán, esperanzados, sin duda, con la idea de que la campaña de los
Dardanelos iba a redundar en favor de los ingleses (febrero y marzo de 1915).
Durante el sitio de Urfa, que ocurrió cuatro o cinco semanas después de mi
llegada, cometieron los armenios el error político de apoderarse de algunos de los
deportados ingleses y franceses y de retenerlos como rehenes, para obligar de ese
modo a los aliados a desembarcar y despachar tropas en su auxilio.
Ese rasgo típicamente armenio, y que no deja de tener bastante parecido con
el chantage y la extorsión, me ha hecho suponer ya varias veces, que aun cuando
Dyevded hubiese ofrecido, a su tiempo, un salvoconducto a los misioneros ame-
ricanos (en Van), los armenios no los hubieran dejado partir, seguramente para
poder seguir usándolos como rehenes, puesto que comprendían que los esfuerzos
de los rusos por liberar a Van no obedecían tanto a su amor por ellos, esto es, por
los armenios, cuanto a su deseo de complacer al gobierno americano, que se
hallaba justamente preocupado por la suerte de sus misioneros encerrados en
dicha ciudad.

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Capítulo X

La mejor prueba de ello nos la ofrece la subsecuente precipitada retirada de los rusos
de la provincia de Van (en junio de 1915)... cuando abandonaron a su suerte a los arme-
nios, de modo que muchos de ellos, incluso millares de niños y mujeres, fueron por ende
alcanzados, arrollados y acuchillados por los kurdos y nuestros voluntarios en las inme-
diaciones de Berguiri.
Momentos antes de anochecer, ascendí a uno de los alminares más altos de la villa,
para poder observar mejor el grandioso panorama que rodeaba a la opulenta ex capital
del Reino Osrone.
Aún me parece ver aquellas peñascosas lomas, que iban subiendo en majes-
tuosa oleada, y enarcándose en dirección al Norte, hacia la encarpada cordillera
del Antetauro, que como inmenso cinturón de montes limitaba en torno la vastí-
sima extensión abarcada por la vista, mientras que al Sur, y sin que la mirada
saciara de admirarlas, desplegábanse, cual mar de espigas, las fértiles llanuras de
Sarruch y de Harrán, timbradas de innúmeras aldeas, de casitas de barro y cónica
como panes de azúcar.
Empero, y a pesar del interés tan grande con que yo continuaba observando
y apuntando mis impresiones, no dejaba de tener presente también que la flame-
ante espada de Damocles seguía colgando sobre mi cabeza más amenazante que
nunca. Razón por la cual licencié mi escolta, y, acompañado solamente de mis
asistentes, emprendí la marcha la mañana siguiente con dirección al Sur.
A las dos en punto nos desmontamos en la estación de Arab-Bunar, del ferrocarril
de Bagdad, donde pensaba utilizar el tren de la tarde, que me hubiera conducido a Alepo
en menos de veinticuatro horas.
Desgraciadamente, no hubo tren ni ese día ni el otro. Y en tanto me hallaba parado
en la plataforma, sin saber qué partido tomar, pues para regresar a Urfa era ya muy tarde,
se me acercó el jefe de estación, que era armenio, y me dijo que un kilómetro más allá
vivía un ingeniero alemán, quien, de solicitárselo yo, de seguro me permitiría pasar esos
dos días en su casa.
Así lo hice. Y efectivamente, al cabo de un cuarto de hora recibí una tarjeta de un
señor Vogt, conteniendo apenas estas dos palabras: “herzlich willkommen”.
Imposible describir la franqueza y amabilidad con que me recibió ese buen señor,
quien, de paso sea dicho, había vivido durante cuarenta años en los desiertos de Siria y de
Palestina.
Del cuarto de baño pasé al comedor, a gozar de algunos manjares típicamente ale-
manes, que no había vuelto a probar desde que era niño, y después de una agradable
sobremesa, me fui a recoger, ya sosegado casi, porque comprendía que había encontrado
un amigo con quien poder contar y a quien poder confiar mis penas en un caso dado.
Después del desayuno, monté a caballo para ir a dar una vuelta por la esta-
ción, donde al llegar me sorprendió una escena que no dejó de impresionarme
vivamente.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

Tratábase nada menos que de unos 200 a 250 comerciantes y civilistas ingle-
ses, franceses, rusos e italianos a quienes su escolta y los cocheros habían encerrado
en el corral de un inmundo caravanserallo, con la mira de despojarlos por buenas o
por malas de la mucha o poca plata que llevaban encima.
Entre los centinelas apostados ante el citado khan, figuraba también un negro
sudanés, que se negó al principio a obedecer mi orden de franquear el paso a los
prisioneros, motivo por el cual le disparé un tiro de revólver, y acto continuo, la
emprendí a latigazos con el resto de la canalla, de suerte que en menos de media
hora se hallaban ya los moscovitas, que eran los más pobres en camino de Urfa,
viajando de balde, en tanto los restantes, que disponían todavía de algunos recur-
sos, esperaban tranquilamente su turno sentados en un vecino café.
Que semejante manera de proceder, por cierto algo severa y quizás hasta
altruista en demasía, me había de ser fatal andando el tiempo, lo sabía yo de ante-
mano. No obstante procedí de esa manera, porque comprendía que mi concien-
cia así me lo dictaba.
Entre la flor y nata de dichos deportados figuraban los siguientes señores,
cuyos nombres recuerdo por casualidad: W.R. Hensman, de Jerusalén; luego, los
señores Ferguson, Falanga (padre e hijo), Hawthorne, Albert, Geekler, Jolly et
Fils, Dubois, Constant y Arbela, de Beyruth; lo mismo que el Sr. Rizzo y Dr.
Lubiks de Constantinopla.
Aquella tarde, mientras el Sr. Vogt y yo nos hallábamos sentados en la terraza
de su pequeño chalet tomando el té, llegó desde Alepo un ingeniero suizo, de ape-
llido Wüst, y nos contó con aire misterioso que Siria y Palestina se hallaban a
punto de sublevaerse.
Afortunadamente, no tardé también yo en irme acostumbrando a los
“canards” de los suizos del ferrocarril de Bagdad que llegaron a ser con el tiempo
casi proverbiales.
A las 5 p.m. del 5 de julio (1915) comenzaron, por fin, a destacarse en el
confín bermejo de la Siria las torres y las atalayas del castillo de Alepo. Y media
hora después entramos en su espaciosa estación central, que era reputada ser en esa
época el lugar más céntrico del Imperio Otomano.
En el mismo tren en que viajaba yo, iban también, escoltados por gendarmes,
un joven inglés, deportado, y el médico americano de Diarbekir con su familia.
Al verlos en tan angustiosa situación, no pude menos de ofrecérmeles para
que no fueran a suponer que por hallarse presos les iba a negar el saludo.
De la estación fui derecho al Casino alemán, donde me hospedé y tuve el
gusto de saludar, entre otros, al comandante Conde von Wolfskehl; al mayor von
Mikosch, Jefe de Estado Mayor de la Dirección General de Etapas de Siria y
Palestina; luego a los capitanes Kappel, Harald Putzer, von Kayserling y
Klinghardt, lo mismo que a otros numerosos señores, oficiales también, que no

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Capítulo X

tardaron en ponerme al corriente de los sucesos ocurridos en Turquía durante los


cinco o seis meses que había permanecido en el interior.
Al otro día me hice examinar por el Dr. Fay, médico mayor de nuestro ejér-
cito expedicionario en Egipto, quien no parecía alcanzar a comprender cómo yo
había podido realizar un viaje tan largo y penoso en el estado de salud en que me
hallaba, y en el acto me extendió un certificado, ordenándome un descanso de
varias semanas.
Acto continuo fui al Cuartel General para presentar mis respetos a Dyemal
Pachá, General en Jefe del IV Ejército, Ministro de Marina y Gobernador General
de Siria y Palestina, todo a un mismo tiempo, y a quien hallé en su despacho hun-
dido hasta los hombros en un montón de piezas de seda, de colores chillones, que
él, so pretexto de requisiciones, había hecho confiscar, seguramente con la mira de
regalárselas a sus concubinas o a las damas de su lujoso harén.
Dyemal podía tener entonces de 55 a 56 años de edad; era de estatura mediana,
usaba barba negra y cerrada, y ostentaba una fisonomía de verdugo, que a pesar de su
sonrisa felina, revelaba a primera vista su carácter cobarde y sanguinario.
Como Jefe de Estado Mayor y hombre de su mayor confianza actuaba un
teniente coronel Ali-Fuad Bey, esto es, otra nulidad infatuada, que solía comparar
a su jefe y señor, Dyemal Pachá, con von Hindenburg, mientras que así mismo,
con von Lundendorff, cuando el verdadero General en Jefe del IV Ejército no era
en realidad Dyemal, sino el gallardo coronel von Kress Bey, más tarde von Kress
Pachá, quien de no haber sido por la insigne cobardía de Dyemal Pachá y la envi-
dia e imbecilidad de Ali-Fuad Bey, hubiera podido apoderarse sin mayor esfuerzo
del Canal de Suez al comenzar la guerra, es decir, cuando las fuerzas inglesas en
Egipto eran todavía escasas y novicias por añadidura.
Ali-Fuad fue, por consiguiente, el instrumento providencial que salvó Egipto
para los ingleses y acabó con nuestro IV Ejército, desde el momento en que lo
obligó a pasar de la ofensiva a la defensiva.
Aquella noche se celebró en Alepo, ya no recuerdo con qué motivo, un garden-
party, o kermesse, durante el cual pude observar de cerca el relajamiento de ciertas
damas de la alta sociedad cristiana de dicha ciudad, las cuales parecían rivalizar
entre sí por complacer a Dyemal, quien a cambio de favores solía brindar, si no
honores, al menos si buenos negocios a sus esposos y allegados, que como buenos
levantinos, no vacilaban las más de las veces en posponer la honra a la ganancia.
Esto es algo que yo no llegué a notar nunca entre las damas musulmanas,
quienes en lo tocante al decoro personal a lo menos, me parecieron siempre infi-
nitamente superiores a las griegas otomanas y las levantinas.
La llamada “alta sociedad levantina” del Cercano Oriente, en que abundan
los banqueros y demás miembros del alto comercio, ha figurado siempre desfavo-
rablemente no sólo en Europa, sino hasta entre las mismas colonias europeas de

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

Constantinopla y el resto del Imperio, a causa de su inmoralidad sin límites y ese


su espíritu de bajeza y escroquerie innato en ellos, que parece ser la quinta esencia de
su carácter nacional, o mejor dicho, internacional, ya que la mayor parte de los
levantinos, tanto de alto como de bajo coturno, no parecen conocer las más de las
veces ni ellos mismos su propio origen.
Los griegos otomanos, que tampoco pecan de demasiado virtuosos o escru-
pulosos, son unos verdaderos santos comparados con los levantinos. En cambio
los armenios, que como mercaderes sin conciencia no tienen igual en todo
Oriente, podrían servir a veces de ejemplo, en lo tocante a moralidad doméstica al
menos, no solamente a la mayoría de los cristianos orientales, sino quizás también
a muchos europeos.
La mujer armenia, v. gr., es una esposa fiel y madre incomparable, al paso
que el armenio mismo no repara por lo general ni en medios ni en sacrificios, por
grandes que fueren, con tal de poder dar a sus hijos una “educación a la franca”, y
si es posible, hasta una educación superior.
De ahí proviene la razón de por qué en los tiempos antiguos los esclavos
armenios solían ser tan solicitados, y por qué muchos de los ministros más nota-
bles, y sobre todo más útiles que ha tenido la Sublime Puerta, han sido armenios
o descendientes de armenios.

Satisfecho de las diversas diligencias que había podido hacer durante aquel
primer día de mi estancia en Alepo, me fui a recoger y no desperté hasta las
diez de la mañana, cuando me vino a anunciar un asistente la visita del ayu-
dante personal de Teufik Pachá, gobernador militar de la provincia de Alepo.
Este, al entrar, me presentó una tarjeta de Su Excelencia, ofreciéndome la bien-
venida y rogándome que lo honrara con mi presencia, de ser posible, aquella
misma mañana.
Entonces comprendí. El telegrama del Ministerio de la Guerra había llegado
por fin, si bien algo tarde quizás, puesto que una vez en Alepo y en posesión del
certificado aquél, del Dr. Fay, ordenándome un descanso absoluto de varias sema-
nas, ya tenía yo al menos algo a qué atenerme, mientras buscaba una solución
favorable a tan delicado asunto, porque para esa época yo ya conocía a los jóvenes
turcos lo suficiente para saber dónde les apretaba el zapato.
De todos modos, al subir al coche que me había de conducir a la Capitanía
General, no dejé de experimentar esa extraña duda, que atrae y rechaza al
mismo tiempo, y que yo he sentido siempre que me he hallado en vísperas de
jugar la vida.
Teufik Pachá era un hombre de cierta edad ya y afable (como casi toda la
gente corpulenta) que me recibió muy bien, y en el acto nos hicimos amigos.

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Capítulo X

Después de la tertulia de reglamento, durante la cual tomamos café, fuma-


mos cigarrillos de un aroma exquisito y conversamos sobre toda clase de asuntos,
menos aquél que me interesaba más, exhibió por fin el Pachá, aunque con reticen-
cias y no sin cierta pena (real o fingida) dos telegramas oficiales, que me alargó sin
proferir una sola palabra.
Uno de dichos despachos era de Maghmud-Kiamil Pachá, General en Jefe
del III Ejército, informándole de que yo había desaparecido como tragado por la
tierra, y rogándole que en caso de que pasara por allí, me hiciera regresar al
Cáucaso en el acto.
El segundo procedía del Ministerio de la Guerra, pidiendo informes sobre si
me hallaba en Alepo y ordenando que, en caso que llegare, no se me permitiera de
ninguna manera continuar mi viaje a Constantinopla.
En acabando de leerlos, mostré yo a mi vez, y sin decir una palabra, la copia
fotográfica de cierta orden de Kiasim Bey (cuyo original había dejado guardado,
para mayor seguridad, en casa de un oficial alemán amigo mío), en la cual Kiasim
me declaraba oficialmente separado del III Ejército, por razones de salud, y me
autorizaba para que me trasladara a Constantinopla, a la disposición del
Ministerio de la Guerra.
Este documento anulaba de una manera categórica la orden de Maghmud-
Kiamil Pachá, al paso que el certificado del Dr. Fay no solamente corroboraba lo
dicho ya por Kiasim Bey, sino hasta me aconsejaba que fuera a Constantinopla a
someterme al tratamiento de un especialista.
En vista de semejantes pruebas, no quedó a Teufik Pachá más remedio que
permitir mi permanencia en Alepo, mientras comunicaba dichos detalles a
Constantinopla.
Así, aprovechando el hecho de que me hallaba a la disposición del Ministerio
de la Guerra, despaché en el acto dos telegramas, uno a Enver Pachá, solicitando
mi dimisión en el ejército por razones de salud, y el otro (por conducto del
Consulado alemán en Alepo) al general von Bronsart, Jefe del Gran Estado Mayor
general del Ejército, comunicándole lo ocurrido.
Acto continuo, y a pesar de otro ataque de cuarenta grados que me sacudía
con violencia, me fui a acostar ya algo más tranquilo, porque comprendía que
había ganado la partida.

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Capítulo XI
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Veinticuatro horas después de mi primera visita, volvió a llamarme el gobernador


militar de la región para mostrarme un telegrama del Ministerio de la Guerra, en el
cual Enver deploraba no poder acceder a mis deseos en lo tocante a mi dimisión soli-
citada, a causa de que mis servicios resultaban ser indispensables (?) etc. [sic], y orde-
naba que mientras me hallara enfermo, fuera atendido por los mejores facultativos de
dicha Capitanía General. Solamente al final agregaba que, después de haberme
repuesto, le hiciera el favor de ponerme a las órdenes de Veli Pachá, a quien él, esto es,
Enver, había telegrafiado ya, recomendándome como un excelente organizador.
A pesar de tan lisonjero mensaje que me libraba de las garras de Halil y de
Dyevded Beys, y revelaba el carácter generoso al par que diplomático de Enver Pachá,
juzgué, prudente más bien no someterme, especialmente en aquellos momentos, al
tratamiento de los facultativos militares otomanos (que solían equivocarse en ocasio-
nes, administrando inyecciones de estricnina en vez de quinina), sino seguir curán-
dome yo mismo de mis dolencias. Y lo hice con tanto éxito, que en menos de cuatro
semanas me hallaba ya lo suficientemente repuesto para poder dedicarme de nuevo a
mis quehaceres.
Durante ese mes que pasé en Alepo me fue grato poder tratar de cerca, entre otros
también, al consul alemán, el señor Rössler, quien a pesar de lo mucho que se ha
venido hablando en contra de él, figura entre los grandes defensores que han tenido los
armenios en todo tiempo. De lo contrario, no se hubiera tomado dicho señor la moles-
tia de dirigirse en numerosas ocasiones oficiosa y hasta oficialmente a su gobierno, pro-
testando contra las matanzas y deportaciones.
Y entre las damas de la colonia alemana, tuve el honor de conocer igualmente
a la espiritual señora de Koch, la cual solía recibir en sus salones a lo más granado
de la oficialidad alemana. Su casa hospitalaria semejaba un oasis en medio de
aquella urbe de doscientos mil habitantes, de estrechas y tortuosas calles, y dotada
de un barrio “a la franca”, en parte sin empedrado y a veces hasta sin aceras, que
cubría en verano una espesa capa de polvo calcáreo, al paso que en invierno, una
serie de profundos lodazales.

La provincia de Alepo cuenta, o contaba, por mejor decir, antes de la guerra,


con una población de alrededor de un millón de “alepinos”, o sea con un conglo-

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

merado indefinible y en parte bastante degenerado de todas las razas vasallas habi-
das y por haber en el Cercano Oriente (que hoy hablan el árabe, conforme ayer habla-
ban el griego, el nabateo, el arameo, etc.) y abarca, además de parte de la cuenca del
Oronte, toda la zona septentrional de Siria, comprendida entre el Mediterráneo, el
Tauro y el Eufrates Occidental.
Entre sus principales centros comerciales figuraban y siguen figurando las
florecientes ciudades de Aíntab, Zeitún y Marrash, al igual que el puerto de
Alejandreta, distante 160 kilómetros de la metrópoli de dicha provincia, lla-
mada también Alepo, o Haleb, que significa en árabe “leche”, ello debido sin
duda a antiguas versiones, de origen arameo, según las cuales cierta vaca gris,
perteneciente al Patriarca Abrahán, solía pacer de preferencia por la colina en
que descansa hoy el castillo de Alepo, o de Chalman, la antiquísima capital del
reino de Mushashe, que floreció allá en 1.400 o 1.500 antes de nuestra era, y
cuyos habitantes rendían culto a Ramsán, o Baál, el numen más reverenciado de
los asirios y de los babilonios.
Después de la destrucción de Palmira, que fue su rival, siguió Chalman lla-
mándose Barea hasta su conquista por los árabes, quienes le dieron el nombre de
Haleb, o de Alepo.
Rodeada en parte de ruinosos murallones, que defienden atalayas y bastiones,
ostenta la ciudad de Alepo en todo el centro una colina artificial, de unos cincuenta
metros de altura, en que descansan los restos de su antigua fortaleza, cuyas rojizas torres
recortan sus perfiles, amenazantes, en medio del firmamento, cual mano ensangren-
tada llamando al cielo.
Y en torno a dicha ciudadela, cuya cúpula domina los cuatro vientos, agrúpanse
indistintamente las ruinas de diversas medresas y caravanserallos, cuyo estilo arquitectó-
nico recuerda vivamente los edificios sarracenos de Egipto, como por ejemplo el
Kalaád de Cairo y las tumbas de los mamelucos.
Pero lo que más me impresionó en dicha urbe fueron sus bazares cubiertos, seme-
jantes a un laberinto inextrincable o nudo gordiano de galerías y pasajes estrechos y
sumidos en una penumbra, rayana en noche, que cortaban a trechos, cual cintas de
oro, los rayos solares, y en que un gentío exótico, indescriptible, gesticulaba y vocife-
raba en todas las lenguas del Cercano Oriente...
Mientras que de las tiendas y tenduchas de hierbas aromáticas, ocultas en el fondo
de nichos oscuros, emanaban en ondas delicadas los sutiles perfumes del Oriente, insi-
nuando lluvias de azahares y bosques de rosas que me hacían recordar involuntaria-
mente las rosas de la tierra mía, allá en las lejanas montañas de los Andes...
Cuando en las noches de luna solía escuchar embelesado los cuentos de las Mil y
Una Noches, sin darme cuenta de que yo también había de verme algún día conver-
tido en uno de esos caballeros andantes, rompiendo lanzas con moros y cristianos en
las lejanas tierras de las Mil y Una Noches.

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Capítulo XI

Veli Pashá era un hombre muy enérgico y sobre todo sumamente astuto, que
aprovechando mi carácter algo violento y a veces hasta rígido tal vez en demasía en lo
tocante a orden y disciplina, me destinó en el acto al importantísimo centro de etapas
de Mamoureh, en la provincia de Adana, que representaba, por decirlo así, el corazón
de dicha inspección general, porque servía de factor intermediario entre los ferrocarri-
les de Anatolia y de Bagdad, reexpidiendo por medio de columnas de autocamiones,
vehículos, camellos, bestias de carga, etc., el tráfico total de aquellas dos arterias, que
mantenían a Constantinopla en constante comunicación con sus lejanas provincias de
Siria, Mesopotamia, Palestina y en parte también con el Cáucaso.
La distancia que cubría dicho centro o mensil era relativamente corta —cien kiló-
metros— pero en extremo difícil porque atravesaba la cordillera del Amanus, en que
se estaba perforando entonces un túnel de cinco a seis kilómetros, y porque no dispo-
nía de más vías de comunicación que de una carretera, construida a toda prisa por el
teniente de ingenieros Knöpper después del bombardeo de Alejandreta por la escua-
dra inglesa.
Las funciones que me fueron atribuidas desde un principio fueron las de
Inspector o “mufetish”, y segundo del Coronel de Estado Mayor, Nuri Bey, jefe recién
nombrado en sustitución del teniente coronel Aghia que había dejado aquel impor-
tante centro de etapas en un estado sumamente desorganizado.
El numeroso material rodante y ganado de que solía disponer la inspección de
Mamoureh todavía algunas semanas antes de nuestra llegada, lo encontramos redu-
cido a quince o veinte caravanas de ochenta o cien camellos cada una; luego, a un cen-
tenar o dos de carretas tiradas por búfalos, y a cosa de docena y media de columnas de
bestias de carga, que junto con los camellos, podían ascender a unas 3.500 a 4.000
cabezas de ganado, de las cuales cincuenta o sesenta iban pereciendo diariamente a
causa de la negligencia y el peculado de los oficiales encargados de la administración,
quienes pertenecían casi en su totalidad, al cuerpo de oficiales retirados del viejo régi-
men, o por mejor decir, a la antigua oficialidad del Sultán Abd-Ul-Hamid, que éste
había reclutado en su mayoría de entre las clases de sargentos y cabos, por temor de
que al encomendar el mando de sus tropas a oficiales de carrera, no fueran éstos acaso
a sublevarse contra él.
Dichos ex oficiales regimentarios, llamados “takauts”, eran generalmente
aborrecidos en el país a causa de su rapacidad, y más que todo, a causa de sus ins-
tintos canallescos.
Tal es la razón por la cual la oficialidad de los jóvenes turcos, que destronó a Abd-
Ul-Hamid, se componía casi exclusivamente de elementos cultos y de ideas avanzadas,
es decir, de elementos verdaderamente liberales y hasta cierto punto sinceramente
patrióticos y nacionalistas.
Como en tiempo de guerra resultaba difícil, casi imposible, recuperar esas
pérdidas en ganado y material rodante, me autorizó Veli Pashá, antes de yo partir,

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

para que procediese como quisiera con tal de poner en orden dicho mensil. Y,
habiéndoselo prometido, apliqué el hombro a la rueda, de modo que en menos de
cuatro semanas tuve la satisfacción de ver cómo el caos se iba tornando en orden,
y el mensil de Mamoureh comenzaba a andar como una máquina.
Pero ¡a costa de qué!
Pues nada menos que mandando administrar la “bastonada” a razón de treinta
latigazos por barba a todas las clases y soldados que sustraían las raciones al ganado en
su propio provecho, y encarcelando a gran parte de la oficialidad, perteneciente, según
dije antes, casi en su totalidad a los llamados takauts, que fueron a mi juicio la plaga
más grande que llegó a desolar aquel desgraciado país durante la guerra, puesto que las
langostas, aunque voraces, no destruían al fin y al cabo sino las mieses y los pastos, al
paso que esos parásitos inveterados vendían las medicinas, las raciones de hombres y
de bestias, y de haber encontrado quien se las comprara, habrían vendido seguramente
hasta las locomotoras del ferrocarril de Bagdad.
Con decir que cada una de dichas columnas, de 80 a 100 camellos, se hallaba
a las órdenes de uno de esos oficiales (a veces ¡hasta de Marina!) retirados, que se
repartía con su sargento primero la mitad o tal vez más de las raciones correspon-
dientes al ganado de su columna, creo que basta para que cualquiera se pueda
formar una idea aproximada del estado en que se hallaban las cosas en Mamoureh
al tiempo de mi llegada.
Pero lo peor del caso era que la mayor parte de dichos señores ni se tomaban
la molestia siquiera de acompañar a sus respectivas caravanas durante el viaje de
ida y vuelta a Rayouh, sino que se instalaban cómodamente en la primera esta-
ción, llamada Hasan-Beli, a unos veinte kilómetros de Mamoureh, para aguardar
tranquilamente el regreso de sus “bash-chavushes” con la parte de los despojos que
les correspondía a ellos como jefes.
De los cien camellos que integraban cada una de dichas columnas, los cinco
o seis mejores los vendían los tales sargentos en el camino a los kurdos o a especu-
ladores de mala ley, al paso que de los 94 o 95 restantes, sesenta regresaban tal vez
todavía en bastante buen estado, mientras que los demás, chorreando pus y sangre
por llagas increíbles. Yo recuerdo haber visto en diversas ocasiones corcovas de
dromedarios atravesadas de parte a parte por mataduras ulceradas.
En tales condiciones, nada tenía de extraño, pues el que Veli Pasha se olvidara
en cierta ocasión hasta el extremo de abofetear públicamente a varios de dichos ex
oficiales de la era hamidiana, y que al salir yo de Alepo me autorizara para que
hiciese lo que quisiera, con tal de que estableciera el orden en dicho mensil.
Además de las estaciones terminales de Mamoureh y Rayouh, existían tres interme-
dias, llamadas Hasan-Beli, Inteli, Islahie y Taghta-Köprü, en que solían pernoctar las
caravanas indistintamente, según y cuando las sorprendía la noche. Y a pesar de que en
cada uno de dichos lugares había un veterinario, un médico y varios oficiales de adminis-

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Capítulo XI

tración encargados de vastos depósitos de provisiones, tanto la tropa enferma como las
bestias lisiadas solían pasar la pena negra, mientras que las caravanas, hambre, a causa de
que los unos habían vendido las medicinas, al paso que los otros, las provisiones.
Excuso decir cuántas noches de insomnio no habré pasado yo, y sobre todo,
cuantas “bastonadas” no habré tenido que mandar distribuir diariamente entre esa
gente, avezada ya al peculado, para medio poder llegar a organizar aquello, de suerte
que ya no hubiera desfalcos, ni bestias heridas y hambreadas, ni retrasos en el itinera-
rio de las caravanas.
A los pocos días de haber llegado, nos pusimos, Nuri Bey y yo, a construir
barracas provisionales y hospitales de bestias, para los cuales nos fue preciso con-
tratar veterinarios indígenas (kurdo-árabes), ya que los facultativos que nos remi-
tía la dirección desde Alepo eran por lo general gente novicia y que poco o nada
se ocupaba de su trabajo. No parece sino que dichos señores habían venido a
Mamoureh con el fin único de descansar y organizarse en fondos a expensas de
nuestro mensil. Y, de no haber llegado yo a tiempo, tal vez hubieran logrado su
objeto, aun cuando a costa de nuestro ganado, que constituía el único medio de
transporte de que disponía ya la Dirección general de Etapas para poder seguir lle-
nando el vacío entre Mamoureh y Rayouh, o por mejor decir, para poder conti-
nuar trasbordando y reexpidiendo desde la estación terminal del ferrocarril de
Anatolia hasta la del de Bagdad las provisiones, municiones, etc., procedentes de
la capital, sin las cuales el II, IV y VI Ejércitos hubieran quedado, si no de un
todo, al menos sí en gran parte paralizados.
A varios de dichos señores los tuvimos que desterrar más tarde al desierto, o
“tchölda”, junto con algunos recalcitrantes oficiales takauts, jefes de caravanas, que
tampoco habían querido enmendarse.

La provincia de Adana, en cuyo extremo oriental y al pie del Amanus se halla


situada Mamoureh, abarca, además de la costa de Caramania, los territorios de la anti-
gua Cilicia Campestre, y forma una extensa llanura en forma de abanico, muy fértil
por cierto, pero en parte en extremo insalubre, que riegan en sentido de Norte a Sur
diversos ríos caudalosos procedentes de la Cordillera del Tauro y del Antetauro, que
en un tiempo formaban parte de la antigua Cataonia, y entre cuyos bosques de abetos
y de cedros siguen aún los caramanios nómadas y los habitantes de las ciudades costa-
ñeras, buscando asilo contra los calores del estío... hasta que la erizada crestería de la
Tauride se cubre de un blanco sudario y las ráfagas autumnales obligan a los veranean-
tes a regresar a los valles y llanuras de la costa, que cortan en diferentes sentidos hileras
de colinas bajas y cubiertas de siempre verdes mirtos y laureles.
Su capital, Adana, es ciudad importante, que contaba con una población de
cincuenta mil almas antes de las deportaciones, y se halla construida sobre el
sitio de la antigua Batneh.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

Antaño puerto de mar, se encuentra ella hoy retirada unos 50 kilómetros de


la costa y ocupa ambas márgenes del río Seihún, o el antiguo Sarus, que cruza
un macizo puente construido en tiempo del emperador Adriano. De sus anti-
guas murallas no quedan ya sino ruinas, mientras que de su ciudadela apenas
algunos vestigios insignificantes desde el punto de vista histórico.
Los bosques inagotables de sus montañas, los fogosos corceles de sus llanu-
ras, los variados productos de sus minas y la asombrosa riqueza de su suelo, que
produce la vid, el algodón, el lino y la caña dulce, todo a un mismo tiempo, han
dado a la provincia de Adana desde época inmemorable justa fama de ser uno de
los países más privilegiados y opulentos en el Cercano Oriente.
A la ciudad de Adana sigue, tocante a importancia comercial, al menos, el
puerto de Mersina, habitado en su mayor parte por griegos otomanos y levanti-
nos. Y a éste sigue, a su vez, la villa de Tarsis, o Tarsos, otrora rival de Atenas y
Alejandría, en que nació San Pablo y descansan los restos del Emperador Julián,
al igual que los del Califa Mamoún, que la embelleció.
Sobre la margen izquierda del río Cydmus, que la baña, y junto al sitio que
ocupa actualmente un vetusto molino, fue donde Cleopatra, la legendaria Reina
de Egipto, descendió de su galera de plata al son de flautas y de cítaras, para
inclinarse ante el altivo Antonio.
Y en medio de la llanura, sobre un montón de ruinas que en un tiempo sir-
vieron de morada a Haroun-El-Rashid, aún puédese leer aquella estrofa célebre
del Rey Sardanápalo de Asiria: “gozad de los placeres de la vida cuanto podáis,
ya que todo lo demás sólo es un sueño”.
Además de Tarsos, que es toda ella un monumento histórico, posee la pro-
vincia de Adana las célebres ruinas de Anamurium, de Side, de Isus, Anazarba,
Mopuestia, Sis y las de Cilicia Traquea, que adornan a trechos los cabos y pro-
montorios de la antigua Isauria y se extienden aún más allá del Golfo de Adalia
por todo el pie de las montañas de la Lidia, cubriendo las fachadas y las faldas
escabrosas y casi perpendiculares de sus costas en forma de sepulcros abiertos en
la roca viva, imitando templos de varios órdenes.

Mamoureh se componía únicamente de la estación terminal de su nombre, que


rodeaban los edificios del mensil, y se hallaba situada, según dije antes, en un rincón
pantanoso e insalubérrimo de la provincia de Adana, y al pie de la Cordillera del
Amanus, que cubren espesos bosques de pinos y laureles en que abunda la caza.
Los chacales eran por allí en esa época tan numerosos casi como los cuervos. Y
más de una pantera cebada llegó a convertirse en el terror de los aldeanos ubicados en
dichas serranías, que servían también de refugio a numerosas partidas de bandoleros,
integradas en su mayor parte de desertores, o de bandidos armenios y kurdos que caza-
ban a solas.

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Capítulo XI

Desgraciado del individuo que en aquellos tiempos se hubiese aventurado dentro


de esos bosques sin regular escolta. El vientre de las fieras y de los cuervos hubiérase
tornado en sepultura.
La población seminómada del Amanus, que ocupa en invierno las “kishlas” o
aldeas en la llanura, mientras que en verano las “yailas” o campamentos de toldos
negros en las altas mesetas, componíase de una mezcla de kurdos y turcomanos que
vivían en eterna pugna con los aldeanos armenios de dichas serranías y no dejaban de
ejercer, junto con los casi independientes caramanios, o yürükes, cierta influencia fatal
en el ánimo de los gobernadores otomanos de Alepo, quienes, como buenos bizanti-
nos, aprovechaban esas rivalidades lugareñas a fin de cimentar el régimen de la
Sublime Puerta sobre las costas y montañas de Cilicia.
Los armenios de la provincia de Adana, que ni aún en sus mejores tiempos habían
llegado a formar siquiera una tercera parte de la población de dicho vilayato, eran
sedentarios y se hallaban en su mayoría radicados en las poblaciones de la costa, donde
ejercían el oficio de artesanos, o se dedicaban al comercio y a la industria.
Al tiempo de mi llegada a Mamoureh, empezaban ya a descender de Tarsos,
Kélebek y las montañas circunvecinas, las primeras caravanas de deportados, com-
puestas de millares de familias, que iban caminando sin rumbo fijo en dirección
de los desiertos de Siria.
Las más carecían desde un principio ya de casi toda clase de recursos a causa de la
rapacidad de los empleados del gobierno, y hasta cierto grado también merced a los
abusos escandalosos del teniente coronel Aghia Bey, que se hallaba en esa época encar-
gado de la construcción y reparación de la carretera militar de Mamoureh a Kadmeh,
por la que habían de transitar forzosamente aquellos infelices.
Ni aún a las familias más opulentas de la ciudad de Adana se les había permitido
llevar consigo sino lo que podían cargar en una carreta tirada por bueyes. Sus casas,
palacos y fincas de labranza, con cuanto contenían, quedaban a cargo de las autorida-
des locales y provinciales, que se las repartían, por supuesto, salvo la quinta parte, que
correspondía al Comité de Unión y Progreso en Constantinopla, encabezado por el
entonces todavía Ministro del Interior, Talaát Pachá.
Estos repartos escandalosos de las propiedades armenias en casi todo el país,
y, sobre todo, en las provincias más alejadas de la capital, fueron los que sembra-
ron la semilla del peculado entre los jóvenes turcos, quienes, en honor de la verdad
sea dicho, habían permanecido honrados hasta principios de la guerra.
Pero el oro que les afluía a torrentes acabó por cegarlos y corromperlos de tal
manera que, no satisfechos con el tan fácilmente adquirido botín armenio,
comenzaron a echar mano de cuanto podían, de suerte que todavía antes de ter-
minado el primer año de la guerra ya habían organizado un verdadero sistema de
robos al por mayor bajo la dirección del funesto Ismail-Haki Pachá y la subgeren-
cia de los llamados “comisarios imperiales”, que ejercían el control militar de los

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

ferrocarriles y no facilitaban medios de transporte más que a aquellos que les paga-
ban propinas de cien a doscientas libras por el uso de cada vagón.
Que semejante sistema de sabotage había de acabar a la larga por provocar un
alza tremenda en el precio de los comestibles, era de esperarse. He aquí, pues, la
razón de por qué la carne llegó a valer en Constantinopla cuarenta francos el kilo
por espacio de meses enteros, al paso que el azúcar cincuenta durante un par de
años consecutivos.
Enver Pachá, que al estallar la guerra había sido todavía un hombre honrado,
y tan pobre que al casarse hubo de pedir muebles prestados para poder recibir a
sus convidados, trató al principio de impedir aquel escándalo. Pero, viendo lo
inútiles que resultaban sus esfuerzos, cedió por último ante el peso de la avalan-
cha, y tras el primer desliz siguió rodando, hasta que acabó por convertirse en el
[sic] más grande de Turquía, excepción hecha, por supuesto, de Ismael-Haki y
Dyemal Pachás, quienes, lo repito, eran unos verdaderos genios en el arte del
peculado.
Los cargos de comisarios imperiales, que todavía a comienzos del 1915
habían sido desempeñados únicamente por oficiales de Estado Mayor probos y
aventajados, a medida que la desmoralización iba cundiendo fuéronlos ocupando
oficiales, parientes o protegidos de los gerentes del Comité de Unión y Progreso,
quienes gracias a su influencia habían logrado aprobar un curso superficialísimo
que, aun cuando sin ser propiamente de Estado Mayor, cubría al menos las apa-
riencias lo suficiente para permitirles ocupar uno de esos puestos tan codiciados,
porque proporcionaban a sus usufructuarios la manera de hacerse con fondos
rápidamente.
Con el control arbitrario de las vías de comunicación y el control absoluto de
las armas, nada tiene de extraño, pues, que el Comité de Unión y Progreso haya
podido hacer en Turquía lo que quería durante los primeros tres años y medio de
la guerra, o por mejor decir, hasta que ascendió al trono el Sultán Mehmed VI, y
les puso la proa, mas algo tarde, desgraciadamente, ya que para ese entonces el mal
estaba hecho a causa de la secta de los oficiales takauts, que a fuerza de malos ejem-
plos había acabado por inculcar el germen del peculado entre gran parte, por no
decir la mayor parte de la oficialidad regular otomana.
De haberse hallado un oficial alemán al frente, o al menos en control de los
importantísimos ramos de alimentación y vías de comunicación, como lo había
solicitado desde un principio el Gran Estado Mayor General germánico, hubié-
rase podido evitar fácilmente aquel desastre de orden administrativo, y tal vez
hasta hubieran sobrado provisiones, como trigo y carne, por ejemplo, con qué
socorrer a los ejércitos y a la población civil de los países aliados de Turquía. Pero
el sultán (q.e.p.d.) Gasi Mehmed Reshad V se opuso a ello rotundamente,
influenciado, según decían, por Ismail-Hai Pachá.

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Capítulo XI

El estado caótico y desastroso por excelencia en que se halla actualmente el


Imperio Otomano, débese por consiguiente no sólo a los excesos del Comité de
Unión y Progreso, sino en gran parte también a Gasi-Mehmed Reshad, por haber
permitido a los gerentes de dicho comité hacer y deshacer a su antojo, sin siquiera
tomarse la molestia de llamarlos al orden, como lo hizo su hermano y sucesor
Mehmed VI.
Pero voy a continuar mi relato.
A medida que el tiempo iba pasando, iban aumentando también las deporta-
ciones, de suerte que para fines de agosto, ya no se veían en la carretera frente a
Mamoureh más que hileras inmensas de toda clase de vehículos y de bestias de
carga, rodeadas y seguidas de un torrente de hombres, niños y mujeres, miserables
y harapientos, procedentes de las provincias en que no había habido matanzas en
globo sino deportaciones únicamente.
Causaba tristeza ver a algunos de los rezagados que, después de arrastrarse
durante largo tiempo, semejantes a bestias heridas, detrás de las caravanas, lla-
mando a gritos a sus allegados, se desplomaban por fin a la vera del camino para
expirar y tornarse en mortecino.
Entre éstos se notaban con frecuencia ancianos y ancianas cargando a cuestas
con algún biznieto, acaso los últimos supervivientes de una familia numerosa; o
niños cubiertos de llagas y con los ojos supurientos y sembrados de moscas, lle-
vando en brazos quizás un hermanito exánime, o recién nacido, cuya madre había
expirado en el camino.
Septuagenarios u octogenarios, arrastrando tras sí un colchón o cobertor
inmundo o hecho girones, o mascando con mandíbulas desdentadas un puñado
de hierba, por falta de otro alimento, o acaso hasta chupando un hueso arrancado
de alguna carroña, figuraban entre los cuadros a la orden del día.
Pero lo que más me llamó la atención en esas caravanas, integradas por milla-
res de deportados, eran sus hombres, es decir, esos centenares de hombres borregos
que iban presenciando semejantes horrores con ademán resignado y sin que hubiera
entre ellos uno siquiera con bastante ánimo para rebelarse contra los cuatro o cinco
gendarmes, a lo sumo, de que se componía la escolta de cada una de dichas proce-
siones, y que en ocasiones no llevaban consigo ni cartuchos siquiera.
¿Por qué, me digo yo, en vez de lloriquear como mujeres, no se sublevaban
más bien esos cobardes, como lo hacen los hombres de alma, y aplastando de un
solo manotazo su pequeña escolta, no se lanzaban de pleno sobre la escasa guarni-
ción de Mamoureh, donde teníamos armas y municiones por botar?
De haberse apoderado de éstas, hubieran ellos podido hacerse dueños de las
montañas, por de pronto, y más tarde con el auxilio de los cruceros ingleses y fran-
ceses que patrullaban constantemente el Golfo de Alejandreta, quizás hasta de
todo el vilayato de Adana y en parte también del de Alepo.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

Si los armenios otomanos, en vez de perder su tiempo con intrigas absurdas


y esperándolo todo de la Entente, se hubiesen rebelado en masa desde un princi-
pio, y siguiendo el ejemplo de los pueblos dignos y conscientes de su hegemonía
nacional, se hubiesen lanzado al monte y a la manigua, resueltos a conquistar su
independencia de no importa qué manera… Armenia sería hoy libre, como
Bulgaria, Serbia y Montenegro, y si no del todo libre, al menos sí acatada y respe-
tada hasta por sus mismos verdugos.
Si, por consiguiente, respecto a las matanzas, cabe la palabra “lástima”, creo
que no es a los armenios a quienes debería aplicársela, sino más bien a sus mujeres
e inocentes hijos, que tuvieron que pagar con sus vidas por la cobardía y el ego-
ísmo de sus padres y de sus esposos.

Los deportados que habían logrado salvar algunos fondos o joyas, eran des-
pojados de ellos sistemáticamente por sus guardianes, quienes les exigían propi-
nas hasta por el permiso de tomar agua de alguna fuente.
Los que disponían de carretas propias, las tenían que abandonar por regla
general a los pocos días con cuanto llevaban en ellas, a causa de los bandoleros,
quienes solían robarles las bestias de tiro durante la noche. Y los que llevaban
carros de alquiler, porque los cocheros se resistían a seguir acompañándolos.
Debido a ello, muchos deportados, al llegar a Alepo tenían que ir de casa en
casa mendigando, puesto que el kilo del llamado pan de “vésika”, que les admi-
nistraba el gobierno cada tres o cuatro días, no bastaba para sostenerlos.
Las noches las pasaban por regla general a la intemperie o empotrerados,
semejantes al ganado, en campamentos insalubres y cercados de alambre, como el
de Kadmeh, por ejemplo, razón por la cual aquellos campos de concentración se
fueron convirtiendo rápidamente en focos de infección que producían y en que se
desarrollaban toda clase de enfermedades contagiosas, inclusive el tifus y la viruela.
Y a medida que las epidemias iban aumentando, íbanse llenando los
campos y caminos de carroña, que atraía hasta a las hienas del desierto. Y los
chacales se tornaron tan numerosos, que se les veía hasta de día devorando los
cadáveres, y en ocasiones, según decía la gente, hasta a los moribundos.
Yo me acuerdo de un caso en que estas fieras llegaron a despedazar a una
criatura mientras se hallaba durmiendo al lado de su madre, la cual, al desper-
tarse, se volvió loca y llegó a las puertas de nuestro hospital gritando y llevando
en brazos los restos carcomidos de su hijo.
De la caída del sol en adelante no se oían, desde la hoyada del valle hasta la
cúspide de los montes, sino las carcajadas de las hienas y los lúgubres quejidos
de esos inmundos carroñeros, los chacales, que durante mis nocturnas cabalga-
das solían acompañarme a veces hasta por espacio de horas enteras a lo largo de
la carretera, y tan de cerca, que casi los hubiera podido tocar con el látigo.

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Capítulo XI

Y aun cuando inofensivos individualmente, suelen, sin embargo, dichos


carniceros tornarse peligrosos, sobre todo para las bestias, cuando se juntan en
manadas y se hallan acosados por el hambre…
Como me sucedió una vez, durante la Revolución mejicana, con sus primos
hermanos, los coyotes, los cuales se pusieron a seguirme cierta noche en tales
cantidades, que para poder librarme de ellos me vi precisado a encerrarme con
mi caballo en un cementerio abandonado, donde pasé el resto de la noche acos-
tado dentro de un nicho, que a juzgar por el fuerte aroma que despedía, debía
de haber estado ocupado en otro tiempo por algún…

Entre los visitantes más asiduos del valle de Mamoureh, figuraba cierta ban-
dada de lobos que habían bajado de las montañas atraídos, sin duda, por el olor
seductor a mortecino que se percibía por doquiera. Una noche oí su llanto bas-
tante cerca de mi cabaña, y salí a cazarlos, mas no pude dar con ellos a causa de la
oscuridad y de la espesura del monte.
A pesar de su presencia repugnante, no dejaban sin embargo dichas fieras de
sernos útiles, y hasta bastante útiles, desde el momento en que ayudaban a limpiar
de cadáveres los campos y caminos.
Los parásitos más peligrosos no lo eran ellos, por lo tanto, sino los hombres,
esto es, las numerosas cuadrillas de bandoleros que asaltaban y saqueaban por
doquier a los indefensos deportados, cuyos convoyes, con tal de huir de los calo-
res veraniegos, habían comenzado a transitar de noche.
En cierta ocasión, recuerdo, estaba yo cenando en el pueblecillo de Inteli, que
se había ido convirtiendo con el tiempo en una verdadera madriguera de facine-
rosos, cuando me levanté, sorprendido, al son de tiros y de voces desaforadas
pidiendo auxilio. Y al salir a ver lo que ocurría, supe que un convoy de armenios
acababa de ser asaltado y desvalijado a menos de medio kilómetro de dicho
poblado, o sea, casi a las puertas del cuartel en que me hallaba alojado.
Muchos de los que habían logrado escapar al hierro de los asesinos fueron a
estrellarse durante su huida, y a causa de la oscuridad, en el fondo de los barran-
cos circunvecinos, mientras que el resto llegó a Inteli sangrando y pidiendo pan
“por amor de Dios”… que yo, por supuesto, hice distribuir entre ellos en el acto
hasta donde me lo permitían mis propios recursos, ya que oficialmente nos estaba
prohibido pasar a los deportados ración alguna sin un “vésika”, es decir, sin una
orden escrita y firmada por las autoridades civiles de la provincia de su proceden-
cia y demás chicanerías que había inventado el hebreo renegado Talaát Pachá para
hacer morir de hambre a aquella pobre gente.
Según parece, no faltaron casos en que los gendarmes, en connivencia con
cuadrillas de malhechores en la paga o asociados del teniente coronel Aghia Bey,
desviaron del camino caravanas enteras de deportados… para conducirlas por

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

veredas desconocidas hacia el fondo de los bosques, donde los bandidos las espe-
raban ya y macheteaban después de haber despojado a sus tripulaciones hasta de
sus ropas interiores.
¿Hasta dónde no llegaría el descaro de esos bandoleros, cuando a pesar del
uniforme que llevaban puesto, no vacilaron una madrugada en asaltarme entre
cuatro, en plena carretera, asiendo de las riendas de mi bestia y disparando a que-
marropa contra mí? Y me hubieran derribado, indudablemente, sin darme tiempo
para defenderme, de no haber sido por mi caballo, que se encabritó, y saltando
por encima de ellos se alejó a toda carrera, desbocado.
En otra ocasión, me hallaba yo pernoctando en un campamento vecino a
Mamoureh, cuando me desperté al ruido de tiros y una gritería infernal. Y al pre-
guntar a uno de los centinelas lo que ocurría, me contestó éste bonachonamente
que “sólo se trataba de un convoy de armenios, que los muchachos estaban desva-
lijando” (…bir shei dil, Beym, bisim chayuklar…)
Y en efecto. Al aclarar el día, noté sobre la vecina carretera varios cadáveres
ensangrentados y algunas carretas vacías y volteadas cuyos bueyes, a juzgar por las
correas cortadas de las yuntas, habían sido robados.
Y a medida que la provincia de Adana se iba despoblando y convirtiendo en
un desierto a causa de la deportación de los elementos cristianos, que allí como en
el resto del Imperio representaban el progreso o sea la industria y la agricultura
inteligentemente conducidas, íbase Alepo llenando de deportados mendincantes
y apestados que morían en las calles por centenares y llegaron a contagiar el resto
de la población a tal extremo, que hubo días en que los carros fúnebres no daban
abasto para transportar los muertos a los cementerios.
Lo propio sucedía en Damasco, y un año más tarde también en Jerusalén,
donde el tifus echó raíces excepcionalmente profundas, a causa del desaseo pro-
verbial de sus barrios judíos, y más que todo, en razón del abandono higiénico casi
completo que suele caracterizar a la clase baja entre los árabes.
Durante una excursión que había hecho yo a mediados de septiembre con la
mira de ir a visitar las ruinas de ciertas antiquísimas aldeas hititas, situadas en el
valle de Afrin y frente a la kasaba de Islhie, en que tenía instaladas sus oficinas el
teniente coronel Aghia Bey, me manifestó éste el deseo de que lo secundara en
calidad de inspector durante la reconstrucción de la carretera militar de
Mamoureh a Kadmeh, que se estaba entonces llevando a término bajo la dirección
de los ingenieros militares, el capitán von Klinghardt y el teniente Lutz.
Tres o cuatro batallones de labor, compuestos casi totalmente de armenios y
griegos otomanos proveían los brazos de trabajo, al paso que sus oficiales, casi
todos takauts, parecían preocuparse más por el cuidado de sus bestias de silla que
por sus quehaceres y la manutención de las tropas a sus órdenes.

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Capítulo XI

Instalados en los mejores edificios de Keller y las aldeas circunvecinas, utili-


zaban dichos señores los vehículos de los batallones en beneficio propio, arrendán-
dolos a carreteros de profesión. Y como colmo del descaro, no solamente no
llevaban cuentas de nada, sino parecían ignorar hasta el número de los contingen-
tes que les había confiado el gobierno. Las raciones para la tropa y el ganado que
les pasaba la Inspección General de Alepo con suma regularidad, las solían vender
ellos casi públicamente, haciendo alarde de un lujo que hería los sentimientos de
todo militar honrado.
En esos batallones hacía cada cual lo que quería.
De las seis mil plazas de que se componían nominalmente, apenas existían
unos dos mil hombres. Los sueldos y las raciones de los restantes cuatro mil iban
a parar a los bolsillos de sus jefes y oficiales subalternos.
A consecuencia de semejante desorden, hallábanse quinientos de dichos dos mil
soldados “sin armas”, agonizantes, al paso que los mil quinientos restantes, murién-
dose de hambre o de anemia, menos los sargentos, por supuesto, que como socios y
confidentes de los oficiales estaban nadando en fondos y viviendo en grande.
Habiéndose fijado el coronel Aghia Bey en la relativa rapidez con que yo
había logrado restablecer el orden en Mamoureh, tanto importunó y siguió
importunando a la inspección de Alepo, hasta que Veli Pachá acabó por acceder a
sus deseos, de suerte que de ahí en adelante había de atender yo, además de mis
quehaceres en Mamoureh, también los de Aghia, a fin de que éste pudiera conti-
nuar desvalijando a su gusto el torrente de deportados armenios que seguían des-
filando por Islahíe de día y de noche y representaba para él una verdadera mina de
oro, ya que Aghia Bey, como buen takaut, no se contentaba con los peces grandes
únicamente, sino echaba mano también de los chicos.
Su sistema no podía ser más sencillo: cuando pasaba algún deportado de quien
se sabía que llevaba algunos fondos, lo mandaba llamar y le participaba que en lo
sucesivo pasaría a trabajar en calidad de tropa en uno de sus batallones de labor.
Al oír aquello, y para salvarse de una muerte de inanición casi segura, solía
sacar el infeliz aquél las más de las veces cinco o diez libras oro, que Aghia acep-
taba, por supuesto, más no para embolsarlas sino para arrojarlas con furia al suelo,
amenazando con mandarlo fusilar por haber tratado de sobornarlo.
Acto continuo lo hacía despojar, a título de confiscación oficial, de cuanto
poseía, y después de tenerlo en el cepo un par de días, lo mandaba soltar, que-
dando él satisfecho de la mucha o poca plata que había logrado cosechar mien-
tras que el otro, feliz por hallarse todavía con vida, aun cuando sin un ochavo en
el bolsillo.
No cabe duda que Aghia era un takaut de la alta escuela.
Y si el individuo aquél tenía por desgracia suya una o más hijas de aspecto agra-
ciado, se las mandaba quitar sin más fórmulas, para incorporarlas durante algunas

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

semanas a su harén, y luego venderlas a los kurdos de las montañas circunvecinas,


que a regañadientes tenían que comprárselas por no atreverse a contrariarlo.
Los que preceden son pormenores verídicos, recogidos aquí y allá durante mis
conversaciones con los confidentes y subalternos del coronel Aghia Bey, quienes
habían con él a veces compartido los despojos, y durante los arrebatos de confianza
que suele acarrear el uso excesivo de licor, hasta se vanagloriaban de su arte acabado
en desvalijar a los perros cristianos y en mandarlos al fondo del “dyehena”, o sea a
los profundos del infierno.
Con la experiencia que había adquirido yo en Mamoureh en manejar takauts
recalcitrantes, no tardé en meter en cintura también a los jefes y oficiales de dichos
batallones (que aún me deben estar maldiciendo), de suerte que, a las dos semanas
de haberme hecho cargo de mi nueva inspección, se hallaba ya el 83% de las tripu-
laciones bien comido y bien dormido, trabajando en el gran zigzag de Keller, que
estábamos entonces trazando sobre la falda oriental del Amanus para facilitar el tras-
porte de la artillería pesada.
Ello no obstante, me la pasaba yo siempre a caballo, siempre vigilante, porque
comprendía que el día en que hubiere llegado a faltar, todo ese edificio artificial de
honradez administrativa que yo había venido levantando a fuerza de tantos sacrifi-
cios, se hubiera venido abajo miserablemente, como un castillo de naipes por causa
de esa inercia fatal y espíritu de rutina propios del fatalismo oriental, que parece
oponerse hasta por instinto a toda innovación y a todo progreso.
Desgraciadamente, había ido empeorando mi salud de tal manera, que de
haber tratado de seguir desempeñando mi doble cargo de inspector en Mamoureh
y en Islahie, hubiera equivalido a un suicidio.
En consecuencia resolvió solicitar un par de semanas de vacaciones, aun
cuando a sabiendas de que ello no había de agradar ni a Aghia ni a Nuri Bey, desde
el momento en que, al ausentarme yo, todo ese trabajo ingrato que yo había venido
haciendo hasta entonces por decoro personal únicamente, hubiera recaído sobre
ellos, sin que ni uno ni otro hubiese sido capaz de continuarlo, ya que los burócra-
tas turcos se hallan acostumbrados a que otros se sacrifiquen por ellos, pero ¿ellos
mismos sacrificarse por la patria? Eso, nunca. ¡De eso se encarga Alah!
Cuando me convencí de que tanto Nuri como Aghia Bey, en vez de concederme
la licencia solicitada, lo que procuraban era entretenerme indefinidamente en
Mamoureh, me dirigí a Veli Pachá en persona, quien en el acto me concedió permiso
para ir a pasar una temporada en Jerusalén, que hacía tiempo ya deseaba yo conocer.
En Alepo no me detuve más que el tiempo necesario para organizar mi viaje.
Sus barrios céntricos habíanse convertido durante mi ausencia en una especie
de casa mortuoria, a causa del tifus y las demás enfermedades contagiosas que
seguían trayendo consigo los deportados en route para los desiertos de Siria y
Mesopotamia.

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Capítulo XI

Por doquiera veíanse grupos de esqueletos ambulantes y famélicos, cuyas vidas


se iban apagando a veces en medio de las calles más céntricas, o en los innúmeros
solares, cubiertos de inmundicia, que les servían de morada.
Desprovistos de todo y a veces hasta de ropa, se arrastraban aquellos infelices de
ambos sexos y todas edades de casa en casa, mendingando y dejando por doquiera
regado el germen de la tifoidea. En Alepo tan sólo, parece que ascendieron a treinta
y cinco mil las personas que perecieron por causa de dicha peste durante el corto
período de agosto 1916 a 1917.
En casi todas las aldeas entre Alepo y Musul pereció más del 50% de sus habi-
tantes, mientras que en el distrito y kasaba de Ras-Ul-Aín, que era en aquella época
todavía la estación terminal del ferrocarril de Bagdad, dicen que hasta el 88%.
Además del tifus se declaró en diversos lugares también el cólera morbo. Pero por
fortuna no llegó dicha plaga a alcanzar las proporciones que se temió en un principio.
Las diversiones de orden teatral se limitaban entonces en Alepo a un par de
cines y a unos cuantos “klimbims a la turca”, en que odaliscas de labios encendidos
y ojos árabes ejecutaban sus contorsiones al son de músicas chillonas. Tampoco fal-
taban algunos cafés al aire libre, donde los levantinos y siriacos, llamados “alebi-
tchelebis”, lucían sus “kumbashes”, o faldas de seda multicolor, lado al lado con
efendis de ademán grave e irónica reserva, cuyos ojos parecían clavados en una
muchedumbre incolora (y de rostros a veces marcados por la horrible llaga alepina),
que llenaba las aceras y recorría a caballo, en coches o en automóviles las calles prin-
cipales, y sobre todo, el “gran paseo”, que se extendía desde los arcos del Serrallo en
línea casi recta y al través del pequeño e inmundo río Köik, hasta la estación del
ferrocarril de Damasco.

Durante esos días se esperaba la llegada del Mariscal de Campo von der Goltz
Pachá, recién nombrado General en Jefe del VI Ejército, que guarnecía el frente
de Bagdad, o sea la frontera turco-irana desde el vilayato de Musul hasta la pro-
vincia otomana de Irak-Arabi, en la Baja Mesopotamia.
Entre los varios miembros de su Estado Mayor que le habían precedido figu-
raba el capitán Bader, encargado de la sección de telégrafos, que acababa de llegar
del frente francés y había tomado, de paso por Mamoureh, una docena o dos de
fotografías de los deportados armenios en medio de sus miserias.
Encantado de verse dueño de tan interesantes clichés, que no cesaba de ponde-
rar, y temeroso de que se le fueran a echar a perder, resolvió hacerlos revelar por
uno de los mejores fotógrafos de Alepo.
Así se hallaban las cosas, cuando, a la hora de cenar del día siguiente, se pre-
sentó el capitán Bader (quien, más que de paso sea dicho era algo corpulento), y
rugiendo como un león nos comunicó que el fotógrafo aquél le había echado a
perder todas las placas, por un descuido, aparentemente, más en realidad, y según

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

supe yo luego, por orden del Gobierno, que no reparaba en medios con tal de
impedir el que la verdad sobre las matanzas y deportaciones llegara a ser conocida
en el extranjero.
Este incidente vino a poner los puntos sobre las íes en lo tocante al incidente
mío, y a demostrar claramente por qué el Ministro de la Guerra había telegrafiado
cuatro meses antes a Teufik Pachá, ordenándole que impidiera a todo trance la
continuación de mi viaje a Constantinopla.
En Alepo tuve aquella vez también el gusto de conocer al famoso teniente
coronel von Kress Bey (hoy general von Kress), que se hallaba entonces al frente
de nuestro ejército expedicionario en Egipto. Era de Estado Mayor, alto, flaco,
afeitado, usaba lentes, y no dejaba de tener cierto parecido con el presidente
Wilson de los Estados Unidos.
De un trato afabilísimo, casi sencillo, y de sentimientos nobles y caballerosos,
era von Kress adorado por sus oficiales.
Entre los de su mayor confianza, que eran casi todos jóvenes y de armas
tomar, descollaban el comandante Tiller, futuro defensor de Gaza; el comandante
Heibey, refrendario del Arma de artillería; el príncipe Hans von Hohenlohe, que
era el prototipo del oficial de caballería alemán, y el teniente Heyden, que como
artillero no tenía rival en aquellas fronteras.
El franco compañerismo que solía reinar en el Cuartel General de von Kress
Bey, acabó por valerle, andando el tiempo, el sobrenombre de “Wallenstein
Lager”, y no sin razón, puesto que allí se dormía sobre las armas y nadie se hacía
de rogar cuando tocaban a la carga.

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Capítulo XII
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Tras una permanencia de tres o cuatro días, partí de Alepo (a eso de princi-
pios de noviembre) en un vagón de carga cubierto, que el Comisario Imperial
había tenido la amabilidad de cederme para mí solo.
En ese tiempo figuraban los furgones de ferrocarril entre los artículos de lujo,
desde el momento en que los coches de pasajeros, y sobre todo los de primera
clase, con sus forros de paño y terciopelo, tenían el inconveniente de haberse ido
convirtiendo, a causa del trasporte de tropas, en otros tantos viveros de gérmenes
y toda clase de insectos.
En la mitad delantera hice colocar las bestias, en el centro se acomodaron mis
asistentes, mientras que en la parte atrás me instalé yo mismo con mis perros lo
mejor que pude. Una alfombra, una cama portátil, un par de sillas y una mesa ple-
gable constituían todo el mobiliario, al paso que una lámpara de gasolina hacía las
veces de cocina.
Instalado de ese modo en mi hotel ambulante, que semejaba un Arca de Noé
antes que un furgón de ferrocarril, emprendí mi viaje de recreo, que había de con-
ducirme en primer lugar a lo largo del Valle del Oronte, hasta la estación de
Rayak, desde la cual se separa la vía angosta que conduce al puerto y ciudad de
Beyruth.

Siguiendo, pues, en dirección al Sur por todo el borde occidental del desierto
de Siria, no tardamos en divisar a la derecha, es decir, del lado de acá de la som-
bría cordillera del Dyebel-El-Anseriyeh (feudo en un tiempo del tenebroso Hasán,
o “viejo de la montaña”, jefe de los “asesinos”) y en la margen oriental del pantano
de Gab, que corta el Oronte, la aldea de Kalaád-El-Nedik, rodeada de las ruinas
de Apamea, que hace dos mil y pico de años solía ser una gran ciudad, segunda
únicamente a Antioquía, y plaza fuerte en que los reyes seléucidas acostumbraban
tener sus escuadras de elefantes de guerra.
Continuando siempre en la misma dirección, pasamos a eso de las 2 p.m. por
frente a Hamah, o la antigua Hamath-Epifania, cuyos habitantes descuellan por
su fanatismo. Y todavía antes del anochecer paramos junto a la antiquísima ciudad
de Homs, o Emesa, que goza de justo renombre por sus sederías, pero de la cual
desgraciadamente no se alcanzaban a ver sino los alminares y las cúpulas de sus

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mezquitas, o una que otra de sus gigantescas ruedas de agua girando lentamente sobre
las márgenes del Oronte.
Desde Homs se desprende, además de la ruta que conduce a la aldea de Tadmur,
o Tadmor, la de Salomón (donde aún se ven las ruinas de Palmira regadas en torno de
una fuente salobre, en medio del desierto), también un ramal del ferrocarril francés,
que termina en el puerto de Trípolis, o de Lámina, en que reinó en el siglo XVII el
Emir druso Fakr-Ed-Din, y que tenía fama en aquella época de ser el puerto más
importante del Monte Líbano.
Al despuntar el día doblamos la mole oscura del Dyebel-Akar, que pertenece ya
al sistema montañoso del Ars-Libnán. Y descendiendo en parte por la cuenca del his-
tórico Nar-El-Asis, o el curso superior del Oronte (que nace en las cercanías de Rayak
y forma entre el Líbano y el Antelíbano el pintoresco valle de Celiseria, o Siria Hueca),
entramos todavía de mañana en la estación de Baálbek, donde mandé desenganchar
mi vagón para ir a echar un vistazo sobre los restos de la en un tiempo celebérrima
ciudad de Heliópolis.
Y al contemplar aquel montón de ruinas de un aspecto imponente e infinita-
mente bello, que mis ojos no se saciaban de admirar, lo que más me sorprendió en ellas
fue las proporciones gigantescas en que fueron concebidas.
Allí vi, por ejemplo, extendido en el suelo y al pie de una antigua plataforma,
de que en un tiempo parece que formara parte, entre otros un bloque de piedra cua-
drado, de sesenta pies de largo por trece o catorce de alto y otro tanto de ancho, o
por mejor decir, un monolito como no recuerdo haberlo visto todavía ni aún en las
mismas pirámides de Egipto.
Y entre los restos del famoso Templo del Sol, que descansa sobre la ante citada
terraza de proporciones ciclópeas, me llamaron preferentemente la atención su pór-
tico, luego sus galerías subterráneas, que van a morir Dios sabe dónde, y por último,
cierto grupo de columnas corintias, bellísimas y gigantescas, de 22 pies de circunfe-
rencia cada una y de 80 pies de alto, a medir desde la base de sus pedestales hasta la
cúspide de sus capiteles.
Lado a lado con las ruinas de este santuario descansan en el solio del Acrópolis
también los restos del Templo de Júpiter, o de Baco (si no yerro) que, aun cuando
algo menor en proporciones que aquél, se halla igualmente construido de piedra
caliza y en un estilo corintio florido y fantástico tal vez en demasía que yo me atre-
vería a calificar de seléucida para diferenciarlo del legítimo antiguo estilo helénico.
Entre los restos mejor conservados de la citada Acrópolis, que, a pesar del
terremoto de 1758 y las devastaciones de los árabes y de Tamerlán aún sigue
siendo objeto de admiración universal, figura un edificio circular y de genealogía
dudosa, acaso el Templo de Venus (?) [sic], que se apoya en media docena de
columnas de granito al estilo jónico-corintio y parece haber sido en un tiempo un
santuario cristiano.

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Capítulo XII

Todo este conjunto de ruinas admirables y de una hermosura sin par, al igual
que las de Amanán y Maán, en Palestina y Arabia Petrea, que yo tuve también
oportunidad de poder examinar de cerca, representan, a mi modo de ver, la
prueba más fehaciente de que la civilización mundial marcha de Oriente a
Poniente, igual al sol, y arrastra tras sí, como el cometa que navega sin cesar por el
vacío, también ella en pos suya una luciente cola de ruinas y monumentos histó-
ricos de indescriptible belleza, como los que cubren por millares y quizás hasta
centenares de millares las áridas estepas y desiertos de la India cis y transgangética
y del diáfano Cercano Oriente.
De Baálbek en adelante sigue la vía costeando durante un par de horas por
todo el pie del Dyebel-El Sherki, o Antelíbano. Y luego, doblando hacia la dere-
cha, cruza la hoyada para ir a terminar en Rayak, al pie del Monte Líbano, que
según dejé dicho antes sirve de estación de empalme entre las líneas de Damasco
y de Beyruth, y se halla situada en la parte más elevada del valle, o por mejor decir,
sobre una especie de collado o altiplanicie fértil, de que se desprende y baja en
dirección al Norte el Nar-El-Asis, mientras que hacia el Sur y Sud-Oeste, el Nar-
Litani (o Leontes del Antiguo Testamento), el cual, después de atravesar el histó-
rico valle de Bekaá, va a morir entre las ondas del Mar Mediterráneo cerca de las
ruinas de Sidón y de la antigua Tiro.
Tanto la cordillera del Líbano como la del Antelíbano, que forman en sus
cumbres mesetas horizontales, sembradas de desiertos de piedra, hallábanse en
aquella época cubiertas de una espesa capa de nieve, que descendía casi hasta el
borde del valle y nutría innúmeros arroyos, cuyas barrosas aguas iban descen-
diendo por las áridas vertientes de los montes y de las torrenteras, o se lanzaban
desde lo alto de las lajas salientes hacia el fondo de los precipicios.
Y a la caída del sol, aquella tarde, me quedé asombrado, casi extasiado, ante
el cuadro sublime e infinitamente melancólico que formaban en torno nuestro las
sonrosadas cumbres del Líbano y Antelíbano, con sus capas de espesos nubarro-
nes, que cortaban los haces solares a imagen de saetas de oro, mientras que en la
llanura mística se extendían lentamente, cual negras alas, las sombras precursoras
de la noche.
Deseando conocer también a Beyruth y tomar de paso un baño de mar o dos,
dejé mis bestias con los asistentes en Rayak y abordé el tren de la mañana que en
menos de media hora se hallaba ya serpenteando cuestas arriba por toda la falda
oriental del Monte Líbano, cuyo aspecto, de aquel lado al menos, poco me
agradó.
Sus laderas desnudas de bosques y praderas ostentaban numerosos caseríos y
villorrios esparcidos por entre monótonos campos de labranza, o coronando
lomas que surcaban en diversos sentidos secas torrenteras y barrancos bermejos y
pedregosos.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

De esa manera fuimos ascendiendo durante un par de horas, hasta que por
último dominamos el cerro, desde cuya cúspide se divisaba no solamente el mar
sino también toda la fértil vertiente occidental de dicha montaña, hasta la mera
playa, que se extendía de Norte a Sur, como una cinta de oro que batían sin cesar
las verdes olas.
Y allí, recostada al pie de ese vergel inmenso, cual blanca bandada de palo-
mas, extendía la muchedumbre de sus casas la ciudad y puerto de Beyruth, cir-
cuida de olivares y viñas y jardines, en que se destacaban como columnas y
antorchas apagadas las palmeras y los verde oscuros cipreces... mientras que al Sur,
ya cerca del horizonte, vislumbrábanse sobre la orilla del mar, como pardos man-
chones, las kasabas de Saída y de Sour, construidas con los restos de Tiro y de
Sidón que hoy apenas se revelan al ignaro visitante por medio de montones de
piedra incoherentes y trozos de columnas de mármol, únicos vestigios ya de su
grandeza pasada y de sus famosos templos y alcázares, que ha venido por tierra
miserablemente, cediendo el sitio a la maleza.
La ciudad de Beyruth no deja de tener bastante parecido con Alepo, sobre
todo en lo tocante a su comercio de tránsito. Pero le lleva la ventaja de ser un
puerto de mar y punto concéntrico a que afluyen casi todas las rutas de caravanas
procedentes de la Siria Central y Meridional. Además, cuenta ella con una exce-
lente universidad americana, que ha contribuido poderosamente no sólo al des-
arrollo espiritual, sino también al adelanto material tanto de Siria como Palestina.
La bahía o puerto de Beyruth no es un puerto, propiamente hablando, sino
una rada expuesta y peligrosísima, como la de Jaffa, por ejemplo, pero protegida
por un tajamar, que en la época de vivas marejadas y agrios noroestes se torna a
veces casi inaccesible.
Debido a ello, hállase Beyruth llamada a ceder, tarde o temprano, su supre-
macía en las costas de Siria a Alejandreta, que sí es un puerto protegido y, aun
cuando insalubre hasta cierto grado, posee en cambio la ventaja de hallarse comu-
nicado con Adana, Alepo y el norte de Mesopotamia por medio del famoso ferro-
carril de Bagdad.
La ciudad de Beyruth, o la bíblica Berotay, se extiende por el flanco ondulante
de la colina de San Demetrio y se divide en la ciudad antigua y en la moderna.
Fuera de sus treinta o tal vez más iglesias, posee ella unas veinte mezquitas, de
las cuales la mayor es un ex templo cristiano, construido por los cruzados y trans-
formado más tarde por los sarracenos en santuario musulmán.
De sus ciento cincuenta mil habitantes vendrían a ser, al comenzar la guerra,
40.000 greco-ortodoxos, 30.000 maronitas, y unos 5.000 europeos. Pero, a juzgar
por los estragos que han venido causando el hambre y las pestilencias de aquella
época acá, entre sus moradores cristianos, debe de ser hoy su población preponde-
rantemente musulmana.

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Capítulo XII

De los innumerables cedros que cubrían antaño las alturas del Monte Líbano
apenas perduran hoy unos cuatrocientos o quinientos, a lo sumo, ocultos en uno
de los lugares más inaccesibles de dicha serranía.
En Beyruth me encontré con mucha gente que había vivido en las Américas,
y especialmente en la América Latina, de suerte que si no lo era el sastre quien
había permanecido durante algunos años en Buenos Aires, éralo seguramente el
peluquero quien había pasado una temporada en Barranquilla, Guatemala, o
acaso en el Callao. Todos parecían hallarse deseosos de regresar a nuestras repúbli-
cas después de terminada la guerra.
Y aun cuando algunos de sus gamonales y pudientes, llamados en turco “zen-
guinlar”, se habían hecho todavía más ricos y seguían enriqueciéndose cada día
más por medio de su cooperación y participación en los negocios escandalosos y
las extorsiones de la burocracia turca, la indigencia era grande entre la honrada y
laboriosa clase media y el desgraciado pueblo gris.
En esa época se registraban en Beyruth casi diariamente centenares de muer-
tos de hambre, a causa de que gran parte de la población cristiana del Monte
Líbano se hallaba casi totalmente dependiente de los fondos que sus parientes y
allegados solían remitirles antes de la guerra desde las Américas, o por haber inver-
tido muchos de ellos sus haberes y ahorros en fincas urbanas o empresas comer-
ciales, en vez de en fincas agrícolas, acaso porque éstas no rendían en un suelo,
bien cultivado pero en lugares relativamente pobres, como el del Líbano, dividen-
dos tan crecidos como aquéllas.
Lo cierto del caso es que a fines de 1915, más de la mitad de la población cris-
tiana del Monte Líbano se hallaba, si no pereciendo de hambre, al menos sí com-
pletamente arruinada y sin hallar manera de ganarse la vida a causa de la
paralización del comercio, de las industrias, y, en parte también de la agricultura.
Dyemal Pachá, quien de amigo de Francia se había ido tornando en su ene-
migo acérrimo, porque los triunfos de von Hindenburg le habían hecho creer que
Alemania iba a ganar la guerra, se había propuesto, al parecer, exterminar a los
cristianos de Siria por medio del hambre. Y, a fuerza de decretos que impedían la
distribución de trigo entre ellos, los fue diezmando de tal manera, que al terminar
la guerra creo que ya no quedaba sino un 60% de su clase proletaria.

De regreso a Rayak, me encontré con que, a consecuencia de un derrumbe


en la vía, no iba a haber tren aquella tarde ni al día siguiente. Y, no deseando
aguardar allí hasta que lo hubiera, resolví continuar mi viaje a caballo.
Con tal motivo, partí poco antes del anochecer, acompañado de unos
treinta gendarmes montados, y me interné por las sombrías montañas del
Dyebel-El-Sherki, o Antelíbano, en que atalayaban en aquella época numerosas
cuadrillas de bandoleros, tan audaces como sanguinarios, y cuyas crueldades

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

tenían aterrorizados a los habitantes de dichas serranías, desde Damasco hasta el


Nar-El-Kelb.
Para poder sacar el cuerpo a dichos señores, se nos hizo preciso valernos de sen-
deros solitarios y poco frecuentados, que nos obligaban en ocasiones a escalar lomas
abruptas, o a deslizarnos, casi a tientas, hacia el fondo de los precipicios.
Cerca de medianoche, hicimos alto por fin junto a una cabaña abandonada, sin
atrevernos a encender candela, ni un fósforo, por temor de atraer a los bandoleros, que
no atacaban nunca de frente sino disparaban a mansalva, primero contra las bestias y
luego contra los jinetes quedados a pie, a quienes iban tumbando unos tras otros, sin
misericordia, ya que lo que ellos codiciaban no eran prisioneros sino botín.
Desde la cresta del Antelíbano hasta Damasco se hace el descenso por tres terra-
zas sucesivas que limitan anchas grietas en forma de escalón, al paso que hacia Oriente
se extiende interminable la espantosa monotonía del yermo, o sea el “gran desierto de
Siria”, llamado por los árabes el Badiet-Es-Sham.
Este reposa en una plataforma caliza, y como el de Arabia, su estructura y com-
posición geológica lo refieren a África, siendo de notar que los depósitos de mar, de la
creta y terciario, no han pedido su horizontalidad merced a la rigidez de las platafor-
mas subyacentes, que resistió a las tensiones horizontes que engendraron los pliegues
africanos y asiáticos.
Estas convulsiones o sacudimientos sísmicos colosales no dejaron sin embargo de
producir profundos agrietamientos, por los cuales encontraron salida avalanchas basál-
ticas y torrentes de lava que, al derramarse por la superficie del desierto, fueron for-
mando a grandes intervalos enormes pedregonales o desiertos rocosos, cubiertos de
bloques de basalto oscuros, semejantes a mares petrificados, en que los beduinos suelen
refugiarse en tiempo de guerra, y que en la primavera cúbrense de un manto de flori-
das gramas, que mientras perduran ofrecen sustento a los numerosos rebaños de las
cábilas errantes por el desierto.
Entre estos laberintos de la árida inmensidad descuella por su magnitud el
Letche-Calaád-Alah, en las cercanías del Diret-El.Tulul y hacia Levante de la famosa
montaña del Haurán, o Dyebel-El-Druse, toda ella de origen volcánico, de que se des-
prenden innúmeros arroyos y riachuelos que van a morir Dios sabe dónde, o atravie-
san por canales subterráneos las ricas y basálticas llanuras del Hauran-Em-Nukra, o de
la antigua Bostra, que conquistara e inmortalizara en sus cantos el rey David.

Al aclarar el día, comenzamos a descender por el valle del bíblico Barada, que des-
pués de salir de la montaña, atraviesa la ciudad de Damasco y se derrama por la exten-
sísima planicie de Guta, o el ager damascenus de los romanos.
Sus orillas las cubrían jardines y frondosos vergeles por entre cuyas ramas se divi-
saban a veces albas moradas que, no obstante sus vastas dimensiones y la belleza incon-
testable de su estilo arquitectónico, revelaban en sus cristales rotos y cercas deterioradas

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Capítulo XII

ese eterno espíritu de abandono que parece constituir la quinta esencia y distintivo
nacional de los pueblos del Cercano Oriente.
Este detalle, unido a muchos otros más que yo había llegado a observar en ocasio-
nes anteriores, acabaron por convencerme de que pretender que los armenios, griegos
otomanos y levantinos, por el solo hecho de ser o de pretender ser cristianos, deben
hallarse forzosamente también a la altura de los pueblos occidentales, es un error tan
grande casi como el pretender que los mormones de los Estados Unidos no pueden ser
superiores a los árabes, porque como apuestos, también ellos profesan la poligamia.
Después de recorrida la mitad del valle pude observar, aunque sin precisión, sobre
la orilla izquierda y en lo alto de una escabrosa peña, algunas graderías o tumbas talla-
das en la faz de la roca, que parecían ostentar dibujos alegóricos en forma de bajorre-
lieves de orden asirio o hitita, si mal no recuerdo.
Y todavía antes de mediodía entramos en la ciudad de Damasco que, según dejé
dicho antes, se halla situada al borde de una inmensa llanura que cortan las cristalinas
aguas del Barada y en que se destacan, como islas o pardos manchones, enormes oliva-
res o una que otra de sus ochenta o noventa polvorientas aldeas.
Hacia la izquierda y recostado en la falda de una desnuda loma, llamaba distinta-
mente la atención el llamado barrio o arrabal de Saldhíe, que habitan en su parte alta
kurdos, mohadchirs, circasianos y millares de drusos, descendientes en su mayoría de
aquellos que se habían expatriado a Damasco después de las matanzas de cristianos
perpetradas en el Monte Líbano en 1860, y durante las cuales también ellos habían
representado un papel prominente.
El panorama que se ofrecía a la vista desde las terrazas de Salhíe era sobremanera
sorprendente, y con razón inspiró a Mahoma cuando éste trató de describir los verge-
les de su paraíso imaginario.
Nunca se borrará de mi mente aquel sublime cuadro…
Aquel inmenso llano de prados de esmeralda, circuido hacia el Tramonte por la
escarpada sierra del Dyebel-El-Sherki, que iba disminuyendo a medida que iba pene-
trando en el desierto, hasta que por último se perdía de vista en el horizonte en forma
de una punta violácea, el Dyebel-Haurán…
Al paso que al Poniente erguía su alba frente el Dyebel-El-Sheik, o el bíblico
Monte Hermón, destacándose como un gigante de entre los picachos y crestones de
las montañas de Galilea, cubiertos a veces de vegetación, pero también a veces desnu-
dos, como si la naturaleza hubiera querido establecer entre ellos vivo contraste.
Al llegar a Damasco, me instalé en el Hotel Victoria, que con su fachada cursi
y grotesco conjunto de decoraciones interiores hubiera podido pasar perfecta-
mente por el trade mark de Levantinismo.
Allí tuve el gusto de saludar, entre otros, también al capitán Lederer, jefe del
Cuerpo de Aviación en el II Ejército; al mayor Pohl, al comandante Fischer, más
tarde agregado militar alemán en Dinamarca, lo mismo que al comandante

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

Heibey, de que ya he hablado antes, y al distinguido y genial ingeniero alemán


Meisner Pachá a quien Turquía debe su famoso ferrocarril de El-Hadchás y varias
otras vías de suma importancia.
Fuera del barrio moderno, la plaza de correos, y tal vez uno que otro edificio
al estilo europeo en la Avenida de Dyemal Pachá y a orillas del Barada, no posee
Damasco, a mi modo de ver, cosa que llame verdaderamente la atención, ya que
sus calles son en su mayoría estrechas y desaseadas, y sus bazares de una construc-
ción incoherente e inferior a la de los de Alepo y Constantinopla.
Empero, y a pesar de que la ciudad de Damasco resulta ser poco atractiva más
bien desde el punto de vista general, desde el punto de vista histórico es ella no
sólo bella, sino hasta muy bella, puesto que además de los restos de sus famosas
murallas cuenta ella con alrededor de cincuenta mezquitas, de diversos tamaños,
entre las cuales resalta por su belleza típicamente árabe la gran mezquita de Valid,
o de los Ommiadas, que de templo pagano se convirtió en el siglo IV en la famosa
Iglesia de San Juan (aquella en que, según la tradición, solía conservarse la mano
disecada de San Juan Bautista).
Sobre los restos de este templo fue donde el sexto Califa ommiada mandó
edificar la celebérrima antes citada mezquita (de un esplendor fabuloso, según las
crónicas árabes), que más tarde saqueó y en parte destruyó el vandálico Temerlán.
Al uno contemplar este santuario y la no menos célebre mezquita de Omar,
en Jerusalén, débese convenir en que los templos musulmanes llevan por lo gene-
ral y reflejan en sus líneas y en la arcatura de sus incomparables cúpulas, no sólo el
desarrollo mental de los pueblos que los concibieron, sino también lo elevado y
hasta sublime a veces de la fe o fanatismo que los inspirara.
Fuera de dicha mezquita, llaman en Damasco la atención también la de
Sananiyeh, con sus minaretes cubiertos de azulejos verdes, y la de Tekiyeh, a ori-
llas del Barada, o el Abana del Antiguo Testamento, que adornan igualmente dos
alminares y fue construida en el siglo XVI por no se sabe quién, para que sirviera
de albergue a los “hadchis”, o peregrinos, ya que de Damasco se desprende el
“derb-el-hadch”, o la ruta de la romería, por la cual aún transitan todos los años
las caravanas de los Creyentes, que van en peregrinación a la Meca.
Y a medida que las horas iban transcurriendo, iban desfilando ante mi mente
impresionada los restos del antiguo arco de triunfo, la capilla de Abrahán, o de
Ananías, la Calle Recta, el trozo de la muralla por el que descolgaran a San Pablo
durante su fuga, y tantos otros monumentos históricos, como otros tantos puntos
luminosos en el denso brumaje de la tradición.
Damasco posee, si mal no recuerdo, una población de alrededor de doscien-
tos mil habitantes, de los cuales más de tres cuartas partes son mahometanos.
Entre sus industrias descuellan las de armas blancas, obras de ebanistería, jabones,
perfumes, tafiletes, tejidos de seda y algodón, etc., cuyos productos, unidos a los

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Capítulo XII

de sus ricas vegas, la constituyen en una de las ciudades más opulentas del
Cercano Oriente.
Su puerto de salida al mar es Beyruth. Pero si los cristianos libaneses, y sobre
todo los maronitas, siguieren en su empeño de querer separarse definitivamente
de Siria, nada tendría de extraño que el comercio de Damasco buscara con el
tiempo una nueva salida por la vía de Palestina, o sea por el puerto de Jaifa (con el
que se halla ya comunicada por medio de una vía doble y ancha)… causando así
la ruina, si no total, al menos sí parcial de Beyruth, puesto que el ferrocarril de
Bagdad, que termina en el puerto de Alejandreta tiene monopolizada ya la mayor
parte del comercio de la Siria y Mesopotamia Septentrionales, que hasta no hace
mucho todavía solía ser tributario también de los puertos de Beyruth y del de
Lámina, o Trípolis, en el Monte Líbano.
Durante la última tarde que pasé en Damasco, o Es-Sham, como la llaman
los árabes, fui a visitar las célebres “tres casas”, la una hebrea, la otra cristiana, y la
tercera musulmana, que figuran entre las maravillas de dicha ciudad a causa de sus
lucientes embaldosados de mármol y el lujo asiático de su mobiliario. Por la noche
asistí a un banquete en la suntuosa residencia de Meisner Pachá. Y a la mañana
siguiente partí para Palestina, satisfecho de los cuatro días que había pasado en la
antigua capital de los Ommiadas.
Tras varias horas de viaje a través de una región basáltica y a trechos ondu-
lada, que cubría una sombra verduzca cual presagio feliz de una temprana cose-
cha, pasamos por frente a la estación de Derea, o Deraát, de que se desprende el
ferrocarril de E-Hedchás, y dejando atrás las ricas llanuras del Haurán con sus
aldeas construidas de bloques de basalto negro, comenzamos a descender en auda-
ces serpentinas por las vertientes del pintoresco Vadi-Es-Sheriat, o Nar-Rekad,
cuyas prístinas aguas se deslizan como una cinta de plata por todo el fondo del
valle, sombreadas a intervalos por soñolientos boscajes de palmeras, hasta que por
la tarde nos detuvimos ante la estación de Samarra, que orilla el lago de
Tiberiades, o de Genezareth. Luego, después de atravesar el Jordán, que de allí en
adelante se llama el Sheriat-El-Kibir y se dirige en línea casi recta al Sur, en pos del
Bar-El-Lot, o Mar de Asfaltites, que es el Mar Muerto, entramos al anochecer en
la estación de Afuleh, situada en todo el centro de la histórica llanura de Esdrelón
y al pie de la cien veces sagrada ciudad de Nazaret.
La madrugada siguiente, dejamos a la izquierda, como una mancha de rosa
sobre el firmamento, el Monte Garizim (de tradición sagrada entre los samarita-
nos), lo mismo que la histórica ciudad de Nablus, o Sichem, la del Antiguo
Testamento. Y tras un día de descanso en la pintoresca Ramleh, que dorna el con-
vento español de San José de Arimatea, llegamos ya oscureciendo, el 20 de
noviembre, a la ciudad de Jerusalén, donde me hospedé primero en el Hotel Fast,
y luego en el suntuoso St. Pasulus Hospiz, cuyo Superior, el Pater Dunkel, y los

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

Reverendos padres Sonnen, Müller y Spargel, que le ayudaban en la dirección de


tan benéfico establecimiento, me recibieron con la más franca hospitalidad.
Y allí, en medio del lujo y de la calma, pude disfrutar por fin de algún sosiego
y tranquilidad mental, que harto falta me hacían en el estado de postración ner-
viosa casi en que me hallaba.
Durante aquellos días, felices para mí, fui a visitar uno por uno los principa-
les edificios y monumentos de la milenaria Hierosolyma, desde la Iglesia del Santo
Sepulcro hasta el Jardín de Gethsemani y la Fuente de María, en el valle de
Josafat… y al terminar mi correría llegué a la conclusión de que, para describir ese
mundo de impresiones gratas y de desengaños de los más profundos que parece
evocar Jerusalén en el ánimo de todos aquellos que la han visitado con deteni-
miento, vale más quizás no describirlos, sino pasarlos por alto…, aun cuando no
fuera sino por respeto al nombre sagrado de dicha ciudad.
Lo único que sí me permitiré observar, a título de explicación, es que al
darme cuenta del contraste tan enorme que ofrecían el silencio majestuoso y la
serena belleza de la mezquita de Omar, comparados con el culto casi pagano de
los grasientos sacerdotes griegos del Santo Sepulcro y su altar mayor que seme-
jaba hasta cierto grado una tienda de quincallería, aquello tanto me desilusionó
y desagradó, francamente, que de haber sido pagano en vez de cristiano, quién
sabe si ahí mismo no me hubiera declarado en pro del Dios único y de Mahoma
su Profeta.
Ojalá que bajo el control inglés acabe Jerusalén algún día por convertirse en
una ciudad sagrada de verdad, y sobre todo en una ciudad aseada, tanto desde el
punto de vista físico como moral. Con esto creo que lo dejo dicho todo.
Y en tanto me hallaba visitando cierta mañana el convento franciscano de
Emaus, que cubre los restos de la casa en que Nuestro Señor Jesucristo se reveló a
sus Apóstoles, me sorprendió un telegrama del coronel von Kress, ordenándome
que partiera en el acto para Bagdad, a ponerme a las órdenes del mariscal von der
Goltz, que había solicitado mis servicios.
Excuso decir: qué satisfacción no me causaría semejante nueva. Y, sin dete-
nerme más tiempo que el necesario para arreglar mis maletas y despedirme de los
buenos padres, salí aquella misma tarde de Jerusalén con rumbo a Mesopotamia
por la vía de Damasco, Alepo y Musul…, aún cuando con el presentimiento de
que aquel viaje había de acabar mal para mí a causa de la presencia de Halil Bey
(entonces ya Halil Pachá) en Bagdad, quien en esos días había llegado a dicho
frente en calidad de General en Jefe de las fuerzas del Irak-Arabi y Segundo del
Mariscal von der Goltz.
Este cambio de cosas tan inesperado había ocurrido de la manera siguiente:
Después de la derrota del teniente coronel Askeri Bey en las inmediaciones
de Basorah, a principios de la guerra, se fueron las fuerzas turcas batiendo en reti-

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Capítulo XII

rada, perseguidas de cerca por los ingleses, quienes no les daban ni tregua ni des-
canso y las llegaron a acosar de tal manera, que, al ver a sus mejores tropas desmo-
ralizadas y casi en plena fuga, se hizo trasladar Askeri Bey al interior de su carroza
(ya que ambas piernas se las había llevado una granada) y se levantó la tapa de los
sesos de un pistoletazo.
Muerto Askeri, hízose cargo de los restos del ejército expedicionario en la
Baja Mesopotamia el coronel Nur-Ed-Din-Bey, quien, con los refuerzos que le
enviara Halil desde Musul, derrotó entonces a los ingleses en las cercanías de
Ktesifón, o sea a cuatro pasos de Bagdad, y los obligó a retirarse y a encerrarse en
la kasaba de Kut-El-Amara, sita sobre la margen izquierda del Tigres y a unos
ciento y pico kilómetros río abajo de dicha ciudad.
Cuando Halil oyó que la victoria había sido ganada gracias a la llegada opor-
tuna de los refuerzos que él había mandado desde Musul, reclamó y obtuvo los
laureles de dicho triunfo debido a la gran influencia de que gozaba como tío del
omnipotente Ministro de la Guerra Enver Pachá. Y, no satisfecho todavía con
vestir plumaje ajeno, pues el verdadero vencedor habíalo sido Nur-Ed-Din,
reclamó y obtuvo Halil igualmente el puesto de General en Jefe de las fuerzas del
Irak-Arabi en sustitución de dicho coronel, que también esta vez le fue sacrificado.
Y después de la muerte del Mariscal se quedó como colmo de descaro, hasta
con el mando supremo del VI Ejército, que, cual era de esperarse, tampoco tardó
en deshacerse entre sus manos como un copo de nieve en día de verano.
De esa manera había sido, pues, como Halil había logrado ascender de
teniente coronel a Pachá y Segundo del Mariscal von der Goltz en menos tal vez
de nueve meses y merced únicamente a sus intrigas y a su parentesco con el
Ministro de la Guerra, Enver Pachá.
A mi llegada a Damasco, no hice sino cambiar de tren. Y en Alepo apenas me
detuve un par de horas. De suerte que el 12 de diciembre me hallaba atravesando
el puente de Cherablus, o Europus, la de los mitani, que hace cuatro mil años
figuraba ya como una de las ciudades más florecientes del antiquísimo imperio de
los hititas.
De la banda opuesta del río, rumbo a Levante, comienza ya la franja occiden-
tal de la Alta Mesopotamia, que el Eufrates baña en su tortuoso curso hasta el
lugar que ocupan las ruinas del Circesium, y se halla separada de “la gran llanura
desierta” por el río Chabur, o Jaboras de la Biblia, que allí desemboca y nace al
parecer de entre un sinnúmero de manantiales y de arroyos que se desprenden de
la plateada cordillera del Karadcha, o Monte Masius de los antiguos.
Pero la falta de riego disminuye la fertilidad de esta comarca, que corres-
ponde a la antigua Osrone e integraba en un tiempo el Bajato de Urfa.
Y en la región situada hacia el Tramonte de Rakah extiende sus llanuras
onduladas la mitológica Migdonia, o Antemusia, la de los romanos…, donde

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

todas las rosas son rojas, y donde aún yergue sus vetustos murallones la famosa
fortaleza de Nisib, o Antioquía-Migdonia, que por espacio de tres o cuatro siglos
detuvo el avance de las hordas partas, neopersas, etcétera.

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Capítulo XIII
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El 12 de diciembre, según dejé dicho antes, cruzamos el Eufrates por el


puente de Cherablus, y, dejando atrás la Siria de los seléucidas, que semejaba un
camposanto de ciudades antiquísimas, entramos de pleno en Mesopotamia, que
parecía un cementerio de antiquísimas ciudades. Lo único en que se diferenciaban
era en que conforme en Siria las ruinas de las urbes se han ido acumulando unas
sobre otras, a guisa de estalagmitas, a causa de la estabilidad de su sistema monta-
ñoso y a lo bien definido de las cuencas de sus ríos, en Mesopotamia, por el con-
trario, los restos de sus ciudades se han ido esparciendo en sentido horizontal a
consecuencia de la inestabilidad del curso de sus ríos, sobre todo del Eufrates y el
Tigris, que con sus numerosos tributarios representan, por decirlo así, el sistema
hidrográfico de aquella extensísima región.
De ahí proviene la razón por la cual los no iniciados se sorprenden a veces por
las ruinas de ciudades antiquísimas, como las de Hatra, por ejemplo, regadas sobre
la superficie del desierto, sin darse cuenta de que a miles de años debió de haber
pasado por junto a ellas probablemente algún río caudaloso, o acaso algún canal
de irrigación importante que por haber ido cambiando de curso durante el trans-
curso de los años el uno, o haberse cegado el otro, acabaron por causar la ruina de
dichas ciudades y de sus zonas agrícolas correspondientes.

Habiendo partido temprano aquella mañana, pasamos al declinar la tarde por


frente a la estación de Arab-Bunar, donde seis meses antes había ocurrido el inci-
dente aquél con los deportados aliados. Y dejando a la izquierda las ruinas de
Charreh y de Samatar, saltamos a tierra en la madrugada siguiente junto a la his-
tórica kasaba de Ras-Ul-Aín, o Resaina, la de los antiguos.
Allí me proveí de víveres. Y, acompañado de un piquete de gendarmes de a
caballo, me interné por el azafranado desierto de Mesopotamia, sobre el que se
enarcaban azules lejanías, moteadas de albas nubecillas, que cual copos de nieve se
veían flotando, inmóviles, sobre el horizonte, en tanto que en el Tramonte flame-
aba y destellaba, apenas perceptible ya, la nívea cumbre del Monte Karadcha, y al
Sur y Este se extendía infinita la gualda superficie de la pampa, o el terrible des-
ierto del Badiet-Es-Sham, feudo de las cábilas Shamars, que para esa época se
habían ido convirtiendo en una verdadera plaga, acechando y asaltando las cara-

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

vanas que transitaban por la ruta que íbamos siguiendo y que tres, cuatro y
cinco mil años antes habían recorrido ya los ejércitos triunfantes de Alejandro,
Ciro, Nabucodonosor, Nabopolasar, Sardanápalo, Assurbanipal, Totmes,
Nino, Semíramis, Nemrod y tantos otros ilustres y legendarios conquistadores
de la antigüedad.
Tras doce horas de marcha llegamos, ya oscureciendo, a una aldea kurdo-
árabe, llamada Kuds-Arab, donde a fuerza de amenazas logré que nos cedieran una
vivienda en qué poder pasar el resto de la noche. Y una hora después llegó el kai-
makán de Dey, a quien los árabes habían despojado en el camino de sus bestias de
silla y de las de su escolta.
Atormentado por la plaga, y con la vista irritada por el humo de estiércol de
camellos con que mis asistentes iban alimentando un fuego lento a fin de protegerse
contra el intenso frío de la madrugada, me alegré de verdad cuando al amanecer pude
montar nuevamente a caballo. Y, sin querer esperar siquiera el desayuno que el “mugh-
tar” había mandado preparar para nosotros, nos internamos una vez más por el desier-
to, hasta que a eso de las 10 a.m., echamos pie a tierra en las inmediaciones de
Veran-Shehir, o mejor dicho, ante la casa señorial de Osman-Agha, tío y sucesor del
célebre Jefe de los kurdos Milis, Ibrahim Pachá, quien siete años antes había perecido
con casi toda su gente durante su malograda sublevación de 1908.
Era Osram Agha un anciano de aspecto venerable, el cual, para festejar nuestra
llegada, hizo sacrificar y asar entero un camellito, que luego nos fue servido colocado
sobre un montón de pilau, de un metro o tal vez más de alto.
(Este alimento se compone de cebada, ligeramente sancochada y secada al sol,
que, preparada con manteca de vaca, resulta muy gustosa y se asemeja bastante al
arroz horneado).
Como huésped de honor me tocó, por supuesto, sentarme el primero a la mesa,
o mejor dicho, con las piernas cruzadas sobre una alfombra en que descansaba el
enorme azafate de zinc, que servía de base a la pirámide de pilau con el camello
asado colocado encima. Y únicamente después de haberme sentado e invitado a los
demás a hacer otro tanto, fue que nuestro anfitrión y los principales jefes de la tribu
se acomodaron a su vez en torno del azafate; y arrollándose las mangas, comenzaron
el procedimiento de formar con las manos bolas de pilau, que iban engullendo con
una constancia y regularidad asombrosas. Tales bolas iban, como es de suponerse,
acompañadas de sendas presas de carne, que dichos señores arrancaban con los
dedos y colocaban a veces, en señal de deferencia, en las bocas de sus vecinos o de
aquellos a quienes deseaban honrar y distinguir.
Y mientras me hallaba luchando y batallando a brazo partido con una costilla
del susodicho camello, me quedé contemplando, no recuerdo ya por qué razón, a un
anciano de ojos lacrimosos, que estaba sentado frente a mí y ocupadísimo, al pare-
cer, en formar con ambas manos una de aquellas horribles y grasientas bolas que,

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Capítulo XIII

después de terminada y como colmo de desgracia mía, me ofrendó con un grave...


«büürenes beym».
No deseando desairarlo, le di las gracias. Y, deseándole cien años más de vida,
me la comí con los ojos cerrados.
Después de nosotros se sentaron a la mesa los guerreros y los libres. Luego, las
mujeres y los niños. Y, por fin, los esclavos, puesto que en el interior del país, y sobre
todo en las grandes casas señoriales, existen todavía esclavos de ambos sexos; pero
son muy bien tratados y se casan a menudo con los hijos o las hijas de sus amos.
Durante el régimen antiguo, o sea en tiempos del sultán Abd-Ul-Hamid para
atrás, solían ser muchos de los mejores generales y grandes dignatarios del imperio
ex-esclavos (blancos, por supuesto), y de preferencia, circasianos.
Según parece no faltaron casos, y dicen que hasta numerosos, en que éstos lle-
garon a casarse con princesas de la Familia Imperial.
Después del almuerzo nos lavamos las manos en “agua corriente”, lo cual
quiere decir con agua que los criados nos iban vertiendo sobre ellas desde ánfo-
ras de cobre plateado, puesto que el Alcorán prohíbe el uso del “agua estancada”
para las abluciones. Y, recostados en cojines de seda, que cubrían las alfombras
por doquiera, nos pusimos a tomar café y a fumar cigarrillos o pipas de agua, al
paso que nuestro anfitrión, con su halcón de caza descansándole sobre la dies-
tra, relataba con palabras sentenciosas episodios de los muchos ras, que cuando
joven había conducido contra sus crueles e irreconciliables enemigos los
Shamars, cuyo recuerdo le emsombrecía la vista.
En casi todas esas casas señoriales acostumbra haber un empleado especial que
no se ocupa sino de preparar el café, que tuesta, muele y cuece en la presencia de
todos, y sirve después a los concurrentes en tacitas diminutas, sin azúcar, esto es,
amargo como la quinina.
El recibimiento que solían dispensarme los jeques árabes y kurdo-árabes de
aquellos contornos, en poco o nada se diferenciaban del que acabo de describir,
excepto, por supuesto, que no todos podían sacrificar camellos en honor mío. Los
más tenían que conformarse con carneros, y algunos hasta con una cabra. Pero así y
todo, ninguno permitió jamás que me alejara sin haber gozado antes de su franca y
leal hospitalidad. ¡Mashalah!
El alimento de los beduinos del desierto se reduce todavía a lo que solía ser ayer
y hace miles de años, esto es, a leche cuajada o fresca, queso y pan, o mejor dicho,
tortas de trigo, avena o cebada cocidas al rescoldo o entre las cenizas de las hogueras.
Los más acomodados agregan a ello a veces un pedazo de carne asada o algunas acei-
tunas. Pero de ahí no pasan. El café y el tabaco, en cambio, no les falta nunca. Ni
aun a los más pobres.
Los árabes de las ciudades, tanto en Siria como en Palestina y Mesopotamia,
no son frugales por lo general, como sus hermanos del desierto, sino quizás todo

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lo contrario; de donde proviene que resultan flojos y relajados las más de las veces,
y en ocasiones hasta afeminados.

Al despertar el día, partimos en medio de un grupo de notables, que nos


acompañó durante un buen trecho del camino, y dejando a la izquierda una pla-
nicie inclinada y sembrada de escombros, que algunos suponen ser restos de la
célebre ex-capital de Armenia, Tigranocerta, entramos en Tel-Armeni, que se
recuesta al pie de la cordillera del Karadcha, cuyas desnudas lomas y contrafuertes
descienden casi verticalmente a la llanura, formando algo así como una costa
rocosa y cortada a pico, en la que se apoya, semejante a un mar, la gualda y polvo-
rienta superficie del desierto.
Y sobre esa mole de color cobrizo, rayano en granate, que se extendía inter-
minable de Naciente a Poniente, alzaba su erizada crestería un solitario cerro,
coronado por la ciudad de Mardin, que siglos antes desafiara y resistiera victorio-
samente hasta a las hordas del sanguinario Tamerlán.
De su famosa ciudadela, llamada Shubah-Kaleh, ya no quedaban en pie, sino
algunos torreones derruidos y lienzos de murallas desmoronadas, mientras que de
su en un tiempo numerosa población cristiana, apenas una docena o dos de nes-
torianos que, no se sabe todavía debido a qué milagro, pudieron escapar con vida
de la matanza que el Vali de la provincia, Reshid Bey, mandara celebrar allí el 24
de junio de 1915.
Dotadas de una belleza escénica incomparable, ofrecen las montañas y con-
tornos de la ciudad de Mardin a veces cuadros que, por lo vastos y lo solitarios,
recuerdan vagamente esa extraña penumbra y ambiente misterioso propios de las
antiguas catedrales medioevales, cuyas oscuras y elevadas naves hacen vibrar como
campanas místicas las fibras más recónditas del corazón humano.
Durante los veinte años que me hallo vagando a través del mundo, desde el
interior de Alaska hasta Indo-China, y desde Anadir y Kamchatka hasta el Cabo
de Hornos, no recuerdo, francamente, haber visto nunca un cuadro semejante a
aquél, que pude admirar en cierta ocasión y a la caída de sol desde las almenadas
torres del castillo de Mardin.
Aún me parece ver esos desiertos y espantosas soledades de Mesopotamia
extendidos a mis pies como un océano inmenso de oro líquido, que se iba tor-
nando imperceptiblemente en disco colosal de oro bruñido, y por último, en una
enorme y violácea amatista, cuyos destellos íbanse apagando a medida que el
sereno cielo de la Asiria se iba inundando de luces cambiantes y de flameantes
regueros de exquisita pedrería.

La kasaba de Tel-Armeni, o Kotch-Hisar, ostentaba entre otras también las


ruinas de un antiguo santuario cristiano, por cuya cúpula de ladrillos, en parte

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Capítulo XIII

derrumbada, que permitía entrever el azul del cielo, entraban y salían constante-
mente centenares de palomillas blancas y aplomadas, mientras que tres o cuatro
cuadras más allá, hacia el Poniente, surgía de en medio de un caos de escombros
y chozas derrumbadas una torre cuadrada y solitaria, construida con bloques de
basalto negro.
De entre estas ruinas, oscuras y sombrías, se destacaban como un par de
cisnes dos kioskos de mármol o de piedra blanca, que, además de por sus inscrip-
ciones me llamaron la atención por cierto aroma, que conocía de antes. Y al
ponerme a indagar su procedencia retrocedí aterrado ante un par de pozos o cis-
ternas repletos de cadáveres cristianos en un estado avanzado de putrefacción... y
un poco más adelante me sucedió lo propio con otro receptáculo subterráneo,
que, a juzgar por el olor insoportable que despedía debía hallarse también repleto
de mortecino.
Luego, y como si aquello no bastara, por doquiera que se esparcía la vista no
se veían sino cadáveres insepultos o apenas cubiertos de montones de piedras, que
permitían entrever algún mechón de pelo ensangrentado o acaso alguna pierna o
brazo carcomido por las hienas.
Después de aquello y cuando regresé al poblado, o a la casa, mejor dicho, del
jefe militar de Tel-Armeni, en que me hallaba hospedado, supe por su ama de
llaves, que era nestoriana y el único ser cristiano superviviente de aquella matanza,
cómo los gendarmes y los árabes, apoyados por el populacho de Tel-Armeni, se
habían lanzado de improviso sobre la población cristiana, acuchillándola despia-
dadamente y sin darle tiempo siquiera para defenderse.
Y cuando aquella joven, de negra cabellera y ojos azules y tristes, llegó a darse
cuenta de que yo no era turco sino cristiano, se arrojó a mis pies como una
Magdalena, mientras que en mis oídos seguían vibrando, como la carcajada de
una hiena, las cínicas palabras del Gran Visir Talaát Pachá... «¿Las matanzas? ¡Qué
va! ¡Aquello sólo me divierte!».

El 17 de diciembre partimos de Tel-Armeni temprano para llegar si fuera


posible todavía de día a la kasaba de Nisibin, de que nos separaban doce horas de
marcha a través de una estepa estéril y polvorienta. Y sin tener que registrar, afor-
tunadamente, más novedad que un pequeño encuentro con los habitantes de
cierta aldea kurdo-árabe, llamada Amed-Köi, llegamos por fin a la histórica
Nisibin, que, fuera de algunas ruinas, insignificantes más bien, y un cuartel hami-
diano de vastas proporciones, en nada recordaba ya aquella célebre ex-fortaleza
romana, que a imagen de Nisib, Zeugma, Rum-Kaleh y Samosata había defen-
dido igualmente por espacio de varios siglos la gran ruta de caravanas que por
junto a ella conduce contra las impetuosas hordas de los partos y de los persas a las
órdenes de Cosróes, Sapor, etc.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

Habiendo llegado más tarde de lo que pensábamos, y no deseando moles-


tar a las autoridades o a mis pobres asistentes, que venían rendidos, en vez de
hacer desembalar mi cama pasé el resto de la noche acostado sobre un pupitre
de la escuela pública. Y a la mañana siguiente vino a saludarme y a ponerse a
mi disposición el capitán Husein Effendi, jefe de las 4ª y 5ª compañías de
ametralladoras, que iban también con destino a Bagdad.
Aprovechando tan excelente oportunidad, mandé mis bestias de carga
por delante, junto con las de él, mientras que yo, acompañado de mi escolta,
fui a examinar las pocas ruinas que aún subsisten de la un tiempo celebérrima
Nisibin, y que encontré esparcidas indistintamente por ambas márgenes del
Chag-Chaga, o Hela, el de los antiguos, tributarios del Chabur.
Acto continuo seguimos la marcha sobre las huellas de Husein Effendi y
sus compañías de ametralladoras, que conducían lo largo del extremo meri-
dional de cierta zona fértil y sembrada de aldeas, que se extiende al Naciente
y en dirección nord-este de Nisibin, y va costeando por todo el pie del anti-
guo Mons Masíus, llamado hoy Tur-Abdin.
Y mirando hacia el Sur noté una sombra azulada destacándose en el hori-
zonte. Era la sierra del Dyebel-Abdul-Asis, que surge cual isla solitaria de
entre las ardientes arenas del Badiet-Es-Sham, y que a miles de años protegía
del «simún» a la altiva Síngara, capital del reino de los Chatti, de que apenas
quedan ya vestigios.
Poco antes de mediodía, cuando ya nos íbamos internando bastante por
el desierto, encontramos junto a un reguero de sangre y a la vera del camino,
o huella, mejor dicho, que íbamos siguiendo, varios sacos conteniendo víve-
res. Y por las impresiones de un centenar de cascos sin herrar, que cubrían la
pampa alrededor, comprendimos en el acto lo que había sucedido.
Alertados por esas señas, y con las armas calzadas, continuamos la
marcha, atentos a cuantas nubes de polvo se arremolinaban en torno nuestro
o en el horizonte, hasta que poco antes del anochecer tropezamos con un
piquete de tropa que había salido en busca nuestra por orden de Husein
Effendi, a quien, a pesar de sus máquinas, los beduinos habían atacado aque-
lla tarde. Media hora después nos apeamos ante el derruido blockhouse de Kirk-
Bilek, donde encontramos ya acampadas a las compañías de ametralladoras, y
supimos que las provisiones aquellas habían sido de la pertenencia de un par
de gendarmes a quienes los beduinos habían asaltado también y acuchillado
para robarles sus bestias.
Y cuando en la mañana siguiente se despejaron las brumas que cubrían la
pampa, columbramos en el horizonte, envuelta en vaporoso halo, la mole azul
del Monte Dyebel-Sínchar prolongada majestuosamente en lontananza, cual
cabo gigantesco en medio del mar.

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Capítulo XIII

Entretanto habíamos reanudado la marcha a través de la tostada estepa,


que de ahí en adelante ostentaba a trechos oscuros pedregonales y rastrojos
raquíticos, por entre los cuales serpenteaban a veces tenues hilos de agua cris-
talina que iban a morir en el desierto o a desembocar en el Chabur, tributario
del Eufrates.
Y a medida que las horas iban transcurriendo iban aumentando los blo-
ques de basalto, tanto en número como en tamaño, y los campamentos de las
cábilas rebeldes, que cubrían el horizonte de banda en banda, se fueron ocul-
tando gradualmente entre las ondulaciones del terreno, hasta que por último
nos perdimos de vista en medio de un caos de rocas gigantescas, que al cabo de
otra hora cedieron el puesto al diminuto valle de Demir-Kapu, o “del portón
de hierro”, que surcaba un bellísimo riachuelo, abundante en truchas, y en el
cual divisamos, recostado al pie de una rocosa loma, un pequeño blockhouse,
guarnecido por gendarmes, que me sirvió de albergue aquella noche.
El resto del día lo dediqué a la caza, que parecía abundar en las márgenes
de aquellos tributarios del Chabur, donde las gacelas y los antílopes son fre-
cuentes, y los jabalíes hasta numerosos.
Además del oso y de los lobos, que abundan en la vecina montaña del Tur-
Abdin, existen todavía en esas estepas ondulantes y pedregosas la pantera, el
asno montaraz, el leopardo-chita, y quizás uno que otro de esos leones de
melena corta y rizada que ostentan los frisos de orden asirio y babilónico.
Y en el corazón del yermo se encuentran aún avestruces, con cuyas plumas
los beduinos solían adornar hasta no hace mucho todavía las astas de sus lanzas.
Las hienas son muy frecuentes por allá y se encargan con los buitres y los
chacales de la limpieza pública en el desierto.

El trecho más peligroso de la ruta que íbamos siguiendo lo representaban,


incuestionablemente, los setenta kilómetros que separan a Demir-Kapu de
Auvenat, y que yo me había propuesto recorrer al día siguiente sin hacer esca-
las, en primer lugar, porque en él no se encontraba ni una gota de agua, y
luego, por ser aquél el terreno precisamente que solían escoger los cábilas para
asaltar a las caravanas, sobre todo durante la noche.
Estas habían acabado por volverse tan atrevidas, que ya no respetaban ni
aun a los mismos destacamentos de caballería regular, a cuyo cargo quedaba la
vigilancia de ese trozo de la ruta.
Viendo que el ganado de las ametralladoras no estaba en condiciones de
recorrer dicho trayecto en una sola jornada, hice echar por delante nuestras
bestias de carga y, acompañado únicamente de mi escolta, me interné por el
desierto, cuya superficie, a pesar de ser sólo las seis de la mañana, parecía ya
temblar bajo la acción candente de los rayos del sol.

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Así fuimos avanzando una hora tras otra, hasta que el gendarme que nos pre-
cedía regresó a rienda suelta y nos informó haber visto una nube de polvo arremo-
linándose en el horizonte, y que al parecer se iba acercando a gran velocidad.
Comprendiendo por aquel indicio de lo que se trataba, ordené a la escolta
que se desmontara, y, ocultando las bestias en una depresión del terreno, nos
atrincheramos a toda prisa en torno a ellas, esperando la llegada de la “harca”, que
seguía acercándose rápidamente con las ropas al desaire y montada en inquietos
caballos. Dos de entre sus miembros llevaban lanzas mientras que los 34 restantes
armas de fuego.
Al notar que los estábamos aguardando, hicieron los beduinos alto fuera del
alcance de nuestros rifles, consultaron un rato, y, desplegándose en orden de bata-
lla comenzaron a galopar en torno nuestro, en forma de un círculo que se iba
estrechando cada vez más, hasta que, llegando a 300 o 400 metros, se fueron lan-
zando unos tras otros al suelo, disparando y volviendo a montar, pero con una agi-
lidad y rapidez que en nada quedaban atrás de la de nuestros indios goajiros en
acción.
Viendo que ni aún así contestábamos a su fuego, nos juzgaron desarmados,
probablemente, o armados sólo de pistolas, puesto que después de otra consulta se
lanzaron decididamente a la carga... que era lo que yo deseaba..., de suerte que
cuando ya no se hallaban sino a un centenar de metros de nosotros, abrimos
contra ellos un fuego a discreción que hizo rodar por el suelo a tres, e indujo a los
restantes a retirarse a brida suelta, pues el beduino, no obstante su valor personal
indiscutible, no se avergüenza de huir a la desbandada cuando tropieza con resis-
tencia seria.
El turco, por el contrario, una vez que se lanza a la carga, ya no retrocede.
He aquí la verdadera razón por que los árabes han sido casi siempre vasallos de
los turcos, tanto otomanos como seljúcidas, y demás pueblos conquistadores de
origen turano, y lo volverán a ser, indudablemente, en época ya no muy lejana, a
juzgar por las amenazas de los Emires y demás príncipes árabes “de hacer causa
común con los otomanos si los aliados persistieren en su empeño de no querer reco-
nocer la absoluta independencia de Siria, Mesopotamia, Palestina, etc.”
De los tres prisioneros que habíamos hecho, el uno se hallaba moribundo, al
paso que los dos restantes, apenas levemente heridos. Y como entre nosotros el
único rasguñado era yo, seguimos la marcha con los dos individuos aquellos
atados a las colas de nuestras bestias de carga, más no sin haber dejado antes
recado a la cábila, por medio del gravemente herido, que si nos volvían a moles-
tar, fusilaríamos a sus compañeros.
A poco de habernos alejado, se fueron juntando los beduinos en torno de
aquél, quien, según parece, les comunicó lo que yo les había dejado dicho, puesto
que en el acto se separó uno de ellos y, parado en los estribos se nos fue acercando

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Capítulo XIII

con el brazo alzado. En consecuencia, y como a juzgar por su presencia, traje y


armas, el Sheik, o jeque de la cábila, debía de ser él, fui a su encuentro unos cuan-
tos pasos, y, después de escuchar lo que había de decirme, le prometí soltar nues-
tros prisioneros antes de llegar a Auvenat, ya que dichos individuos, según me
contaba el jeque con gran ingenuidad, eran pobres y padres de familia que habían
participado en dicha expedición únicamente para tratar de mitigar la indigencia
en que se hallaban sumidos los suyos.
Creo del caso mencionar aquí que la mayoría de las cábilas del desierto aún
siguen organizando todos los años sus ras, o expediciones a mano armada que auto-
rizan el Alcorán y el Asiha-Asita, y en que sólo toman parte los bravos entre los
bravos o aquellos que desean juntar a todo trance el mahar o sea la dote para su
matrimonio, puesto que el árabe no cede su hija así nada más al pretendiente, sino
sólo a cambio de una suma igual o a ser posible mayor todavía a la que él mismo ha
tenido que pagar a su suegro por su mujer, lo cual tiende a demostrar que el desquite
y la revancha no son privilegios exclusivos de la civilización europea.
Y como la mujer cabileña, tanto nómada como sedentaria (feláh) guisa, lava y
hasta sirve de bestia de carga a su esposo, y le teje la ropa, ara el campo, cuida del
ganado, y cría sus hijos, nada tiene de extraño, pues, el que su padre exija de su
futuro yerno a cambio de ella siquiera el precio de una vaca de leche o de una yunta
de bueyes, si fuere pobre; mientras que si rico, una docena o dos de dromedarios.
De esas expediciones ras, en que, de paso sea dicho, la bulla y los disparos son
muchos, mientras que los heridos pocos, provienen las eternas rivalidades y feudos
entre las cábilas del desierto, y sobre todo su afán por desquitarse a costa del vecino
«h» de las pérdidas que les infligiera su vecino «x».
Y ya que de los árabes estoy hablando, me permitiré observar, a título de curio-
sidad, que entre los beduinos, contrariamente a lo que sucede entre los felahes, los
matrimonios son por lo general matrimonios de amor, a causa de que las cabileñas
no llevan velos, y, en parte también, merced al aislamiento casi completo en que
suelen vivir las diferentes tribus; motivo por el cual los hombres y las mujeres se
conocen y se tratan ya desde niños.
Prueba de ello nos la ofrece la poesía árabe, que a imagen del alma del desierto
suspira y vaga eternamente en pos de horizontes de honor, cielos de olvido.
Y cuando ya nos íbamos acercando a Auvenat, mandé poner en libertad a nues-
tros prisioneros, con un saludo para su jeque, un regalo para ellos mismos y unas tar-
jetas postales ilustradas para sus chiquillos, quienes para aquellas horas debían de
estar aguardándolos y quizás hasta llorando, allá, en el corazón del desierto.
Desde Auvenat se columbraba perfectamente hacia el Naciente ya la mon-
taña del Sínchar, que se extendía de Oriente a Poniente en forma de una meseta
prolongada, de altura uniforme, y cubierta en su parte superior de cierta sombra,
como indicando bosques, o al menos la existencia de espesa vegetación. Y de sus

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faldas y vertientes, que surcaban corrientes de aguas vivas, sombreadas por palme-
ras, higueras y granados, se alzaban a intervalos tenues columnas de humo azu-
lado, señalando el lugar donde sus moradores, jésidas casi todos, se hallaban
descansando tras las faenas del día en sus negros aduares o aldeas de orden troglo-
dítico, y en parte talladas en la roca viva.
Enemigos acérrimos de los musulmanes, habitan los jésidas en extraña y apar-
tada serranía desde hace ya miles de años, y llevan el nombre de “adoradores del
diablo”, no acaso porque adoren a Belcebú, sino porque lo temen al extremo de que
matan a cualquiera de entre ellos que llegare a pronunciar su nombre, porque se dice
que de saberlo aquel, podría tomarlo por una burla y vengarse en todos ellos.
De Auvenat en adelante fue cesando el desierto gradualmente, hasta que
transcurridas algunas horas acabó por convertirse en una zona bastante bien cul-
tivada, y en la cual se destacaban a intervalos la borrosa silueta de alguna aldea
amarillenta y rodeada de aviats, en que apagaban su sed los rebaños, o la copa de
un solitario siaret, en cuyas ramas deshojadas habían colgado los transeúntes peda-
cillos de trapo, como para recordar al cielo algún favor pedido..., mientras que al
Norte divisábanse como una sombra azul las montañas del Zagros y el Hakiari,
cuya zona septentrional había recorrido yo ya seis meses antes, durante aquella
famosa retirada nuestra a través de los desiertos de nieve del Alto Bothan.
Y después de otra jornada de sesenta a setenta kilómetros, cuando ya nos
íbamos cansando de absorber tanto polvo, comenzaron a dibujarse al fin, en el ful-
gente cielo de Mesopotamia los alminares y las blancas cúpulas de la ciudad de
Musul, a que los argentinos rayos de la luna contribuían a dar el aspecto de una
de aquellas ciudades encantadas de que nos hablan los cuentos de las Mil y Una
Noches.

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Capítulo XIV
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“Semejante a un magnífico parterre cubierto de flores, en que el arte del jardi-


nero ha concentrado los rayos solares”, y protegida de los helados vientos del
Norte por las montañas del Zagros y del Antetauro, dirígense las llanuras de
Mesopotamia marcadamente hacia los Trópicos y hacia el Ecuador.
“¡Qué contraste tan grande entre estas comarcas fértiles y las tristes soledades
de esa región, llamada Armenia, esa vasta Siberia, que, inclinada hacia el Cáucaso,
no aspira nunca al dulce aliento de los vientos tropicales, y cuya atmósfera no
recibe de los mares vecinos sino partículas impregnadas de frío polar!”
Esta es la manera florida al par que acertadísima con que se expresa cierto ilus-
tre anónimo al tratar de describir la diferencia de climas que ha existido siempre y
seguirá existiendo durante todavía muchos miles de años por venir entre aquellas
dos partes inseparables de Mesopotamia, que contienen las cuencas del Tigris y del
Eufrates. Y si juzgo acertadísima dicha descripción, es porque la naturaleza ha dado
a cada una de dichas dos regiones un carácter físico especialísimo, que en vano pre-
tenderá la industria humana cambiar ni aun modificar de una manera sensible.
Mientras dure el equilibrio actual del Globo, seguirán acumulándose los
hielos sobre los ventisqueros del Monte Dyahudí... y las ondas candentes del shir-
gat continuarán soplando sobre las lívidas arenas del Badiet-Es-Sham..., y Armenia
no verá desaparecer la nieve de sus Alpes ante los rayos del sol de mediodía, que
en otra región muy cercana queman comarcas semitropicales.
Mesopotamia, aun cuando más feliz que aquella en apariencia, debe en gran
parte al clima su molicie, esa indolencia fatal que atrae a las razas aventureras de
por doquiera y ha sido causa siempre de su tiranía doméstica.
Armenia y el Kurdistán, con sus marcados accidentes, forman parte del con-
junto de dislocaciones y fronteras de la cuenca mediterránea, mientras que el valle
de Dyesiret no es sino la plataforma indo-africana, que vino de cierta suerte a hun-
dirse como una cuña entre las cadenas iranas, de un lado, y los pliegues del Líbano
y del Antetauro, por otro.
Ambas regiones se diferencian también étnicamente: la primera se la reparten
los armenios y los turcos, mutua e irreductiblemente enemigos, al paso que los
llanos se hallan ocupados por los árabes, entre los cuales abundan los nómadas
beduinos, que siguen practicando como sus antepasados el bandidaje.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

“Armenia, Babilonia y Mesopotamia (observa nuestro anónimo) mucho


tiempo olvidadas de los geógrafos modernos, merecen fijar toda nuestra atención”.
“En sus comarcas se levantaron las tiendas de Abrahán y de Jacobo, y apare-
cieron las primeras ciudades y los reinos más antiguos conocidos de la historia”.
“Allí fue donde Alejandro venció a Darío, y más tarde las márgenes del Tigris
y el Eufrates fueron el sangriento palenque en que las legiones de Trayano, Juliano
y Heraclio combatieron a las famosas hordas partas y neopersas a las órdenes de
Cosróes y de Sapor”.
“En los siglos modernos dos grandes sectas musulmanas, a saber, los sunitas
y los shiitas, se disputan esas comarcas. No hay necesidad de hablar de los hom-
bres y de su efímero poder, tratándose de estas regiones, puesto que la naturaleza
nos ofrece por sí sola en ellas gran número de objetos dignos de estudio”.
“Pocas hay en el Globo donde en tan corto espacio se hallan reunidos con-
trastes tan notables: en Bagdad calores casi iguales a los de Senegambia, y nieves
perpetuas en las cimas del Hartosh y del Ararat”.
“Los bosques de abetos y de encinas se hallan en Mesopotamia casi tocándose
con las palmeras y los limoneros. El león de Arabia contesta con sus rugidos al bra-
mido áspero del oso del Tauro. No parece sino que Africa y Siberia se hallan reu-
nidas en un solo punto”.

Las montañas gordianas de Jenofonte, o los montes Gundi, llenan todo el


Kurdistán. Una ramificación, que corresponde al Zagros, o Hakiari de nuestros días,
separa el Imperio Otomano de Persia. Sus brazos inferiores terminan sólo a pocos
kilómetros de la margen oriental del Tigris, en las cercanías de Musul.
Otro de sus ramales, que arranca del Monte Dyahudí y se apoya en el Mons
Masíus, o Tur-ASbdin, pasa por entre el Tigris y el Eufrates, forma la escarpa en que
se halla situada la ciudad de Mardin, y termina en el macizo de Karadcha, hacia el
sur de Amida, o sea de Diarbekir.
Desde esta escarpa se ve desplegar hasta el borde del Golfo Pérsico una inmensa
llanura, donde la vista fatigada apenas descubre algunas ligeras ondulaciones de
terreno.
La parte meridional de esta planicie, o sea la que se extiende allende el punto de
mayor aproximación entre el Eufrates y el Tigris y se llamaba antiguamente Caldea,
o El-Sanaár, estuvo otrora cubierta de lagos, que hoy se halla en seco. Y aún en el día
se encuentran terrenos que quedan inundados siempre que estos dos ríos experi-
mentan alguna crecida, por poca que sea.
Una de las peculiaridades del Zagros consiste en que representa el ala derecha
de cierto arco de elevadas serranías, que circundan por el costado de Oriente, como
un anfiteatro inmenso, el curso central del Tigris, y forman sobre su declive un espa-
cio amplio pero de carácter indefinido, que ni es meseta ni desierto, y que en otro

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Capítulo XIV

tiempo constituía el corazón de Asiria, o Nínive, que, según reza la leyenda, fundara
Assur, hijo de Sem, no se sabe cuándo, independizaran del yugo de Babilonia Nino
y su ilustre esposa, Semíramis, para aquella época dueños y señores del mundo
entonces conocido, que se extendía desde el Mediterráneo hasta Bactriana, y del
Mar Caspio hasta Abisinia.
Fuera de una serie interminable de guerras contra su antigua metrópoli,
Babilonia, parece que la conquista de Asiria por el Gran Sesostris, faraón de Egipto,
representa el único hecho verídico y de interés culminante en la historia de dicho
país, hasta el reinado de Tuklatipalicharri, o Teglatfalasar I, es decir, hasta el adve-
nimiento al trono del primero entre los verdaderamente grandes monarcas y con-
quistadores de Asiria.
A éste siguieron a su vez los esclarecidos monarcas Salmanasar I, Sardanápalo I,
Salmanasar II y, sobre todo, Sardanápalo II, durante cuyo reinado pasó Asiria por
un período de grandísimo esplendor.
Luego, en tiempos de Beloko IV, vuelve ella a extender sus alas de Naciente a
Poniente, esto es, desde el Indo al Nilo. Más bajo el reinado de sus sucesores
comienza y sigue la gloria de Asiria declinando, hasta acabar por convertirse en
humillante vasallaje y dependencia de Babilonias, del cual vino a salvarla por último
Teglatfalasar III, el fundador de la célebre dinastía de los Sargonidas, cuya historia,
no obstante su gran esplendor, se redujo más bien a una serie interminable de gue-
rras contra Israel, Judea y Babilonia, a las cuales vinieron a poner fin las fuerzas com-
binadas del meda Ciajares y del liberto sátrapa Nabopolasar, quienes acabaron de
una vez para siempre con el célebre reino de Asiria, arrasando sus campiñas y destru-
yendo casi todas sus ciudades más importantes, inclusive su simbólica capital,
Nínive, con sus famosas torres escalonadas, revestidas de azulejos y ladrillos esmal-
tados, o relieves de caliza y alabastro; con sus soberbias murallas almenadas de cin-
cuenta pies o más de elevación; con sus templos construidos sobre enormes
plataformas y dotados de terrazas, a que se ascendía por medio de planos inclinados
en vez de escaleras, y, por último con sus grandiosos palacios de mármol y alabastro,
de imponente belleza, que parecían obras de arte acabadas en materia de cerámica,
alfarería y vitrería, y que embellecían colosales estatuas de diorita, genios alados y
cubiertos de cuneiformes inscripciones, bajorrelieves o frisos exquisitamente cince-
lados, y detalles decorativos en azul, gualda, negro y lapislázuli, que revestían sus
columnas y paredes e inundaban a veces hasta sus fachadas exteriores.
Dotados de un gobierno monárquico, militarista y despótico, profesaron los
asirios, al igual que los babilonios, durante muchos siglos el monoteísmo, personifi-
cado por... El, el Ser Supremo que no tiene nombre, el Creador y Creado al mismo
tiempo, etc., es decir, por aquella divinidad que los babilonios solían llamar
Marduk, Bel o Baál, y representaban rodeada de divinidades secundarias, titulares
de los pueblos y naciones a ellos sometidos.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

Su lengua era de origen semítico y emparentada con el arameo, mientras que


su escritura cuneiforme. Y aunque hija de Babilonia, los monumentos asirios
apenas remontan al siglo XII.
El período de mayor esplendor que llegó a conocer Asiria cayó entre los siglos
IX y XII. Y entre sus monarcas más esclarecidos descollaron Assurbanipal y el
Gran Sargón, sucesor de Teglatfalasar III.
De las grandes ciudades que en un tiempo florecieron en Asiria sólo quedan
ya vestigios, esto es, escombros sepultados, cuya existencia apenas se sospecha por
las ondulaciones del terreno que los cubre.

Sobre la llanura central de Asiria, que puede tener cerca de doscientos kiló-
metros de ancho por trescientos de largo, y se extiende desde la desembocadura
del Dyalah, o Gundes, hasta la del Zab-Superior, más abajo de Musul, subsisten
aún entre los restos de otras antiquísimas ciudades los de Apolinia, llamada hoy
Sulimaniyeh; luego los de Artemita, o Destagerda, que destruyó Heraclio y figuró
durante algún tiempo como capital de los reyes sasanidas, y los de Kerkuk, o
Corcura, con la tumba del profeta Elías, lo mismo que los de Gaugamela y Erbil,
o Arbela, de fama alejandrina, y, por fin, los de Nínive, sobre cuyo antiguo barrio
transfluvial se halla hoy situada la ciudad de Musul.
Y de Nínive al Sur descansan en ambas orillas del Tigris las ruinas de
Nemrod, luego las de Assur, o Shirgat-Kaleh; las de Birtha, hoy Tikrít, y las de
Opis, Hatra, Apamea-Mesena, etc., mientras que en la banda opuesta del Dyesiret
y a orillas del Eufrates aún subsisten los restos de Circesium, o Carchemis, hoy
Meyadin, que en un tiempo conquistara Necho, Rey de Egipto, vencedor y ven-
cido de Nabucodonosor; lo mismo que las ruinas de Resifa, Anato, Adita y diver-
sas otras poblaciones que se disputaron durante siglos los monarcas de Asiria y
Babilonia.
De estas ruinas y restos de antiquísimas ciudades, hoy aldeas o kasabas insig-
nificantes, se desprenden aún cada año las caravanas de romeros que van a besar
la piedra negra, o de los «hadchis», en el antuario de la Kaába, en la Meca, con-
forme lo habían hecho ya sus antepasados miles de años antes que Mahoma...,
cuando se juntaban también, como ogaño, por millares en esos mismos lugares,
para atravesar en caravanas los desiertos en busca de esa misma Meca, que enton-
ces se llamaba Eatripa; para besar en el santuario de la Kaába, entonces templo
pagano, también aquella misma piedra negra, de origen meteórico, y fin de vene-
rar de hinojos la estatua de la diosa Astarte, o Astaroth, que a juicio de los antiguos
representaba la tierra y por tanto la madre de los pueblos.
Los peregrinos que se van juntando allí todos los años, procedentes a veces
del lejano Turquestán o del Astrakán, ofrecen con frecuencia cuadros pintorescos,
yendo y viniendo en grupos de a pie y de a caballo por entre las estrechas y polvo-

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Capítulo XIV

rientas callejuelas y los oscuros “socos” de aquellos infelices pueblecillos, de casas


de barro y de adobe, que de no ser por las dádivas y pequeñas ganancias que les
proporcionan los romeros durante su breve estadía, dejarían de existir en poco
tiempo, puesto que carecen casi por completo de vida propia.
La salida de cada una de esas expediciones representa por lo general un acon-
tecimiento al cual preceden días de ayuno y de penitencia, ya que los grandes
desiertos de Siria y de Arabia, en que reinan de continuo las tinieblas y el silencio,
suelen sepultar bajo sus arenas anualmente a más de una de dichas caravanas.
La noche antes de la partida resplandecen en las márgenes del Eufrates innu-
meras hogueras, cuyo reflejo inunda de púrpura indecisa sus alrededores, que
cubren hileras de negros toldos y millares de rumiantes dromedarios.
Y poco antes del amanecer, cuando se comienza ya a sentir la brisa helada de
la madrugada, suena de pronto y se desprende desde lo alto de un vecino mina-
rete, como una sarta de perlas, el cántico sonoro de... ¡Lah-Ilah-Il-Lah-Lah!
Entonces aquel millar o dos de peregrinos júntanse silenciosos en torno de su
jefe, y con la mirada fija hacia el Sur, en dirección de la Meca y de Medina, se incli-
nan reverentes hasta tocar con sus moriscas frentes las cálidas arenas del desierto.
¡Lah-Ilah-Il-Lah-Lah!... suena de nuevo la voz del morabito, cuando en un
cielo de matices de rosa asoma su disco ensangrentado el sol, regio y majestuoso,
para empuñar de nuevo su cetro de oro y luz sobre aquél su reino favorito, y abra-
sar con sus candentes rayos una vez más los arenosos mares del desierto.
Y el campamento, que había permanecido hasta entonces sumido en un
silencio casi sepulcral, se despierta con sobresalto, y a las exclamaciones de los deve-
chis, que se apresuran a amarrar las cargas sobre camellos dotados de una rebeldía
innata, se une el relinche de las bestias y el ladrido incesante de los canes.
Formas humanas, envueltas en albornoces y tocadas de kefíehs, con el curvo
puñal a la cintura y el rifle inseparable terciado al hombro, se adelantan enton-
ces, montados en zancudos dromedarios de silla, llamados hedchins, o en sober-
bios corceles, para encabezar aquella caravana pintoresca, que durante su
marcha fugaz y silenciosa a través del yermo semeja una bandada de gaviotas
volando en pos de azules lejanías, o acaso alguna sierpe gigantesca, que con
miles de ojos vigila y examina el horizonte, motivo y fuente de sus constantes
preocupaciones.
Y ni las llamaradas de calor intenso que emanan de ese horno terrestre, ni la
sed parecen causar ya impresión en aquellos hijos predilectos del Profeta, bronce-
ados por el cierzo y el sol de la llanura, que con la vista clavada en el desierto aún
siguen las rutas inciertas de sus mayores, señaladas apenas por las osamentas ama-
rillentas de camellos, y que, aun cuando parezca extraño decirlo, representan toda-
vía los únicos caminos existentes a través de aquellas soledades, en que de noche
rondan las fieras y los buitres graznando alzan el vuelo.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

A veces el sonido de una flauta, de tres o cuatro notas, sirve para dar el
compás al paso rítmico y columpiado de los dromedarios, que a imagen de enor-
mes marabúes, de cuellos deformes y colgantes, prosiguen su marcha casi autó-
mata balanceando sobre sus corcovas enormes armazones de tapices (en que
suelen viajar las damas moras), o arrastrándose bajo sus cargas de alfombras, opio
y bronces, o acaso perfumes exquisitos, como sólo es capaz de producir Asia, el
continente del misterio eterno.
Nubes de polvo, tan fino que invade hasta el interior de los relojes, llenan
continuamente la vista y los oídos, los minutos se convierten en horas, y las horas
en días, mientras que la naturaleza con cruel sarcasmo dibuja en el horizonte fron-
dosos boscajes o lánguidas lagunas de aguas cristalinas, y demás cuadros tantálicos
y fatales para la mente del sediento peregrino. Manchas enormes de álcali y de sosa
residuos póstumos y testimonios mudos de aquellos que fueron fondos de mares,
parecen chispear bajo el látigo del sol, irritan la vista a través de los kefíehs, y ator-
mentan el alma de por sí ya indignada ante la debilidad del cuerpo, que con la
lengua hinchada por el efecto de la sed apenas parece conservar ya las fuerzas sufi-
cientes para seguir sosteniéndose en los estribos.
Y cuando el sol se halla a plomo sobre el horizonte, hace alto por fin la cara-
vana, y al son de voces y protestas arrodíllanse los dromedarios, al paso que los tri-
pulantes, después de devorar unos cuantos higos o dátiles secos, el pan obligado
del desierto, buscan rendidos la sombra de sus bestias, para descansar, para escu-
char el canturreo monótono de alguna feláh, o contemplar embelesados la obra
mágica del espejismo, que al dibujar en el vacío estupendo los alminares y doradas
cúpulas de alguna villa distante, parece que convierte el firmamento en una aure-
ola inmensa de gemas encendidas.
Terminada la siesta, renuévase la marcha a paso lento y a través de multitud
de lugares en que el simún ha barrido la llanura con velocidad vertiginosa, desba-
ratando médanos inestables y transportándolos a lugares distantes, al paso que la
sed azota al peregrino, y va en aumento, hasta que acaba por convertirse en un
suplicio casi insoportable ya..., cuando de pronto se estremece la caravana y las
bestias aceleran el paso. Su olfato privilegiado ha sentido la proximidad del agua.
Y en efecto. Al rato columbranse en el horizonte los vagos contornos de un
ameno oasis. Y al cabo de un cuarto de hora divísanse distintamente hasta las
copas de las palmeras, y cierto manchón, color de esmeralda, que crece y sigue lla-
mando al sediento peregrino, hasta que un grupo de jinetes hunde los cantos de
sus cuadrados estribos en los flancos de sus caballos y se lanza hacia ella para
explorar sus soledades.
Su regreso es motivo de regocijo. Y la caravana se dirige con exclamaciones de
júbilo hacia aquella fuente, que desde miles de años ha venido sirviendo de refri-
gerio a tantos y tantos peregrinos.

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Capítulo XIV

Entonces los hismétchis levantan con premura las tiendas bicolores, tejidas por
las moras con lana de camellos, mientras que alguna hánun, de rostro envuelto en
velos, saluda a los viajeros con su mirada profunda de ojos árabes.
Y cuando el sol una vez más se hunde en el Ocaso, júntanse los creyentes en
torno de su jefe, con los brazos cruzados sobre el pecho y la mirada fija hacia el
Sur, donde descansan los restos del Profeta, y el morabita, con las manos alzadas
a lo infinito, emite nuevamente su cántico sonoro de... ¡Lah-Ilah-Il, Lah-Lah! ...en
tanto que el viajero, tendido ante una hoguera, se queda contemplando atónito
aquel paraje de tristeza inmensa, en que exceptuando las risas de la hiena todo es
silencio majestuoso y eterno.

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Capítulo XV
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Cuando llegamos a Musul aquella noche, que correspondía, si no yerro, a la


del 20 de diciembre (1915), encontramos la ciudad dormida.
Los únicos seres vivientes que se divisaban deslizándose como fantasmas por
entre sus estrechas y polvorientas calles, que inundaba el manso resplandor de la
luna, eran uno que otro perro vagabundo, o acaso algún sereno golpeando con su
vara en el empedrado.
Y como la hora era ya muy avanzada para ir a molestar al consul Holstein, a
quien yo iba recomendado, hice tumbar a culatazos la puerta de un espacioso
khan, en el cual su dueño se obstinaba en no dejarme entrar, y me instalé en una
de sus mejores habitaciones, que, no obstante hallarse desprovista de muebles,
tuve que volver a desocupar casi inmediatamente a causa de la plaga, yendo a alo-
jarme en la mitad del patio, donde pasé el resto de la noche como pude.
Al aclarar el día, y en tanto me hallaba vistiendo para ir al Consulado, vino a
informarme de parte del comandante militar de la plaza uno de sus ayudantes, que
si me apresuraba podía continuar mi viaje aquella misma mañana en compañía de
la oficialidad de varias baterías de artillería de campaña, cuyo «kelek», o balsa, se
hallaba lista ya y a punto de partir para Bagdad.
Aprovechando tan excelente oportunidad hice trasladar mis efectos a bordo
de dicho kelek, al paso que mis bestias emprendían la marcha por tierra con el
ganado de las baterías.
Con nuestras balsas había partido otra, en que iba viajando el conocido ciru-
jano alemán profesor Reich, con quien llegué a relacionarme en el camino al
extremo de que la Noche Buena la pasamos juntos, acampados en la margen
izquierda del Tigris y en torno de un caldo de gallina, que el buen profesor había
hecho preparar a toda prisa para festejar el día.
A las once en punto arriamos los cables y nos deslizamos sobre las barrosas
aguas del viejo Tigris, rumbo a la antigua capital de los califas, dejando a la dere-
cha la ciudad de Musul en medio de sus murallas desmoronadas, al paso que a la
izquierda, o sea en la banda opuesta del río, cierta colina artificial, llamada
«koyunyik», o «nebi-yunus», que corona una blanca mezquita, en la cual se
supone descansan los restos del profeta Jonás, y a cuyo pie se extienden, en forma
de una sabana ondulada, las ruinas de la ciudad de Nínive.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

De la que otrora fue brillante capital de Asiria, Nínive, no quedan ya más com-
probantes visibles que los que trajeron a la luz las exploraciones de James Rich, Botta,
Layard, Rawlinson y Rassam a principios y mediados del siglo pasado.
De entre estos resaltan los restos del palacio de Senaquerib, y, sobre todo, los del
palacio de Asurbanipal, en que, además de una biblioteca conteniendo una descrip-
ción del Diluvio, hecha por los historiadores babilónicos, se encontró cierto número
de estatuas colosales en forma de toros y genios alados con cabezas humanas, lo mismo
que una vastísima colección de bajorrelieves representando escenas de caza, sacrificios,
procesiones, y muchos otros detalles que revelan de una manera admirable la vida
doméstica de los asirios.
Cuando Jenofonte pasó junto a sus ruinas, hace veinticuatro siglos, ya nadie pare-
cía recordar ni su nombre. De lo contrario, no la hubiera confundido él con Mespila
y Larisa, que eran los nombres con que los helenos acostumbraban a designar las ciu-
dades de Nemrod y de Korsabad.
Y a medida que las horas iban transcurriendo se iban deslizando en dirección
opuesta a la nuestra las azules montañas del Ravanduz, que constituían la frontera
turco-irana, y desde cuyos desfiladeros el Vali de Musul y el gallardo teniente von
Scheubner seguían amenazando con sus voluntarios el ala derecha de los rusos, acan-
tonados en las cercanías de Sauchbulak.
Esa tarde, y especialmente la noche, la pasé muy mal a causa de una fuerte irrita-
ción de la vista que me habían ocasionado el polvo y el claro de la luna la noche antes,
razón por la cual no me fue posible darme cuenta de cierto puente antiquísimo, junto
a las ruinas de Memrod, por encima del cual habíamos navegado aquella tarde, según
me contaron después nuestros oficiales.
Nemrod, o sea la segunda capital del reino de Asiria, que fundara Salmanasa I y
destruyeran junto con Nínive los medas y los babilonios, tiene el honor de contar entre
sus exploradores más asiduos también a los infatigables Layard y Rassam, que extraje-
ron de entre sus escombros los cimientos de una torre «zicurat», o escalonada, al igual
que los restos de los palacios de Assusnasirpal y Salmanasar, con el célebre obelisco
negro de su nombre.
En Nemrod fue igualmente donde dichos señores descubrieron las ruinas del
templo y palacio de Nebo, que figura entre los monumentos más notables de Asiria
que se conocen hasta la fecha.
Las exploraciones llevadas a efecto tanto en Nemrod como en Nínive, Imgur-Bel
(o Balavat) y Korsabad por Layard y por Rassam, bastan, si no para inmortalizar, al
menos sí para hacer sus nombres inolvidables ante la historia, y sobre todo, en el
mundo de las ciencias.

Entre los diferentes ríos de regular tamaño que desembocan en el Tigris por
el costado de Oriente, figura prominentemente el Zab Superior, o Zab-El-Kibir

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Capítulo XV

de los árabes, que nace en la falda occidental del Kotur-Dagh, y por lo tanto en las
inmediaciones de la ciudad de Bash-Kaleh, que ocho meses antes había tenido yo
que mandar incendiar para impedir que nuestros depósitos de provisiones y
municiones fueran a caer en manos de los rusos y de los armenios.
Al pasar por frente a su desembocadura, la mañana siguiente, no dejaron de
llamarme la atención sus límpidas aguas, de un color casi azul, que contrastaban
de viva manera con las bermejas ondas del viejo Tigris.
De ahí en adelante siguióse limitando el panorama que nos circundaba a lo
de siempre, esto es, a horizontes lisos y amarillentos; a bancos de arcilla y de arena
cubiertos de pastos secos y poblados de patos u otras aves acuáticas; a peñascos
cual costillas de roca sobresalientes, o acaso a alguna aldea inmunda, junto a la
orilla del río, habitada por árabes feláhes, harapientos y de ojos supurientos y
cubiertos de legiones de moscas.
Creo oportuno mencionar aquí que casi todos los félahes, moradores de las
márgenes del Eufrates y del Tigris, se hallaban padeciendo de la vista de una u otra
manera, las más de las veces a causa de desaseo, pero con frecuencia también por
habérsela dañado ellos mismos para escapar del servicio militar obligatorio, o por
mejor decir, para no tener que pagar la cuota de exención relativamente insignifi-
cante que solía exigirles el gobierno turco en aquella época.
Días cálidos alternaban con noches serenas, en las que el hermoso astro de la
aurora ardía cual llama solitaria sobre las silenciosas ruinas de Hatra, Birtha y
Shirgat-Kaleh, o Assur, que fundara y convirtiera en capital de Asiria el mismo
dios Marduk..., al paso que nuestros keleks, consistentes en frágiles armazones de
cañas y de varas amarradas con cuerdas y bejucos y sobrepuestas a sesenta o seten-
tas pellejos de carnero henchidos de aire, flotaban y seguían flotando río abajo, a
trechos sobre lienzos de agua serena y transparente, pero también a veces por
encima de bajos peligrosos que los hacían doblarse como hojas de papel bajo el
impulso de las olas o el peso de las baterías.
El 25 de diciembre nos sorprendió un temporal que de no habernos refu-
giado a tiempo tras un recodo del río, nos hubiera hecho naufragar conforme
sucedió algunas semanas después con la mayor parte de los «chatos» (o balsas
construidas de tablas, semejantes al Arca de Noé) en que llevaba sus aviones des-
montados, con destino a Bagdad, el capitán von Auluck.
El 26 comenzamos a deslizarnos a través de una región accidentada que, a
juzgar por su material estratificado horizontalmente, supuse pertenecer a cierta
zona de pliegues transversales que se extienden en dirección Noroeste, formando
la prolongación del Dyebel-Hamrin.
Y el 27 doblamos un escarpado promontorio coronado por los restos del cas-
tillo de Tikrit o de Virtha (¿acaso la bíblica Birtha?), que figuró durante varios
siglos como la capital de principado árabe independiente y permaneció cristiana

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

hasta mediados del siglo pasado. Mas hubo de capitular por fin y convertirse al
Islamismo a la fuerza, esto es, obligada a ello por los turcos y por los árabes.
De aquella época para acá figura Tikrit entre las poblaciones mahometanas
más fanáticas de Mesopotamia. Lo cual corrobora cierto antiguo dicho, “que los
convencidos más convencidos entre los convencidos suelen ser entre los musulma-
nes los renegados cristianos”... y explica por qué las matanzas más espantosas
fueron perpetradas precisamente en las ciudades de Sairt, Bitlis, Van y Diarbekir,
cuya población la integraban en gran parte los descendientes de antiguos renega-
dos armenios.
Lo propio ha sucedido con los «laz», o habitantes de las montañas de
Trebizonda, quienes de cristianos no hace ochenta años todavía acabaron por con-
vertirse en los musulmanes más intransigentes del Imperio Otomano.
Esa tarde llegaron también nuestras bestias. Y después de un descanso de
veinticuatro horas, partimos de Tikrit.
Todavía temprano pasamos frente a la kasaba de Mohamed-Ibn-Door, que
corona un solitario minarete de forma cuadrada u octágona, si mal no recuerdo.
Y a eso de las dos saltamos a tierra para echar un vistazo sobre las ruinas de la anti-
gua Bagdad, de que apenas quedan ya algunos girones de sus ciclópeos murallo-
nes de adobes y de tierra pisada.
Desde allí comenzaron a dibujarse ya con más frecuencia sobre ambas orillas las
aldeas y uno que otro «dyirt», que son armazones de palos, suspendidas en la margen
del río, desde las cuales se extrae el agua destinada al riego de las huertas y campos
circunvecinos por medio de una enorme bolsa de cuero atada a la punta de una soga,
de la cual tiran un búfalo o una mula, y que, al coronar la orilla, se abre automática-
mente, dejando caer el líquido contenido dentro de un reciente que lo conduce a su
vez y por medio de una cañería hacia los canales de regadío, etc.
Desde la antigua Bagdad divisábanse hacia el mediodía y en medio de un
bosque de palmeras los confusos contornos de Samarra, que figuro en el IX siglo
como la segunda capital de los califas Ommiadas y se halla aún en parte circun-
dada por algunos lienzos de sus antiguas murallas, cuyo origen, según la voz del
vulgo, se remonta a tiempos del mismo Nemrod.
Samarra llama ya desde lejos la atención, además de por su famosa torre zicu-
rat, por la cúpula dorada de su mezquita mayor, en que se conservan las tumbas
del 10º y 11º Imam, al igual que la del 12º, llamado Mohamed-El-Mahdi, quien,
según tradiciones muslímicas, resucitará en dicha ciudad el día del Juicio Final.
A causa de dicha creencia, figura Samarra entre los centros de peregrinación
de más renombre en el Mundo mahometano, y sobre todo entre los shiitas de
Persia, quienes afluyen a ella anualmente por decenas y por docenas de millares.
Después de seis horas de vueltas y más vueltas por el tortuoso curso del
Tigranis, que allí se retuerce como una boa constrictora, desembarcamos, oscure-

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Capítulo XV

ciendo ya, en su margen derecha, donde acampamos y nos embarcamos la


mañana siguiente en un tren especial que nos esperaba ya en la estación terminal
del ferrocarril de Bagdad.
De Samarra en adelante, es decir, a medida que el Tigris y el Eufrates se
siguen acercando uno al otro, como sucede por ejemplo frente a Bagdad (donde
apenas los separan unos cincuenta kilómetros) se va transformando el desierto en
un inmenso prado que no necesita sino ser regado para dar abundantes cosechas.
La zona meridional de esta región, que llevaba antiguamente el nombre de
El-Sanaár y producía de dos a tres cosechas anuales, hállase sujeta en nuestros días
a periódicas inundaciones (entre junio y julio) por causa del derrumbe casi com-
pleto del sistema de diques y canales que solía protegerla en otros tiempos contra
los desbordamientos de la pareja fluvial.
Las márgenes del Eufrates, que hace miles de años adornaban bosques de
encinas y cipreses, se hallan actualmente convertidas en inmensos pantanos sem-
brados de una maleza palustre casi impenetrable, que cubren a intervalos verdes
alfombras, moteadas de fragantes nenúfares, y en que se columbran allá y aún más
allá la copa solitaria de un taray o el deshojado ramaje de una acacia en que colga-
ran sus nidos canoras aves, rosados flamencos, pelícanos, o acaso alguna bandada
de garzas, de albos plumajes.
De las ciudades rivales de Akkadia y de Sumer, lo mismo que de las neobabi-
lónicas, no subsisten ya sino vestigios, mientras que de la altiva Babilonia, que por
espacio de dos mil años iluminara el mundo entonces conocido cual gigantesca
antorcha, no queda ya sino un montón de ruinas en medio de pantanos habitados
por fieras.

La campiña que íbamos recorriendo de Samarra en adelante no podía ser más


monótona: la constituían llanos de arcilla y de lodo endurecido por la acción del
sol, en que se destacaban a trechos grupos de palmeras, polvorientas, señalando el
curso sinuoso del Tigranis.
Unicamente ya llegando a Bagdad, es decir, al pasar por frente a la aldea de
Sheshmeh, o Kazemaín, si no yerro, fue donde por fin vino a distraer nuestra
atención confusa la cúpula dorada de una mezquita brillando como un sol en
medio de un vaso y pardo lodazal.
Y cuando nuestro «hodcha effendi» hubo extendido su alfombra en el fondo
del coche para dar comienzo a su «namus», u oración de mediodía, entró el tren
con formidable estrépito en la estación de Bagdad, situada en el barrio transfluvial
de Mahali, a orillas del Tigris.
Desgraciadamente, había sido trasladado el puente flotante que comunicaba
Bagdad con dicho arrabal a unos cuantos kilómetros más abajo del río, razón por
la cual me vi precisado a mandar pasar mis bestias en «cufas», o canastas redondas

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

de junco, de seis a ocho pies de diámetro y revestidas por fuera de una capa de
asfalto, que a lo mejor se ponían a dar vueltas en la mitad del río, asustando al
ganado y poniéndonos a todos en el grave peligro de naufragar.
Cuando volví a sentir tierra bajo mis pies, me hice trasladar al hotel François,
y por la noche fui a cenar en el club, donde encontré ya reunido un selecto grupo
de oficiales y miembros del Estado Mayor del Mariscal von der Goltz, al que en lo
sucesivo había de tener yo también la honra de poder seguir formando parte.
Entre éstos descollaba el teniente coronel von Restorff, primer ayudante de
Su Excelencia. Y como el capitán Hendrucks había pasado igualmente algunos
años en Argentina, no pasaba noche casi en que no conversáramos durante largo
rato en español.
Además de von Restorff y varios otros oficiales superiores, cuyos nombres no
recuerdo por el momento, formaban parte de dicho círculo también los médicos
mayores von Oberndörffer, Bach y Stoffels; el capitán von Auluck; los tenientes
Müller, Hauk y Lürs; el poeta Armin Th. Wegener; los cónsules Lytten y Hesse,
lo mismo que el popularísimo doctor Halle, el banquero Würst, los profesores
Koldewey y Buddensieg (quienes a pesar de la guerra, continuaban explorando las
ruinas de Babilonia), y los Srs. Püttmann, Jakobi, Lorrey, Schmidt, Kirchner y
Launer, los cuales por medio de su franqueza y compañerismo me ayudaban a
soportar mis penas y, de paso también, a ponerme al corriente del curso que
habían ido siguiendo los acontecimientos en el frente de Irak desde principios de
la guerra.

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Capítulo XVI
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Fuera del club, existía en Bagdad otro centro de reunión..., la “sucursal” de la


Milión Klein, que operaba en Persia.
En este círculo de íntimos únicamente solíamos tomar, con frecuencia también
el Dr. Stoffels y yo, nuestro Five O’Clock Tea, que empezaba con te y terminaba a
veces con champaña.
Los honores de la casa los hacía por lo general la Sra. Weber, esposa del cónsul
alemán en Teherán, y entre los concurrentes más asiduos figuraban el teniente
Müller, jefe de la sección de minas fluviales, lo mismo que el teniente Lürs, miem-
bro de la «Deutsche Orient Gesellschaft», encargada de las exploraciones de las
ruinas de Assur.
Ambos señores habían caído durante la desastrosa retirada de Askeri Bey en
poder de los beduinos, quienes después de despojarlos de cuanto poseían, los habían
soltado, desnudos, en medio del desierto, donde tres días más tarde los recogió una
de nuestras patrullas en un estado próximo a la demencia.
Además de Müller, de profesión millonario, y Lürs, quien de arqueólogo se había
convertido en uno de nuestros aviadores más audaces en el frente irano, descollaban
en dicho círculo otros dos no menos interesantes personajes a saber, el capitán asimi-
lado Mertens, quien de simple capitán de remolcador había acabado, merced a la
embriaguez casi crónica del Señor X, por sustituir a éste en el mando de la escuadrilla
de vapores armados que hacían frente al «Firefly» y demás cañoneras blindadas de la
escuadra fluvial inglesa en el Tigris, y el teniente de reserva Hauck, que resaltaba de
entre todos ellos por su extraordinaria verbosidad, y había llegado a Bagdad a princi-
pios de la guerra en calidad de oficial aspirante de arma de caballería.
Hauck no era en realidad sino un solemne bluffer, y él mismo lo confesaba táci-
tamente, pero así y todo un charmant causeur y servicial amigo, cuyos informes me
fueron sumamente útiles más tarde.
En esos días había llegado a Bagdad, procedente del frente francés, el teniente
de aviación Meier, quien, a pesar de su juventud, descollaba como uno de nuestros
mejores oficiales observadores y venía en representación del capitán von Auluck, jefe
recién nombrado de nuestras fuerzas aéreas en el Irak-Arabi.
Como aficionado al sport, me puse a ayudar a Meier a remendar unos cuan-
tos biplanos ingleses del tipo «Farman» que habían caído en nuestras manos des-

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

pués de la batalla de Ktesifón. Y, al hacer los primeros ensayos, poco faltó que no
cayéramos con máquina y todo en el Tigris. Jamás se me olvidará la extraña sen-
sación que experimenté, cuando nos falló el motor a menos de cincuenta metros
sobre las casas y palmeras de Bagdad.
Tanto von Auluck como Meier perecieron más tarde en dicho frente, después de
haber prestado servicios distinguidos, sobre todo durante el sitio de Kut-El-Amara.
En esa época se hallaban, sea de paso dicho, las relaciones entre la oficialidad
turca y alemana en el VI Ejército un tanto tirantes a causa de la excesiva ambición
de Halil Pachá quien, después de usurpar los laureles y el mando del coronel Nur-
Ed-Din Bey, se sentía despechado porque el Sultán, en vez de conferirle a él la
dirección del VI Ejército, se la había confiado al Mariscal von der Goltz.
Y, no satisfecho todavía con el mando de las fuerzas del Irak-Arabi que le
había dejado generosamente el Feldmarschall, se resentía de que éste no lo había
nombrado también General en Kefe del sector irano, o sea del frente del Irak-art-
chemi, que se hallaba al cargo del coronel Bock.
Halil fundaba sus pretensiones a dicha capitanía general en los méritos de
cierta misión diplomática cerca del Shah de Persia, de la cual había sido encargado
a principios de la guerra el capitán de fragata Rauf Bey, pero que nunca se había
llevado a cabo a causa de que en vez de proceder a Teherán, conforme se le había
ordenado, Rauf Bey había utilizado su escolta (según lo aseguraban los mismos
persas) para matar, incendiar y saquear a derecha e izquierda en territorio irano...,
regresando luego a Constantinopla con los bolsillos repletos de oro.
El vandalismo de Rauf Bey no dejó de exasperar en alto grado a los persas,
quienes de simpatizadores de los turcos acabaron por aborrecerlos y hacer causa
común con los rusos en lo sucesivo.
Este detalle, más bien poco conocido, va a demostrar por qué la proclama-
ción de la Guerra Santa produjo tan poco efecto no solamente en Persia sino en
casi todo Oriente, a pesar de las misiones de von Hentig y de Niedermeyer, quie-
nes, haciendo gala de un valor sin límites y no obstante la viva persecución de los
cosacos, atravesaron el “gran desierto irano” y no pararon hasta llegar a Kabul, en
el Afganistán.
Desde allí, una vez terminada su Misión, regresó el teniente von Hentig a
Alemania a través del continente asiático y valiéndose de miles de artimañas,
mientras que Niedermeyer, disfrazado de derviche, volvía a Turquía por la misma
vía que lo había conducido a Kabul.
Pues bien, Halil fundaba sus derechos al mando de nuestro ejército expedi-
cionario en el Iranistán en el antecitado conflicto criminal promovido por Rauf
Bey, al paso que los alemanes alegaban que el mando de dichas fuerzas correspon-
día de justicia a un oficial alemán en virtud de los servicios prestados por la misión
Klein, que había llegado a Persia casi simultáneamente con la de Rauf, más no con

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Capítulo XVI

la mira de saquear y matar, como aquélla, sino para estrechar más bien las relacio-
nes con los persas e impedir precisamente lo que Rauf Bey había provocado por
medio de su instinto de rapiña, o sea el que los persas hicieran causa común con
los rusos en contra de las potencias centrales.
Al notar Halil cierta indecisión en el Mariscal, y creyendo sin duda que for-
zando la mano podía lograr su objeto, púsose a amenazar abiertamente con retirar
las tropas turcas del Irak-Atchemi si el Feldmarschall persistía en querer nombrar
como jefe de dicho frente a un oficial germano.
Desgraciadamente, le salieron esa vez las cuentas erradas, puesto que enojado
por fin el Mariscal, encargó definitivamente al coronel Bock de la dirección del
frente irano.
Encendido aún más por ese desaire, propúsose Halil en lo sucesivo vengarse
de los alemanes, quienes, según parece, le llegaron a inspirar con el tiempo más
odio todavía que los mismos franceses.
Uno de sus instrumentos más serviles era el entonces gobernador general
interino de Bagdad, Tchefik Bey, aquel Tchefik, ex mutaserif de Bash-Kaleh, que
había hecho asesinar en su tiempo los supervivientes niños y mujeres armenios de
dicha ciudad en las cuevas de Sova.
Tchefik había sido ya confidente de Halil Pachá durante la guerra tripolitana
cuando éste no era todavía sino teniente o capitán a lo sumo. E insolentado por la
protección que le dispensaba su amo, llevó la desvergüenza en diferentes ocasio-
nes hasta el extremo increíble de desobedecer rotundamente las órdenes del maris-
cal, alegando que “¡él no acostumbraba obedecer más órdenes que las de su jefe,
Halil Pachá!”.
¡Excuso decir, qué no hubiera sucedido al buen Tchefik si en vez del bonda-
doso von der Goltz hubiese tenido de frente a un Liman von Sanders!
De esas habían pasado ya varias al mariscal en Turquía.
En otra ocasión, en tanto se hallaba explicando el Adrianópolis a un grupo de
oficiales turcos de Estado Mayor un nuevo sistema de fortificaciones que él mismo
había ideado, se permitió observar uno de ellos que dichos planes no le parecían
adoptables. Y al rogarle el Mariscal que se explicara, parece que le contestara:
«pues porque Vuecencia pertenece todavía a la Escuela antigua, la cual ya no tiene
aplicación en nuestros días».
Esto me lo refirió en Alepo un oficial turco que se hallaba presente aquella
vez y que, además de antiguo discípulo de von der Goltz, había sido también en
todo tiempo uno de sus más leales admiradores.
Los que preceden y varios otros casos por el estilo, que eran del dominio
público en el ejército, hicieron suponer a algunos pesimistas que la populari-
dad del Mariscal entre los turcos había obedecido mayormente a que les
soportaba todo.

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Semejante aserción me parece, sin embargo, no solamente desacertada sino


también en alto grado injusta, puesto que si el Mariscal era condescendiente e
indulgente con los otomanos, más lo era él todavía con los alemanes, sólo que
éstos no abusaban de su generosidad y cultura, como solían hacerlo algunos ofi-
ciales superiores jóvenes turcos envalentonados.
Ensorbecido por la excesiva indulgencia del Mariscal, no tardó Tchefik, a ins-
tancias de Halil Pachá, en iniciar en Bagdad una era de abusos francamente escan-
dalosos.
Lo primero que hizo al asumir el cargo de gobernador, fue desterrar a Musul
a cuantos comerciantes cristianos e israelitas de dicha urbe se habían negado a pro-
porcionarle (esto es, a él y a Halil) ciertas sumas que ellos habían tratado de arran-
carles a guisa de empréstito forzoso. Y entre sus numerosos decretos, que por lo
infames se resiste la pluma a describir, figuraba uno, tal vez el más inocente de
todos, en que ordenaba “que en vista del incremento que iban tomando ciertas
enfermedades en el Ejército, en adelante todas las mujeres cristianas, tanto honra-
das como rameras, habían de someterse a un examen facultativo semanal”, etc.
Semejante medida, escandalosa por demás, valió a Halil, como es de supo-
nerse, un platal, puesto que entre las mujeres cristianas de Bagdad las había millo-
narias, y las que no lo eran tampoco reparaban en sacrificios, por grandes que
fuesen, con tal de poder librarse de semejante ultraje.
Al citar estos casos, lo hago únicamente para demostrar de qué medios se
llegó a valer Halil en su loco afán por amasar una fortuna que, después de todo,
de nada le habrá servido, ya que cuando yo me ausenté de Turquía acababa él de
ser degradado a teniente coronel y de ser puesto preso, a disposición del Gran
Consejo de Guerra en Constantinopla, el cual se habrá encargado entretanto,
seguramente, no sólo de su fortuna sino también de que en adelante no vuelva a
tratar de amasar fortunas por el estilo.
Ahora, en cuanto a lo militar, llegaron las chicanerías de Halil Pachá a tal
extremo, que acabó por hacerse necesaria una línea divisoria entre la oficialidad
turca y alemana en el frente de Bagdad.
En esa época se hallaban, entre otros cirujanos alemanes de nota, el profesor
Reich y los médicos mayores von Oberndörffer, Bache y Stoffels, operando cen-
tenares de heridos turcos en los hospitales militares de Bagdad. Lo hacían dichos
señores por orden expresa del Mariscal, quien no juzgaba, y con razón, a los ciru-
janos otomanos lo suficientemente competentes para hacerse cargo de un trabajo
tan delicado al par que responsable.
Pues bien, no satisfecho aún con las humillaciones que había hecho sufrir ya
al Feldmarschall, decretó Halil, el día después de mi llegada, que dichos hospita-
les fueran convertidos en el término de la distancia en otros tantos lazaretos para
enfermedades contagiosas únicamente, razón por la cual todos los heridos, inclu-

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Capítulo XVI

sive los recién operados, fueron trasladados inmediatamente y de cualquier


manera a edificios nuevamente requisicionados, que carecían no sólo de salas de
operaciones sino a veces hasta de dormitorios adecuados.
De estos centenares de en parte gravemente heridos, una tercera parte pere-
ció en el camino, mientras que los restantes, a los pocos días, en sus nuevos aloja-
mientos, a causa de la incuria, no de todos aunque sí de muchos entre los médicos
militares otomanos, quienes en vez de atender debidamente a sus pacientes, no
parecían ocuparse sino de sus raciones y de sus pagas, que seguían percibiendo y
cobrando después de muertos aquellos..., cosa que no habían podido hacer mien-
tras el profesor Reich y sus colegas se hallaban todavía al frente de dichos estable-
cimientos.
Los facultativos alemanes que habían renunciado en globo porque compren-
dían que dicho decreto iba dirigido contra ellos, se retiraron entonces del VI
Ejército o fueron a ponerse a las órdenes del coronel Bock en el frente irano.
Y como si con aquello no bastara, hizo Halil llamar a Nuri Bey, o sea a mi
viejo compañero de Mamoureh, quien tenía fama de ser enemigo declarado de los
alemanes, y lo nombró Jefe de la Inspección general de Etapas del VI Ejército en
Mesopotamia. Allí no tardó Nuri, quien dicho sea de paso, era griego o hijo de
griego renegado (lo mismo que el teniente coronel Aghia Bey, el de Islahie) en
hacerse tan imposible, a causa de sus intrigas y su extremada falta de probidad,
que al fin y al cabo fue destituido ignominiosamente por orden del general von
Falkenhayn y desterrado a Dios sabe dónde en el desierto.
Yo creo que estos detalles deberían bastar para que cualquiera pueda formarse
una idea aproximada del estado en que se hallaban las cosas en Bagdad al tiempo
de mi llegada, y especialmente del estado a que había llegado la tirantez de relacio-
nes entre las oficialidades turca y alemana en el VI Ejército por causa de la exce-
siva ambición y rapacidad de Halil Pachá.
Pero antes de seguir adelante con mi relato, voy a delinear en breves pincela-
das el desarrollo de los acontecimientos militares en el frente del Irak, para demos-
trar por qué aquella campaña, insignificante al principio, acabó por hacer
necesaria la presencia de todo un VI Ejército, a las órdenes de un Feldmarschall
alemán.
Según dejé dicho ya en capítulos anteriores, habían desembarcado los ingle-
ses a principios de la guerra en la Baja Mesopotamia, apoderándose de paso de la
importante ciudad de Basorah, situada a unos cien kilómetros de la desemboca-
dura del Chat-El-Arab. Y el teniente coronel Askeri Bey, General en Jefe de dicha
zona militar, púsose a observar en adelante las operaciones del ejército británico
desde su campamento de Aïn-Es-Sheriat.
Si Askeri Bey se hubiese limitado a la defensiva, conforme se lo dictaba la
prudencia, el frente del Irak-Arabi no hubiera ultrapasado seguramente los lími-

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

tes del delta durante el primero y quizás hasta segundo año de la guerra. Pero,
devorado por la ambición, libró una batalla que perdió, y perseguido de cerca por
el enemigo, emprendió aquella famosa retirada o desbandada, mejor dicho, de que
ya he hablado antes.
El número de oficiales alemanes que lo acompañaba en esa ocasión no pasaba
de seis, inclusive el médico mayor Dr. Bache y otro facultativo. No bastaban, por
consiguiente, para ayudarle a contrarrestar aquella ola de humanidad, presa de
pánico, que iba abandonando impedimenta, carros de víveres y municiones, y que
en ocasiones hasta cortaba el correaje del ganado de las baterías para salvarse en él.
Los oficiales del arma de artillería no dejaron durante dicha retirada de come-
ter errores profesionales casi imperdonables, desde el momento en que en vez de
servirse del tiro indirecto plantaban sus baterías en lugares prominentes y por lo
tanto a la vista del enemigo, que, por supuesto, no tardaba en divisarlas y destruir-
las, al paso que los de infantería, porque se subían con frecuencia sobre los para-
petos improvisados, en son de alarde probablemente o para poder mejor observar
los movimientos del adversario, dando a sí a conocer a los ingleses la posición
exacta de sus fuerzas, que éstos tampoco tardaban, como era natural, en barrer con
los fuegos de su artillería.
Entonces fue cuando Askeri se quitó la vida y el coronel Nur-Ed-Din Bey se
hizo cargo de los restos de dicho ejército, con que logró por fin contrarrestar el
avance del enemigo en las inmediaciones de Amara.
Así se hallaban las cosas, poco más o menos, cuando la ofensiva inesperada de
los rusos contra Bagdad, por la vía de Ravanduz y Kermanchah, sacó de su letargo
al Generalísimo británico en la Baja Mesopotamia y lo obligó a ordenar a
Townsend que avanzara también con su división contra dicha plaza.
Según parece, protestó éste de dicha orden al principio. Pero su protesta de
nada le sirvió, pues fue sacrificado y derrotado por Nur-Ed-Din a 25 kilómetros
de Bagdad, gracias a la llegada oportuna de algunos refuerzos, y en el momento
preciso en que la caballería indostana se hallaba ya saltando a paso de vencedores
por encima de las primeras líneas de atrincheramientos otomanos.
Durante esa noche se retiró el general Townsend hacia el Sur, acosado por
sus propios irregulares, que al verlo derrotado se rebelaron y comenzaron a
saquear su tren de provisiones, mientras que Nur-Ed-Din, ignorante de su propio
triunfo, se retiraba en dirección opuesta para ir a fortificarse en torno de Bagdad.
Sólo al cabo de cuarenta y ocho horas fue cuando Nur-Ed-Din vino a darse
cuenta de la retirada de Townsend y se puso a perseguirlo. Mas en vano, puesto
que aprovechando los dos días de delantera que le llevaba se había atrincherado el
general inglés en la kasaba de Kut-El-Amara, sita en el centro de una lengua de
tierra, de forma de herradura, sobre la orilla izquierda del Tigris, que de refugio
acabó por convertírsele en un callejón sin salida, en que el tiempo de mi llegada lo

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Capítulo XVI

teníamos todavía sitiado junto con sus diez u once mil hombres, cuatro mil de los
cuales estaban enfermos o heridos, al paso que los restantes, famélicos.

La misión Klein, que he citado en páginas anteriores, fue, por decirlo así, la
precursora del ejército expedicionario turco-alemán en Persia y la obra del intré-
pido comandante Klein, quien sin más ejército ni elementos que un cheque en
blanco contra el Banco Alemán en Constantinopla, había ido recogiendo y
enrolando a cuantos aventureros germanos había encontrado en el camino,
durante su viaje de Berlín a Mesopotamia, de suerte que a su llegada a Bagdad
se componía su grupo de “elegidos” de unas 25 a 30 lanzas libres, pertenecien-
tes a todas las clases sociales (desde oficiales de reserva y profesores hasta mozos
de café), que él luego puso al frente de un contingente de persas y afganos asa-
lariados.
Rodeado de ese ejército en embrión, y aprovechándose del momento en
que los ingleses se hallaban persiguiendo a Askeri Bey, dirigióse el comandante
Klein a marchas forzadas y a fuerza de rodeos en dirección al Sur con la mira de
destruir las fuentes de petróleo de Shushter, cuyo oleoconducto terminaba en el
puerto de Abadán y proveía de combustible a la escuadra inglesa estacionada en
el Océano Indico.
Una vez cumplido el objeto de su misión, que había sido ese, y no deseando
desbandar su gente, púsose entonces el comandante Klein de acuerdo con el
cónsul Schöhnmann y varios aventureros alemanes en Persia, para hostilizar las
empresas rusas e inglesas matriculadas en dicho país.
Entre éstas descollaba por la influencia que ejercía sobre el gobierno irano
el Banco de Ispahán, que dichos señores no tardaron en desojar de todo su efec-
tivo para pagar los sueldos atrasados de la gendarmería sueca, al servicio del
Shah, la cual, en vista de tanta generosidad, no vaciló, como era natural, en
hacer causa común con Klein y sus «Helfershelfer» de ahí en adelante.
Según parece, necesitaron los oficiales de dicha misión de tres a cuatro días
sólo para contar el oro que habían confiscado..., ¡de la plata no se diga!
Y siguiendo por el derrotero que se había trazado, continuó hostilizando el
comandante Klein a cuantos rusos e ingleses halló ubicados o establecidos en el
norte de Persia, hasta el extremo de que el ministro alemán acreditado en dicho
país, el príncipe Henrique XXXIII de Reuss, temiendo represalias, puso pies en
polvorosa y no paró hasta que llegó a Bagdad.
No poco habrá influido tal vez también en la fuga de dicho caballero cierto
rumor que había comenzado a circular en esos días con insistencia, a propósito
de que el Mayor Klein y sus simpatizadores habían asaltado el Consulado ruso
y matado al cónsul, ya no recuerdo si en Ispahán o Kermanchah, pero de todos
modos en territorio irano.

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Y como para completar su obra marchó el comandante Klein sobre Teherán,


donde al llegar apostó frente a su puerta principal al teniente Hauck en un auto-
móvil... para que apresara al Shah de Persia.
Ahora bien, cuánto hay de verdad en todo esto, no lo sé, francamente. Lo
único que sí me consta, por habérmelo asegurado los mismos persas, es que la
conducta de Klein y sus compañeros dejó bastante que desear aquella vez, y que
los rusos, quienes hasta entonces habían respetado, mal o bien, pero siempre res-
petado la neutralidad de Persia, en vista de ello se creyeron autorizados para hacer
otro tanto, y atravesando el norte de Iranistán, atacaron las fuerzas del Vali de
Musul, que defendían el desfiladero de Ravanduz.
A consecuencia de ese avance inesperado de los rusos, y para impedir que
éstos fueran a apoderarse de Bagdad antes que él, fue, según lo aseguraban los
turcos que el Generalísimo británico en la Baja Mesopotamia ordenó a Townsend
que atacara a Nur-Ed-Din en las inmediaciones de Ktesifón, con el resultado
desastroso para los ingleses, que conocemos ya.
Tal era, poco más o menos, la situación en el frente irano, cuando el
Feldmarschall arribó a Bagdad, y haciendo caso omiso del comandante Klein (que
desapareció de la escena como por encanto), nombró en su lugar al coronel Bock,
quien con los refuerzos turcos y la oficialidad alemana que le asignara el mariscal
se hizo cargo de ahí en adelante de la obra de Klein y de su puñado de inexpertos
pero valientes y gallardos compañeros.

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Capítulo XVII
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Entretanto, había llegado el Mariscal de su viaje de inspección por Persia, y


pocos días después nos embarcamos para Kut-El-Amara.
Aquella fue una despedida triunfal.
Y al levar anclas nuestra nave, más de cien manos enguantadas volaron simul-
táneamente al borde de los kalpaks y a las viseras de los cascos prusianos, en tanto
que las tropas presentaban armas al son de bandas militares, cuyos acordes mar-
ciales repercutían en las estrechas calles y oscuros bazares de la antigua capital de
Haroun-El-Rashid.
Los asistentes alemanes usaban casi todos una placa de cobre con el águila
imperial prendida al pecho, para diferenciarse de los soldados de la escolta.
El uso de dicho distintivo parece que agradó poco al coronel Kiasim-
Karabekir Bey, Jefe de Estado Mayor del VI Ejército e instrumento servil de Halil
Pachá, quien en el acto se las mandó quitar, alegando que dichas águilas estaban
por demás en un ejército otomano (... bisde olmas!).
Semejante orden, que equivalía casi a un insulto y que el mariscal tuvo la
debilidad de permitir se cumpliera a pesar de la visible protesta de los asistentes en
cuestión, contribuyó poderosamente a debilitar el respeto de que habían venido
gozando hasta entonces los alemanes en el VI Ejército.
Ahora, y cambiando de tema. Como yo no había ido a Bagdad con la mira de
seguir la carrera de Estado Mayor, sino para tomar parte activa en las operaciones
de campaña, y, no deseando ser puesto a la disposición de Halil Pachá porque
comprendía que tarde o temprano se había de vengar de mí por no haber querido
dejarme asesinar por él aquella vez en el Cáucaso, rogué al mariscal que me asig-
nara a la brigada de caballería de Maghmud-Fasel Pachá, que operaba directa-
mente a sus órdenes. Y el Feldmarschall tuvo la bondad de nombrarme, además
de instructor, representante personal suyo cerca de dicha unidad, a fin de que lo
tuviera siempre al corriente de sus operaciones.
Provisto de ese nombramiento, o precioso documento, mejor dicho, que me
ponía a salvo de Halil Pachá y me permitía al mismo tiempo participar activa-
mente en las operaciones de campaña en dicho frente, me fui a recoger ya algo
más tranquilo, aun cuando todavía no del todo seguro de mi triunfo, puesto que
yo conocía a Halil y sabía que no era hombre de darse por vencido así nada más.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

Los acontecimientos vinieron a probar más tarde que mis sospechas no habían
sido infundadas.
Al siguiente día, que era el 13 de enero (1916) se presentó el tiempo lluvioso. Y a
eso de las once cayó una fuerte nevada, que a imagen de blanco sudario cubrió la
pampa, por la que se deslizaban las barrosas aguas del viejo Tigris cual hilo intermina-
ble de roja sangre.
Lo único que ayudaba a atenuar un tanto la monotonía del paisaje, eran los
«dyirts» y las ruedas de agua girando lentamente a ambas orillas, en que recortaban a
trechos sus perfiles polvorientos boscajes de palmeras y amarillentas aldeas.
Y de cuando en cuando atravesaban el plomizo firmamento con fuerte ruido de
alas, bandadas de patos salvajes, ahuyentados quizás por la vela triangular de alguna
«dhau» que sus tripulantes iban arrastrando río arriba al son de canciones lánguidas y
tristes, y que antes que canciones semejaban llantos quejidos prolongados y melancó-
licos como el horizonte del desierto.
De ese modo fuimos navegando hasta mediodía, aproximadamente, cuando del
fondo de la estepa se desprendió una espesa columna de humo señalando el lugar
donde nos esperaba el vapor en que venía a nuestro encuentro el Coronel Nur-Ed-Din
Bey. Y al rato subió a bordo el vencedor de Townsend y héroe de la batalla de
Ktesifón.
De estatura pequeña y barba punteada, a la Boulanger, ostentaba Nur-Ed-Din el
aspecto modesto al par que fiero del verdadero militar. Acababa de entregar el mando
de sus fuerzas a Halil por orden de von der Goltz, e iba con rumbo a Constantinopla,
destituido y humillado, por el hecho de haber ganado una batalla que no se había atre-
vido a librar Halil Pachá.
El hecho de haber consentido semejante ultraje y flagrante injusticia hacia un
modesto y brillante militar, como era Nur-Ed-Din, constituye tal vez la única sombra
que llegó a oscurecer la gloria de von der Goltz Pachá durante los últimos años de su vida.

Aquella tarde, o al anochecer, mejor dicho, divisamos en el horizonte una


serie interminable de tenues espirales de humo que temblorosas se iban elevando
hacia un cielo color de plomo y oro. Y a medida que seguíamos avanzando, íbase
distinguiendo cada vez con mayor claridad una serie de vapores, dhaus, mahomas,
terradas, cufas y keleks, amarrados a la orilla izquierda del Tigris, cargando o des-
cargando provisiones y pertrechos de guerra que orlaban en forma de pirámides
las verticales márgenes del río..., al paso que millares de camellos, búfalos y bestias
de carga custodiados por pastores árabes pintorescamente ataviados, pacían tran-
quilos en torno de una mancha enorme de blancas tiendas, que se perdían de vista
en el confín sombrío.
Piquetes de caballería y pelotones de infantes cruzaban sin cesar y al son de
músicas una uniformada muchedumbre, de que emanaba un murmullo incesante,

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Capítulo XVII

semejante al de un mar lejano y que apenas interrumpían de vez en cuando el


agudo relinche de las bestias, la ronca voz de alguna sirena, el canto de los Imams,
llamando a la oración, y las exclamaciones de los mercaderes persas, hebreos y
árabes, ofreciendo con lujo de gesticulaciones tabaco, aceitunas y grasientas vian-
das nuestros «askers», o quizás el imperioso «¿Quimvar?» de un centinela turco,
presentando armas o rechazando a culatazos a los intrusos..., mientras que al Sur,
ya cerca del horizonte, brotaban de entre un grupo de palmeras espesas humare-
das, marcando el sitio donde Kut-El-Amara ardía y a cañonazos defendía sus
líneas contra el tesón bravío de los osmanlis.
Esa noche la pasé yo a bordo de la cañonera inglesa «Firefly», caída en nues-
tras manos después de la batalla de Ktesifón. Y al aclarar el día partí con el
Feldmarschall para el famoso frente de Felahíe, o de Sheik-Said donde se había
iniciado una batalla, al comienzo más bien desfavorable para nosotros, desde el
momento en que, fuera de la 4ª y 5ª compañías de ametralladoras, que habían
venido conmigo desde Nisibin, y las baterías de tiro rápido, que me habían acom-
pañado desde Musul, no disponíamos para aquella época en Felahíe de más arti-
llería y ametralladoras que de media docena de baterías de mantelis, las cuales no
bastaban, a la verdad, para neutralizar siquiera el efecto de los cañones y automó-
viles blindados del enemigo.
Cuando fui a despedirme del comandante Cummerow y del coronel von
Restorff, me felicitó éste por haber sido el único, además del coronel Kiasim-
Karabekir Bey, a quien el Mariscal había concedido licencia para acompañarlo.
Ese extraño empeño de von der Goltz Pachá en no querer llevar consigo a
ningún oficial alemán, ni aun al mismo von Restorff, que era su ayudante de
campo y por lo tanto el hombre de su mayor confianza, debe de haber obedecido,
incuestionablemente, a la iniciativa de Halil, quien procuraba siempre hallarse a
solas con el Feldmarschall para poder mejor influenciarlo en favor de sus planes y
proyectos a veces harto desacertados, como, por ejemplo, cierto asalto general que
había ordenado días antes contra Kut-El-Amara sin disponer de artillería pesada,
motivo por el cual nuestras columnas tuvieron que replegarse después de varias
horas de combate, fuertemente castigadas por el fuego del enemigo.
Uno o dos kilómetros más allá de nuestro campamento tropecé con una cara-
vana, conduciendo minas sumergibles, que el intrépido teniente Müller se propo-
nía sembrar en el canal navegable del Tigris.
Era de admirar, francamente, la sangre fría de ese señor, quien sin más
compañeros a veces que unos cuantos árabes, solía atravesar a cada momento
las líneas inglesas y pasearse a retaguardia del enemigo con una impavidez
rayana en temeridad.
Al pasar por frente a Kut-El-Amara, tuvimos que dar un rodeo para evitar el
fuego de los sitiados. Y después de otra hora de viaje, mandé mi equipaje con una

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escolta de gendarmes al vivac de nuestro Estado Mayor en Sheik-Said al paso que


yo mismo me dirigía, acompañado de mi guardaespaldas y dos baqueanos, en
dirección del ala izquierda de nuestro ejército expedicionario, que cubría la bri-
gada de caballería del teniente coronel Akif Bey apoyada por la antes citada 4ª y
5ª compañías de ametralladoras a las órdenes del capitán Husein Effendi.
Dichas unidades hallábanse en ese momento haciendo frente al grueso de la
caballería enemiga que, después de fingir un ataque frontal, se había abierto en
secciones par dar acceso a su artillería de campaña y a sus automóviles blindados,
los cuales, avanzando, abrieron contra nosotros un violentísimo fuego de sorpre-
sas, que en menos de cinco minutos nos costó cuatrocientas bajas. Entre éstas
figuraba Husein Effendi, a quien un balazo había atravesado ambas muñecas
mientras se hallaba disparando en persona una de sus máquinas, cuya tripulación
había sido exterminada por la explosión de una granada.
De haber apretado el enemigo dicho ataque, hubiera podido arrollar y aplas-
tar nuestra brigada sin mayor esfuerzo, puesto que nuestra caballería no disponía
en aquella ocasión de más armas que de carabinas, sables y las máquinas de la 4ª y
5ª compañías, al paso que la enemiga nos excedía a razón de tres por uno y con-
taba además de con sus sables y sus carabinas, con lanzas ametralladoras, automó-
viles blindados, artillería de campaña, y sobre todo con el apoyo de sus lanchas
cañoneras, que amenazaban constantemente y castigaban con frecuencia nuestro
flanco derecho, sin que nosotros pudiéramos contestar a sus fuegos por falta de
artillería de tiro rápido.
Pero por fortuna y gracias a una de esas razones extrañas que no me explico
ni nadie entre nosotros supo explicarse, se replegó la caballería adversaria al ano-
checer, dándonos así el tiempo necesario no sólo para reorganizarnos sino también
para retirarnos en buen orden hacia ciertas posiciones ventajosas, a unos diez kiló-
metros detrás de Sheik-Said, que siguieron llamándose en adelante el frente de
Felahíe y abarcaban una faja relativamente estrecha de tierra firme (de 6 a 7 kiló-
metros) situada entre la orilla izquierda del Tigris y cierto pantano de vastas pro-
porciones que se extendía hasta la kasaba de Bedri, en la frontera irana.
Fuera de esta población de gran valor estratégico, en que nos hallábamos for-
tificados desde hacía días, y la antecitada faja de terreno, a que nos retiramos aque-
lla misma noche, no existía, para poder llegar a Kut-El-Amara (que sólo distaba de
allí diez kilómetros) más camino que el que conducía por la margen derecha del
Tigris, y que el enemigo había tratado de utilizar semanas antes, aun cuando sin
éxito y con graves pérdidas para él a causa de la resistencia tenaz que le habían
opuesto en las cercanías de Ali-Yendil y de Bek-Kiasim dos o tres acciones de
nuestra caballería en camellos, llamada en turco «hedchin suaris».
El golpe acertadísimo de von der Goltz Pachá al hacer ocupar esa noche el
sector de Felahíe, trancando así la puerta a las fuerzas auxiliares inglesas, selló la

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Capítulo XVII

suerte de Kut-El-Amara, que en consecuencia tuvo que capitular a las pocas


semanas.
Si el general Townsend hubiese intentado aquella vez una salida, aun cuando
sólo hubiera sido con tres o cuatro mil hombres, habría podido causar entre nues-
tras fuerzas sitiadoras un pánico semejante o mayor quizás que el que experimen-
taron nuestras fuerzas expedicionarias en las cercanías de Basorah, en tiempos de
Askeri Bey, pues esa noche no disponíamos frente a Kut-El-Amara sino de dos o
tres batallones de línea, diezmados por el tifus, y de los restos de la 45ª y 51ª
División, que en conjunto creo no llegaba ni a cuatro mil rifles.
Este hecho, poco conocido, y la incomprensible indecisión del general
Townsend, quien parecía esperarlo todo de la llegada de las fuerzas auxiliares bri-
tánicas a las órdenes del general Aylmer, hicieron exclamar a Halil Pachá, con sor-
presa, durante la rendición de Kut-El-Amara — «¡que no concebía cómo una
fuerza de ocho o nueve mil ingleses había podido rendirse a menos tal vez de cinco
mil turcos, sin haber intentado siquiera una sola salida en todo el tiempo que
habían permanecido sitiados!».
Mas voy a continuar mi relato.
Después de que el extrema ala derecha del enemigo hubo iniciado su movi-
miento de retroceso, seguí yo con rumbo al vivac de nuestro cuartel general, que
no distaba sino unos cuantos kilómetros del lugar en que acababa de librarse el
combate aquél entre la nuestra y la caballería enemiga, y sólo se diferenciaba de los
demás campamentos que cubrían la pampa por la bandera insignia del General en
Jefe del VI Ejército, que se agitaba nerviosa sobre la tienda del Estado Mayor.
Por doquiera que se extendía la vista, no se columbraban sino trincheras
abandonadas, avantrenes volcados, carros destrozados y demás impedimenta,
mientras que a nuestra vera, en la margen del Tigris, dibujábanse en un cielo ana-
ranjado los pardos contornos de una aldea, de cuyos tejados brotaban humaredas,
que se arremolinaban y volvían rojas, en tanto que las fachadas acribilladas se des-
plomaban bajo la acción del fuego constantemente rectificado del enemigo.
Y todavía más allá se destacaban, humeantes, los lienzos de paredes de la que
horas antes había sido una pequeña aunque floreciente kasaba, entre cuyas ruinas
una fuerza nuestra hallábase librando en ese instante un combate al arma blanca
con el enemigo.
A mi llegada al vivac, fui a saludar a Halil, quien como buen diplomático me
recibió con demostraciones de la más viva complacencia. Y mientras nos hallába-
mos conversando de otros tiempos, acaso recordando episodios de la guerra en el
Cáucaso, comenzó la noche a extender sus sombras sobre las fronterizas montañas
de la Persia, en tanto que al Naciente se iba revistiendo el horizonte de un espeso
manto de humo, que teñían de púrpura los incendios y rasgaba de vez en cuando
el vivo parpadeo de la artillería, cuyo fuego iba en aumento.

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Luego, al echar una mirada sobre el campamento, noté que a pesar de la reco-
mendación hecha por el teniente coronel X a la hora de nuestra partida de Bagdad
a varios oficiales turcos de Estado Mayor, de que “al mariscal no fuera a faltarle
nada”..., éstos lo habían alojado en una pequeña y desaseada tienda, en que uno
no podía entrar sino agachado, al paso que ellos mismos se hallaban instalados con
todas las comodidades imaginarias en magníficas toldas de lona impermeable, de
que se habían apoderado junto con otros objetos de lujo en el campamento aban-
donado de los ingleses después de la batalla de Ktesifón.
En dicha tenducha encontré al Mariscal recostado en un mísero catre. Y al
mirarlo, tan solo, comprendí en el acto que estaba pasando hambre. Parece que los
turcos no le habían brindado en todo el día ni un vaso de agua siquiera.
Excuso decir que al notar aquello llamé a mi asistente y le hice servir a Su
Excelencia un trozo de pan y una lata de sardinas que llevaba casualmente en las
cañoneras de mi silla.
Sentado en aquel maltrecho catre y haciendo honor a tan modesta cena, me
fue entonces relatando el mariscal episodios de su viaje a la Argentina, que pare-
cían haber dejado en su memoria recuerdos sumamente gratos y, sobre todo,
duraderos, pues no se cansaba de ponderarlos.
Nunca se me olvidará la franqueza encantadora de ese insigne y modesto
general, cuyo único defecto consistía en haber sido tal vez generoso y leal en
demasía para con los turcos, quienes tan ingratamente habían de pagarle los veinte
o treinta años que con abnegación había dedicado al desarrollo de su potencia
militar.

Entretanto había cerrado la noche, y el fuego de la artillería, que había ido en


aumento constantemente, acabó por consumir proporciones tan alarmantes, que el
Mariscal juzgó necesario ordenar a Halil apresurara la retirada de sus fuerzas hacia las
antecitadas posiciones de Felahíe para impedir que la caballería adversaria fuera a
tratar de repetir su movimiento envolvente de aquella mañana. E igualmente me
ordenó que acompañara a dicho general, atento siempre a cuanto sucediera, y con la
advertencia final de que, en caso de algún evento imprevisto, se lo comunicase inme-
diatamente por medio de un expreso.
Para permitir a mis asistentes unas cuantas horas de reposo, harto merecidas,
partí entonces solo, montado en mi caballo favorito «Mesrur», que tenía aparejado a
guisa de polo pony, con la cola y las crines recortadas y las rodillas provistas de protec-
tores. Y para completar la descripción de este fiel compañero mío, agregaré que era de
color negro mosqueado, de pura raza circasiana, veía de noche como de día, y pare-
cía sentir placer en saltar por encima de las trincheras, por anchas que fuesen.
Pues bien, en tanto íbamos trotando en dirección al frente, nos alcanzó un
emisario del Mariscal, trayéndome instrucciones adicionales. Y al volver para

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Capítulo XVII

seguir la marcha, me encontré con que Halil y los suyos habían desaparecido
mientras tanto en la oscuridad.
Afortunadamente, pasó en esto por allí un oficial de órdenes, quien creía
haberlos visto dirigiéndose hacia cierto farol verde que se columbraba flameando
en lontananza, señalando la retaguardia del 40º regimiento de la 52ª división, que
junto con la 35ª y la brigada de caballería del teniente coronel Akif Bey formaba
el grueso de nuestras fuerzas combatiendo aquella noche en Felahíe, o Sheik-Said
contra el ejército británico a las órdenes del general Aylmer, que venía en auxilio
de Kut-El-Amara.
Y a pesar de las preguntas que iba haciendo a los jefes de las reservas y demás
unidades que afluían incesantes hacia el frente, no me fue posible dar con el Pachá
y su séquito, hasta que por último tropecé con un piquete de caballería, cuyo jefe
parecía hallarse casi seguro de haberlos visto momentos antes un poco más acá de
nuestros primeros atrincheramientos, o sea junto a la línea de fuego.
Resuelto a no pederlos de vista, por habérmelo ordenado así el Mariscal, atra-
vesé a todo galope el campo de tiro que la artillería adversaria barría en sentido hori-
zontal par entorpecer el avance de nuestros convoyes de municiones, y un cuarto de
hora más tarde me hallaba vagando completamente encuadrado en todo el centro
del «no man’s land», o sea la zona de acción en que se cruzaban los fuegos de la
infantería amiga y enemiga, y en donde nuestro frente y el de los ingleses se confun-
día en ocasiones de tal manera, a causa del movimiento de retroceso por secciones
de nuestras tropas, que las más de las veces no alcanzaba a darme cuenta de si me
hallaba todavía aquende o ya allende nuestra línea de combate.
En medio de aquella noche oscura, cual boca de lobo, y el fuego atronador de
la batalla, que apenas permitía entreoír como en un sueño las voces de mando de
los oficiales y los toques de silbato de las clases graduando el fuego, no se veía hacia
adelante y hacia ambos lados sino el rojo destello de los fogonazos y el verdi-azul
chisporreteo de los disparos, formando algo así como una valla sulfurosa, que iba
serpenteando cual sierpe luminosa de Norte a Sur a través de la llanura.
Y a despecho de las balas que seguían graneando en torno nuestro con un
seco chasquido, semejante al granizo, y de los proyectiles, que estallaban a veces
sólo a cortísima distancia de mi caballo, continué avanzando cautelosamente, bus-
cando una salida de aquel caos, cuando de pronto tropezó mi bestia con una fila
de lanzas, de astas de bambú, clavadas en el suelo, y unos cuantos pasos más ade-
lante me alertó un centinela indostano, a quien por fortuna pude despistar gracias
al yelmo de corcho que llevaba puesto y a la respuesta que le dirigí en inglés.
Calculando por la posición de las lanzas y la del centinela que nuestro frente
se hallaba detrás de mí, volví grupas... y hundiendo las espuelas en los flancos de
mi bestia salí de allí como flecha disparada, saltando por encima de muertos, heri-
dos y trincheras sembradas de lucientes bayonetas, hasta que el fragor de la bata-

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

lla se fue apagando y el humo de la pólvora disminuyendo, mientras en lonta-


nanza flameaba y destellaba la esmeraldina luz de la 52ª división.
En llegando junto a ésta, encontré a su coronel y a su Plana Mayor rendidos
de cansancio y tumbados al pie de sus cabalgaduras en el fondo de un embudo
excavado por la explosión de un avantrén. Y como mi caballo y yo necesitábamos
igualmente de algún reposo envolvíme en mi capote y echéme al suelo, hasta que
al rato aparecieron por allí el Jefe de Estado Mayor de nuestro ejército expedicio-
nario y su ayudante, caminando a gatas, para orientarse sobre el rumbo que había
ido tomando nuestra retirada, al paso que Halil y su séquito se habían quedado un
par de kilómetros más atrás, a fin de evitar el fuego de la artillería enemiga.
Obtenidos los informes deseados, partimos los tres, y al cabo de veinte minu-
tos nos desmontamos junto al Pachá, a quien encontramos conversando anima-
damente sobre una loma con los tenientes coroneles Isaák y Akif Beys.
Debido a la oscuridad, no pudo Halil reconocerme al principio, y siguió con-
versando y criticando al Mariscal, hasta el extremo de calificarlo de «zevale igh-
tiar», que equivale a “viejo cretino”, lo mismo que lamentando la orden de
retirada que éste le había pasado en el momento preciso en que, según decía él, la
batalla se estaba decidiendo en favor nuestro..., razón por la cual tanto a él (esto es
Halil) como a su brillante ejército se les había escapado de entre las manos una
gran victoria.
Al notar que todos aprobaban sus palabras menos yo, se me fue acercando y,
reconociéndome al fin, retrocedió un poco desconcertado. Mas, recobrando su
natural impavidez, y esperanzado quizás con la idea de que no lo había entendido,
me dijo con aire risueño: «De Nogales Bey, Ud. como que ha aprendido ya a
hablar el turco, ¿no es verdad?».
«Sí, señor», le contesté en el acto, «y me extraña muchísimo», continué
diciéndole— «que Ud. critique de esa manera y ante todo el mundo a su jefe y jefe
nuestro, es decir, al mariscal von der Goltz, a quien todos debemos la libertad y
quizás hasta la vida, puesto que de haber repetido el enemigo su movimiento
envolvente de esta mañana, nos hallaríamos a estas horas Ud. y nosotros, y el resto
del ejército tal vez, o muertos o prisioneros de los ingleses».
Y al acabar de decir aquello, saludé, di media vuelta a la izquierda, y fui a
fumar un cigarrillo junto a mi caballo.
Al regresar al vivac aquella noche, nos extraviamos a causa de que al oficial
guardia se le había olvidado mandar encender cierto farol encarnado que nos
había de servir de guía. En consecuencia, pasamos varias horas errando por entre
los campamentos de diversas unidades que cubrían la pampa en todas direcciones,
hasta la madrugada, cuando llegamos por fin a nuestro destino, mas demasiado
tarde ya para yo poder comunicar mis impresiones al Feldmarschall, quien había
regresado entretanto a Kut-El-Amara.

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Capítulo XVII

Después del desayuno, y en tanto me estaba preparando para ir a incorpo-


rarme a la brigada de Maghmud-Fasel Pachá, se presentó en mi tienda de cam-
paña el Jefe de Estado Mayor de nuestro ejército expedicionario, y en nombre de
Halil me ordenó que me pusiera inmediatamente a las órdenes del jefe de la caba-
llería divisionaria, el coronel Akif Bey.
Comprendiendo al vuelo de lo que se trataba, hice ensillar, y, atravesando el
Tigris un par de kilómetros más arriba de Oum-El-Barrán, me dirigí a marchas
forzadas hacia el campamento de nuestra brigada, situado junto a una aldea de
nombre El-Asiz, a orillas del Chat-El-Nil, que desemboca en el Eufrates frente a
la colina de El-Kasr.
Yendo como íbamos, bien montados y favorecidos por un tiempo fresco, casi
frío, a causa de otra nevada que había caído durante la noche, cruzamos a nado tanto
el Chat-El-Amara como el Chat-El-Choberi, y la mañana siguiente nos desmonta-
mos en el antecitado pueblecillo de El-Asiz, desde cuyo borde occidental se divisa-
ban en el fondo de una leve depresión las márgenes del Eufrates, cubiertas de una
maleza palustre y enmarañada que llaman por allá Es-Sor y tiene gran semejanza con
el tupido Gor que ostentan las riberas del Jordán en su curso inferior.
Y cuando se hizo de día, columbramos sobre la margen oriental del Eufrates
una llanura ondulada en que se destacaban manchas oscuras, producidas por las
excavaciones.
Eran las famosas ruinas de Babilonia, que, a imagen de las del resto de las ciu-
dades clásicas de Mesopotamia, donde por falta de piedra se utilizaba la arcilla en
sus múltiples manifestaciones, ofrecen hoy el mismo cuadro desolador y monó-
tono de siempre... sabanas onduladas de que emergen a trechos montículos de
tierra y fragmentos de losa cubriendo los restos de antiquísimos santuarios y resi-
dencias palaciegas de tapia y de adobes revestidos de ladrillos glaseados y adorna-
dos de alabastro, o de baldosas barnizadas y sembradas de estucos y bajorrelieves
representando genios y grifos alados, leones agonizantes y cuadrigas tiradas por
fogosos corceles.
De estos montones de ruinas encumbrados de tierra que han venido
cubriendo las pampas de Mesopotamia desde que el mundo es mundo, proviene
probablemente aquella célebre frase de “lodo sois y lodo volveréis a ser”, que Dios
sabe quién lanzara hace miles de años, no acaso contra los mortales, sino contra las
murallas de la soberbia Babilonia, que se hallaban construidas también de adobes,
como las del resto de las ciudades de Akkadia y de Caldea.
La Torre de Babel, por ejemplo, no fue sino una inmensa mole de adobes,
revestida de ladrillos quemados y azulejos, que cual terrón de azúcar gigantesco se
fue rajando y desintegrando bajo la acción combinada de las lluvias y de los terre-
motos, hasta que las arenas del desierto acabaron por cubrirla y convertirla en un
montón de tierra.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

Tanto la Alta como la Baja Mesopotamia representan un libro en que se


puede leer a cada paso el contenido de la Biblia escrito con el dedo de la natura-
leza sobre la faz de la tierra.
La famosa leyenda del Ararat, v. gr., no es realmente sino otro de tantos enig-
mas fáciles de descifrar, hallándose uno sobre el terreno.
Habiendo sido dicha montaña el cerro más elevado conocido por los habi-
tantes de Asiria y Babilonia, nada tiene de extraño que los caldeos, siempre pro-
pensos a exageraciones, se sirvieran de ese hecho para tratar de aumentar la
importancia de alguna inundación acaso excepcionalmente grande entre las
muchas que suelen desolar periódicamente aquellas inmensas llanuras, en que
bastan a veces ocho o nueve pies de agua para anegar un territorio igual al de la
mitad de Italia.
Aun en nuestros días suelen muchos campesinos, habitantes de las márgenes
del Eufrates, tener ancladas junto a sus casas o amarradas a algún tronco de pal-
mera, balsas, o «chatos», construidas de tablas, a imagen del Arca de Noé, y en que
se refugian, durante la época de las inundaciones con sus familias y sus rebaños (de
cabras y carneros)... hasta que las aguas descienden lo suficiente para permitirles
reconstruir sus chozas de barro desmoronadas, y reanudar las faenas campestres.
Las ruinas de Babilonia, o la zona de dichas ruinas, por mejor decir, se divide
en cuatro secciones, llamadas por los árabes ubicados en sus alrededores: Bábil,
Mu-Tchélebi, El-Kasr y Amran-Ibn-Ali.
La colina de El-Kasr mide cerca de cuatrocientos metros de largo y representa
las ruinas del palacio de Nabucodonosor, en que expiró Alejandro el Grande.
El montículo de Amran-Ibn-Ali hállase cubierto por restos de altísimas
murallas, las cuales, según parece, sostuvieron en un tiempo los famosos jardines
suspendidos, que no habrán pasado de ser sino un parque en forma de terrazas
escalonadas.
Y de la Torre de Babel, o de Nemrod, llamada hoy Birs-Nimrud, apenas
quedan ya en las cercanías de Hile los restos de un cuadro de muros, de seiscien-
tos metros de circunferencia y sesenta de elevación, coronado por los cimientos de
una torre zicurat, que, atendida la inmensa extensión de Babilonia (un cuadro per-
fecto de once kilómetros por cada lado), no impide reconocer en ellos los restos
del famoso Templo de Baál, o Borsipa, llamado «esaghiláh», o la Torre de Babel,
que los babilonios solían denominar también «itiminanki», o piedra fundamental
del cielo y de la tierra, y que constaba, según parece, de siete pisos, cada uno de los
cuales ostentaba un color diverso y estaba dedicado a una deidad diferente.
Del Imur-Bel y Nimiti-Bel, o sea de la enorme y doble muralla de circunva-
lación que protegía en un tiempo a Babilonia, no quedan hoy sino vestigios.
Una de las mayores dificultades con que parecen haber tropezado los babilo-
nios para edificar su ciudad monstruo, fue la escasez de piedra, habiendo tenido

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Capítulo XVII

que servirse para la construcción de sus santuarios y alcázares de rocas volcánicas


importadas a veces hasta del centro de Arabia, lo mismo que de piedras calcáreas
y alabastros, importados también, que usaban en combinación con ladrillos
planos y convexos (negros y amarillos) barnizados a la candela y unidos por medio
de una argamasa de arcilla, paja y asfalto crudo.
Entre los atractivos más grandes del arte babilónico, figuraban sin duda sus
lucientes y brillantemente coloreadas estatuas y bajorrelieves de terracota esmal-
tada, por el estilo de la de “los arqueros”, en el palacio de Suse, y las de los leones,
de colosal tamaño e idéntica construcción, que solían flanquear en un tiempo la
“avenida real” de Babilonia.
Los restos de frisos semejantes a éstos que se llegaron a encontrar entre las
ruinas del palacio de Sargón, en Korsabad, tienden a demostrar que no sólo los
persas sino también los asirios solían valerse de ese sistema decorativo especialí-
simo para embellecer sus santuarios y sus palacios.
Uno de los monumentos arquitectónicos mejor conservados de aquella
época, es el Templo de Ehlil, que data de la primera mitad del segundo milenio y
ostenta aún los restos de su célebre torre escalonada, o zicurat, coronando una pla-
taforma en bastante buen estado todavía.
Pero también en la antiquísima ciudad de Lagash dejaron los reyes Ur-Nina,
Gudea y Ur-Ban restos de bellísimas construcciones. Y Nabucodonosor hijo de
Nabopolasar I y reconstructor de Babilonia, fue el autor de casi todos aquellos
famosos edificios de que nos hablan Herodoto y muchos otros historiadores de la
antigüedad.
La mayor parte de las construcciones más importantes de Babilonia, y espe-
cialmente sus templos y palacios, estaban edificados sobre amplias plataformas,
que alcanzaban de doce a quince metros de altura, y se hallaban adornados de
estucos y pinturas murales rojas y negras.
Sus centros de cultura más notables fueron las ciudades de Nipur y Eridú.
El círculo y la hora, dividida en minutos y segundos, fueron también inven-
ciones babilónicas.
El año lo usaban ellos de 365 días y seis horas, como nosotros. Y, en vez del
sistema decimal usaban el sexagesimal, o sea los sistemas decimal y duodecimal
confundidos en uno y llevando por base el número sesenta.
Su escritura era, al igual que la de los asirios, cuneiforme. Y su población se
dividía en la casta de los sacerdotes (magos o caldeos), luego en la de los militares,
agricultores artesanos y por fin en la de los esclavos.
Su monarca ostentaba el título de Rey de los Reyes, y además de jefe tempo-
ral, era también el jefe espiritual de la nación.
De las ciudades neobabilónicas como por ejemplo Is, Cunaxa, Seléucia,
Ktesifón, Apamea, Borsipa, Charreh, Batneh, Dara, Nicephorum, Síngara, Hátra,

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

Circesium y Voligesia, no queda ya más que una en pie, que es Edesa, o Urfa de
nuestros días, al paso que de las antiguas urbes rivales, como Babilonia, Eridú,
Urúk, Larsa, Sipurla (o Sipur), Cispán, Isín, kish, Ur, Kutah, Lagash, Agade (o
Akad), Sipara y Nipur (que fue la Meca de los semitas de Caldea) no subsisten ya
casi vestigios.
Babilonia, que desde los albores de la historia figura ya como una de las tres
fuentes principales de la civilización mundial, parece que obtuvo las semillas de su
cultura por un personaje mitológico, llamado Ur-Shamí, u Oanes, mitad hombre
y mitad pez, quien a juicio de los antiguos, abordara a las costas del Golfo Pérsico,
o la desembocadura de la pareja fluvial, montado en un corcel de veinticuatro
patas (una nave de veinticuatro remos, probablemente)... por allá en el año
432.000 antes de Bel, que impuso el Diluvio.
Y como la mitología índica cuenta también con ciclos de centenares de miles
de años, nada tendría de extraño que la antiquísima civilización sumeriana
hubiese tenido su origen en la India.
Después de Oanes u Orhanes, aparece en el horizonte mitológico del Sanaár
otro no menos exótico personaje, llamado Shamash-Napishtim, o Xisuthros, esto
es, Noé, el héroe del Diluvio, de quien tampoco se conocen más datos ni porme-
nores precisos que el de que existió.
Lo único que si se sabe de fijo sobre aquellos tiempos, es que la población
aborígena de Babilonia la constituía un pueblo no semítico, sino de origen turano
o mongólico, llamado de los «sumeros», que había llegado a dichas riberas no se
sabe cuándo ni de dónde, pero que trajo consigo cultura y sobre todo escritura,
esto es, los caracteres cuneiformes aquellos que adoptaron de él más tarde los cal-
deos y probablemente también los medas, persas y demás pueblos descendientes
o tributarios suyos.
Siglos y miles de años después de la llegada de los sumeros, se fueron infil-
trando desde el nordoeste de Mesopotamia, según unos, mientras que según otros
directamente desde Arabia, ciertas naciones de origen semítico y nómadas proba-
blemente, que, después de rechazar a los sumerios hacia el Mediodía, acabaron
por confundirse con ellos en algunos lugares, formando la raza híbrida de los
akkadios, que, a medida que iba absorbiendo la población aborígena sumeriana
iba también desarrollando su cultura milenaria.
Estos fueron los que con el tiempo fundaron en el Sanaár la antigua Caldá, o
Caldea, de que era oriundo Abrahán y desde donde éste trasplantó más tarde los
principios del monoteísmo a la entonces todavía pagana Palestina.
A las invasiones de los semitas siguió, en el tercer milenio, la de los amurrús,
que fue absorbida por los akkadios. Y luego, la de los hititas, o mitanis mesopotá-
micos, cuyo idioma, al igual que el vasco y el etrusco, sigue aún siendo un enigma
tan indescifrable casi como sus jeroglíficos.

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Capítulo XVII

Estos tuvieron subyugados a los asirios hasta el siglo XIV... cuando aquestos
los subyugaron a ellos, a su vez, con la ayuda de los alche, de quienes tampoco se
tienen más nociones precisas que el que habitaban el Norte de Mesopotamia.
A la invasión de los hititas siguió, en el segundo milenio, la irrupción de los
yarri, quienes devastaron Asiria y fueron absorbidos más tarde por los arameos.
He aquí, pues, una de las múltiples razones por que la historia de Asiria y
Babilonia tanto se confunden y por que los pueblos conquistados por ellas cons-
tituyen un conjunto sin solución de continuidad.
Por el año 5.000 antes de Jesucristo existían ya en Sumeria, o El-Sanaár, algo
así como una docena o más de ciudades independientes, de origen sumero-akka-
dio y dotadas de una civilización avanzada, que no habrá dejado de influir hasta
cierto grado, y quizás hasta poderosamente, en el desarrollo de la antigua cultura
egipcia y sobre todo en el de la cretense.
El primer período histórico de El-Sanaár, que se extiende aproximadamente
desde e laño 4.500 hasta el 2.300, e incluye la era sargónica, o la “edad de oro” del
arte babilónico, lo ocupa casi exclusivamente la historia de estas ciudades indepen-
dientes, que parecían rivalizar entre sí por mejorar y desarrollar la civilización que
ellas mismas habían iniciado.
De entre éstas Nipur y Eridú (que fueron las que más se distinguieron como
centros de cultura) al igual que Lagash, Ur y Larsa, hallábanse situadas en la parte
meridional de Sumeria, al paso que Sipur, Agade, Kish y Babilonia en la zona sep-
tentrional.
Después de la muerte de En-Shag-Kushana, Señor de Kengi y monarca el
más antiguo conocido de El Sanaár (ya que de los Patesis Utug Enchegal, Mesilim
y Lugalzagengur de Kis y Lagash no se poseen sino nociones vagas) surgieron y
sobresalieron de entre los «lugales» de la dinastía de Agade, Sargón el Grande y su
hijo, Naramsín, al paso que de entre los de Uruk, Lugalzáguisi, Señor de Eresh, o
la moderna Varkan, quien sometió toda Mesopotamia, desde el Golfo Pérsico
hasta Van, o Tuspan, capital de Armenia.
De los Patesis de Lagash, el que más se distinguió fue Gudea, en razón de los
suntuosos templos y palacios que hizo edificar junto a Sipurla, hoy llamada Tello.
En 2.800 asumió la preponderancia política de Sumeria la ciudad de Ur,
cuyos príncipes más esclarecidos fueron Urgur y Dungui...
Y por allá, en 2.400, surgió por fin Babilonia, a la cual el Rey Hammurabi
colocó desde un principio en el lugar que habían estado ocupando hasta entonces
Lagash, Agade y Ur, y en el cual ella logró sostenerse por espacio de veinte siglos,
hasta que el rey de Persia, Ciro, la sometió en el año 538 antes de nuestra era.
A las dinastías kasita y pashe siguió, en el siglo XI, una dinastía netamente
babilónica, que se extinguió con el advenimiento de la neobabilónica, fundada
por Nabopolasar, destructor de Asiria y de Nínive.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

A éste sucedió en el trono su hijo, Nabucodonosor, quien derrotó al faraón


Nechao, conquistó Egipto, Siria y Palestina, y sometió la ciudad de Tiro des-
pués de un sitio de trece años.
Él fue quien reconstruyó la Torre de Babel, deportó los judíos a Babilonia
y, después de perseguir al profeta Daniel, por último le confió hasta la educa-
ción de su hijo favorito Zoantropio.
No cabe duda que Nabucodonosor fue uno de los monarcas más esclareci-
dos que poseyó Babilonia.
Y después de la destrucción de Nínive, o sea durante el reinado del alocado
Baltasar, se extinguió también este famoso Imperio, que por espacio de cerca de
dos mil años había estado, lo repito, iluminando cual gigantesca antorcha el
mundo hasta entonces conocido.
Lo que se llamó Babilonia después de Ciro no fue ya sino su cadáver, que
siguió desintegrándose, hasta que en el siglo primero de nuestra era acabó por
convertirse en lo que hoy es...un montón de ruinas en medio de pantanos habi-
tados por fieras.

Según dejé dicho antes, llegamos a El-Asiz en la madrugada, pero encon-


tramos el campamento abandonado. La brigada había salido el día antes para
ir a reforzar la guarnición de Bedri, junto a la frontera irana, que representaba
el único lugar por donde los ingleses hubieran podido intentar otra distracción
en favor de Kut-El-Amara.
Con la ocupación de Bedri por nosotros, quedó sellada la suerte del ejér-
cito británico sitiado en Kut, y la campaña de Irak asumió de ahí en adelante
el carácter monótono de una guerra a la defensiva en que nosotros llevábamos
la ventaja por hallarnos dueños de Bedri y de Felahíe.
Al acercarnos a El-Asiz aquella mañana, tuvimos varios encuentros insig-
nificantes con partidas de beduinos de a caballo, pertenecientes a los irregula-
res del Emir Abd-El-Kadir, que combatían en favor de los ingleses e
inquietaban de continuo nuestras fuerzas acantonadas en la zona militar de
Feludchah, frente a Bagdad y sita en el sector más estrecho del Dyesiret, o “la
isla entre ríos”, que cortaba otrora la “valla médica” y representa la linde sep-
tentrional del Mat-Caldá, o Caldea, esto es, el Erets-Kasdim del Antiguo
Testamento, en que se supone que existió el Paraíso, o Edén, es decir, el «idim»
de los antiguos babilonios.
Con los beduinos antecitados notamos también algunos Beni-Lams y
Enesis, que son muy temidos por allá a causa de su audacia y su crueldad. Y, de
regreso a Kut, encontramos en el desierto dos caravanas de peregrinos persas
que iban viajando con rumbo a las ciudades sagradas de Meshid-Ali, o
Nedchef, y Meshid-Husein, o Kerbelah, situadas unas cuantas millas allende el

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Capítulo XVII

Eufrates, y que son veneradas por los mahometanos cismáticos, llamados shii-
tas, en remembranza de dos de los más grandes mártires de su secta.
En Nedchef, que es la más meridional de ellas y linda con el borde septen-
trional del desierto de Arabia, descansan, según la tradición, los restos del
Califa Alí, yerno de Mahoma, mientras en Kerbelah, donde pereció asesinado
por orden de los Ommiadas el cuarto hijo de Alí, Huseín, se conservan todavía
los restos de este mártir en la famosa mezquita de su nombre, cuya dorada
cúpula suele servir de guía a los romeros extraviados en el vecino desierto de los
vahabitas.
Dichas dos ciudades se distinguen no sólo por la indumentaria casi exclusiva-
mente negra de sus habitantes y las banderas y flámulas de idéntico color que cuel-
gan por doquiera de sus ventanas, sino también, y quizás más que otra cosa, por
el aspecto lúgubre de sus alrededores, desiertos, que cubren hasta el horizonte las
tumbas de los creyentes, a quienes sus piadosos hijos y allegados continúan lle-
vando todos los años a razón de decenas de millares desde los confines más lejanos
de Persia y del aún más lejano Turquestán, a fin de que sus restos puedan seguir
soñando entre aquellas arenas ardientes y sagradas hasta el día del Juicio Final, o,
por mejor decir, hasta que la trompeta del Arcángel Gabriel y la voz del XIIº
Mahdi los haga resucitar.
Los «mulaghes» o sacerdotes, es decir, el clero todo de Nedchef y de
Kerbelah, gozan de grandes riquezas a causa de los derechos de sepultura y demás
gastos extraordinarios que los doscientos mil peregrinos, visitantes de dichos luga-
res, suelen depositar en sus manos anualmente.
A causa de esos tesoros, han sido dichas ciudades saqueadas más de una vez
por los beduinos sunitas y los semipaganos moradores de los desiertos circunveci-
nos, como por ejemplo los «vahabitas», quienes las asaltaron a principios del siglo
pasado, y últimamente, durante la Guerra Mundial, hasta por las mismas autori-
dades civiles otomanas que, como en Medina, también de Nedchef y de Kerbelah
se llevaron a viva fuerza la mayor parte de sus riquezas y hasta gran parte de sus
reliquias.
Las tripulaciones y miembros de las caravanas de romeros que íbamos encon-
trando en el desierto, procedentes de Bagdad y la fronteriza ciudad de Haniki
(donde se venera la tumba de Hanifah, fundador de la secta de los «hanafitas»),
vestían casi todos de negro y conducían consigo los cadáveres de sus allegados que
deseaban sepultar en Nedchef o en Kerbelah.
Los más acomodados de entre ellos llevábanlos sobre camellos ricamente
enjaezados y acompañados de escoltas de mirzas y lacayos montados en dromeda-
rios o soberbios corceles, al paso que los menos afortunados, en mulas o en jumen-
tos, y encerrados en ataúdes y cajones a veces no muy sólidamente construidos,
por entre cuyas grietas goteaba de continuo el líquido putrefacto de dichos... y que

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

al regresar a sus lares utilizaban con frecuencia para llevar consigo, o en ellos,
mejor dicho, regalos para sus parientes, o cargas de dátiles secos y azafrán, que
luego vendían en Bagdad o en otras ciudades para con las ganancias de su venta
tratar de sufragar siquiera en parte los gastos de su viaje.

Al amanecer del día siguiente al de nuestra partida de El-Asiz, pasamos el


Tigris en cufas, y todavía temprano arribamos a nuestro cuartel general, en Kut-El-
Amara, donde me puse a descansar durante un par de horas, hasta que un ayu-
dante me vino a anunciar que el Jefe de Estado Mayor de Halil Pachá deseaba
hablarme. Y, al ir a ver de qué se trataba, me recibió dicho señor muy áspera-
mente, y en nombre de Halil me ordenó de nuevo que me pusiera a la disposición
del jefe de su caballería, el coronel Akif Bey.
Como respuesta única, saqué entonces y le mostré la orden escrita y sellada
del Mariscal, en la cual éste, en calidad de General en Jefe del VI Ejército y supe-
rior de Halil Pachá, me nombraba Instructor y Segundo Jefe, por decirlo así, de la
brigada de Maghmud-Fasel Pachá.
No obstante, y sin querer leerla siquiera, me la devolvió dicho señor, ale-
gando, con esa arrogancia característica de los esclavos envalentonados, que aquel
era un ejército otomano («osmanli ordu dir»), y que por lo tanto él no tenía por
qué ocuparse de más órdenes que las de su jefe, Halil Pachá.
Entonces sí se me acabó la paciencia.
Y sin reparar en que era Jefe de Estado Mayor de nuestro ejército expedicio-
nario y miembro prominente del Comité de Unión y Progreso, le dije cuanto se
me ocurrió en aquel momento, incluso que yo no había entrado en el ejército oto-
mano para servir a un cualquiera como Halil Pachá, quien, no satisfecho con cri-
ticar públicamente las disposiciones de su venerable jefe, el Feldmarschall, en
aquel momento había llevado su descaro hasta el extremo de mandar desobedecer
sus órdenes escritas, etc. Y para que no fuera a pensar acaso que sólo me hallaba
discurriendo bajo el impulso de la ira, añadí que todo aquello se lo iba a dar por
escrito, junto con la copia de una carta que pensaba dirigir inmediatamente al
Mariscal, pidiendo mi dimisión en el ejército.
Acto continuo monté a caballo, y media hora después me hallaba ya de
regreso con el documento, que mandé entregar a Halil por su ayudante de campo.
Y transcurrida otra hora había sometido ya, tras previa consulta con el teniente
coronel von Restorff, una petición en toda forma al Mariscal, solicitando mi sepa-
ración del ejército por razones de salud.
A consecuencia de dichos pasos y a pesar de la viva oposición del Ministerio
de la Guerra y las intrigas del comandante militar de Bagdad, quien era también
instrumento de Halil, me entregó a los pocos días el Feldmarschall cierto precioso
documento, que me declaraba fuera del servicio otomano y me libraba por

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Capítulo XVII

segunda vez de las garras de Halil Pachá, quien, según supe después, había tratado
de retenerme a sus órdenes inmediatas para hacerme luego desaparecer en silen-
cio... porque temía y seguía temiendo que yo fuera a revelar más tarde sus fecho-
rías y sobre todo su cooperación en las matanzas de Urmia, Bitlis, Sairt y Mush.
Al despedirme de mi venerable protector y amigo leal de la América Latina,
a quien no había de volver a ver ya más porque falleció a las pocas semanas, me
entregó el Mariscal, con un cordial apretón de manos, el «croissant de fer», o sea
la primera de las ocho condecoraciones militares que había de ganar yo durante el
curso de la guerra. Y dos días después me embarqué en el tren que había de con-
ducirme a Samarra, provisto de cuantos documentos y pasaportes necesitaba para
mi viaje a Constantinopla, y desde allí para Alemania, donde pensaba permanecer
hasta el final de la guerra dedicado a mis estudios únicamente.

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De regreso a Bagdad, fui a visitar la histórica tumba de Zobeida, la de los cuen-


tos de las Mil y Una Noches, que se destaca solitaria a orillas del Chat-El-Masudi,
en el barrio transfluvial de Mahalí, y las no menos célebres dyami-el-suk, ulu-dyámisi y
la mezquita del Gran Visir, que descuellan entre los santuarios muslímicos de mayor
nombradía en dicha ciudad por sus soberbias curvas y alminares revestidos de azu-
lejos, los cuales, al reflejar los rayos postreros del sol poniente, destellan como chis-
pas en medio de oscuros bosques de palmeras datileras, poblados por bandadas
innúmeras de cuervos vociferantes, y que, al revolotear a la caída del sol sobre sus
pardas copas, forman en ocasiones algaradas que se oyen a kilómetros de distancia y
contribuyen a dar a Bagdad ese su aspecto triste, casi místico.
Además de Bagdad, llaman la atención en aquellos contornos las ruinas de
Cufa, que solía ser la capital del Irak-Arabi, o Baja Mesopotamia, ya mucho antes
de que existiera aquella, y se hizo célebre por haber sido en ella donde tuvo su
origen la escritura «cúfica», que representa para la literatura árabe lo que los carac-
teres góticos para la alemana.
Y 20 o 25 kilómetros más abajo de Bagdad, sobre la orilla izquierda del
Tigranis y frente a las ruinas de Coche, que formaba en un tiempo parte de la
antigua Seléucia, se divisan aún los restos de la que otrora fue la famosa ciudad de
Ktesifón, residencia invernal de los reyes partos y capital de los antiguos monarcas
sasanidas, pero de la cual hoy apenas subsisten ya vestigios, o, mejor dicho, sólo
las ruinas del famoso «tajt-yosru», o palacio de Cosróes, que antes que los restos
de un palacio semejan la calavera de un camello medio sepultada bajo las arenas
del desierto.

Y cuando a la salida del tren agitamos, el Dr. Stoffels y yo nuestros pañuelos


por última vez a un selecto grupo de damas y señores que habían venido a despe-
dirnos, no dejé de experimentar, junto con la pena que causa siempre la separa-
ción de amigos consecuentes, cierta satisfacción al pensar que también en la lejana
tierra de los califas y de las aturquesadas cúpulas y minaretes me había sido dado
poder pasar algunos de los momentos más interesantes de mi vida... como lo
fueron, por ejemplo, mi recorrida por las márgenes del Eufrates, en las cercanías
de las ruinas de Babilonia, y la batalla de Sheik-Said, que puede considerarse como

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

el punto culminante de la campaña del Irak, desde el momento en que trancó la


puerta al avance de los ingleses por el sector de Bagdad y selló la suerte del ejército
británico a las órdenes de Townsend, sitiado en Kut-El-Amara.
A mediodía, aproximadamente, divisamos en el horizonte un extenso bosque
de palmeras acaso señalando el curso del Dyalá, que desciende de las montañas de
Ardelán. Y ya entrada la noche, saltamos a tierra en la estación terminal de
Samarra con la mira de continuar nuestro viaje al día siguiente a caballo y en parte
también en carruaje.
Allí nos esperaba ya una señora alemana, casada con un italiano de nombre
Martini, internado en Musul, que iba con sus hijuelos a visitara su esposo, y a
quien tanto la Sra. De Würst como la de Lorrey nos habían rogado que permitié-
ramos viajar en nuestra compañía, porque el camino de Bagdad a Musul se había
ido poniendo durante aquellos días en extremo peligroso en razón de la presencia
de numerosas cabilas Shamars, que acampaban en las pampas y desiertos circun-
vecinos, acechando las caravanas que transitaban por aquellos contornos.
El médico mayor Dr. Stoffels era un verdadero gigante, de seis pies y medio
o tal vez más de alto, rubio y corpulento, nacido en Nueva York (por más que lo
negara, puesto que el cónsul americano en Bagdad me lo aseguró así) y quien,
además de poseer una calma asombrosa, era aficionado a montar caballos mansos
únicamente, mientras que yo era todo lo contrario, sudamericano, más bien
pequeño, nervioso y amigo de montar caballos briosos solamente.
No obstante, éramos él y yo amigos inseparables, y excepto una docena de
altercados que nos gastábamos el lujo de tener diariamente, para matar el tiempo,
no hubo, a decir verdad, más que un pormenor contra el cual no pude menos de
rebelarme abiertamente, y era que el buen Dr. Stoffels había llenado con sus
setecientos kilogramos de equipaje personal, además de nuestro carro de baga-
jes, el coche de la Sra. Martini y el mío, mientras él mismo había hecho exten-
der su cama en el fondo de su áraba, y vestido de payamas únicamente se
había acostado en ella, resuelto a convertir aquella jornada de trescientos kiló-
metros en un viaje de recreo en toda forma, fumando puros, tomando cocktails
y leyendo novelas todo el tiempo, al paso que yo había de andar a caballo,
ocupándome de todo y “ojo de garza” para impedir que los beduinos no nos
fueran acaso a sorprender y matar en el camino.
El primer día no lo pasamos tan mal, después de todo, gracias a que
íbamos siguiendo las huellas de lo que cincuenta años antes había sido un
camino real. Pero después de Tikrit, donde pernoctamos, se puso la cosa seria
de verdad y hasta sumamente seria, a causa de que en adelante no teníamos ya
ni la huella de un asno para poder guiarnos.
El rumbo que íbamos siguiendo era una línea imaginaria a través de la
pampa y el desierto en que nuestros coches y carretas corrían riesgo de estre-

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Capítulo XVIII

llarse o atascarse a cada paso, puesto que los cocheros eran soldados árabes a
quienes poco les importaba lo que sucediera con tal de poder seguir ellos
cobrando su ración de tabaco y su jornal.
Durante uno de aquellos descensos estrepitosos, pues de las lomas y colinas
teníamos que bajar a toda carrera por falta de frenos adecuados, volcó mi coche,
por lo cual los caballos, espantados, siguieron arrastrándolo un buen trecho del
camino, mientras yo trataba de desembarazarme de los bultos y maletas con que
el Dr. Stoffels había llenado casi todo el interior de dicho vehículo.
Después de aquello, formé yo con mis asistentes y caballos una caravana aparte
y proseguí la marcha, resuelto a prescindir de la compañía del Dr. Stoffels si éste per-
sistía en querer continuar su viaje acostado y sin ocuparse siquiera de sus setecientos
kilos de equipaje que ya me tenían loco, puesto que cuando no era un coche era el
carro de bagajes el que amenazaba ruina bajo aquella pirámide de bultos.
Entretanto, habían comenzado a perfilarse en el confín borroso de la
pampa los negros toldos de las cabilas Shamars, pues en las inmediaciones del
fortín de Hernina, donde íbamos a pernoctar, empezaba ya la zona de peligro.
Al declinar la tarde, me apeé por fin ante el susodicho fortín, o caravanse-
rallo mejor dicho, en que cundían las pulgas y chinches por legiones. Y una
hora después se apareció por allí también el Dr. Stoffels, mas sin el carro de
bagajes en que venía el grueso de sus benditos equipajes. Estaba nervioso, y al
verme acostado en mitad del patio, se me acercó y me prometió que si le ayu-
daba a buscárselo no volvería ya más a viajar en payama.
Atenido a su palabra, salimos entonces los dos, acompañados de nuestra
escolta armada hasta los dientes y provista de linternas y nos pusimos a buscar
como un tesoro oculto el vehículo extraviado, que no tardamos afortunada-
mente en encontrar, atascado hasta el eje de las ruedas en un arenal.
Tras una hora de brega, logramos por fin arrastrarlo hasta el khan, donde
a despecho de las pulgas y demás insectos pasamos el resto de la noche menos
mal de lo que habíamos esperado. Y al aclarar el día, púsose, fiel a su palabra
el Dr. Stoffels a la cabeza de la caravana, embotado, uniformado y montado
en su caballo de batalla.
De Hernina en adelante, o sea en dirección al Norte y Este, iba realzando el
desierto, formando cadenas de colinas bajas que se extendían al Sur siguiendo el
curso de las aguas y que, a juzgar por los fósiles y conchas que llegué a notar en
algunos de sus estratos de conglomerado ordinario y de areniscas rojas y blancas,
deben de haberse formado por la acción continua de las aguas, que durante el
transcurso de millones de años, probablemente, habían ido depositando en el
fondo de mares preshistóricos aquellos lechos de arenas cuarzosa, barro y cal, que
aún se manifiestan en forma de esas sartas de colinas bajas que cruzan por
doquiera las estepas y desiertos del Badiet-Es-Sham.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

Una que otra de dichas hileras de lomas desnudas, o acaso algún montículo de los
que llaman «tells» por allá, eran los únicos factores que interrumpían a veces la mono-
tonía infinita de aquellas pampas dilatadas y descoloridas, que, aun cuando desiertas la
mayor parte del año, se hallan en enero, febrero y marzo generalmente hermoseados
por lienzos interminables de esmeraldinos pastos primaverales.
Esa mañana se nos incorporó, al salir de Hernina, una caravana de «kelekchis»,
o boteros, que regresaban a Musul llevando consigo, o mejor dicho, sobre sus sete-
cientos jumentos y bestias de carga, las odres vacías de las que días antes habían
sido las balsas en que habían bajado desde dicha ciudad. Su armamento se com-
ponía de una mezcolanza extraordinaria de toda clase de armas habidas y por
haber, desde la primitiva maza y el garrote hasta el máuser de repetición, que,
unido a la resolución de defender a todo trance las pocas economías que lleva-
ban encima, constituían una fuerza física y moral lo suficientemente respetable
para inducir a los beduinos del desierto a no molestarnos durante el resto de
nuestro viaje.
No obstante no dejaron los cabileños de causarnos alguna inquietud, máxime
cuando después de ya entrada la noche nos trajeron los centinelas a un individuo que
habían encontrado arrastrándose en torno de nuestro campamento. Y para que no lo
fuéramos a fusilar, se puso el gran tunante a derramar copiosas lágrimas y a hacerse el
sordomudo. Pero su comedia de nada le sirvió, puesto que en el acto lo hice amarrar
de pies y manos a la rueda de uno de nuestros vehículos..., y sólo a la hora de partir lo
hice soltar... después de haberle hecho administrar unos cuantos azotes a fin de que
aprendiera a no seguir rondando de noche en torno de los campamentos.
Al día siguiente pasamos junto a unas asfalteras en explotación, de las cuales pro-
cedía el por allá erróneamente llamado «alquitrán», que habíamos visto flotando sobre
las aguas del Tigris al bajar de Musul, y que a veces se incendia, convirtiendo a trechos
la superficie de dicho río en un extenso lago de fuego líquido.
Y oscureciendo ya, llegamos, o llegué yo, mejor dicho, pues el Dr. Stoffels
había querido evitar ese rodeo, a las ruinas de Shirgat-Kaleh, o de la antiquísima
Assur, primera capital conocida de Asiria, donde pasé la mayor parte de la noche
a la luz de la luna y desde lo alto de su derruida ciudadela, contemplando las
argentinas aguas del Tigranis.
De Shirgat-Kaleh en adelante fue cesando el peligro por parte de los beduinos a
causa de la formación del terreno, que se iba tornando cada vez más accidentado.
La última noche la pasamos en la kasaba de Mishorah, que pertenece ya al
distrito Sindchar. Y la madrugada siguiente llegamos a Musul, donde el Sr.
Holstein tuvo la fineza de brindarnos su hospitalidad en el Consulado.
Por el cónsul Holstein, que era oficial de reserva en su país y después del
gobernador general tal vez el hombre más influyente en dicha provincia, supimos
esa noche o en la siguiente, que al comenzar la guerra, o por mejor decir, al empe-

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Capítulo XVIII

zar las matanzas, también el Gobernador de Musul había recibido orden de extermi-
nar a todos los cristianos de su vilayato, pero que dicho señor no había llegado a cum-
plirla, porque al saberlo él, esto es, Holstein, le había comunicado oficialmente que
de haber matanzas en Musul debían comenzar por matarlo a él primero.
Yo tengo motivos fundados para suponer que aquello fue efectivamente así,
puesto que Holstein no dejaba de ser, a pesar de sus flaquezas, en el fondo un
hombre recto y sobre todo un hombre de mucho carácter, que sabía manejar a
los turcos a las mil maravillas.
Aquellos días fuimos a visitar las ruinas de Nínive, que se extienden sobre
la banda oriental del Tigris en forma de una sabana, cuyas ondulaciones
cubren y permiten aún trazar distintamente la dirección de sus antiguas mura-
llas y el sitio de sus otrora celebérrimos palacios y santuarios. Y al regresar a
Musul, encontramos en el gran puente del Tigris a un grupo de oficiales pri-
sioneros ingleses, acompañados de una fuerte escolta.
Daba pena ver a esos señores, de los cuales tres o cuatro eran comandan-
tes, reducidos al estado en que se hallaban, alojados en un cuartel inmundo y
quizás hasta pasando hambre, al paso que nosotros nos hallábamos nadando,
por decirlo así, en la abundancia, desde el momento en que el Consulado era
un palacio en miniatura que, además de dos salones elegantes amueblados
poseía un lujoso comedor con una mesa bien surtida, en que no faltaba el
champaña y a veces hasta el caviar, el cual durante los últimos meses de la
guerra llegó a valer en Constantinopla de mil a mil doscientos francos el kilo.
Al fijarme en aquellos oficiales que sobrellevaban su desgracia con tanta dig-
nidad, e impulsado por ese sentimiento de confraternidad universal que suele
sentir todo militar de verdad al ver a un camarada, aun cuando fuere adversario,
luchando contra la adversidad, quise acercarme a ellos para saludarlos y ofrecerles
siquiera unos cigarrillos. Pero el cónsul me detuvo del brazo, aconsejándome que
no lo hiciera. Y tenía razón, después de todo, pues el turco es sumamente descon-
fiado, y, de haberme visto conversando fraternalmente con los ingleses, hubiera
podido creerme quizás hasta confidente de ellos, máxime cuando yo no era ni
alemán ni austriaco, sino ciudadano de un país neutral.
No parece sino que en el Viejo Mundo la falta de amplios horizontes, la
patriotería y un conservatismo rancio tal vez en demasía han acabado por
encuadrar la palabra «patriotismo» dentro de límites tan sumamente estrechos,
que muchos de sus habitantes y aun hasta muchos de sus militares más brillan-
tes parecen ignorar todavía el célebre dicho nuestro de “que no quita lo cortés
a lo valiente”.
El día después de nuestra excursión a Nínive, vino a visitarnos un anó-
nimo. Era joven, de maneras distinguidas, procedía de Bagdad e iba a Alepo
para asuntos que no deseaba divulgar aparentemente.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

El profesor y teniente de reserva austriaco, Yarolyimek, que se hallaba tam-


bién hospedado en el Consulado y era reputado ser un experto fisonomista, lo
calificó desde un principio de espía del Gobierno, o de Halil Pachá, sobre todo,
cuando dicho señor solicitó permiso para acompañarme durante mi viaje a través del
desierto, que había de emprender yo al día siguiente.
Viendo que sus modales eran los de un hombre culto y su trato lout comme il faut,
accedí desde luego a su demanda. Y la mañana siguiente, a la hora de partida, se pre-
sentó mi novel compañero de viaje ante el Consulado montado en un magnífico caba-
llo rucio y luciendo el uniforme de oficial voluntario. Su único equipaje consistía en
una carabina máuser del último modelo y en un poncho o manta circasiana de fieltro
negro y con el cuello bordado de oro.
Al despedirme del Cónsul, me exigió éste que le telegrafiara desde Rasul-Aín
anunciándole mi llegada, porque temía no fuera a sucederme acaso alguna desgracia
en el camino, pues la noche antes habíamos sabido por el teniente Leberkühn que des-
pués del sitio de Van había corrido la voz por el Cáucaso de que Halil y Dyevded me
habían hecho asesinar para impedir que fuera a divulgar más tarde sus fechorías.
Entre los varios oficiales que habían tenido la fineza de acompañarme hasta las
afueras de Musul, figuraba un ayudante del comandante militar de dicha plaza, quien
al despedirse me susurró al oído que «cierto grupo de oficiales prisioneros ingleses (¡los
de Musul!) había salido también en dirección a Alepo aquella mañana, pero que no lle-
garía probablemente a su destino». Y al yo preguntarle el por qué contestóme, gui-
ñando un ojo, que «porque cierta cuadrilla de voluntarios circasianos, apostados a la
vera del camino, se encargaría de que no llegara».
Resuelto a impedir a todo trance semejante crimen, apresuré la marcha. Y una
hora después rebasamos la retaguardia de una partida de dos a trescientos soldados
indostanos y suboficiales ingleses, custodiados por una nube de gendarmes montados
en jumentos, que ellos habían ido requisicionando en camino a fuerza de culatazos.
Muchos de dichos prisioneros se hallaban sufriendo de anemia, tifus, fiebres
perniciosas y calenturas endémicas, y apenas lograban arrastrarse adelante apoya-
dos en muletas y bordones. Un año más tarde supe en Alepo que el 80% de ellos
había perecido a causa del hambre y de las pestilencias durante esa jornada de die-
ciocho días a través del desierto, mientras que los restantes habían sucumbido
semanas después en los montes del Tauro y del Amanus a consecuencia de fiebres
malignas y de privaciones.
Ya oscureciendo, dimos por fin con los oficiales ingleses y su escolta, acam-
pados en una aldea miserable. Dos de entre ellos estaban recogiendo chamizos
para encender una hoguera, al paso que sus guardianes los contemplaban con
miradas irónicas y saturadas de odio, que me revelaron en el acto el peligro inmi-
nente que corrían dichos señores.

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Capítulo XVIII

Al poner pie en tierra, se me acercó uno de ellos, que era comandante, y me dijo
con bastante franqueza: «excuse me, but you are not a turk, are you not?» «¡Por supuesto
que no!», le contesté desde luego, contento de no haber tenido que presentarme yo
mismo. Y de ahí en adelante seguimos siendo buenos amigos.
Entonces supe por ellos que su escolta los había estado saqueando sistemática-
mente, como acostumbran a hacerlo en Oriente, es decir, cobrándoles a razón de
una libra oro por cada pollo, cuando en dichos lugares el costo de dichas aves no
excedía de cuatro o cinco piastras a lo sumo, o sea la vigésima parte de una libra.
Que el capitán de gendarmes, jefe de la escolta, no había de ver con agrado
el interés tan grande que iba yo tomando por la suerte de sus prisioneros, era
de suponerse. Sobre todo cuando le advertí, que de aquel día en adelante me
haría yo mismo cargo de dicho convoy.
Junto con él noté esa noche, sentado al lado de una hoguera, a un oficial de
voluntarios circasianos y de mirada sombría, en quien reconocí en el acto cierto sujeto
que se nos había incorporado en el camino aquella mañana, sin que nadie supiera apa-
rentemente de dónde había venido ni para dónde iba.
Sospechando que fuera a ser el jefe de los guerrilleros circasianos aquellos, de
quienes me había hablado el ayudante del comandante militar de Musul, lo llamé
aparte después de la cena y le dije con aire significativo que «en el Consulado alemán
se sabía todo, y que el cónsul tenía apuntados ya el nombre suyo y el de sus compañe-
ros para, en caso de que los oficiales ingleses fueran asesinados en el camino, hacerlos
reclamar y castigar sumariamente, pues, de consumarse dicho crimen, el gobierno bri-
tánico no tardaría en hacer responsables de él también a los alemanes». Y sin decir más,
le volví la espalda y me fui a acostar.
A la hora del desayuno, me informó mi asistente que el circasiano aquel
había desaparecido. Y cuando fui a preguntar al capitán, jefe de la escolta, lo
que se había hecho, me contestó éste con aire sorprendido: «¿qué circasiano? ¡si
aquí no ha habido ningún circasiano!».
Esa respuesta estupendamente cínica acabó por convencerme de que el pro-
yectado asesinato de los oficiales ingleses no había sido un mito, después de todo,
y en lo sucesivo no desperdicié ocasión para hacer comprender a dicho señor que,
mientras yo me hallare entre ellos, no permitiría de ninguna manera que a los cita-
dos oficiales se les fuera a molestar de hecho ni de palabra siquiera.
Y a pesar de que me hallaba bien montado y deseoso a veces de ir a cazar
una gacela, no me atrevía hacerlo, por temor de que la escolta fuese a aprove-
char mi ausencia para cometer con ellos alguna diablura.
Únicamente cuando ya nos íbamos acercando a algún poblado en que
pensábamos pernoctar, solía yo adelantarme para obtener de buen o mal grado
y por cuenta del gobierno, por supuesto, los víveres necesarios para el sosteni-
miento de nuestros prisioneros.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

Uno de ellos, el capitán J. Foulton (Duke of Yorks Own Horse) se hallaba


sufriendo de fiebres violentas, y era de admirar la solicitud con que sus compañe-
ros solían atenderle, al extremo de privarse de sus abrigos y hasta de sus guerre-
ras para protegerlo contra el frío de aquellas noches húmedas e insalubres en
extremo.
Fuera de Foulton, figuraban entre dichos señores el mayor Reilly, el mayor
Atkins, R. F. C., el capitán de navío Good, Indian Navy, el teniente T. Trilbor,
R. F. C., el capitán Brody, Indian Army, el teniente W. Hynn y varios otros,
cuyos nombres no recuerdo por el momento.
Durante los seis o siete días que duró nuestro viaje a través de la llamada
“zona de peligro” (a causa de las cábilas rebeldes que seguían infestándola peor
que nunca), me fue de gran ayuda el joven anónimo aquél que se me había agre-
gado en Musul, y el cual a pesar de ser espía del gobierno, no por eso dejaba de
ser también un perfecto caballero, y según supe después, creo que hasta miem-
bro de la Familia Real de Afganistán. Había vivido algunos años en la India y
hablaba el inglés conmigo únicamente cuando nos hallábamos solos, no sé por
qué razón. Y al ver que lo trataba con franqueza, y hasta con confianza, no tardó
en hacerse amigo mío, sin duda merced a ese no sé qué que tiende a juntar a los
hombres cultos y sobre todo a los militares en la hora de peligro, por diferentes
que fueren sus nacionalidades.
Cuando llegamos a Nisibin, supe por un telegrafista armenio a quien yo
había protegido en otro tiempo, que dos médicos militares, de los cuales el uno
era árabe mientras que el otro hebreo, y que poseían el inglés a la perfección,
habían recibido orden secreta de estar atentos a mis conversaciones con los pri-
sioneros, a causa de cierto telegrama que el capitán, jefe de la escolta, había diri-
gido al Ministerio de la Guerra desde Demir-Kapu, quejándose de la manera
brutal (según lo ponía él) en que yo había obligado a los alcaldes de las aldeas
porque habíamos pasado, a proporcionarme víveres para los presos, etc.
Por aquel pobre y agradecido telegrafista supe igualmente que entre Alepo
y Bagdad se habían cruzado numerosos telegramas respecto a mí, y que en uno
de ellos, de carácter confidencial y que procedía de la Capitanía General de
Bagdad, hasta se había ordenado que de ninguna manera se me permitiera con-
tinuar mi viaje a Constantinopla, y que en caso de que persistiera se me apresara
so un pretexto cualquiera.
Viendo el rumbo peligroso que iban tomando las cosas, resolví seguir la
marcha acompañado únicamente de mi escolta y de mis asistentes. Y cuando
entré en el edificio en que se hallaban alojados los prisioneros, para despedirme
de ellos, encontré a los médicos militares aquellos aguardando mi llegada apa-
rentemente. Sus miradas furtivas me revelaron en el acto que estaban alerta.
Uno de ellos no perdía de vista ni el más mínimo de mis movimientos, mientras

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Capítulo XVIII

que el otro no parecía ocuparse sino de lo que yo hablaba, puesto que los oto-
manos son unos verdaderos artistas en el difícil arte del espionaje.
Aquella noche me hospedé en la casa, o salón, mejor dicho, del jefe militar de
Nisibin, que, no obstante el tamaño relativamente insignificante de dicha kasaba,
ostentaba un lujo verdaderamente asiático.
Al llegar allá, encontré la cena ya servida en vajilla de plata y sobre una alfombra
de seda verde en la cual me acomodé desde luego con las piernas cruzadas para hacer
honor a un banquete en toda regla, consistente en diez o doce platos “a la turca” esco-
gidos que, a pesar del hambre que traía, me hicieron recordar involuntariamente y no
sin cierta pena a los oficiales ingleses, a quienes con gusto hubiera convidado de no
haber sido por la situación espantosa en que me había metido para tratar de salvarlos
y ayudarles, hasta el extremo de no haber vacilado a veces en obligar, revólver en mano
a los alcaldes recalcitrantes a proporcionarme víveres para ellos, que yo iba abonando
con “vales” firmados por mí y a nombre del gobierno, cuando, a causa de mi dimisión,
yo ya no tenía derecho para hacerlo.
En Nisibin, al igual que en las demás kasabas y aldeas porque íbamos transitando,
se hallaba el tifus haciendo estragos de tal manera, que el 30 o 40% de su población
había fenecido ya a consecuencia de dicha peste, al paso que del restante 60% la mitad
o aún más tal vez estaba contagiada.
En Alepo hallábase a la sazón el tifus también en su apogeo, y en Jerusalén
no se diga.
Por doquiera que transitaban las caravanas de deportados iban dejando regados,
como castigo de Dios, los gérmenes de esa espantosa pestilencia, que en menos de año
y medio había de costar la vida a quizás más de dos millones de mahometanos.

El día subsiguiente al de mi partida de Nisibin, comenzaron a destacarse hacia el


Ocaso y en medio de un espeso brumaje los contornos de la estación terminal de
Rasul-Aín. Y una hora después desfilaron a mi derecha, por toda la carretera militar de
Mardin, cinco o seis de los regimientos veteranos de Liman von Sanders que acababan
de cubrir de gloria sus banderas durante la campaña de los dardanelos e iban a paso
cadencioso vía de los helados páramos del Cáucaso, para tratar de contrarrestar el
avance de los moscovitas, quienes, en razón de la derrota y retirada de nuestro III
Ejército, habían logrado apoderarse en esos días de las provincias de Bitlis y de Van así
como de casi todo el vilayato de Erzerum.
En torno de esas unidades, que les sirvieron de base, fuese juntando rápidamente
lo que semanas después había de constituir el grueso del II Ejército del Cáucaso (con
su cuartel general en Diarbekir) y del cual un año y medio más tarde había de tener yo
también la honra de poder formar parte durante un par de meses en calidad de inspec-
tor de su caballería.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

Al contemplar aquel espléndido desfile, cuándo me había de imaginar que a


esas mismas tropas de aspecto gallardo y marcial las había de volver a ver yo die-
ciocho meses después sumidas en la miseria, pereciendo de hambre literalmente
entre las nieves del Cáucaso, a causa de la rapacidad de Ismail-Haki Pachá y sus
colegas de la administración militar otomana, quienes no parecían ocuparse
sino de sus bolsillos y de hacer excursiones periódicas a Austria y Alemania en
busca de cruces y condecoraciones militares.
Al llegar a Rasul-Aín, subí al primer tren que encontré, y dos días después
salté a tierra en Alepo, donde en el acto hice enganchar mi vagón a un
«express» que se hallaba a punto de partir para Adana..., cuando en el último
momento se presentó el ayudante del comandante militar de la plaza y me
mostró un telegrama del Ministerio de la Guerra, ordenando a las autoridades
militares que impidieran a todo trance la continuación de mi viaje a
Constantinopla, y significándoles que por orden de Enver Pachá quedaba yo
de ahí en adelante a disposición del IV Ejército, en Siria, y por lo tanto a las
órdenes de Dyemal Pachá.
En vista de semejante despacho, no me quedó por supuesto más remedio
que mandar desenganchar mi coche. Y, sin pérdida de tiempo, fui a consultar
mi caso con el antecitado jefe militar de la ciudad, que era un teniente coronel
muy amigo mío y con quien yo había de absolver más tarde el Curso Superior
de Estado Mayor en la Academia Militar de Constantinopla.
Este era de parecer que mi situación, de por sí ya difícil por el amparo que
había dispensado un año antes a los doscientos cincuenta deportados aliados
aquellos, en Arab-Bunar, había acabado de complicarse a causa de la protec-
ción que había venido dispensando en esos días a los oficiales ingleses... y, a
título de amigo personal me aconsejaba desistiera de mi empeño en querer
separarme del ejército, porque, según decía él, el Ministro de la Guerra se
oponía a ello en virtud de motivos que él desconocía, pero que suponía ser
“razones de Estado”.
Tcheuki Pachá, a quien yo había ido a consultar también, era igualmente
del parecer que en vez de precipitar los acontecimientos aguardara más bien la
llegada de Enver Pachá, a quien se esperaba en Alepo de un momento a otro en
compañía del general von Bronsart.
Atenido a su consejo, resolví aguardar. Y cuando a la mañana siguiente
entró el tren especial del Vicegeneralísimo en la estación central, que adorna-
ban innúmeras banderas y flámulas purpúreas, el primero en saltar a tierra fue
Enver, quien, elegante como de costumbre y seguido de numeroso séquito, se
puso a pasar revista a la fila de honor, que encabezaba Tcheuki Pachá y de la
cual yo también me hallaba formando parte al lado de dicho general.

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Capítulo XVIII

Terminado el almuerzo, se acercó von Bronsart al Vicegeneralísimo para


rogarle que me recibiera, motivo por el cual se separó Enver de un grupo de
oficiales que lo rodeaba y se dirigió hacia mí a fin de saludarme afectuosamente
y felicitarme por mi actuación militar en Armenia, Mesopotamia, etc.
Así pasamos largo rato conversando sobre toda clase de asuntos menos del
que más me interesaba, hasta que, comprendiendo al fin que había llegado el
momento psicológico, insinué con cierto disimulo el objeto de mi audiencia.
Entonces, y como si lo hubiera estado esperando, me contestó Enver poco
más o menos las siguientes palabras: «Ud., es el único oficial neutral admitido
en nuestro ejército, y por consiguiente el musafir, o huésped de la nación. Ud.,
sabe igualmente que entre nosotros se le quiere y se le estima. Entonces ¿por qué
su empeño en querer abandonarnos? Yo se lo ruego; acompáñenos siquiera
hasta el final de la guerra.»
En vista de ese lenguaje culto y generoso, que era el lado fuerte de Enver
Pachá, y, comprendiendo que con obstinarme nada había de sacar, accedí desde
luego a su demanda... y el luminoso disco de la libertad se ocultó una vez más
tras las purpúreas y esmeraldinas banderas del Profeta.

Poco antes de la salida del tren, pude estrechar la mano entre otros también
al general von Lossow y al capitán de navío Huhmann, agregados militar y naval
de Alemania en Turquía, lo mismo que al capitán von Mücke, ex-segundo
comandante del crucero Emden, a quien, según la opinión entonces prevalente
en los círculos oficiales, su gobierno había desterrado a Cherablus por haberse
negado a entrar en el servicio militar de Turquía.
Por la tarde tuve también el gusto de celebrar en la casa del Ober Ingenieur
Völlner, de la Bagdad Bahn, una larga e interesantísima entrevista con Su Alteza
Serenísima el príncipe Adolfo de Meklemburgo, quien iba con rumbo a Bagdad
sin empleo determinado.
Al preguntarle yo si traía consigo las cuarenta ametralladoras que estaba
pidiendo el VI Ejército desde hacía tiempo, y que se suponía debían de llegar
con él, me contestó con aire sorprendido: «¿qué ametralladoras? ¿acaso no las
hay en el VI Ejército?».
Y ese señor, que venía quizás para reemplazar al Feldmarschall, cuya salud
había comenzado a decaer, ignoraba aún que por espacio de ocho meses conse-
cutivos se habían estado despachando casi diariamente telegramas urgentes en
ese sentido al Ministerio de la Guerra en Berlín..., el cual, en vez de ametralla-
doras y granadas, seguía mandando oficiales supernumerarios, cuyos servicios
eran valiosísimos, a no dudar, mas no indispensables como aquéllas.
Antes de despedirme me preguntó el príncipe, señalando al mapa, cuál era
a mi modo de ver el punto más vulnerable del frente irano. Y al mostrarle yo el

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

desfiladero de Ravanduz, por el que conduce el camino real de Musul a


Teherán, se me quedó mirando, como sorprendido.
El hecho, sin embargo, de haber escogido dicho señor algunos meses des-
pués esa zona militar precisamente para su base de operaciones, va a demostrar
que los acontecimientos acabaron por convencerlo de que yo tenía razón des-
pués de todo.
No obstante su aspecto marcial y hasta enérgico, me pareció Su Alteza
empero un hombre culto y generoso tal vez en demasía para lidiar con un sale type
como Halil Pachá, quien, reconociendo en él un rival peligroso, se puso a hostili-
zarlo desde un principio por medio de un sistema de chicanerías a que tenía
amaestrados ya a sus confidentes y cortesanos, como por ejemplo al coronel
Kiasim-Karabekir Bey, Jefe de Estado Mayor del VI Ejército, y dicen que hasta al
mismo Ali-Ighsan Pachá, a quien luego despidió también ignominiosamente
junto con Kiasim, después de haber explotado a no poder más sus malos instintos.
Ali-Ighsan, fue, de paso sea dicho, quien hostilizó más tarde tanto y tan injus-
tamente al capitán von Maschmayer, quien figura entre los oficiales alemanes que
más se distinguieron en Turquía durante la guerra.

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Capítulo XIX
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Después de un breve descanso, salí de Alepo para Jerusalén en el tren especial


de Meissner Pachá.
Entre los convidados figuraba la joven y espiritual princesa Briguita de Reuss.
Y aquella jornada, pesadísima al principio, fuése convirtiendo gradualmente en un
verdadero viaje de recreo, gracias no sólo a la satisfacción que causa por regla gene-
ral una mesa bien servida, sino debido también a cierta serie de cuentos verdes y
morados que el Pachá solía llevar consigo perpetuamente apuntados y alfabética-
mente clasificados.
Nos hallábamos en plena primavera..., y los campos y montañas de Galilea se
extendían interminables hasta el oriente, cubiertos de una alfombra de verdes pro-
fundos, en que se destacaban cual manchas escarlatas las amapolas de cálices de
sangre, y en que temblaban a imagen de diamantes por millones las gotas de rocío,
al paso que en lo alto, en medio del firmamento, se mecían serenas dos águilas ger-
manas, luciendo sobre sus alas Cruces de Hierro.
Al contemplar aquel ameno cuadro, quién hubiera podido imaginarse que la
muerte se escurría silenciosa por entre los jazmines y rosales en flor, extendiendo
sus tentáculos huesudos a través de las puertas y ventanas para apagar la vida a
centenares y millares de seres humanos, mientras los supervivientes llenaban el
aire de alaridos y lamentaciones que se oían a veces a kilómetros de distancia.
En Jerusalén, por ejemplo, llegó la epidemia de tifus a adquirir tales propor-
ciones, a consecuencia de la carestía del agua, que por el camino que conduce a los
cementerios hebreos no cesaban de transitar los cortejos fúnebres aun durante las
horas más avanzadas de la noche, debido a que los judíos ortodoxos acostumbran
enterrar sus muertos después de la caída del sol.
Y a semejanza de los hijos del Celeste Imperio, quienes se privan con frecuen-
cia hasta de lo indispensable con tal de poder repatriar sus restos, los hebreos
ancianos y de preferencia los judíos polacos, suelen emigrar hacia la tierra de sus
mayores al sentir aproximárseles la muerte... para morir en ella y ser enterrados en
el sagrado valle de Josafat.
En los barrios pobres de Jerusalén pude observar a veces con calma a aquellos
fanáticos, esperando con ansia el momento supremo en que la tumba se había de
cerrar para siempre sobre ellos.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

La mitad, o tal vez más de la población hebrea de Jerusalén, y quizás también de


Palestina, se componía a principios de la guerra de hebreos inmigrados, llamados «alt
fishub». Estos dependían para su sustento casi exclusivamente del «chaluka», o sea de
las dádivas y donaciones que sus allegados u organizaciones benéficas acostumbraban
remitirles desde Europa y América.
Al quedar cerradas las comunicaciones directas con el extranjero, en octubre de
1914, cesó el influjo de dichos fondos casi por completo, razón por la cual aquellos
infelices se vieron de la noche a la mañana reducidos a la más espantosa miseria y sin
más recursos que la ración de pan «vesika» que les pasaba el gobierno con suma irregu-
laridad y que no bastaba, a decir la verdad, para sostenerlos.
Cualquiera puede imaginarse los estragos que causarían las epidemias entre esas
masas famélicas que, además de medicinas, carecían también de jabón y a veces hasta
del agua necesaria para el aseo.
Las bajas escandalosas que llegaron a registrarse en nuestro IV Ejército, acanto-
nado en Siria y Palestina, y sobre todo entre la tropa sin armas empleada en los talleres
militares y en la construcción de carreteras, fueron debidas casi totalmente al tifus oca-
sionado por falta de suficiente alimentación, que los facultativos alemanes solían cali-
ficar de «Hungertyphus», o sea algo así como la quinta esencia del hambre.
De no haber sido por la rapacidad de Dyemal Pachá y sus colegas de la admi-
nistración militar otomana, los centenares de miles de vidas que se perdieron mise-
rablemente durante la guerra en dichas provincias hubieran podido salvarse y
nuestro ejército expedicionario en las fronteras de Egipto no se habría visto reducido
más de una vez a la nada casi por causa del hambre y de las deserciones, puesto que
tanto en Siria como en Palestina había trigo en abundancia, y quizás hasta de sobra,
si de su distribución se hubiese encargado desde un principio el coronel von Kress o
cualquier otro militar europeo en vez de Dyemal y sus confidentes.
Pocos días después de mi llegada fui nombrado, por orden de Enver Pachá,
Comandante Militar y Jefe de etapas de la zona y el distrito de Ramleh, de que
formaban parte, además de las kasabas de Ramleh, Lidda y Latroún, las colonias
alemanas y hebreas de Hamidíe-Wilhelma, Richon le Sión, etc., es decir, la mayor
parte de la fértil planicie costanera de Palestina, comprendida entre Nablus y Tel-
Es-Sheriát.
Allí me instalé con autorización del Cónsul de España, en el llamado “convento
español”, que se enarca majestuoso sobre los restos de la casa de San José de Arimatea.
El descanso harto merecido de que pensaba disfrutar en Ramleh fue desgraciada-
mente de corta duración a causa de la epidemia tifoidea, cuyas consecuencias iba yo
sintiendo peor que nadie en aquellos contornos.
Por doquiera se hallaban los emisarios de Dyemal Pachá echando mano a los con-
ventos cristianos, so pretexto de necesitarlos para convertirlos en hospitales, más en
realidad para despojarlos de sus existencias en ganado, víveres, etc.

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Capítulo XIX

Para tal obra de explotación solía él servirse por lo general de hebreos, quienes a
título de administradores liquidaban y vendían cuanto les llegaba a mano, quedándose
ellos con parte, mientras su amo con el resto del botín.
De esa manera fue Dyemal Pachá juntando millones sobre millones, sin conocer
las más de las veces su procedencia, y total para nada, desde el momento en que él tam-
bién se haya hoy privado de sus bienes, sentenciado a muerte, y huyendo no se sabe
dónde, con un premio sobre su cabeza.
Varios días después de haberme hecho cargo de la zona militar de Ramleh,
comenzaron a desfilar por ellas, con destino a nuestro Cuartel General de Tel-Es-
Sheriát, los primeros trenes, conduciendo la vanguardia de la Expedición Pachá que el
coronel von Kress había logrado organizar en Alemania con ayuda de su hermano,
quien era Ministro de la Guerra en Baviera, y que se componía casi totalmente de fuer-
tes contingentes de ametralladoras, artillería gruesa, hospitales portátiles y varias doce-
nas de columnas de autocamiones. Y aun cuando el número de estos elementos era
todavía insuficiente para cubrir las necesidades de nuestro ejército expedicionario, no
por eso dejaban ellos de representar una adquisición preciosa, que parecía habernos llo-
vido del cielo; sobre todo los autocamiones, pues tal vez más del 90% de nuestro
ganado de transporte (inclusive los seis o siete mil dromedarios que habían estado
supliendo hasta aquella época la falta de una ferrovía nuestra a lo largo de la costa del
Sinaí) había muerto entretanto de hambre y de sarna por causa de los oficiales takauts,
quienes en Siria y Palestina, igual que a su tiempo en Mamoureh, seguían absorbiendo
impunemente el oro y la sangre de su desventurada patria.
En Ramleh pude observar también, en todo su apogeo, el robo escandaloso y en
gran escala de los comisarios imperiales, los cuales, según pude comprobar más tarde
por documentos comprometedores que llegaron a caer en mis manos, no facilitaban a
los empresarios, comerciantes y hacendados vagones de carga sino a cambio de propi-
nas de cien a doscientas libras.
Este descubrimiento, que comuniqué en el acto a Damasco por medio de una
nota oficial, no dejó de llenar de consternación a la Administración Central, que aca-
tando mis deseos, destituyó en el acto a los culpables.
Pero lo que me tenía más preocupado en aquella época era, lo repito, la epidemia
del tifus, que seguía haciendo estragos por doquiera.
Entre los varios casos de gran miseria que llegué a presenciar en Ramleh, figuraba
cierta familia de quince miembros, de la cual apenas cuatro criaturas de dos, tres,
cuatro y cinco años habían sobrevivido.
A estos infelices los habían encontrado las autoridades en una choza inmunda,
pereciendo de hambre junto a los cadáveres semiputrefactos de sus padres. Y no
sabiendo francamente qué hacer con ellos, se los mandé, montados en asnos, al bon-
dadoso Padre Müller, en El-Kubebe, quien los recogió, vistió y remitió más tarde al
convento principal de su Orden en Jerusalén, o sea al St. Paulus Hospiz, donde el

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

Pater Sonnen los bautizó a su vez y educó cristianamente a pesar de los esfuerzos de los
sacerdotes mahometanos por impedirlo.
Era de admirar la abnegación con que, no obstante la carestía general, algunos de
los hospicios cristianos de Tierra Santa seguían ejerciendo en esos días fatales la cari-
dad, como los buenos padres franciscanos del Convento de San Salvador, por ejem-
plo, quienes se privaban a veces de lo indispensable y no vacilaban en ir de puerta en
puerta mendigando un medrugo de pan, o acaso alguna prenda de vestir usada, con
que poder apagar el hambre y cubrir la desnudez de una nube de pobres verdadera-
mente necesitados que no se apartaban de su puerta ni de día ni de noche.
En el histórico convento austriaco de Tantoúr junto a Belén, donde se dispensaba
también la caridad a manos llenas, tuve el gusto de conocer en esos días al médico
mayor Dr. Von Homeyer, así como al capitán von Chamier y al teniente Ande, que
eran ambos del arma de ametralladoras y llegaron a distinguirse sobremanera más
tarde, en el frente de Gaza y sobre todo durante la brillante defensa de Tiberias, que
cupo dirigir al comandante Range.
Entre las varias obras de beneficencia que pude establecer en Ramleh, figuraba un
hospital, en Lidda. Y no hallando modo de conseguir las ochenta o cien camas que me
hacían falta para guarnecerlo, tuve que pedir el concurso de los habitantes de dicha
kasaba, quienes, según parece, correspondieron generosamente a mi llamamiento,
pues a las pocas horas me fueron entregados los útiles solicitados.
Empero, y cuando ya me hallaba a punto de regresar a Ramleh, supe por casuali-
dad que aquel acto no había sido tan espontáneo como había tratado de hacérmelo
creer el alcalde, sino que los gendarmes, siguiendo la usanza de los gobernantes musul-
manes, habían arrancado a viva fuerza no solamente los objetos antecitados, sino todo
cuanto habían podido a los elementos más pobres de la villa, al paso que los ricos y
acomodados se habían librado de dicha contribución mediante el pago de «bakshis-
hes», o sea de propinas.
Claro está que al saber aquello hice devolver en el acto los efectos requisicionados
a sus dueños, al paso que por medio de un nuevo decreto obligaba a los pudientes a
costear por sí solos la instalación del citado hospital.
Y mientras me hallaba desempeñando lo mejor que podía mi puesto de
Gobernador Militar de la zona de Ramleh, se fueron acumulando espesos nubarrones
sobre el horizonte de mi pequeña administración. Tratábase nada menos que de la
expropiación del convento español en que me hallaba hospedado.
Este monasterio pertenecía a la Corona de España y había despertado la codicia
de Dyemal Pachá a tal extremo que, so pretexto de querer convertirlo también en hos-
pital, se había propuesto apoderarse de él de no importa qué manera.
Innumerables fueron los pasos que dieron tanto el Cónsul de España como el
Vicecónsul, el Sr. Juno Küppler, a fin de impedir semejante escándalo. Y hasta yo
mismo hice cuanto pude, a pesar de mi cargo, por ayudar a dichos señores en sus ges-

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Capítulo XIX

tiones. Pero todos nuestros esfuerzos resultaron vanos ante la codicia insaciable de
Dyemal Pachá.
Por último, me llegó una nota de carácter urgente, terminante e irrevocable, orde-
nándome que pidiera las llaves y me posesionara de dicho convento en el término de
la distancia.
Entonces, no deseando cargar con la deshonra de haber expropiado un convento
español en beneficio de un sátrapa desvergonzado como Dyemal Pachá, hice lo que
como cristiano y hombre de honor había de hacer: renuncié a mi puesto y salí para
Jerusalén aquella misma tarde. Y una hora después de mi partida arriaron los turcos la
bandera española e izaron el estandarte de la Media Luna sobre el convento de San
José de Arimatea.
Al llegar a la Ciudad Sagrada, expliqué al coronel Rushen Bey, Jefe de la
Dirección General de etapas en Palestina, las razones que me habían obligado a pre-
sentar mi renuncia, razones que aquel gallardo militar no solamente respetó, sino hasta
aprobó desde todo punto de vista.
Rushen Bey era un turco albanés de mucho talento y, después de Dyemal Pachá,
el hombre más poderoso en Palestina. Pero su actividad incansable le servía de poco o
nada, puesto que se estrellaba constantemente contra la inercia y el espíritu rutinario
de sus oficiales subalternos, así como contra la chicanería refinadísima de las clases ele-
vadas, y esa apatía innata de los orientales llamada vulgarmente “fatalismo”, o résistence
passive, contra la cual no hay civilización ni disciplina que valga, pues deriva del inter-
curso intelectual entre el camello y su guía al atravesar los desiertos del Cercano
Oriente en pos de horizontes lejanos y sombríos, los cuales, debido a su soledad incon-
mensurable y a la monotonía cadenciosa de sus paisajes, han acabado por imprimir el
sello de su melancolía infinita no solamente en el carácter de las bestias, sino también
en el de los hombres que los habitan y los atraviesan.
Merced a ello no dejó mi llegada de contentar bastante a Rushen Bey, quien,
además de colmarme de honores me sepultó bajo una avalancha de empleos de los más
responsables, como por ejemplo el de director de los talleres militares, inspector gene-
ral de las obras públicas y militares en construcción, etcétera, de suerte que a las dos
semanas de haber llegado no me quedaba ya casi tiempo para nada.
Empero, los pocos momentos de calma de que disfrutaba los solía emplear yo por
lo general en el estudio de los monumentos históricos de Jerusalén, que no me deten-
dré a detallar a causa de ser ya tan conocidos, sobre todo por quienes se interesan por
asuntos orientales.

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Capítulo XX
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Ya van a ser dos mil años desde que exhaló su último suspiro Jesucristo, y aún
sigue envuelta en el rosado halo de su gloria la sacrosanta tierra de Palestina, que
tan piadosos recuerdos despierta no sólo en el corazón de todo cristiano, sino tam-
bién en el de los mahometanos, puesto que en el El-Kuds fue donde nació el
Mesías, el Hombre de Dios, que de no haber sido Dios, Dios mereció haber sido,
por haber sido Él quien por primera vez predicó al mundo bárbaro y pagano la
Libertad, la Igualdad y la Confraternidad.
Desde las aguas límpidas del Mar de Galilea hasta las ondas aplomadas del
Mar Muerto aún se notan los vestigios de paredes con que los habitantes de
Samaria y de Judea solían retener las tierras vegetales sobre las faldas de los cerros,
cubiertos de trigales y pardos olivares, y los restos de antiquísimas cisternas, en
cuyas linfas azules y sombrías Nuestro Señor y sus apóstoles apagaran la sed
durante la era clásica del Nuevo Testamento.
Y por el valle sagrado de Josafat aún escurren en tiempo de lluvias, tumultuo-
sas, las aguas del Cedrón y en la bermeja falda del Monte de los Olivos aún se
mecen y florecen los cipreses de Gethsemaní, y las torres y torreones del castillo de
Pilatos aún coronan altivas y sombrías a Hierosolyma, que junto con las pruebas
de su antiguo esplendor ostenta las muestras de su creciente decadencia.
En sus alrededores abundan grutas antiquísimas, excavadas a veces en la roca
viva, que sirvieron un tiempo de sepulcros a sus monarcas y a sus notables, como
por ejemplo la llamada “tumba de los reyes”, en las cercanías de la Basílica
Anglicana, representada por un laberinto de cámaras y recámaras, bajas, estrechas
y cinceladas al pie de una de las cuatro fachadas perpendiculares de cierta cisterna
de vastas proporciones. Mientras que entre los domos, torres y alminares que
coronan la ciudad amurallada, resaltan por su originalidad la Torre de David, la
cúpula del Santo Sepulcro, así como la dorada media luna de la mezquita de
Omar, o el «harem-es-sherif», que después de la Meca y de Medina representa
para el mundo mahometano quizás el lugar más sagrado sobre la tierra.
Y como este modesto tratado no lo escribo yo para los sabios o los prínci-
pes de las letras, sino en beneficio más bien de aquellos, que poco o nada saben
sobre el Cercano Oriente, me voy a permitir trazar en breves pinceladas y a
reglón seguido un ligero bosquejo del desarrollo histórico de Jerusalén, para

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que sirva, si necesario fuere, de punto de apoyo a quienes ignoraren el génesis de


la Ciudad Sagrada.
De origen jesubita fue Jebus, Hierosolyma, o Urusalimum, la de los asirios,
llamada hoy Jerusalén, conquistada por David, quien hizo instalar en ella el Arca
de la Alianza, erigió el primer templo al Señor y construyó una fuerte ciudadela
sobre la colina llamada de Sión, que colinda y ocupa parcialmente el ángulo sud-
occidental de la ciudad amurallada.
Con el reinado de su hijo Salomón, que la embelleció sobremanera, comen-
zaron y siguieron desarrollándose las luchas y rivalidades entre Samaria y las tribus
de Judá y Benjamín, hasta que se presentó por fin Nabucodonosor y por mano de
Nabuzaradán arrasó la ciudad y las murallas ciclópeas de Urusalimum.
Deportados en masa a Babilonia por Tiglatpileser, Salmanasar y Nabucodono-
sor, permanecieron los hebreos fieles al culto de Jehová, y no volvieron a sus anti-
guos lares hasta después de la muerte de los profetas Ezequiel y Jeremías, cuando el
magnánimo Ciro les permitió regresar a la tierra de sus mayores, donde en el año de
516 reconstruyeron el Templo y en 445 las murallas.
Y a instancias del esclarecido Nehemías convirtióse el Código de Ezra en Ley,
y de Ley en la Constitución Nacional de las diversas tribus del pueblo hebráico,
que de ahí en adelante siguieron llamándose judeos, o judíos, y reconocieron a
Jerusalén como eje y centro de su dogma monoteísta.
Después de la muerte de Alejandro pasó dicha urbe a manos de los egipcios
(tolomeos), quienes después de regentarla durante un siglo, tuvieron que cederla
a su vez a los victoriosos reyes seléucidas de Antioquía.
Pero si la ocupación alejandrina y tolomaica había sido tolerante, la de los
griegos antioqueños se tornó en una tiranía insoportable, durante la cual no se res-
petaban ni las vidas ni los templos... hasta que en 142, si no yerro, los sirios se
vieron obligados a desalojar la ciudadela de Sión y a retirarse en completa desban-
dada ante el ejército libertador de los macabeos.
Luego, bajo la regencia de Asmoneán, se embelleció Jerusalén extraordinariamente.
En el año 63 se apoderó de ella Pompeyo. Y en el de 37, o sea durante el rei-
nado de Herodes el Grande, alcanzó Hierosolyma su apogeo, tanto desde el punto
de vista artístico como material. Entonces fue cuando se construyeron el hipó-
dromo y el tercer recinto de murallas, aquél que había de retardar tanto su con-
quista y destrucción a manos del Emperador Tito, en el año 70.
Todo cuanto quedó de Jerusalén la antigua después de ese memorable sitio,
fueron algunos jirones de sus paredones sobre el costado occidental, mientras que
de su en un tiempo famoso templo, apenas un lienzo de murallas que todavía se
conserva y suelen visitar todos los viernes los hebreos ortodoxos de dicha capital...
a fin de orar ante él, y, con las frentes apoyadas en sus bloques de granito, llorar la
triste suerte que cupo al pueblo de Israel.

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Capítulo XX

Durante las pocas semanas que pasé esa vez en Jerusalén, se fueron haciendo
cada día más frecuentes las deserciones en el Ejército, especialmente entre la tropa
árabe, que no parecía alcanzar a comprender la seriedad de semejante delito.
Acostumbrados a la poca puntualidad y a veces acosados por el hambre o
impulsados por la nostalgia de sus nativas montañas, iban y seguían las dotaciones
de nuestros batallones árabes de línea y de labor desintegrándose de tal manera
que, alarmado por fin Dyemal Pachá, ordenó que en adelante se tomaran medi-
das de las más severas para con los delincuentes.
En consecuencia, casi no faltaba mañana en que no se vieran de dos a tres o tal vez
más cadáveres de desertores árabes bamboleando de alguna viga o poste de telégrafo.
Y como así y todo las deserciones continuaban aumentando, ordenó Dyemal
Pachá un fusilamiento aparatoso, a guisa de escarmiento, para ver si de esa manera
podía atajar ese desorden, que él mismo había provocado en parte por medio de
su rapacidad y tiranía.
La víctima había de ser nada menos que un sacerdote árabe que se había
fugado de las filas dos años antes.
A la hora fijada, salió el cortejo fatal al son de cajas destempladas y precedido
de una banda militar, tocando la marcha fúnebre de Chopin.
Tras ésta venía un grupo de dignatarios civiles y militares. Luego el reo,
acompañado de un «molah», o padre confesor. En seguida, el piquete que había
de ejecutar la sentencia. Y por último yo, con casi toda la guarnición de Jerusalén.
Al llegar al lugar del suplicio, formamos el cuadro en torno de una peña ele-
vada, que coronaba un poste clavado en la tierra. Y al toque de «atención», se leyó
la sentencia al reo, quien, vestido de un bellísimo kaftán carmesí y tocado de
blanco turbante, poco parecía preocuparse por la suerte fatal que le esperaba,
desde el momento en que seguía fumando tranquilamente su cigarro con ese des-
precio a la muerte característico de los musulmanes.
Después de terminada la lectura, sentóse nuestro hombre con las piernas cru-
zadas sobre una alfombra, frente al hodcha-effendi, o sacerdote oficiante, que
había de consolarlo durante sus últimos momentos. Pero en vez de orar, lo que
dichos hicieron fue más bien entablar una disputa teológica, que comenzó con
mutuas recriminaciones y poco faltó porque terminara a bofetadas.
Una vez restablecida la calma, fue el reo atado al poste del suplicio y vendado.
Mas no por eso dejó de seguir fumando tranquilamente su cigarrillo, de suerte que
al sonar la voz de «atención», que suele preceder a la de «fuego» llevó una vez más,
de prisa, el cigarrillo a los labios... y cayó doblado hacia adelante con la mano cla-
vada sobre la boca de un balazo.
Al citar este caso, lo hago únicamente para demostrar cuán poco temor ins-
pira la muerte a los musulmanes, en primer lugar, porque su religión no admite la
existencia del diablo ni la del infierno en el sentido que la comprendemos noso-

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tros, y luego, porque según sus creencias, conforme Dios creó el bien, creó tam-
bién el mal, razón por la cual el hombre es tan poco responsable de sus malas
acciones como de sus buenas.
Y durante uno de los five O’clock teas que solían celebrar con frecuencia los
Probst Yeremías en su encantadora Villa Imperial, tuve ocasión de conocer en esos
días al renombrado explorador escandinavo Sven Hedin.
Érase en las altas horas de la tarde, en tanto nos hallábamos sentados bajo un
boscaje de trémulos cipreses, que la nítida luz de los lampiones hacía aparecer aún
más oscuros, cuando el doctor nos recitó algunas estrofas del Tommy Atkins, que
me llenaron de melancolía e hicieron recordar involuntariamente ciertas semanas
de intensa luz vividas también por mí sobre las áureas playas de Pondichery, Goa
y Haidarabád.

Esa noche, durante la cena, tuve el gusto de saludar en el hotel, entre otros anti-
guos camaradas, al comandante Range, quien además de veterano de las guerras colo-
niales en el África Occidental, era igualmente un teólogo de nota y se hallaba en esa
época dirigiendo las obras de perforación de pozos artesianos en el desierto.
Como dicho señor expresara el deseo de hacer una excursión al Mar Muerto,
que yo tenía proyectada también desde hacía tiempo, resolvimos emprenderla al
día siguiente, cuando en esto se presentó el veterinario mayor Dr. Kristian y nos
manifestó el deseo de acompañarnos a pesar de hallarnos en pleno mes de agosto
y por lo tanto, en la época de los grandes calores.
En consecuencia partimos una hora antes de la madrugada, ellos en un dog-
cart tirado por una magnífica mula, mientras que yo a caballo, y nos deslizamos
por todo el fondo de un seco barranco del desierto de Judea, hasta que los arrebo-
les de la aurora nos sorprendieron frente al mísero caravanserallo del “buen samari-
tano” (aquél de que nos hablan las Santas Escrituras), y una hora después
desembocamos en la histórica llanura de Jericó, cuyas casitas blancas y rosadas
lucían como otras tantas perlas en medio de un fondo de esmeraldinas vegas, que
en el confín del valle se iban a confundir con la espesura enmarañada de las már-
genes del Jordán.
Hacia Levante limitaba la hondonada, cual sarta de granates gigantesca, la
fragosa serranía del Belkaá, coronada por el Monte Nebo del Pentateuco, o el
Dyebel-Hodcha de nuestros días, mientras que al Sur temblaba y se agitaba como
un manchón de aceite la parda superficie del Mar Muerto, al pie de la cobriza
mole del Moab.
Y cubriéndolo todo se enarcaban azules las insondables inmensidades del
espacio, en que irradiaba cual llama solitaria todavía ese mismo sol que miles de
años antes arrancar con sus candentes rayos gemidos de angustia y quejidos de
terror al pueblo predilecto del Señor en medio de esas mismas soledades y desier-

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Capítulo XX

tos, cuya linde meridional bañan las ondas irisadas del Mar de los Corales en las
inmediaciones de Akaba.
Después de contemplar durante largo rato aquel hermoso despertar del día,
apresuramos la marcha para llegar cuanto antes a la antigua urbe herodina, que
orla ambas orillas del Vadi-El-Kelt y se halla circundada de praderas y campos de
labranza divididos por sólidos boscajes de naranjos, sauces, limoneros, tamarin-
dos, higueras y áloes gigantescos, o acaso algún manchón de matas de guineos
enanos, que por allá se dan de excelente calidad.
Y como el calor se había hecho entretanto tan intenso que en la sombra
pasaba ya de cuarenta grados, buscamos refugio en un así llamado Hotel de
Europa, con la mira de continuar por la tarde nuestra excursión al Mar Muerto,
que no dista de Jericó sino unos quince kilómetros.
A las 3 pm. en punto, y a pesar del calor africano que reinaba, emprendimos
la marcha. Pero todavía no habíamos recorrido la mitad del camino cuando se
secó la grasa en las ruedas del dog-cart, dejándolas pegadas del eje. Y como tratar de
reparar aquello en el lugar del suceso resultaba imposible por haberse calentado
las llantas y demás piezas de dicho vehículo al extremo que ya no se podían ni
tocar, cargamos a cuestas con la cesta del lunch y, echando por delante las bestias,
nos fuimos a refugiar en un convento griego, llamado Kasr-Haddshla, que se
columbraba a cierta distancia del camino y en donde una nidada de «papases»
barbudos y mugrientos nos recibieron al principio con cierto recelo, pero al
notar el brillo de una moneda de oro se deshicieron en besamanos y aparatosos
«zelam-aleküms».
Después de un breve descanso partimos a pie, sin más bagajes que nuestros
revólveres y cada uno con su toalla al cuello par ir a bañarnos en el Bar-El-Lot de
que nos separaban todavía unos siete kilómetros.
Cuando ya íbamos llegando a nuestro destino, notamos que el amigo
Kristian se iba poniendo cada vez más nervioso, al paso que Range y yo, que
éramos viejos «afrikanders», no pudimos menos de convenir en que aquél sí era
calor de verdad.
Desgraciadamente no nos fue posible bañarnos en el lago por falta del agua
dulce necesaria para lavarnos después del baño, pues las ondas del Bar-El-Lot son
tan saladas, que no permiten a un cuerpo sumergirse, y, de dejarse secar sobre la
piel, son capaces de causar ampollas hasta de carácter peligroso.
Tras un descanso merecido, regresamos ya de noche, montados en asnos al
convento, donde encontramos el coche reparado. Y una hora más tarde nos des-
montamos ante el Hotel de Europa, en Jericó, donde una cena bastante regular
nos ayudó a olvidar el par de malas horas que habíamos pasado aquella tarde.
Todavía a media noche marcaba el termómetro 35 grados, lo cual, unido
a una nube de voraces mosquitos, nos obligó a madrugar, de modo que toda-

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

vía antes del amanecer nos hallábamos ya a diez kilómetros de Jericó, bañándo-
nos en el Jordán.
De regreso descansamos durante un par de horas en la caballeriza del “buen
samaritano”, la cual, no obstante la tonelada de estiércol de asnos y camellos que
la cubría, era siempre preferible al salón de espera, donde cundían las pulgas, no
digo por legiones, sino creo que hasta por millones.
Y a la caída del sol nos hallábamos ya de regreso en la Ciudad Sagrada, des-
pués de haber recorrido alrededor de ciento veinte kilómetros en menos de día y
medio y a pesar de un calor de tal vez más de cincuenta grados en la sombra.
Dicha excursión, además de por lo distraída, me fue muy útil también a causa
de que me permitió estudiar sobre el terreno las condiciones geológicas y hasta
cierto grado étnicas de aquella interesantísima región de Siria, Amurrú o Musri, la
de los asirios, que ha desempeñado siempre y sigue aún representando un papel
tan importante en los anales de la historia universal.
El territorio de Siria, en el sentido más amplio de la palabra, abarca una faja
de tierra de cerca de ochocientos kilómetros de longitud por ciento cincuenta de
latitud a lo largo de la costa oriental del Mediterráneo, y su estructura es en
extremo sencilla: se reduce a dos levantamientos paralelos y orientados de Norte a
Sur, separados por un valle longitudinal cuyo centro fuertemente deprimido se
abate al Sur, esto es, en torno del Mar Muerto, a unos cuatrocientos metros de
profundidad, constituyendo el surco más profundo abierto por las dislocaciones
de la corteza terrestre.
Esta depresión se denomina el Gor, y los dos levantamientos que la flanquean por
Oriente y Occidente son las cadenas del Líbano y Antelíbano, respectivamente.
El centro de esta enorme hondanada hállase situado poco más o menos en
torno de Damasco, y está limitado al Norte y Sur por deyecciones basálticas seme-
jantes a las que circuyen en todas direcciones la mole poderosa del Haurán.
En todas estas regiones son frecuentes los temblores de tierra. Y en las cade-
nas de Palmira, que representan la prolongación oriental de las terrazas por donde
desciende al Este el Antelíbano, existen todavía fumarolas; todo lo cual indica que
la dislocación siria debe ser de poco antigua.
Tanto las cadenas de la Siria Central como Meridional ofrecen con frecuen-
cia el aspecto de ruinas, torres y castillos, y en las inmediaciones de Damasco y en
toda Palestina abundan las cavernas de grandes dimensiones.
Bañada hacia el Poniente por el Mediterráneo, se halla Siria limitada hacia el
Naciente por el desierto del Badiet-Es-Sham, con toda su triste uniformidad, que
apenas interrumpen a grandes intervalos llenuras salinas, por las que erran, silen-
ciosas, rojizas y temblorosas trombas de arena.
“... Manadas de gacelas (dice nuestro anónimo) recorren esas soledades, por
las que vagaban en otro tiempo asnos montaraces, y, oculto entre los juncos del

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Capítulo XX

oscuro Gor, el león acecha su presa, y sus terribles rugidos se difunden como el
rumor del trueno por las inmensas soledades del desierto.”
El Badiet-Es-Sham es una especie de continuación y muestra del desierto de
Arabia, y la atmósfera, seca y pura por punto general, tórnase sofocante y abrasa-
dora en las llanuras arenosas y desiertas.
Y cuando se levanta el temible «simún», pierde el aire de repente su pureza y el sol
se cubre de un velo de sangre. Entonces el avestruz oculta su cabeza bajo el ala, el came-
llo, aterrado, se arroja al suelo, en tanto que el beduino, envuelto en su albornoz, se
recuesta en él para evitar ese soplo abrasador, que sofoca a todo ser viviente.
En algunos lugares, sin embargo, son los confines del desierto feraces, y hasta
agradables. Tamarindos, cerezos silvestres, cipreses y sauces llorones; de largas y
colgantes ramas, sombrean allí las márgenes del Eufrates, cuyas aguas extraídas por
medio de rodeznos de molino, riegan a trechos bosques de granados, limoneros y
frondosos sicomoros.
Entre los animales más útiles con que cuenta Siria descuellan el carnero de
ancha cola, el corcel y el dromedario, mientras que entre los más dañinos, aquel
terrible insecto, la langosta, que en los benignos inviernos nace en los desiertos de
Arabia, y que a los pocos meses se precipita en nubes que el ámbito oscurecen
sobre los fértiles campos de Siria. Y tras ella viene el hambre.
Entre la vertiente oriental de la cordillera, llamada comúnmente “el desierto
de Judea” (por hallarse formado de piedras arenosas y cenizas basálticas, cubiertas
de una escasísima capa de hierbas y arbustos espinosos) y las montañas del Moab,
se extiende una gran cavidad, abierta en tierras arcillosas mezcladas con capas de
asfalto y salgema que cubren en parte las aplomadas ondas del Mar Muerto.
Vistas desde lo alto toman sus aguas un tinte aceitunado, que a medida que
uno síguese alejando, continúa tornándose azulado, mientras que sobre sus orillas,
cubiertas de manchas de asfalto, casi nunca se oye el canto de un ave.
La parte de esta depresión, cuya superficie cubren actualmente las aguas del
Bar-El-Lot, o Mar Muerto, profundas cosa de 800 metros, fue en un tiempo una
fértil llanura formada por espesas capas de betún, suspendidas sobre un cúmulo de
aguas subterráneas.
El fuego del cielo incendió esas masas (conforme incendió hace algunos años
ciertas minas de petróleo, junto a Campico en Méjico)... y las tierras fértiles se
hundieron en el abismo, arrasando durante aquella conflagración las ciudades de
Sodoma, Seboín, Adama y Gomorra, construidas de piedras bituminosas.
La única villa de nota que se llegó a salvar de esa catástrofe fue Paán, o Sefor,
que formaba parte también del famoso Pentápolis.
Entre las urbes y lugares habitados más antiguos de Siria descuella Aintab,
que es de origen hitito-caldeo y figuró un tiempo entre las ciudades más impor-
tantes de la Comagene Romana con el nombre de Antioquía-ad-Taurum.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

A ésta, sigue según parece, Tadmor, que fundó Salomón sobre las ruinas
de una villa desconocida y se halla en parte reedificada con los restos de la his-
tórica Palmira.
A Tadmor, que hoy ya no es sino una aldea, siguen a su vez Es-Salt, capital
del Belkaá, o la antigua Perrea; Kerek, capital del Moabitis, en que plantaran sus
tiendas las tribus de Manases, Gad y Rubén; luego Nablus, o Sichem, la de los
samri, o samaritanos, y, por fin, Jaffa, o Joppe del Antiguo Testamento, que con
Halil-Raghmán, o Hebrón (en que descansan los restos de Abrahán) y Gaza, la
antiquísima capital de los filisteos, representan las columnas en que reposa el com-
plicado edificio de las tradiciones arcáicas y de la mitología prehebráica de Siria.
Pero la más antigua entre las ciudades de dicha comarca lo es, sin duda, la
patria del historiador Abulfeda, Damasco, o Sham-Ed-Dimeshk de las Mil y Una
Noches... la del lujo fascinador y refinado; la de las fuentes de mármol y alabastro;
la de las cúpulas doradas, y bazares sombríos, en que las sedas y tapices de la Persia
rivalizan con los perfumes de la Arabia, y en que al lado de las riquezas de la India,
brillan diamantes, topacios y rubíes, cuyo destello deslumbraría la mente hasta de
un narrador moruno.
Más conforme la antiquísima Damasco resalta de entre las ciudades de la
Siria como un “rey sol”, entre sus monumentos históricos luce cual estrella matu-
tina la mezquita de Omar, no acaso por sus dimensiones, sino por su serena mag-
nificencia y la belleza incomparable de sus líneas.
Situada hacia Levante de la “muralla del llanto”, yergue su solitaria cúpula dicha
mezquita en medio de una esplanada o espacioso vacío, que cubriera un tiempo el
Templo de Salomón. Y su bóveda central se enarca majestuosa sobre el “peñón de
Moria”, en que a miles de años Abrahán quiso sacrificar en holocausto a Isaac.
Con sus morunos lienzos de murallas revestidas de mármoles, bronces y
lucientes azulejos, formando dibujos sin fin, y sus cintas de áureas inscripciones
brillando como gemas bajo el sol, ostenta el interior de dicho santuario a veces un
aspecto francamente mágico... sobre todo cuando los rayos de la aurora se lanzan
desde Oriente a través de sus polícromas ventanas e invaden la penumbra de su
nave central igual a un vuelo de violáceas mariposas.

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Capítulo XXI
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Poco después de nuestra excursión al Mar Muerto llegó a Jerusalén Nikolai


Pachá, inspector de la artillería en el IV Ejército, quien, al verme convertido en un
burócrata militar, o «Etapenschwein», al instante me sacó de la Inspección
General de etapas de Palestina y me hizo agregar al 12º Regimiento de infantería,
que guarnecía a Belén, a fin de que ayudara a su jefe, el comandante Kiehl, a reor-
ganizarlo, en tanto que llegara la III División de Caballería Imperial, a la cual yo
había sido designado desde hacía tiempo.
Dicha unidad la constituían tres batallones de mil y pico de plazas cada uno.
Su oficialidad no era del todo mala, pero se hallaba casi completamente des-
moralizada a causa de la inercia de su antiguo jefe, el comandante Reshid Bey,
quien, en vez de ocuparse de las cosas del servicio, había pasado el tiempo mayor-
mente dedicado a los placeres, mientras que sus jefes de batallón obraban cada
uno por su cuenta y como mejor les placía.
La tropa estaba, además de mal vestida, peor comida y pésimamente instruida.
Para poner fin a semejante desorden encargó Dyemal Pachá de dicho regi-
miento al comandante Kiehl, quien había estado desempeñando hasta aquella
época el puesto de instructor en el regimiento de infantería modelo de Würt von
Würtenau, en Baálbek.
Cuando fui a saludar aquella tarde, en Belén, a dicho comandante, sentí al
estrecharle la mano, que se la estrechaba al mejor y más leal amigo que había de
tener yo de ahí en adelante en Turquía, puesto que Kiehl, era «true blue», esto es,
un caballero cumplido, un oficial de carrera brillante, y, como compañero fiel y
consecuente, creo que no tenía rival en aquellas fronteras.
Hombre de unos cuarenta años, era Kiehl de nacionalidad bávara, y después
de las horas de servicio, es decir, de las seis de la tarde en adelante, solíamos reu-
nirnos para conversar y disfrutar de los excelentes vinos de Palestina, que en nada
quedan atrás de los mejores de Europa, de suerte que más de una madrugada nos
sorprendió sentados todavía en torno a la mesa de cenar.
Pero a las ocho de la mañana en punto ya nos hallábamos otra vez a caballo,
como si nada hubiera sucedido.
Nuestra llegada casi simultánea al regimiento parece que agradó poco a su
oficialidad, la cual, en lo sucesivo, tuvo que trabajar no sólo de día, sino a veces

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también de noche. Y para demostrar a dichos señores que la culpa del desorden
imperante no era debida únicamente al carácter poco veterano de la tropa, como
ellos pretendían, sino a su propia apatía, les instruí en menos de tres semanas una
compañía, que siguió sirviéndoles de modelo en adelante.
A los jefes de batallón, quienes hasta el día de nuestra llegada habían dis-
puesto casi a su antojo de la vida y los haberes de su tropa, los privamos en el acto
de cuantos privilegios se habían arrogado arbitrariamente. Acto continuo nos
pusimos a sanear nuestros hospitales, que se encontraban en un estado de desaseo
indescriptible. Y, para salvaguardar la salud de la población de Belén, en cuyos tres
conventos más espaciosos se hallaban alojados nuestros batallones, encargamos de
su vigilancia a un Cuerpo de policía militar escogido de entre la tropa y las clases
del regimiento.
A los pocos días de haber llegado, fui a examinar con atención entre otras
también la Iglesia de la Natividad, que ya había visitado yo, un año antes, en com-
pañía del conocido pintor alemán Herr Grotemeyer. Y, después de un breve des-
censo y una caminata a través de oscuras y tortuosas galerías, cubiertas de pinturas
alegóricas de un gusto dudoso, llegamos por fin a la llamada “gruta”, ya que de la
gruta original poco hoy se nota a causa de los adornos que cubren por doquiera la
faz de la roca. En ella encontré a un centinela turco plantado junto un altar que,
según la voz del vulgo, cubre el lugar en que descansó el pesebre o cuna de
Nuestro Señor Jesucristo.
Dicho centinela estaba desarmado, y, al pedirle yo la consigna, contestóme
con aire grave y austero: «mi Jefe, impedir que los papases, o sacerdotes cristianos,
se den de bofetadas o se roben mutuamente los candelabros.»
En esto, vino a pasar revista a nuestro regimiento el Jefe del VIII Cuerpo de
Ejército, Kütchük-Dyemal Pachá. A juzgar por las frases congratulatorias en que
se expresó, parece que quedó satisfecho del estado de eficiencia de nuestra tropa.
Con él comenzaron a llegar también los primeros heridos de la Brigada de
Artillería austriaca en Tchelaleh, razón por la cual, en vista de que el hospital de
Ratisbona no daba abasto para todos ellos, ordenó el coronel von Kress nuestro
traslado, primeramente al pueblecillo de Betania, donde yo había estado ya cierta
vez en compañía del comandante von Wrochen, luego a la histórica ciudad de Es-
Salt, capital del Ostjordenland, llamada hoy Transjordania.
En Betania no pudimos permanecer más que muy pocos días a causa de la
falta de locales adecuados. Excuso decir, hasta qué extremo no nos hallaríamos en
aprieto, cuando nos vimos precisados a hacer instalar nuestras caballerizas entre las
ruinas de la iglesia que contiene los restos de la tumba de San Lázaro.
Dicha tumba, bóveda o callejón sin salida, era oscura como boca de lobo,
estrecha e inclinada hacia abajo, e iba a perderse en las entrañas de la tierra Dios
sabe dónde.

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Capítulo XXI

Cierta vez, al tratar de explorarla, resbalé en los peldaños superiores de su


escalera en ruinas y caí en aquel antro poblado de murciélagos, en que aún me
hallaría seguramente, de no haber sido por mi asistente Tasim, quien, al pasar por
allí en busca mía, alcanzó a oír mis voces y me ayudó a salir por medio de una
cuerda, puesto que al caer había sufrido de una rodilla.
Causa pena ver que a pesar de los millones de francos que afluyen anual-
mente en forma de dádivas a los monasterios de Tierra Santa, no haya habido
todavía ni uno entre los superiores de dichos conventos que haya dedicado la más
mínima atención a ese lugar una y mil veces sagrado, por haber sido ante aquella
olvidada excavación, precisamente, donde Nuestro Señor Jesucristo ejecutara
quizás el más maravilloso de sus milagros.
Durante los primeros días de diciembre (1916) nos llegó al fin la orden de
trasladarnos a la ciudad de Es-Salt, que se recuesta al pie del Dyebel-El-Hodcha
(probablemente el verdadero Monte Nebo del Pentateuco) y desde cuya cúspide
contemplara Moisés treinta y seis siglos antes la tierra prometida del Señor.
En consecuencia, y a fin de preparar el terreno para la llegada de nuestro regi-
miento, partí la madrugada siguiente, acompañado de mi «seis», o caballerizo
árabe, Saíd, resuelto a recorrer en un solo día los setenta kilómetros que nos sepa-
raban de dicha ciudad.
A Jericó la encontramos hermoseada de flores a pesar de hallarnos en pleno
invierno, al paso que a las fértiles vegas del Vadi-El-Kelt, cubiertas de pastos y tri-
gales en pie.
Después del almuerzo seguimos la marcha, y atravesando el Jordán por el antiguo
puente de madera, llegamos a eso de las tres a cierto lugar donde el Vadi-Nemrod des-
emboca en la llanura y desde donde se desprende la carretera militar de Es-Salt, que
asciende serpenteando por toda la margen izquierda de dicha hondonada.
Al declinar la tarde nos faltaban todavía cerca de veinticinco kilómetros por reco-
rrer, que eran por cierto los más peligrosos, puesto que en ese trayecto no pasaba día
casi sin que los viajeros o las caravanas no se vieran atacados por los bandoleros o los
beduinos de la temible tribu de los Beni-Shehir, quienes, no hacía una semana toda-
vía, habían atacado Jericó y echado por delante cuanto ganado y bestias habían caído
en sus manos, sin que las autoridades de dicho lugar se hubiesen atrevido siquiera a
impedírselo.
El único entre los jefes de cábila, moradores de la hoyada del Jordán, que seguía
siendo partidario decidido de los turcos, era un tal Sheik-Sultán, que tampoco lo era
sino por conveniencia, desde el momento en que gozaba la fama de ser uno de los con-
trabandistas más audaces en aquellos contornos.
Lo cierto del caso es que fuera de Damasco, Alepo y Jerusalén, donde el gobierno
imponía por la fuerza la circulación de billetes de banco, no había árabe, tanto en
Palestina como en Siria y Mesopotamia, que los aceptara, ni aun en forma de dádiva.

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En consecuencia, quien no llevaba consigo moneda sonante, corría riesgo de


padecer hambre no sólo en el desierto, sino hasta en los mismos alrededores dichas
ciudades.
Semejante estado de cosas favorecía, como era de suponerse, el influjo de oro
hacia dichas provincias, desde donde entonces los comerciantes árabes lo remitían
a su vez, clandestinamente a los ingleses, por medio de los beduinos a fin de efec-
tuar compras de café, azúcar, petróleo y tantos otros artículos de primera necesi-
dad, de que carecíamos casi por completo en Turquía, porque las cantidades
relativamente insignificantes de ellos, que nos llegaban desde Austria y Alemania,
apenas bastaban para cubrir las necesidades del ejército.
Ese tráfico, desde todo punto de vista ilegal, llegó a tomar con el tiempo tales
proporciones, que Halil Pachá no vaciló en mandar establecer una especie de
aduana en las cercanías de Feludchah, donde empleados del Gobierno cobraban
derechos sobre las importaciones, que sus dueños, los beduinos, declaraban fran-
camente ser de procedencia inglesa.
Yo recuerdo haber visto, en cierta ocasión, una caravana de azúcar de contra-
bando, que al llegar a Damasco, pagó su cuota a las autoridades e hizo bajar el
precio de dicho dulce en un 20% de la noche a la mañana.
De esa manera iba la mayor parte del oro que los alemanes prestaban a Turquía,
a parar a manos de los comerciantes ingleses por conducto de los contrabandistas
beduinos, quienes iban y venían por nuestras líneas como Pedro por su casa.
Pasadas las nueve de la noche, comenzamos a divisar por fin las centellantes
luces de la ciudad de Es-Salt, anidada en el fondo de un pedregoso vallecillo. Y
media hora después me hallaba ya instalado en la lujosa residencia de un opulento
cristiano, de nombre Jusuf Effendi, en que por falta de hotel solía hospedar el
alcalde a los viajeros de cierta categoría.
Cuando la mañana siguiente monté a caballo para ir a elegir las localidades en
que se habían de alojar nuestros batallones, vino a mi encuentro el kaimakam y me
participó que él había dispuesto aquello ya en virtud de cierto telegrama que le
había dirigido a ese respecto el Gobernador General de la provincia, Tasim Bey.
Semejante nueva no dejó de contentarme sobremanera, porque me libraba de
un trabajo altamente penoso desde el punto de vista moral; pero me llenó igual-
mente de inquietud sobre todo cuando supe que dicho señor había mandado
desocupar no solamente las tres iglesias cristianas de dicha ciudad, cuya población
ascendía a tal vez más de 20.000 habitantes, sino también la mayor parte de las
casas pertenecientes a los cristianos, únicamente, cuando la equidad exigía que los
musulmanes, quienes eran mayoría, hubieran contribuido siquiera con el 50% de
las localidades necesarias para el alojamiento de nuestras tropas.
Con la mira de neutralizar semejante injusticia, hice desocupar en el acto la
mezquita mayor, que atribuí como cuartel a nuestro I Batallón, no obstante las

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Capítulo XXI

protestas, tanto de los hodcha-effendis como de las autoridades civiles, que solían
valerse de semejantes ocasiones, precisamente para pisotear a sus anchas los dere-
chos de la ya siempre atribulada población cristiana.
Para la Comandancia de Armas destiné uno de los mejores edificios, situado
frente a la aduana, que hice requisicionar también y transformar en depósito de
municiones, mientras que para residencia de Kiehl y mía, escogí la parte superior
de un verdadero palacio, cuyo embaldosado de mármol, cubierto de alfombras, y
cuyas paredes y techos pintados al óleo y adornados de espejos de cuerpo entero
nos ayudaban a olvidar hasta cierto punto la tierra inhospitalaria en que nos
encontrábamos, puesto que Es-Salt era la capital del Ostjordanland, o
Transjordania, en que ni aún el mismo Sultán se había atrevido hasta entonces a
mandar establecer el servicio militar obligatorio, como lo había hecho en el resto
del país, inclusive en Irak.
Para completar nuestro mobiliario, de por sí ya en extremo lujoso, me hice
entregar, contra recibo, unos cuantos sillones y mecedoras que encontré encerra-
dos y pudriéndose en la famosa “casa de los ingleses” con multitud de libros de
valor, instrumentos de cirugía y no sé cuántos objetos más, indispensables para la
vida civilizada.
Según supe entonces, se habían apoderado las autoridades al principio de la
guerra de aquella residencia, conforme lo habían hecho ya con el resto de las
propiedades inglesas en Palestina; y, después de disponer de cuanto habían dese-
ado, habían acumulado y encerrado el resto, bajo sello, dentro de dos aposentos
oscuros, pero las ventanas las habían dejado abiertas “para por si acaso”, de
suerte que al llegar nosotros ya no encontramos sino una tercera parte de su
contenido original. Sin embargo, no se permitió la apertura de dichas habitacio-
nes hasta que llegó el «kadi», o juez, acompañado de numerosos secretarios y
rompió los sellos, nos hizo entregar los objetos deseados, a cambio de recibo, y
las volvió a sellar, mas sin poder eso mandar cerrar las ventanas, que permane-
cieron entreabiertas como antes.
Este ejemplo, aplicado a los procedimientos de los señores directores políti-
cos de la Sublime Puerta, bastaría para demostrar por qué las relaciones tanto inte-
riores como exteriores de Turquía, han sido y seguirán siendo siempre un fracaso,
mientras que la casta corrompida de los efendis paisanos continúe dirigiendo los
destinos de dicho imperio.
Al día siguiente de mi llegada entró en Es-Salt nuestro regimiento, y una
semana después nos pareció como si hubiéramos estado acuartelados allí toda la
vida. Cada batallón tenía su campo de ejercicio aparte. Y para impedir que el jefe
de la gendarmería local siguiera extorsionando tanto a la población cristiana como
a la musulmana por medio de sus multas injustificadas, que, de paso sea dicho, le
habían permitido reunir un capital de diez mil libras de oro en menos de dos años, se

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encargó del servicio de vigilancia y de limpieza pública, como en Belén también


en Es-Salt un Cuerpo de policía militar escogido de entre la tropa y las clases de
nuestro regimiento.
Las cruces arrancadas de las iglesias, así como los demás desperfectos causados por
el populacho musulmán en dichos santuarios, ayudaban a hacernos comprender por
qué la población cristiana de dicha ciudad se había alegrado tanto cuando llegó a saber
de nuestra llegada.
Afortunadamente, no resultaron infundadas sus esperanzas, puesto que durante
las seis o siete semanas que permanecimos en Es-Salt no hubo quien se atreviera a
molestarla ni por vía de hecho ni de palabra siquiera.
Y, habiendo tenido que ir a Damasco en esos días a fin de proporcionar algún ves-
tuario, calzado y demás efectos necesarios para nuestra tropa, aproveché la ocasión para
ir a visitar, a mi regreso, las célebres ruinas de Filadelfia (la de Tolomeo II), o Rabat-
Amón, la antiquísima capital de los amonitas que, después de conquistarla David y
Joab, en vano trataron de retener en su poder.
Situadas a orillas del Vadi-Zerka, o el antiguo Jabok, y en medio de la
pequeña kasaba de Amaán, junto a la cual pasa el ferrocarril de El-Hedchás,
encontré dichas ruinas por cierto en muy mal estado, a causa de vandalismo de los
colonos circasianos, a quienes el Gobierno había hecho instalar allí, lo mismo que
en Aín-Zuela, para contrarrestar el avance y las constantes irrupciones de las cábi-
las del desierto, que antes de la guerra habían asaltado y saqueado ya más de una
vez la opulenta ciudad de Es-Salt.
Para construir sus chozas y viviendas habían arrancado los tales circasianos miles
de toneladas de piedras labradas, tanto del Anfiteatro como de la Acrópolis, que, no
obstante semejante e imperdonable mutilación, seguían y siguen aún figurando entre
los monumentos arquitectónicos más notables que nos legó la escuela seléucida.
Pero tanto o todavía más tal vez que sus famosas ruinas me llamaron la atención
en Amaán el desaseo y la indolencia innata de sus pobladores árabes, quienes con tal
de evitarse el trabajo de excavar una fosa, subían a veces en hombros los cuerpos de los
fenecidos hasta las ruinas de la Acrópolis, donde los botaban de cualquier manera
dentro de alguna de sus numerosas grutas o cavernas.
Explorando los sótanos de dicha ciudadela pude observar esa vez, junto a los
restos de una bóveda derruída, los cadáveres de dos soldados árabes que los canes esta-
ban devorando tranquilamente, como si aquel hubiese sido su trabajo obligado de
todos los días.

La vida que llevábamos en Es-Salt era más bien monótona, aunque descan-
sada, puesto que hasta allí no había quien llegara a presenciar revistas o a moles-
tarnos con visitas oficiales. El regimiento aumentaba en eficacia de día en día, y su
estado de salud era satisfactorio.

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Capítulo XXI

La población de la villa, tanto cristiana como musulmana, parecía también


hallarse satisfecha desde el momento en que estaba gozando de garantías como no
las había conocido hasta entonces bajo el gobierno turco.
Durante esos días tuvimos el gusto de ver entre nosotros al teniente Stiller
quien iba con destino a Bir-Es-Sabah a fin de hacerse cargo del servicio inalám-
brico de nuestro ejército expedicionario. Y una semana después nos honraron
igualmente con su presencia el médico mayor Dr. Hegeler y su señora esposa.
Como dicha dama expresara el deseo de conocer los alrededores de la ciudad
de Es-Salt, organizamos una excursión a caballo al histórico Dyebel-El-Hodcha,
que sólo dista un par de kilómetros de dicha villa, y que coronamos en el
momento preciso en el que el disco ensangrentado del sol hundíase, envuelto en
llamas, tras el sombrío desierto de Judea, en tanto que al Tramonte temblaban
como lágrimas las límpidas ondas del Mar de Galilea y a nuestros pies se adorme-
cía violáceo, el silencioso valle del Jordán.
Así debe haber sido cual contempló Moisés la Tierra Prometida del Señor
desde esa misma cima aquella vez, allá en la noche de los tiempos, mientras en torno
de su augusta frente comenzaban a agitarse ya las sombras precursoras de la muerte.

A pesar de nuestras múltiples ocupaciones, siempre me alcanzó el tiempo


para ir a cazar jabalíes durante algunos días junto a la desembocadura del Jordán,
en el Mar Muerto.
De base de operaciones elegí el convento de San Juan Bautista, cerca del cual,
según lo aseguraban sus dueños, había sido bautizado Nuestro Señor Jesucristo. Y
veinticuatro horas después de mi llegada me hallaba ya recorriendo la maleza
palustre en compañía de un cazador de profesión, quien me inició en el difícil arte
de cazar de noche, en calcetines únicamente, para evitar todo ruido.
Semejante sistema, por cierto algo doloroso y primitivo para el que no se
halla acostumbrado a andar descalzo, no dejaba de ser por otra parte bastante peli-
groso, sobre todo cuando se oía de cerca el estridente aullido de algún lince-leo-
pardo o el ronco gruñido de uno de esos jabalíes, con colmillos de ocho a diez
centímetros de largo, contra los cuales me tocó disparar en diferentes ocasiones en
la oscuridad, sin que hubiera un árbol a kilómetros de distancia en qué haber
podido librarme de ellos en caso dado.
Y cuando ya se iba acercando el fin del año volví al valle del Jordán, mas ya
no para cazar jabalíes, sino para asistir en compañía del comandante Kiehl y nues-
tros jefes de batallón a un banquete árabe, que había organizado en obsequio
nuestro el Sheik Sultán aquél de quien ya he hablado antes, y que no dejó de sor-
prender sobremanera al amigo Kiehl, a causa de que en él no se servían bebidas
intoxicantes de ninguna especie, sino sólo café y leche tomada al pie de la vaca, u
oveja mejor dicho, ya que los beduinos poco se cuidan de criar ganado vacuno, tal

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vez debido a que el lanar, además de carne, produce también lana, y con agua, por
poca que fuere, es capaz de subsistir hasta en el corazón del desierto.
Para finalizar el citado banquete con algo estrepitoso, nos obsequió el buen
Sheik con una fantasía de su propia invención y que consistía en unas cuantas des-
cargas disparadas contra nosotros a quemarropa (pero sin balas) por un adversario
oculto que al principio tomamos en serio a causa de la proximidad de los Beni-
Shehir, quienes eran enemigos acérrimos de dicho señor y no desperdiciaban oca-
sión para enseñarle los dientes.
Los últimos visitantes de nota que tuvimos en Es-Salt fueron los miembros
de cierta expedición arqueológica, encabezada por el profesor Teodoro Wiegand
y el conocido orientalista el capitán Dr. Bachmann. Por éste supe de otro viejo
amigo mío, el teniente coronel von Mannsfeldt, quien se hallaba a la sazón en
Maán, junto a las ruinas de Petra, en una situación sumamente difícil, por causa
del hambre y la peste, que habían diezmado su gente y acabado con casi todo su
ganado, consistente en los últimos tres mil camellos de que disponíamos ya en el
frente de Palestina.
La Noche Buena la pasamos tan amenamente, que el alba nos sorprendió
sentados en torno a la mesa de cenar, que coronaba un arbolito de Navidad, pro-
cedente de las montañas de Aín-Zuela, a donde yo había ido en persona a bus-
carlo. Y antes del anochecer nos llegó una comunicación de nuestro cuartel
general en Bir-Es-Sabah, anunciando que nuestro regimiento debía salir probable-
mente en breve con destino a Akabah, junto a la que el enemigo se hallaba a punto
de desembarcar.
Y aun cuando Akabah, o la antiquísima Aelana, equivalía para nosotros,
desde el punto de vista militar, a un destierro casi, puesto que morir en Akabah
era morir sin gloria, desde el punto de vista histórico representaba dicha expedi-
ción, para mí al menos, el «non plus ultra» del desideratum, situado como se
hallaba dicha kasaba a orillas del Golfo Aelanítico en el Mar Rojo, y cerca del
Monte Sinaí, u Horeb, que los árabes llaman el Dyebel-Musa o Ras Sefrafé, por
haber sido en él donde, según la tradición, el Señor se reveló a Moisés y le dictó
los diez mandamientos del Decálogo.
Sobre la falda de este histórico macizo, bruñido por el giro de los siglos y que
mide cerca de tres mil metros de elevación, se halla situado a una altura de cinco
mil pies el convento de Santa Catalina, que hiciera erigir allí el emperador
Justiniano.
Y hacia el Tramonte de éste elévase, a su vez, el Dyebel-Serbál, que junto con
el Dyebel-Et-Tih, el Rahá, el Chafaáh, el Ras-Mohamed, el Takhar, el Yelek, el
Helal, luego el Makrá, y, por último, el Dyebel-Nakus, o la “montaña de las cam-
panas” (que deriva su nombre de la sonoridad de sus arenas al herirlas el sol),
representa una serie de desnudas serranías, de tonos encendidos y un belleza sal-

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Capítulo XXI

vaje, que se hallan separadas entre sí y del Canal de Suez por un desierto de tre-
menda esterilidad, llamado comúnmente El-Gaá, o el Badiet-Et-Tih.
Entre la escasísima vegetación que se nota a veces refugiada en el fondo de los
secadales, o entre los agrietamientos de las colinas, que se extienden cual osamenta
oscura a través de aquellas lejanías, figuran zarzas y una que otra acacia gomífera, de las
que llaman por allá “espina del Misir”, o acaso algún tamarindo, cuyo jugo dulce y
aromático constituye el «man», o «maná», con que Moisés alimentara al pueblo hebreo
durante su peregrinación de cuarenta años por aquellas espantosas soledades.
Y al pie de las negruzcas rocas de granito, jaspe y sienita, que surgen solitarias de
entre esas llanuras de arena, pedernales y cantos rodados, formando moles escarpadas
y bravías, como el Magará, o Dyebel-El-Mekteb, por ejemplo, con sus famosas ins-
cripciones jeroglíficas cinceladas sobre una fachada de pulido pórfido, brotan a inter-
valos alcaparros, adelfas, tornasoles y algodoneros, formando manchas de verdura, en
que los árabes «tuares», descendientes de los nabateos y amalecitas, y todavía otras cábi-
las que vagan en muy corto número por esos desiertos, plantan sus tiendas y subsisten
en una casi completa abstinencia, ya que su alimento apenas consiste en leche cuajada,
dátiles secos y pan sin levadura, cocido entre las cenizas de las hogueras.
Y hacia semejante desierto sobre las costas del Mar Rojo y ratonera por excelen-
cia, donde en caso de una retirada inesperada hubiéramos dejado nuestros huesos rega-
dos por los arenales a causa del hambre y de la sed, era pues donde el Alto Comando
se proponía mandarnos para impedir el desembarque de los ingleses, quienes se halla-
ban amenazando dicha plaza desde hacía tiempo.
Para suavizar en lo dable el mal efecto que había de producir forzosamente aque-
lla nueva entre nuestros oficiales, quienes se habían ido convirtiendo entretanto en una
tanda de sportsmen, organizando carreras de caballo, concursos de tiro al blanco, etc.,
resolvimos celebrar una soirée dansante en honor de varias bailarinas turcas y egipcias que
se hallaban temperando entonces en Es-Salt, y a la cual había de asistir, por supuesto,
toda nuestra oficialidad.
Con tal motivo se iluminaron las arañas del espacioso salón de recepciones, que
cubrían y adornaban valiosas alfombras y enormes espejos en marcos dorados.
En el buffet, que se hallaba instalado en un salón aparte, figuraban, además del
lunch “a la turca” indispensable, llamado “mesa”, toda clase de licores, desde el cham-
paña para abajo, mientras que en un nicho artísticamente ornamentado se instaló la
orquesta.
Y aun cuando me pese decirlo, debo confesar que aquella noche resultó ser
una revelación para nosotros, desde el momento en que los hechos fueron a com-
probar hasta la evidencia que tanto Kiehl como yo no éramos sino unos princi-
piantes comparados con nuestros oficiales musulmanes, quienes, sin despreciar el
vino, el coñac y la cerveza, tomaban el aguardiente anisado del país, llamado

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«dúsico», o «raki», no digo por copitas, o copas siquiera, sino por vasos de máximo
calibre, como si aquello no hubiese sido raki sino agua.
Pero lo más notable del caso era el aire de modestia y resignación que solían afec-
tar nuestros efendis al liquidar de un solo sorbo cada una de aquellas vasadas, que de
por sí sola hubiera bastado para poner fuera de combate a cualquier cristiano.
A las nueve en punto comenzó la fiesta. Y, al son de arpas que lloraban y de
cítaras que sollozaban, se desprendió del fondo del salón, envuelta en transparente
gasa, mosqueada de oro y plata, y con el busto escotado más abajo de la cintura,
la prima donna... para debutar por centésima vez en su vida, tal vez, con el eterno
“baile del vientre”, que santificó Mahoma y que bailó ya en tiempo de los
Faraones la esposa de Putifar ante el casto José.
Excuso decir el entusiasmo y el delirio de aplausos que provocaría cada una
de sus contorsiones y movimientos improvisados. Aquello parecía una plaza de
toros. Hasta que la música se fue apagando suavemente, y la bella entre las bellas,
la de los ojos árabes y de miradas lánguidas, se nos fue acercando, paso a paso con
sus níveos brazos entreabiertos y trémulos como las ramas de un ciprés, y se dejó
caer, por fin, suavemente y de rodillas ante el bienaventurado Kiehl, y le ofrendó
sus labios encendidos, más no para que los sellara con los suyos... sino con una
moneda de oro... ya que en Oriente el amor y el oro se confunden, conforme en
el Ocaso los rojos arreboles nacen y se difunden entre celajes de áureas lejanías.
Después de Kiehl me tocó el turno a mí, para luego volver a comenzar con Kiehl.
Pero lo que más me llamó la atención fue que a pesar de sus elegantes unifor-
mes y bigotes “a la Kaiser”, nuestros effendis nunca lograran despertar corrientes
de amor en los corazones de aquellas ninfas rubias y trigueñas, que parecían haber
reservado toda su pasión para nosotros únicamente...
Hasta que en la madrugada la triste realidad nos vino a recordar que en todas
partes cuecen habas y que nuestras reservas en libras de oro se habían ido evapo-
rando en aras de un amor platónico, de que tanto Kiehl como yo nos seguiremos
acordando toda la vida con caras entre agria y dulce.

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En la madrugada del primero de enero (1917) se desató sobre Es-Salt y todo


el Ostjordanland un verdadero ciclón, acompañado de lluvias torrenciales, que no
tardaron en llevarse medio lienzo de la carretera militar, con puentes y todo. Y
simultáneamente casi con dicho desastre nos llegó la nueva de que los ingleses
habían rebasado El-Arrish y se hallaban a las puertas de la ciudad de Gaza, donde
las tropas allí estacionadas apenas bastaban para contener su avance. Y una hora
después nos llegó un aerograma del coronel von Kress, ordenando que nuestro
regimiento se pusiera en marcha inmediatamente para ir a reforzar la línea de
batalla en dicho frente.
En consecuencia, tocóse «generala», y media hora después salió el 12 para
Jerusalén a tambor batiente y sin más bagajes que sus armas, al paso que yo per-
manecía en Es-Salt con apenas un centenar o dos de hombres escogidos a fin de
custodiar nuestros depósitos de municiones, los cuales, de haber caído en manos
de los árabes, hubieran bastado y quizás hasta sobrado para hacerlos dueños de la
mitad de Palestina.
Y como para hacer mi situación todavía más difícil, parece que el avance de
los ingleses había electrizado a los veinte mil habitantes de Es-Salt, quienes se
hallaban hartos del dominio turco y de buena gana hubieran puesto un fin trágico
a nuestros días, de no haberme adelantado yo a ellos mandando prender y ence-
rrar en nuestro polvorín a varios de sus gamonales, con la amenaza de hacerlos
volar por el aire junto con la ciudad, al primer disparo.
Esta medida preventiva, unida a una “orden de día” de no dar cuartel a nadie
en caso de un conflicto, ayudaron a calmar los ánimos durante un par de días,
hasta que por fin nos anunció un telegrama del coronel von Kress la retirada defi-
nitiva del enemigo, etc., motivo por el cual tanto el kaimakam como el jefe de la
gendarmería local, quienes habían embalado ya sus bagajes y remitido sus harenes
a la estación de Amaán, volvieron a desempaquetar sus equipajes y a recomenzar
sus extorsiones, que yo, con mis cien o doscientos hombres, no podía por más que
quisiera, impedir.
En esto me llegó un segundo telegrama, esa vez de Kiehl, rogándome que le
remitiera cuanto antes las municiones y provisiones, e informándome que el 12
había recibido orden de reemplazar a la antigua guarnición de Jerusalén.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

En vista del estado ruinoso de la carretera, que hacía imposible el tráfico


tanto de camiones como de carretas, y no disponiendo ni de una sola bestia de
carga para el transporte de nuestros bagajes, cuyo traslado hubiera requerido de
tres a cuatrocientos dromedarios, me vi obligado a pedir poderes para requisicio-
nar cuantos camellos, acémilas, etc., necesitaba con el expresado fin.
Tal permiso, redactado en los términos más amplios, logré arrancárselo por
último al kaimakam después de una larga y acalorada discusión, durante la cual me
vi precisado a hacer intervenir una guardia armada y de bayoneta calada, que
había traído conmigo para hacer recordar a dicho señor que en Es-Salt mandaba
yo y nadie más que yo.
Provisto de este talismán, despaché en el acto varias patrullas para que embar-
garan cuantas bestias de carga encontrasen en la ciudad y el distrito de Es-Salt, de
suerte que en tres semanas, o menos tal vez, había yo remitido ya para Jerusalén
todos nuestros bagajes, provisiones y municiones, menos unas cuantas cajas de
fusiles estropeados, que dejé custodiados por una escolta a las órdenes del hodcha-
effendi de nuestro I Batallón, quien, no obstante su carácter de sacerdote, se había
portado siempre como un valiente y circunspecto militar.
Satisfecho de haber cumplido hasta donde había podido con mi deber, salí de
Es-Salt. Y habiendo llegado todavía temprano a Jericó, aproveché la tarde para ir
a dar un vistazo a las ruinas del Palacio de Herodes, que orillan el Vadi-El-Kelt, lo
mismo que para visitar el convento llamado “de la Cuaresma”, que se halla situado
a una altura considerable y asido, como quien dice, a la faz casi perpendicular de
la “Roca de la Tentación”, desde cuya cúspide Lucifer ofreció a Nuestro Señor
Jesucristo el dominio del mundo material.
Allí me recibieron los frailes al principio con algún recelo. Pero habiéndose
cerciorado de que era oficial extranjero y católico por añadidura, me alojaron en
la mejor de sus habitaciones y se desvelaron por atenderme.
Uno de ellos me condujo a la cima del cerro, desde donde se goza de un golpe
de vista admirable sobre el valle del Jordán y los alrededores del Mar Muerto. Y
aprovechando la brisa de la tarde, fuimos a cazar durante un par de horas sobre la
escarpada peña de los anacoretas, o ermitaños, y co n tan buen éxito, que antes del
anochecer regresamos al convento con un par de cabras montesanas de regular
tamaño, que nos sirvieron de cena y llenaron de contento a los buenos padres.
Valiéndome de tan excelente oportunidad, fui a visitar de paso el convento
del profeta Elías, que se recuesta al pie de una de las rojizas y acantiladas fachadas
que orlan el Vadi-El-Kelt, o Cherith de la Biblia, y lo acompañan, casi perpendi-
culares, hasta su desembocadura en el valle del Jordán.
Para poder llegar hasta él, me fue preciso valerme de un camino ancho al
principio, pero que a medida que iba ascendiendo se iba estrechando, de suerte
que a la media hora había acabado por convertirse en una vereda de gamos verti-

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Capítulo XXII

ginosa, y que por lo tanto me obligaba a seguir adelante desmontado, condu-


ciendo la bestia del cabestro.
Por doquiera divisábanse oscuras cavernas, como talladas en la roca viva, lo
mismo que cruces rojas y blancas que los anacoretas habían pintado o cincelado
sobre las titánicas fachadas en prueba de fe y de constancia. Y, a juzgar por las
señales de erosión que llegué a notar sobre las peñas del angosto y turbulento
Vadi-El-Kelt, calculo yo que dicho arroyo debe de haber tardado un centenar de
siglos o aún más tal vez en excavar ese su trecho y profundo lecho, por el que se
lanzan sus verdosas aguas cual sierpes de jaspe, murmurando himnos en loor de
aquel varón excelso que a miles de años las glorificara y santificara por medio de
su presencia y sus milagros.
Y mientras me hallaba escuchando desde lo alto de una empinada roca el
rugir de las aguas del Vadi-El-Kelt, se presentó la hora del ocaso, la hora en que
las aves recógense en sus nidos, cansadas de sus vuelos por etéreos espacios y el
horizonte se anegó en un caos de lejanías candentes, al paso que hacia Oriente, en
el violáceo cielo de Judea, estallaba en llamas la solitaria estrella vespertina.
Poco antes de cerrar la noche comenzamos a divisar en lontananza los confu-
sos contornos del “buen samaritano”, en que solían reunirse los bandidos del des-
ierto para desvalijar a los incautos que se ponían a transitar por aquellos contornos
después de oscurecer. Y como ni mi asistente ni yo nos hallábamos deseosos de
relacionarnos con dichos señores, pasamos por frente al “buen samaritano” a todo
galope y a eso de las once me acosté a dormir en la Comandancia de Armas de
nuestro regimiento, que encontré instalada en el suntuoso Russenbau.
Al día siguiente me vino a saludar el comandante Kiehl, satisfecho al pare-
cer de mi actuación en Es-Salt. Y por el comandante Mühlmann, Jefe del
Estado Mayor de nuestro ejército expedicionario, supe esa tarde que por orden
del Alto Comando había sido yo asignado “definitivamente” a la famosa III
División de Caballería Imperial, acantonada en el no menos famoso campo
atrincherado de Bir-Es-Sabah, que representaba para esa época el ala izquierda
de nuestro frente de Gaza.
Después de dos años de servicio activo en el ejército regular otomano, y
durante las cuales había ejercitado sucesivamente las armas de caballería, infante-
ría, artillería, ametralladoras, etc., ocupado puestos de administración militar
importantes y mandado, como en Van, por ejemplo, tropas mixtas hasta el pie de
fuerza de una división, iba yo a recomenzar con mi arma favorita, la caballería, ese
círculo vicioso llamado Estado Mayor, que no tiene principio ni tiene fin, y en el
cual uno no acaba nunca de perfeccionarse.
La mejor prueba de ello nos la ofrece el ex-Gran Estado Mayor General
alemán, que, a pesar de haber sido la máquina de guerra más perfecta que se ha
conocido hasta la fecha, siempre cometió el error imperdonable de no haber

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

sabido trazar la línea divisoria entre la práctica y la teoría, ya que, si en vez de dejarse
guiar por el principio erróneo y netamente teórico de que una guerra moderna no podía
durar más de seis o nueve meses, hubiese acumulado de antemano y “para por si acaso” pro-
visiones para tres o cuatro años, la Guerra Mundial no hubiera terminado todavía tal
vez, o al menos el triunfo de los aliados no hubiera sido tan completo como resultó
serlo, después de todo, a pesar de los presagios optimistas de los apóstoles del milita-
rismo prusiano.
El día después de mi llegada había de salir uno de nuestros batallones con destino
a Gaza, o sea la antiquísima ex-capital de los filisteos y patria de Dalila, donde man-
daba a la sazón el comandante Tiller, y que hacía tiempo ya deseaba yo conocer.
En consecuencia, me encargué yo mismo de conducir dicha tropa hasta allí.
Y cuando a la mañana siguiente desfilamos al son de cajas y clarines por toda la
calle principal de Jerusalén, no dejé de experimentar cierta satisfacción al ver aquel
puñado de reclutas (que no hacía todavía ni tres meses que habían ingresado en
filas) marchando en orden cerrado y con una desenvoltura propia de expertos y
entendidos veteranos.
Sin embargo, me inquietaba la idea de que en las últimas hileras no faltarían, de
seguro, tres o cuatro de ellos equivocando el paso, es decir, marcándolo con el pie dere-
cho en vez del izquierdo, o viceversa, puesto que así como el recluta árabe llegará a
aprenderlo todo, menos a decir la verdad, el turco es también susceptible de aprenderlo
todo, menos lo de marcar el paso correctamente.
Y ya que del soldado turco estoy hablando, agregaré que a mi modo de ver, ni en
Europa ni en América existe un soldado que aprenda con tanta facilidad el manejo de
las armas y las evoluciones militares como el turco, sobre todo cuando se halla ins-
truido por oficiales extranjeros.

La ciudad de Gaza se halla separada del mar por una faja de médanos y forma el
centro de un oasis bastante extenso, en que los prados alternan con campos de labranza
y bosques de árboles frutales, de que sobresalen a trechos las anchas copas de los sico-
moros o los esbeltos talles de las muchas palmeras, que, con sus cúpulas, alminares y
escalonadas azoteas constituyen el hermoso panorama que ofrece, vista desde lejos,
dicha kasaba.
Pero a medida que uno se le va acercando, va también Gaza, como casi todas las
ciudades orientales, perdiendo su aspecto pintoresco. Su mezquita mayor, que encon-
tré convertida en depósito de municiones, no pasaba de ser, a pesar de su tamaño, sino
una mezquita cualquiera, al paso que sus estrechos y laberínticos bazares eran en
extremo desaseados y en su mayor parte estaban construidos de madera.
La importancia de Gaza ha estribado siempre en que desde tiempo inmemo-
rial ha venido dominando la ruta de caravanas que comunica Siria con Egipto, y
por tanto Asia con África.

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Capítulo XXII

Las guerras interminables entre los hebreos y los filisteos deben de haber obe-
decido en consecuencia, y quizás más que a otra cosa, a los impuestos onerosos
con que éstos acostumbrarían gravar probablemente las importaciones de trigo de
procedencia egipcia y de tránsito para Palestina.
Las fortificaciones, o atrincheramientos, mejor dicho, que el mayor Tiller
había mandado escavar en torno a Gaza, estaban bien trazados. Y, como militar
entendido, había él hecho tumbar igualmente las numerosas cercas de nopales o
tunales, que infestaban los alrededores de dicha kasaba, dificultando su defensa.
Sus tropas, aunque veteranas, las encontré en muy mal estado a causa de las
epidemias y las privaciones. Ya hacía meses que venían batiéndose con singular
bravura y sin que hubiera manera de poder aliviar su suerte, no solamente en
razón de la actividad inusitada del enemigo, que no les daba reposo, sino también
a causa del peculado imperante en la Administración Central de etapas de
Damasco, que no les mandaba ni vestuario, ni provisiones, ni medicamentos.
Yo he pensado muchas veces, qué matanzas de oficiales no habrían ocurrido
en un ejército europeo, en que se hubieran llegado a registrar semejantes irregula-
ridades.
La artillería de Tiller era deficiente, pero fue reforzada más tarde por la bri-
gada de artillería austriaca del conde Storzewsky. Y a pesar de la resistencia de
Dyemal Pachá, quien se oponía a ello, como quien dice, por no dejar, siempre
logró el coronel von Kress reforzar también el pie de fuerza de su infantería por
medio del contingente que yo le aporté esa vez y un batallón o dos del 125º
Regimiento, que llegaron a distinguirse sobremanera tres meses después, o sea
durante la primera batalla de Gaza, defendiendo bayoneta el centro de dicha
población contra unidades enemigas tres o cuatro veces superiores a ellos y dota-
dos de artillería de montaña, ametralladoras y automóviles blindados.
A pesar de dichos refuerzos, resultaban ser las fuerzas del comandante Tiller,
sin embargo, insuficientes para poder resistir ventajosamente el empuje de las bri-
gadas británicas, integradas casi totalmente de regimientos europeos escogidos y
que, además del apoyo de sus «tanks», o carros de combate, contaban con el de la
artillería de su escuadra, al que nosotros no hallábamos manera de poder contes-
tar porque carecíamos de calibres mayores de 15 centímetros.
Con decir que los ingleses habían construido por toda la costa del Sinaí, o sea
desde Port Said hasta Han-Hunis, un ferrocarril de vía ancha y doble que iban
alargando a medida que su ejército iba avanzando, lo mismo que un acueducto, o
tubería de hierro, por medio de la cual y a fuerza de bombas iban extrayendo y
conduciendo desde el Nilo, o mejor dicho, desde el canal de Ismaeli hasta el frente
de Gaza, el agua necesaria para el abastecimiento de sus fuerzas expedicionarias,
creo que basta para demostrar las grandes ventajas que nos llevaban ellos en dicho
frente, al menos desde el punto de vista material.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

Entre las varias reliquias que poseía el comandante Tiller, figuraban unos tres-
cientos desertores árabes, que, a pesar de urgirle, no podía remitir a Tchelaleh por falta
de una escolta adecuada. Y, como de regreso a Jerusalén con las clases del batallón, que
acababa de dejarle, había de pasar yo también por frente a dicho campo atrincherado,
me encargué gustoso de conducírselos hasta allí, mas no en globo sino en grupos de a
cincuenta, con una cuerda al cuello y la orden terminante a su escolta de hacer fuego
sobre el primero que tratare de apartarse del camino sin previo permiso.
El resultado de dicha medida fue excelente. A nuestra llegada a Tchelaleh, no nos
faltaba ni uno.
Con el recluta árabe de baja estofa no hay razón ni sinrazón que valga, debido a
que es traidor, embustero y desertor por naturaleza.
La única manera de dominarlo y sujetarlo consiste en echarle plomo o en aplicarle
la soga.
Con el beduino del desierto, el moro de la pampa pedregosa y el árabe de elevada
alcurnia sucede todo lo contrario, pues son el valor, la hidalguía y la caballerosidad per-
sonificados.

La plaza fuerte de Tchelaleh formaba el centro de nuestro frente de Gaza, o del


Sinaí, y distaba cosa de veinte kilómetros de la ciudad de Gaza, en que se apoyaba
nuestra ala derecha, mientras que de Bir-Es-Sabah, que representaba la extrema ala
izquierda de nuestra línea de combate, la separaba otros veinte o veinticinco kilóme-
tros. Pero se hallaba aislada, situada en medio de una llanura desierta y con los brazos
al aire, es decir, sin apoyo de flancos y por lo tanto expuesta a una sorpresa de la caba-
llería adversaria; de modo que, de haberse resuelto el general Murray a atacarla en esos
días, habría podido apoderarse de ella de un solo manotazo, puesto que ni en Gaza ni
en Tel-Es-Sheriat o Bir-Es-Sabah disponíamos a la sazón de las reservas necesarias para
poder impedírselo.
La reticencia incomprensible que llegó a desplegar esa vez el Generalísimo britá-
nico en Egipto, sólo se puede comparar con la decisión del general Townsend en Kut-
El-Amara, quien tampoco juzgó prudente asumir la ofensiva, aventurando una salida,
cuando por medio de ella hubiera podido apresurar el triunfo de las armas inglesas en
Mesopotamia por un año o todavía más tal vez.
El error estratégico que cometió no importa quién al designar a Tchelaleh como
centro de nuestra línea de combate en el Sinaí, lo vino a subsanar semanas después
Enver Pachá, cuando hizo evacuar sin más demora dicho campo atrincherado y tras-
ladar su guarnición a Tel-Es-Sheriat, que se hallaba en comunicación ferroviaria
directa con Bir-Es-Sabah y sobre todo con Jerusalén que representaba la base principal
de dicho frente.
Acto continuo y para impedir que el ala derecha nuestra, que se apoyaba en
el mar, fuera a quedar en descubierto, ordenó Enver la construcción de un ramal

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Capítulo XXII

de ferrocarril de Palestina, que arrancando de la estación de Tineh, había de ter-


minar en Beit-Hanún, cubriendo la retaguardia de nuestro sector septentrional,
entre Gaza y Tel-Es-Sheriat.
Todas esas medidas imprevistas al par que acertadísimas del Alto
Comandante otomano no dejaron de repercutir poderosamente en el cuartel
general enemigo y tuvieron por consecuencia el avance inesperado y simultáneo
de casi todas las fuerzas británicas en el Sinaí contra nuestra ala derecha, que pasó
a la historia bajo el nombre de “la primera batalla de Gaza” y redundó en un
triunfo completo para las armas otomanas.
La segunda batalla de Gaza, que siguió a éstas algunas semanas después,
representó para nuestro ejército expedicionario y su jefe, el coronel von Kress, un
triunfo todavía mayor, debido a que el combate se desarrolló esa vez en casi todo
el frente y porque las fuerzas enemigas, compuestas exclusivamente de divisiones
inglesas y australianas, eran numéricamente bastante superiores a las nuestras y se
hallaban por añadidura mucho mejor equipadas.
Esa noche la pasé en Tchelaleh en calidad de huésped del comandante
Heibey, a cuyas órdenes se hallaba la artillería de dicha fortaleza, y quien, ya no
recuerdo con qué motivo, había organizado una pequeña soirée, a la que había de
asistir entre otros también el teniente coronel Edib Bey, Jefe del III Cuerpo de
Ejército y General en Jefe de la guarnición de Tchelaleh.
Después de los brindis reglamentarios a la salud de Sus Majestades, etc., es
decir, cuando el generoso jugo de las uvas hubo comenzado ya a ahuyentar las
arpías de la etiqueta y de la jerarquía, arrancó el coronel a cantar en italiano y en
francés la Traviata, Aída, Tosca y no sé cuántas óperas más, pero con una maes-
tría, que nos dejó asombrados a todos.
De haber manejado el coronel Edib Bey las armas con la misma destreza con
que cantaba óperas, de seguro que nos hubiera ahorrado no pocas bajas, sobre
todo durante la primer batalla de Gaza, que tuvimos a punto de perder debido a
su no sé qué decir... desde el momento en que, en vez de acelerar la marcha de sus
tropas, que iban en auxilio de Gaza, les ordenaba que la limitaran a tres kilóme-
tros por hora..., lo cual equivalía a decirles que no se apresurasen.
Tan insigne cobardía costó más tarde a Edib no solamente su puesto, sino
también la amistad y estimación de casi todos sus antiguos camaradas
De regreso a Jerusalén arreglé mi viaje, y, después de despedirme de
Mühlmann, Grobba, Kiehl y otros amigos de mayor intimidad, salí la mañana
siguiente para Bir-Es-Sabah, de que me separaba uno de los trayectos más intere-
santes y pintorescos de la por mil títulos ya pintoresca Palestina.
En Belén me desayuné temprano y por la tarde desmonté en Hebrón, la
urbe sagrada por excelencia y dedicada a Ibriham-Halil-Alah, o “Abrahán, el
amigo de Dios”.

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Gracias a la sagacidad de un oficial turco amigo mío, pude visitar esa misma
tarde la célebre mezquita de «el-horam», construida con bloques de granito enor-
mes y coronada de dos vetustos y macizos minaretes, de los cuales el uno se halla
dedicado a Abrahán, mientras el otro a Isaac, que, figuradamente traducido, sig-
nifica “el grito de Israel”, o sea “la carcajada que Israel lanza sobre el campo de
batalla sembrado de cadáveres enemigos ensangrentados”.
Este santuario, que a ningún cristiano estaba permitido visitar, so pena de
muerte, contiene, además de un sarcófago cuadrado y blanqueado en el cual,
según dicen, reposan los restos de José, las tumbas de otros patriarcas y la de
Abner-Ben-Ner, que derribara en tierra el puñal de Joab.
En su interior, que no me atreví a examinar con detenimiento por temor a ser
descubierto, pero que me pareció sombrío en demasía y más bien poco atractivo,
llamóme preferentemente la atención cierto lugar que, a juicio del vulgo, cubre
una extensa cueva o subterráneo llamado «el-maghfelh», en que descansan al pare-
cer los restos de Abrahán, Isaac, Jacob, Sara, Rebeca, etcétera, y en que me pare-
ció haber visto a algunos creyentes depositar en un nicho de la pared vecina, de
paso y a través de una perforación, ciertos girones o pedacitos de papel, conte-
niendo encomiendas a Dios, supongo yo.
Además de dicha mezquita, fui a visitar la renombrada encina de «mamreh»,
sita junto a un lugar llamado «la moscovia», y bajo cuyo ramaje fue, según reza la
tradición, donde el Angel anunció a Abrahán el nacimiento de Isaac.
A juzgar por los beduinos del desierto y las costumbres absolutamente bíbli-
cas que continúan predominando entre los fanáticos habitantes de aquella apar-
tada región de Palestina, debe de haber semejado el Patriarca Abrahán uno de
aquellos venerables Sheiks, o jeques, de la cuña Mahoma, quienes descollaban
entre sus contemporáneos por sus creencias monoteístas, o mejor dicho por sus
creencias arraigadas en el Dios único, que, dígase lo que se quiera, han sido y
seguirán siendo siempre la base de todas las religiones del Cercano Oriente, desde
el momento en que se basan en el antiquísimo culto del sol, que hace palidecer las
demás estrellas, y que el hombre, en su eterno egoísmo, ha ido convirtiendo suce-
sivamente en Bel o Baál, Jehová, Raá, Yah, Júpiter y, por último en ese ojo solita-
rio en medio de un triángulo, que ostentan con frecuencia las estampas,
representando santos, expuestas a la venta con cirios, breviarios y rosarios en los
portales y entradas de los santuarios cristianos de Tierra Santa.
Pero lo que más salta a la vista en Hebrón es que casi todas sus casas y fincas más
productivas pertenecen a los “herederos de Abrahán”, o sea al clero mahometano, ya
que, según lo aseveran los discípulos de Mahoma, Abrahán no fue judío sino musul-
mán, esto es “creyente en la fe del Dios único y verdadero”, que, a causa de la creación
de la Biblia (mucho después de la muerte de dicho patriarca) acabó por degenerar en
judaísmo, y, por último en la Trinidad Cristiana... hasta que Mahoma, el Apóstol de

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Capítulo XXII

Dios, la volvió a resucitar después de miles de años con objeto de conducir las ovejas
extraviadas hacia el seno sagrado de Abrahán.
Para demostrar hasta dónde llegaba, en esa época al menos, el egoísmo del faná-
tico clero musulmán de Halil-Raghmán, agregaré que la única institución benéfica que
llegué a observar en ella fue una cocina pública para los herederos de Abrahán, a la
cual, a pesar de ser pública, sólo los indigentes mahometanos tenían derecho a acudir.
La madrugada siguiente salí de Hebrón situada al borde de un valle suma-
mente fértil, y, siguiendo la carretera militar de Bir-Es-Sabah, pasé al pequeño
desfiladero de Daharíe, en que un año más tarde había de sucumbir nuestro 12º
Regimiento de Infantería (el de Kiehl) combatiendo heroicamente contra los
ingleses. Durante este breve pero memorable combate, que dirigió el general
Böhne Pachá, el 3º Escuadrón de nuestro 6º Regimiento de Lanceros Imperiales
retó a la lanza y destruyó en combate singular a un escuadrón de caballería austra-
liana que había alzado el guante.
Ya oscureciendo desembocó por fin el vadi que íbamos costeando en un
desierto yermo y grisáceo, que se deslizaba interminable hacia el Poniente y en el
que se destacaban como pardos manchones, cercanas al horizonte las polvorientas
ruinas de la antiquísima ciudad simeonita en que Abrahán conmemoró su alianza
con Abimelegh, rey de Gerar, por medio del sacrificio de siete corderos, y excavó
los siete pozos del juramento, llamados hoy Bir-Es-Sabah.
Allí fue donde Esaú vendió su primogenitura por un plato de lentejas a su her-
mano Jacob, y donde éste sacrificó las primicias de sus rebaños al Señor antes de ir a
reunirse con su hijo José en la tierra de los faraones.
En Bir-Es-Sabah fue igualmente donde Abrahán y sus descendientes erigieron el
primer altar al Señor.

Entretanto se habían ido descolgando las sombras del ocaso sobre las estepas del
Badiet-Et-Tih y al rato comenzaron a brillar en lontananza los focos eléctricos del
campo atrincherado de Bir-Es-Sabah, en que nuestra III División de Caballería
Imperial continuaba haciendo frente a las legiones británicas, cuyas patrullas monta-
das se veían de día recorriendo en todas direcciones la azafranada linde del desierto.
Allí pernocté, y al hacerse día me presentó el comandante Todt al jefe de nuestra
División y General en Jefe de la guarnición de Bir-Es-Sabah, el teniente coronel Esad
Bey, de origen albanés, de estirpe principesca, y que en es época figuraba ya como el
jefe de caballería más sobresaliente en el Imperio.
Hombre de unos cuarenta y ocho años, de fisonomía rubicunda, estatura fornida
y bigote rubio, era Esad Bey la cultura y caballerosidad personificadas.
Su oficialidad y sobre todo la de nuestra Plana mayor, no podía ser mejor
escogida, desde el momento en que se componía en su mayoría de mozos perte-
necientes a las familias más distinguidas de Constantinopla.

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Con decir que el príncipe Osman-Fuad Effendi, sobrino del Sultán, se


hallaba a la sazón desempeñando el puesto de jefe de escuadrón en nuestro 7º
Regimiento, creo que basta para corroborar mi aserto.
El comandante Ferid Bey, ex-Jefe de la Guardia Imperial en el Palacio de
Dolma-Bagtche, mandaba el 6º; el teniente coronel Mehmed Bey, el 7º; al paso
que el comandante Ahmed-Riza, mandaba nuestro 8º Regimiento de Lanceros,
llamados en turco «misrakli suari alailar».
Además de con estas tres unidades y otra, de infantería montada, que se le
agregó más tarde, contaba nuestra división con dos compañías de ametralladoras,
dos baterías de artillería de campaña y una de artillería pesada, con una de zapa-
dores, y con varias secciones de tropas técnicas.
El día de mi llegada acababa el coronel Esad Bey de hacerse cargo de toda la
guarnición de Bor-Es-Sabah, compuesta de nuestra división, dos batallones del
125º y dos del 138º Regimiento de Línea, un regimiento de artillería de diversos
calibres, dos secciones de ametralladoras al mando de los tenientes Ande y Stahl,
y todo el tren de la administración militar, consistente en unos ocho mil parásitos
a las órdenes del coronel takaut Begshed Bey, que Esad hizo disolver en el acto,
reteniendo apenas el personal necesario para el servicio de etapas en dicha zona.
A los restantes seis o siete mil individuos de tropa “sin armas”, los hicimos
ingresar en filas o en los batallones de labor, mientras que a su oficialidad takaut,
que había estado cebándose a costa de ellos por espacio de dos años, la desterra-
mos a Jerusalén.
Una vez libres de esa plaga, no quedaban en Bir-Es-Sabah ya más que tropas
de línea y unidades de asalto y de combate, apoyadas por una excelente artillería,
que, a pesar de su número relativamente reducido, ayudaron poderosamente a
mantener en jaque a los ingleses... hasta que llegó, por fin, el general von
Falkenhayn y cometió el error imperdonable de desprenderse de casi toda la anti-
gua y probada oficialidad del coronel von Kress, abriendo así las puertas al desas-
tre, que no tardó en visitar nuestro ejército expedicionario en forma de la funesta
tercera batalla de Gaza... a consecuencia de la cual Turquía perdió Jerusalén, al
paso que von Falkenhayn su fama de entendido militar.
Formando parte de la guarnición de Bir-Es-Sabah, encontré una sección de
la Expedición Pachá, compuesta de la instalación inalámbrica del teniente Stiller;
el Feld Lazaret No. 213, bajo la dirección del médico mayor, Dr. Von Homeyer;
dos baterías de defensa aérea mandadas por los tenientes Kraus y Birke; un parque
de autocamiones; una sección de ingeniería, dirigida por el capitán Schuhmacher
y el teniente Bayer, y la oficina de administración militar del veterano capitán
Sterke, que dependía directamente del comandante von Mayr, jefe de dicha sec-
ción y representante personal del coronel von Kress cerca del General en Jefe de
Bir-Es-Sabah, el teniente coronel Esad Bey.

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Capítulo XXII

Fuera del Feld Lazaret alemán, u Hospital, disponíamos en Bir-Es-Sabah de


otro, turco, regentado por la bondadosa Schwester Paula Koch, que venía bre-
gando ya desde principios de la guerra y afanándose por la suerte de nuestros
pobres soldados heridos o apestados.
Bir-Es-Sabah, propiamente hablando, no era sino un pueblecillo de mala
muerte. Pero tenía la ventaja de poseer agua potable en abundancia y de hallarse
comunicada con Hebrón y Jerusalén por medio de una excelente carretera mili-
tar. Y aun cuando insignificante en punto a tamaño, como posición estratégica
no tenía ella igual en dicho frente, desde el momento en que se hallaba prote-
gida al Sur, por el desierto; hacia el Poniente, por un semicírculo de alturas
rocosas, en que nos habíamos fuertemente atrincherado, y hacia el Tramonte,
por la vía férrea, que la comunicaba con nuestro Cuartel General de Tel-Es-
Sheriát y Jerusalén.
El agua que consumíamos en Bir-Es-Sabah, y que, de paso sea dicho, se
extraía por medio de un poderoso sistema de bombas de mayor entre los siete
pozos que excavara allí Abrahán cuatro mil años antes, daba abasto no sólo para
el uso de la guarnición, sino también para el riego de sus numerosas huertas y
jardines, tanto públicos como privados.

La gran ventaja que llevaba el ejército británico en Egipto sobre las fuerzas
expedicionarias inglesas en Mesopotamia, consistía en que se componía casi
totalmente de tropa europea y australiana, mientras que aquellas, exclusiva-
mente casi de tropa indostana y en su mayoría mahometana, que simpatizaba
en el fondo con los turcos y adolecía, como la mayor parte de los musulmanes,
de esa apatía y flema que en este caso me atrevería a calificar de inercia crónica,
en tratándose de la tropa, y de excesivo espíritu de rutina, en lo tocante a su
oficialidad.
Los únicos contingentes indios que parecían hallarse exentos de esa fatal
dolencia moral, eran los gurkas del Himalaya, quizás debido a que eran monta-
ñeses bravíos y de extracción turana, o mongólica.
Patrullas indostanas que recorrían un día tras otro un mismo trayecto,
hasta que los nuestros, alertados al fin, les tendían una emboscada y se apodera-
ban de ellas, eran casos que se repetían con frecuencia en el frente del Irak,
donde llegamos a calcular con el tiempo, y hasta con bastante precisión, los
movimientos del enemigo, sea por las humaredas más o menos densas que ema-
naban de sus campamentos, o por sus aeroplanos, que, cuando volaban a poca
altura, indicaban casi infaliblemente el avance de su caballería.
Pero antes de proseguir con mi relato voy a echar una ojeada retrospectiva
sobre el rumbo que habían ido siguiendo los acontecimientos en el frente del
Sinaí, Gaza o Palestina, llámese como se quiera, desde principios del 1915.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

Después de la pretendida toma del Canal por el Ejército de Dyemal Pachá, a


que me referí en el tercer capítulo, comenzaron los ingleses a darse cuenta de que
la ancha y yerma faja de tierra que se extiende entre Gaza y Port-Saíd no era sufi-
ciente para atajar el avance de las huestes otomanas. Y, con la mira de prevenirse
contra nuevos ataques por el estilo, fundaron hacia Levante y a poca distancia
del Canal de Suez el campo atrincherado de El-cántara, que había de servir de
base a su ejército expedicionario y de punto de partida a cierto ferrocarril, de vía
ancha y doble, que comenzaron a construir, desde luego, bajo la protección de
su escuadra, por toda la costa, y que seguían prolongando a medida que su
avance iba progresando.
Tan sensata al par que estratégica medida por parte del enemigo no sólo
inutilizó la eficacia de cierta vía férrea que estábamos construyendo en esos días a
través del desierto, o sea desde Bir-Es-Sabah hasta Kuzeima y más allá, sino nos
obligó también a cambiar de la noche a la mañana el plan de operaciones concen-
trando el grueso de nuestras fuerzas sobre la costa, en el sector El-Arrish – Cátia,
que de ahí en adelante continuó siendo el palenque en que se siguieron desarro-
llando los acontecimientos bélicos en dicho frente.
Las fuerzas regulares de que disponía en esa época Dyemal Pachá, o, mejor
dicho, el coronel von Kress, resultaban insignificantes comparadas con la zona que
habían de cubrir y proteger. Y, de no haber sido por la reticencia salvadora del
Generalísimo británico, Sir Archibald Murray, lo mismo que por la presencia de
algunos Cuerpos de irregulares árabes, que nos ayudaban a sostener el bluff, la
Campaña de Egipto no hubiera sobrevivido seguramente los primeros seis meses
de la guerra, pues la falta de material rodante y de pertrechos, unida a la de artille-
ría gruesa, de que carecíamos casi por completo en esos días, nos obligaban las más
de las veces a mantenernos a la defensiva, cuando por medio de un golpe de mano
hubiéramos podido lograr grandes ventajas.
Con objeto de reanimar el espíritu de nuestra gente, que había ido deca-
yendo, se propuso el coronel von Kress aventurar una sorpresa contra Cátia, que
distaba apenas unos quince kilómetros del El-Cántara y había caído esos días en
poder del enemigo
En consecuencia, y valiéndose de una espesa neblina, copó y medio exter-
minó von Kress, ya no recuerdo en qué fecha, un regimiento de caballería adver-
saria, cuyos caballotes, tuzados a la inglesa, fueron después vendidos por nuestros
soldados en Bir-Es-Sabah a razón de una o dos libras oro cada uno, a causa de que
resultaban inservibles para el desierto por lo pesados y a causa del mucho cuidado
y agua que necesitaban.
Acto continuo, y aprovechando dicha ventaja, se lanzó el coronel contra
Cátia, cuya guarnición despedazó también antes que desde El-Cántara pudieran
llegar refuerzos en auxilio de ella.

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Capítulo XXII

Este triunfo, inesperado más bien, indujo después al coronel von Kress a
intentar otro golpe contra Cátia. Mas esa vez el derrotado fue él, porque los
ingleses, alertados, habían colocado el grueso de su caballería en torno de dicho
lugar.
Animados por nuestro descalabro, que, como era de esperar, tuvo por
resultado obligado la retirada de nuestras fuerzas expedicionarias hacia El-
Arrish (y la pérdida total de nuestras provisiones y municiones acumuladas en
el sector Cátia), pasaron los ingleses de la defensiva a la ofensiva, y, prolon-
gando su ferrocarril costañero, nos fueron obligando a cederles unos tras otros
El-Arrish, El Hafir y, por último hasta Magdabah, a orillas del Vadi-El-Abiad
(o el Río de Egipto, del Antiguo Testamento), donde nuestro 80º Regimiento
de Línea, a las órdenes del comandante Ismail-Haki Bey se tuvo que rendir por
falta de agua y de municiones.
Durante aquellos días fatales para nosotros, no faltaron casos en que nos
vimos obligados a disparar con ametralladoras contra a nuestras tropas árabes,
para impedir que se nos fueran a desbandar.
Lo único que salvó a Palestina en esa ocasión fue la llegada oportuna de la
expedición Pachá y de varios otros refuerzos de consideración, como por ejem-
plo la de nuestra III División de Caballería Imperial, que lograron contener por
fin el avance cada vez más impetuoso del enemigo.
Esa era, poco más o menos, nuestra situación al tiempo de mi llegada al
frente de Palestina, donde el grueso de nuestra fuerza se componía de las 3ª, 5ª,
7ª, 16ª, 53ª y 27ª Divisiones de Infantería de Línea, refundidas en diversos
Cuerpos de Ejército y apoyadas por nuestra III División de Caballería, treinta
baterías de artillería de campaña y quizás cinco o seis de piezas de 15 centíme-
tros... que, en conjunto, o mejor dicho, cuyos contingentes en conjunto creo
no llegaban ni a treinta mil rifles y lanzas disponibles para el combate, merced
a que el pie de fuerza de nuestras unidades se había ido reduciendo de tal
manera por causa de las bajas y epidemias, que para esa época no representaba
ya sino una tercera parte, o menos tal vez de su base reglamentaria.
Y lo peor del caso era que dichas bajas no se podían reemplazar sino muy
lentamente, por causa de la falta de medios de transporte y otras muchas razo-
nes difíciles de explicar en pocas palabras.
Los ingleses, en cambio, contaban con cerca de sesenta mil hombres,
repartidos del modo siguiente: una división de caballería ligera y otra de infan-
tería montada (ambas de a nueve regimientos, de a quinientas plazas); tres divi-
siones de infantería de línea y una de reserva, de a diez mil hombres cada cual,
varios Cuerpos de caballería auxiliar, y los contingentes de su artillería, de todo
calibre, que constituían de por sí solos ya unidades escogidas al par que nume-
rosísimas.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

Además de con dichos elementos contaban los ingleses con su ferrocarril costa-
ñero de ancha y doble vía, con la poderosa artillería de su escuadra, y sobre todo con
el acueducto aquél que algunas semanas después había de tratar yo en vano de hacer
volar por los aires.
Y aun cuando no pretendo que las cifras que preceden sean exactas, creo, sin
embargo, que de haberme equivocado no puede haber sido en mucho.

Nuestra III División de Caballería no era realmente sino un injerto de otra, del
mismo nombre, que algunos meses antes había sucumbido en el Cáucaso por la imbe-
cilidad y rapacidad de su antiguo jefe, cuyo nombre no recuerdo, pero quien, según
supe después por su ayudante, Suad Bey, había dejado perecer de frío y de hambre en
una sola noche a tal vez más de ochocientos caballos. Y al comandante Todt, no obs-
tante ser su Jefe de Estado Mayor, parece que no le permitió ni voz ni voto, tratándolo
como un cero a la izquierda.
Las tripulaciones de sus secciones de ametralladoras, por ejemplo, se vieron a su
regreso tan acosadas por el hambre, que para no perecer tuvieron que comerse primero
las bestias de silla y luego las mulas, o acémilas, cargando después ellos mismos con las
máquinas al hombro.
A la llegada de los restos de dicha división a Alepo, se hizo cargo de ellos el
teniente coronel Esad Bey, quien en un abrir y cerrar de ojos y con un lujo de energía
e iniciativa sorprendentes en un oriental los reorganizó y transformó en nuestra III
División de Caballería Imperial. Pero la precipitación con que se había llevado a cabo
su remonta, había originado, como era de suponerse, algunas lagunas que luego me
tocó llenar a mí por medio de una labor de dos a tres semanas, de que me seguiré acor-
dando toda la vida con asombro, ya que todavía no he podido comprender cómo yo
pude restablecer el orden en aquel caos.
De las ciento cincuenta o más bestias de silla, pertenecientes a la Plaza Mayor, v.
gr., no encontré sino dos que llevaban herradas en el casco las cifras que les correspon-
dían según los registros. También el material de equipo almacenado en nuestros diver-
sos depósitos consistía en un conglomerado indescriptible de artículos requisicionados
al por mayor. Y como para tornar todavía más insondable aquel kalabalik, seguían pre-
sentándose casi diariamente nuevos sueños reclamando bestias, que, según aseguraban
ellos, algunos de nuestros oficiales habían embargado en el camino durante su viaje de
Alepo a Jerusalén.
A pesar de tantas dificultades logré desenredar, por fin, aquel nudo gordiano,
motivo por el cual el coronel Esad Bey me honró y siguió honrándome en adelante
con una confianza que casi me atrevería a calificar de ilimitada.
En esos días llegó a Bir-Es-Sabah, en viaje de inspección, el Ministro de la
Guerra, Enver Pachá. Iba acompañado de su Estado Mayor y varios representan-
tes de la Prensa.

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Capítulo XXII

Muchos, por no decir la mayor parte de dichos señores, parecían hallarse preocu-
pados por las bombas que los aviadores enemigos solían lanzar con frecuencia sobre
nuestro campamento.
En cierta ocasión dejaron caer más de sesentas de una sola vez.
Durante esos bombardeos aéreos ofrecía el campo atrincherado de Bir-Es-Sabah
por lo general un aspecto grandioso, especialmente durante los ataques nocturnos, en
las noches de luna..., cuando en lo alto del fulgente firmamento se oía el zumbido de
las hélices, semejante al ruido de alas aceradas, y descendían, aullando como fieras,
unos tras otros los mortíferos torpedos..., mientras que en medio del vacío azulado
estallaban, a imagen de cohetes, centenares de sharapnels y granadas.
Después de presenciar la parada de honor reglamentaria, partió Enver, acompa-
ñado de dos edecanes únicamente, con rumbo a Tchelaleh, donde al llegar le bastó
una ojeada para cerciorarse de que dicha plaza era insostenible, razón por la cual
ordenó su evacuación y el traslado inmediato de su guarnición a Tel-Es-Sheriát.
Con la mira de proteger, si necesario fuere, la retirada de la brigada de artillería
austriaca, acantonada en dicho campo atrincherado, partimos Esad Bey, el coman-
dante Todt y yo acompañados de nuestro 6º Regimiento, vía de nuestras posiciones
de Abu-Galiún, que se extendían solitarias en medio de la estepa, a unos quince kiló-
metros hacia el Poniente de Bir-Es-Sabah.
Las secciones de ametralladoras y el convoy de municiones iban a mi cargo y se
hallaban protegidos por fuertes contingentes de infantería y caballería, ya que la suerte
de toda fuerza combatiente en el desierto depende casi siempre de su tren de combate,
sobre todo en aquellas pampas, donde no sólo las columnas volantes, sino hasta los
mismos cuerpos de ejército solían maniobrar cada uno por su cuenta, debido a la falta
de vías de comunicación adecuadas.
Una vez consumidas las municiones, no queda por lo general al combatiente en
el desierto más alternativa que la de morir o rendirse, puesto que contra el fuego de
ametralladoras y de artillería de campaña no hay valor ni carga a la bayoneta que valga.
Y al descolgarse las sombras de la noche, confundiendo la tierra y el firmamento
en una sola masa gris e incoherente, que apenas cortaba hacia el Poniente una orla de
oro derretido, descendió desde lo alto en raudo vuelo un águila germana desde
cuya nave se agitaba un pañuelo, y pasó adelante hasta perderse de vista, como
un ave nocturna, gigantesca, en medio de un caos de sombras vespertinas.
Era la máquina del teniente Falke, quien había ganado ya justo renombre
por sus hazañas, tanto en el Sinaí como en Galípoli.
Para no revelar nuestra presencia, dióse la orden de no encender hogueras
ni luces de ninguna clase. Sólo en mi toldo dejé alumbrada una linterna sorda,
que necesitaba para efectos del servicio.
Y en tanto me hallaba redactando varios despachos cerca de medianoche,
oyóse el paso de bestis, y antes de que pudiera llamar a mi asistente, se intro-

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dujo por la abertura de mi tienda de campaña una faz rubicunda, de ojos azules
y sombreada por la visera de un negro casquete austriaco, que me saludó con
un alegre «K. & K. Artillerie Brigade, auf Rückmarsch von Tchelaleh nach Bir-Es-
Sabah. Grüss Gott, Herr Kamarad».
Y en compañía de ese excelente amigo, a quien los ingleses habían de
amputar más tarde la quijada de un balazo, me encaminé hacia el toldo de Esad
Bey, a quien encontré ya despierto y conversando animadamente con el
comandante von Marnow, jefe de la brigada de artillería austriaca, que llevaba
también el pecho cubierto de medallas de plata, oro y bronce, usaba monóculo,
y vestía, al igual que su ayudante, un elegantísimo uniforme de media gala que
contrastaba vivamente con los modestos trajes de campaña que tanto Esad
como Todt y yo usábamos en primer lugar para mayor comodidad, y luego
para no llamar demasiado la atención de los «sharpshooters» enemigos, quienes
solían distinguir a los oficiales a veces a kilómetros de distancia por el brillo de
un botón o de una charretera.
Esas preocupaciones de carácter netamente profesional parecían tener más
bien sin cuidado a los oficiales austriacos, para quienes los uniformes elegantes,
las condecoraciones ostentosas, las orquestas de gitanos y sobre todo el
«menage», o sea todo lo concerniente a la comida, parecían tener mayores
atractivos que no muchas de las cosa más serias de la vida.
De ahí la razón de por qué los orientales parecían simpatizar más con la
pintoresca oficialidad austriaca que con los austeros oficiales de carrera alema-
nes, quienes, aun cuando severos en el cumplimiento de su deber, no por eso
dejaban de ser también muy buenos y leales compañeros, y hasta elegantes por
añadidura, aunque nunca «fesch» como los austriacos.
Gracias a las nuevas columnas de autocamiones de la Expedición Pachá,
pudo efectuarse la retirada de Tchelaleh con sumo disimulo y una rapidez tal,
que dejó asombrados hasta a los mismos ingleses, quienes según parece habían
estado esperando únicamente la llegada de sus nuevos «tanks» para tratar de
tomar dicha plaza por sorpresa.
Después que la brigada austriaca hubo continuado su retirada en dirección
de Bir-Sabah, pasamos el resto de la noche con un pie en el estribo, esperando
la llegada de adversario que nunca llegaba, hasta por allá, al amanecer, cuando
nos vino a alertar desde la vecina estepa que cubría el brumaje un tiroteo infer-
nal e incesante, acompañado de fuertes explosiones.
Y como el ruido de combate iba en aumento rogóme Esad Bey que regre-
sara inmediatamente a Bir-Es-Sabah con nuestros convoyes por la misma vía
que habíamos venido, mientras él se proponía seguirnos a cierta distancia con
el regimiento para proteger nuestra retirada en caso dado.

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Capítulo XXII

A poco de haber partido notamos, fuera del alcance de nuestros rifles y envueltos
en una nube de polvo, a varios grupos de jinetes, disfrazados de turcos, espiando nues-
tros movimientos.
Con la mira de prevenirnos contra una sorpresa, ordené a nuestra escolta de
infantes que se desplegara, cubriendo el flanco derecho de la columna, al paso que
yo mismo, acompañado de un grupo de lanceros, me fui al encuentro de los des-
conocidos, primero al trote, y luego al galope, hasta que al llegar a unos doscien-
tos pasos de ellos, mandé a mi gente que se desmontara y les disparara unas
cuentas descargas, que los hicieron huir a la desbandada.
Entre dichos jinetes me llamó la atención cierto individuo, montado en un
caballo hermoso y negro como el azabache, que parecía volar más bien que galo-
par por el desierto. De buena gana le hubiera echado el guante. Pero el temor de
desatender el convoy me hizo retroceder... cuando, al refrenar mi bestia para virar,
paró aquél también su caballo, y levantando una carabina máuser, adornada de
plata, me mandó en señal de despedida un par de balazos que me pasaron sil-
bando junto al rostro.
Minutos después de nosotros llegó a Bir-Es-Sabah nuestro regimiento. Y al
rato salió una comisión en busca de dos aviadores ingleses, que, al aterrizar, habían
caído en manos de los beduinos, y a quienes éstos habían prometido entregarnos
mediante el pago de cincuenta libras de oro.
Por boca de uno de dichos señores supe al siguiente día que, al ser apresados,
habían ofrecido a los cabileños, a cambio de su libertad, la suma de cien libras
esterlinas, pagaderas en Port Saíd. Mas éstos parece que les contestaron, encogién-
dose de hombros, que “más valía gorrión en mano que buitre volando”... demos-
trando así, de una manera categórica, que los descendientes de Ishmail,
pobladores de aquellos desiertos, aún siguen aferrados a los principios del Antiguo
Testamento, que tuvo su origen y brotó de entre ellos.

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Aquellos días cayó enfermo el comandante Todt, y una semana después


regresó a Alemania para ya no volver más.
Con su separación terminó el puesto de Jefe de Estado Mayor en nuestra
división. De la parte oficinista de dicho ramo continuó hecho cargo, como de cos-
tumbre, el capitán Nebil Bey, al paso que yo seguía ejerciendo en la guarnición de
Bir-Es-Sabah, un poder casi ilimitado, gracias a mi cargo de Jefe de la Plana
Mayor y hombre de confianza del coronel Esad Bey.
El primero de marzo (1917) tuve que ir, ya no recuerdo con qué motivo, a
nuestro Cuartel General de Tel-Es-Sheriát, donde pasé un par de días en calidad
de huésped del coronel von Kress.
Durante dicha ocasión tuve la oportunidad de poder observar de cerca los
manejos de cierto individuo que había de causar con el tiempo la ruina del coro-
nel von Kress y la de la mayoría de los oficiales de su mayor confianza.
Era un siriaco, capitán de infantería, llamado Teufik Effendi, que, además
de las funciones de jefe de la sección de “los asuntos árabes” en dicho Cuartel
General, ejercía igualmente el puesto de agente secreto de Dyemal Pachá y su
Jefe de Estado Mayor, Ali-Fuad Bey, a fin de llevar cuenta exacta de todos los
movimientos y conversaciones del coronel von Kress y sus oficiales de naciona-
lidad alemana.
El bochornoso asunto del comandante Fischer, por ejemplo, fue obra casi
exclusivamente suya. Y de él solían servirse también el coronel Rifet Bey y los demás
oficiales turcos, enemigos de los alemanes, para propagar en el Alto Comando de
Damasco rumores enojosos, que pasaban después en forma de notas oficiales al
“departamento secreto” del Ministerio de la Guerra en Constantinopla.
Como esto no era ningún secreto en el IV Ejército, o al menos entre la oficia-
lidad superior otomana de dicha entidad, mucho me extraña que el coronel von
Kress nunca se haya dado cuenta de ello.
El 24 de marzo, si no recuerdo mal, llegó a Bir-Es-Sabah Nicilai Pachá, ins-
pector de la artillería en el IV Ejército. Y la mañana siguiente se celebró en su
honor una maniobra altamente interesante, en que tomaron parte fuerzas de
infantería, caballería, artillería y varias secciones de ametralladoras.

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Después de terminada, y en tanto los oficiales de Estado Mayor nos hallába-


mos reunidos, escuchando los conceptos que a cada cual tocaba emitir respecto al
desarrollo de las diferentes fases del combate, me llamó aparte el coronel von Kress
y me preguntó si me hallaba dispuesto a ir a dinamitar la instalación principal de
bombas del acueducto inglés, que debía de hallarse situada en las inmediaciones
del campo atrincherado y del cuartel general enemigo de Sheik-Sueid.
En consecuencia, y a pesar de que ignoraba dónde quedaba Sheik-Sueid,
accedí gustoso a sus deseos, menos en lo tocante a la fecha de partida, puesto que
en vez de salir a los cinco o seis días, acompañado de un escuadrón, conforme lo
sugería el coronel, partí la mañana siguiente con apenas seis lanceros escogidos y
mis asistentes Mustafá y Tasim Chavush.
La primera etapa de nuestra excursión había de ser el último pozo en el
desierto, llamado Bir-Es-Shenek, que distaba cosa de treinta kilómetros de Bir-Es-
Sabah, mientras que los restantes cuarenta y cinco kilómetros, que conducían a
través de un desierto sin agua y para mí completamente desconocido, los había-
mos de recorrer de noche y sin más guía que la estrella polar.
A las seis en punto de la mañana partimos por la vía de Abu-Galiún, donde
por poco nos fusiló una de nuestras descubiertas que nos había tomado por el ene-
migo. Y a eso de la una de la tarde llegamos al pozo de Bir-Es-Shenek, al cual
solían acudir para abrevar sus rebaños los pastores de las cábilas errantes.
Con la mira de estar más prevenido contra toda sorpresa, hice acampar a mi
gente en el fondo de un profundo secadal, y me puse a aguardar la noche para seguir
la marcha, ya que, de haberse dado cuenta los beduinos del rumbo que íbamos
tomando nos hubieran delatado irremisiblemente al enemigo para cobrar el «baks-
hish» reglamentario con que los ingleses solían premiar todo servicio de espionaje.
Luego de haber dado las órdenes de vigilancia necesarias, subí la falda de la
torrentera a fin de examinar por medio del binóculo los arenosos horizontes que nos
circundaban, especialmente en dirección al Norte, donde se destacaba como una
marcha cobriza el montículo de Tel-El-Fari, a orillas del Vadi-Es-Sheriat y vecino a
Tchelaleh, mientras al Sur y Este se extendía la gualda superficie del desierto de los
amalecitas, con sus interminables ondas de arena, que debíamos recorrer yendo y
viniendo en una sola noche, pues, de habernos sorprendido en día en las cercanías
del cuartel general enemigo, hubiera estado sellada nuestra suerte.
Y en tanto me hallaba contemplando aquellas polvorientas lejanías, en que rever-
beraban los inclementes rayos de un sol de plomo, alcancé a notar a unos seiscientos
pasos de mi observatorio al jinete del caballo negro y de la carabina tachonada de plata,
aquél que me había molestado tanto tres o cuatro semanas antes, durante nuestra reti-
rada de Abu-Galiún a Bir-Es-Sabah. Estaba agachado tras una loma, junto a la cual se
apiñaban los negros toldos de una cábila, y parecía estar sumamente interesado por
todo cuanto nuestra gente se hallaba haciendo.

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Capítulo XXIII

Como todavía faltaban un par de horas para la puesta del sol, fuíme escu-
rriendo sigilosamente hacia el fondo de la hoyada, donde monté a caballo, y,
dando un rodeo de media legua, caí por la espalda al jinete citado, quien, al divi-
sarme, me disparó un balazo a quemarropa y salió a rienda suelta en dirección al
Este, o sea hacia cierta quebrada seca, angosta y sombría, en que seguramente lo
estaban esperando sus compañeros.
La bestia que montaba no podía ser mejor, pero mi caballo “Derviche”, que
era árabe de pura sangre, le seguía ganando terreno rápidamente, hasta que por
último logré acercarme a tiro de revólver, cuando en eso noté varios sujetos arma-
dos hasta los dientes que venían a nuestro encuentro a todo galope.
Comprendiendo lo grave de la situación, di a mi hombre la voz de «alto» una
y dos veces, y como no me hiciera caso lo hice rodar por el suelo de un disparo.
Al darse cuenta de su muerte sus compañeros, volvieron grupas para ir a refu-
giarse Dios sabe dónde, en la creencia sin duda de que yo los iba a perseguir y caer
en el lazo que me habían tendido.
De regreso al vivac noté un centenar o dos de beduinos, de a pie y de a caba-
llo, que, no obstante el alerta de nuestros centinelas, seguían acercándose con pre-
texto de querer visitarnos.
Conociendo, como conocía yo su pérfido carácter, mandé disparar contra
ellos un par de descargas al aire, que los pusieron en fuga precipitada, pues los irre-
gulares árabes, a pesar de su fama de valientes, son colectivamente por lo general
más bien poco animosos y atacan de frente sólo cuando se las tienen que ver con
reclutas o con un adversario que les sea bastante inferior en número.
Y cuando ya nos íbamos aprestando para emprender la marcha, observé con
pena la ausencia de mi compás y de mi lamparilla eléctrica, que se me había caído
del bolsillo durante la persecución del jinete montado en el caballo negro.

Entretanto se habían ido apagando en el Ocaso los arreboles de un crepús-


culo de sangre..., mientras que de la pampa, en que imperaban las sombras, bro-
taban a intervalos, como lenguas de fuego, las humeantes hogueras de las cábilas.
Para evitar todo ruido y especialmente toda luz que pudiera revelar nuestra
presencia a los beduinos, cuyos aduares cubrían el borde del desierto hasta el
confín sombrío, ordené a los míos que quitaran las cadenillas de los cabestros y
machetearan sin piedad al primero de entre ellos que sorprendieran encendiendo
un cigarrillo o hablando en voz alta.
Acto continuo, y sin un compás siquiera por el cual poder guiarme, ni
más compañero que mis ocho bravos, que me venían siguiendo a intervalos de
cinco metros, internéme por aquel desierto oscuro e inhospitalario, donde la
más mínima desviación hacia la derecha nos hubiera conducido dentro de los
alambrados inextricables del campo enemigo de Han-Hunis, y a la izquierda

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

hacia el corazón del Badiet-Et-Tih, donde el calor y la sed hubieran acabado


con nosotros en menos tal vez de veinticuatro horas.
Entre todos llevábamos unos treinta kilogramos de dinamita con que
pensábamos hacer volar el acueducto junto a la sección del ferrocarril inglés
que separaba a Sheik-Sueid de la estación de Tel-Rafat, y a la cual, alternando
el paso con el trote, calculaba yo poder llegar a la una o una y media de la
madrugada.
Extendiendo el brazo derecho de vez en cuando hacia la estrella polar para no
perder el rumbo Oeste que íbamos siguiendo, y sacando el cuerpo a los aduares de
las cábilas, que nos revelaban su existencia por medio del intenso brillo de sus
hogueras o el furioso ladrar de los canes, seguimos adelante, cautelosamente, a
imagen de una cabalgada fantasmal, encabezada por mi caballo Derviche, que
parecía ver de noche como de día... hasta que a medianoche, poco más o menos,
comenzamos a divisar en lontananza, y Dios sabe a qué distancia todavía el vivo
destello de varios focos eléctricos que supuse pertenecer a la estación de Tel-Rafat.
Y, guiándonos por aquel faro luminoso, cuya aparición no dejó de alegrar bastante
a mis muchachos seguimos avanzando en dirección al Sur, hasta que al rato
fuimos notando con asombro que el número de los focos iba en aumento de una
manera sorprendente, pues Tel-Rafat no pasaba de ser sino una estación insigni-
ficante más bien.
No obstante continuamos la marcha, confiando en que de un momento a
otro habíamos de tropezar con la ferrovía y el acueducto que corría a su lado.
Pero en vez de con los dos pares de raíles que nos esperábamos, con lo
que tropezamos fue con un pantano salitroso que, a juzgar por las fotografías
de nuestros aviadores que yo había estudiado la noche antes, no podía ser otro
sino cierta laguna salobre que se extendía por espacio de varios kilómetros al
sur de Sheik-Sueid y hacia Levante del ferrocarril costañero de los ingleses.
Por ese indicio comprendí en el acto que el montón de luces a nuestra
derecha debía de ser el Cuartel general enemigo de Sheik-Sueid, y así se lo
hice saber a los míos, quienes, a pesar de ello, insistieron en querer llevar a
cabo la destrucción, si no de la estación de bombas, al menos sí del acueducto,
conforme había sido nuestra intención desde un principio. Y, no deseando
perder la hora y media que hubiéramos necesitado para regresar por el desier-
to, resolvimos atravesar de banda en banda el cuartel general enemigo.
Con los sables colgantes de las muñecas y las carabiñas calzadas y apoya-
das en el muslo, nos internamos entonces por un mundo de zanjas, rieles y
material rodante acumulado, que cortaban a trechos caminos profundamente
acanalados por el rodaje de las baterías, y desde los cuales se divisaba a veces
el mate brillo de las luces a través de las lonas de las tiendas, al paso que a la
izquierda el vivo centelleo de focos eléctricos, un martilleo incesante y el

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Capítulo XXIII

escape de vapor de una locomotora, nos revelaban claramente que estábamos


pasando junto a los talleres o a la estación del ferrocarril. Y, al tropezar una de
nuestras bestias con un par de rieles que no habíamos notado en la oscuridad,
oímos hacia la derecha el ladrido de un perro, que acabó por despertar a todos
los canes del vecindario.
A pesar de ello continuamos la marcha a través de un mundo de tiendas
y barracas, hasta que el relinchar de caballos nos puso en guardia.
Afortunadamente, no pudieron los nuestros contestarles merced a unos boza-
les improvisados que les había hecho aplicar yo de antemano.
A la izquierda, y no muy distante de la vía que íbamos siguiendo, nos
llamó al rato la atención un edificio de regular tamaño e iluminado por
dentro, desde el cual salía algo así como el sonido de un piano.
Si los señores dueños o comensales de dicha residencia o casino hubiesen
sabido qué clase de aves nocturnas aleteaban frente a su vivienda, de seguro
nos hubieran convidado a pasar una temporada, si no en el Cairo, al menos en
la India, en Malta o acaso hasta en el otro mundo.
Y cuando ya empezábamos a creernos salvos, o al menos sí en despoblado,
oímos las voces de los individuos que se nos iban acercando tranquilamente.
En vista de ello, y no deseando revelar nuestra presencia por medio de
disparos, empuñamos los sables y esperamos a ver. Pero no nos notaron,
recostados como nos hallábamos contra la falda de un zanjón. Y, abriéndonos
paso a tijeretazos por entre los alambres de un lienzo de trincheras abandona-
das, atravesamos un trigal en pie y un camino carretero por el cual pasó minu-
tos después a toda velocidad un automóvil blindado que afortunadamente
tampoco nos notó. No parece sino que la suerte nos favorecía.
Viendo que ya eran las tres de la madrugada, tomamos rumbo al
Noroeste y, haciendo uso generoso de las espuelas, seguimos avanzando rápi-
damente hacia el lugar por donde suponíamos que debían pasar los raíles del
ferrocarril.
Pero aún no habíamos recorrido ni un millar de pasos, cuando nos
detuvo la forma confusa de un individuo que iba huyendo a toda carrera en
dirección de Sheik-Sueid. Era un beduino, a quien, no deseando matar, hice
amarrar a un chaparral, y seguimos avanzando, hasta que el ruido y el estri-
dente silbido de un tren militar nos vinieron a revelar el sitio por donde
pasaba la vía.
Animados por ese indicio casi providencial, continuamos adelante a todo
galope, cuando un bulto sombrío, que yo había tomado al principio por un
médano, nos paró en seco. Y al acercarnos cautelosamente para reconocerlo,
notamos con sorpresa que no era tal duna, sino un edificio o gran tienda de
lona, que, según supe a nuestro regreso, servía de estación de empalme entre

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

la vía principal y el ramal o camino carretero que, atravesando las dunas,


comunicaba con el desembarcadero de la escuadra inglesa.
Y en tanto continuábamos, inmóviles, observando a ver si habíamos sido
notados, oímos voces de alarma de derecha e izquierda y el «quién vive» de varios
individuos que se nos iban acercando con una linterna.
Siendo de primordial importancia para nosotros mantener al enemigo en
duda respecto a quiénes éramos, mandé en voz baja «guerie dön, march march», y, vol-
viendo grupas, retrocedimos a todo galope cosa de cuadra y media, donde hicimos
alto para continuar observando al enemigo, que no parecía comprender ni de qué
se trataba, pues ¿cómo se había de imaginar que nueve turcos habíamos atravesado
el desierto en plena noche para dinamitar su acueducto y regresar a ser posible
antes del amanecer?
Entretanto había llegado el tren militar, y de sus coches profusamente ilumi-
nados comenzó a brotar un gentío armado, mientras en dirección de Sheik-Sueid
se oía la ronca voz de una sirena, como tocando alarma, pues para llamar las tri-
pulaciones al trabajo era demasiado temprano todavía..., no eran sino las tres y
media de la madrugada.
Perplejo ante tan inusitada situación, y, no deseando retroceder sin haber cum-
plido antes con mi deber, aconsejé a mi gente que se pusiera a salvo, en tanto que
Tasim y yo, aprovechando la media hora que aún faltaba para el amanecer, procurarí-
amos dinamitar, si no el acueducto, al menos sí la ferrovía en aquellos contornos. Pero
sus ruegos insistentes que no los abandonara a su suerte en medio de aquellos arenales,
unidos a la alarma que ya debía de reinar para aquellas horas en Sheik-Sueid, me hicie-
ron desistir al fin de mi empeño. Y, repugnándome exterminar de una descarga la
valiente patrulla enemiga que se nos seguía acercando, arma en balanza, di media
vuelta, y, seguido de mis lanceros, desaparecí entre las tinieblas del desierto.
Al despuntar el día, nos halló refugiados en el fondo de un profundo secadal,
con las bestias devorando ávidamente uno que otro manchón de pasto primave-
ral, y la gente, tendida en el suelo, durmiendo... mientras Tasim y yo vigilábamos
atentamente el borde del desierto, que circuían al Poniente dunas violáceas, hacia
el Mediodía, un agitado mar de gualdas arenas, al paso que hacia Oriente, apenas
perceptibles ya las azules montañas de Judea.
Y cuando los párpados se nos iban cayendo casi de puro cansancio, nos des-
pertó el zumbido de tres aviones enemigos que iban volando al ras del suelo con
rumbo hacia el Naciente... en busca nuestra, probablemente. Y pocos minutos
después pasó, en la misma dirección y envuelto en una nube de polvo, un pelotón
de «hedchin suaris», o caballería montada en camellos, que, a causa de la distan-
cia, no me fue posible distinguir si se componía de ingleses o auxiliares árabes; mas
por el trote largo de sus dromedarios y el derrotero que iba siguiendo comprendí
en el acto el objeto de su viaje.

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Capítulo XXIII

Cuando éstos acabaron de desaparecer también en el horizonte, montamos a


caballo, y, tomando rumbo al Nordoeste, o sea en dirección de Tel-El-Fari, lle-
gamos después de unas cuantas horas, que me parecieron siglos, a un ancho y hol-
gado camino que cortaban en diversos sentidos líneas de futuras fortificaciones
enemigas, señaladas por blancas banderitas. Y cuando preguntamos a un félah del
vecindario que quién las había trazado, nos dijo que días antes unos ingenieros
ingleses (inglis muhendis), y añadió que el camino que íbamos siguiendo era nada
menos que la carretera central entre el campo atrincherado de Han-Hunis y nues-
tra ex-fortaleza de Tchelaleh, que el enemigo había ocupado aquellos días.
A juzgar por aquel indicio, nos hallábamos en todo el centro de la zona militar
inglesa. Cerca de Tel-El-Fari tropezamos con una patrulla de caballería adversaria, que,
al reconocernos, se retiró precipitadamente.
En Abu-Galiún, adonde llegamos a las cuatro de la tarde, nos esperaba ya un
escuadrón de nuestro 6º Regimiento, con el que regresamos entonces a Bir-Es-Sabah.
Y aun cuando debido a las circunstancias excepcionales que acabo de referir
no nos fue posible dinamitar el acueducto inglés, nos cupo al menos la satisfacción
de haber establecido un récord, desde el momento en que en menos de treinti-
cinco horas habíamos recorrido de 150 a 160 kilómetros, en su mayor parte a
través de la zona militar enemiga y sin haber abrevado nuestro ganado ni una sola
vez en todo el tiempo.
Minutos antes de llegar a Bir-Es-Sabah, tropezamos en el camino con un sar-
gento alemán, el cual, al preguntarle yo adónde iba, me contestó que en busca del
teniente Ande, que había salido media hora antes con su sección de ametrallado-
ras en dirección de Tchelaleh.
Sospechando que algo muy grave debía estar pasando, apretamos el paso y
llegamos al poblado, o a nuestro campamento, mejor dicho, en el momento pre-
ciso en que Esad Bey salía con toda la guarnición de Bir-Es-Sabah para ir a tomar
parte en la primera batalla de Gaza.
Olvidando mi gran cansancio, monté en un caballo fresco y me hice cargo
del tren de combate y de los convoyes, consistentes en varios millares de camellos,
carruajes y acémilas, escoltados por una compañía de infantería, un escuadrón de
caballería y cosa de unos quinientos peones armados de máuseres.
Nuestras fuerzas se componían de los Regimientos 6º, 7º y 8º de Lanceros
Imperiales con sus correspondientes dotaciones de artillería y ametralladoras; de
un batallón del 125º y dos del 138º Regimiento de Línea; de una compañía de
artillería pesada; de las secciones de ametralladoras de Ande y Stahl, y de varios
destacamentos de tropas técnicas (zapadores, telegrafistas, telefonistas, etc.).
El orden de marcha de dichas unidades era admirable y daba una idea de lo
mucho que se puede hacer con una tropa turca cuando se halla dirigida, o al
menos controlada, por oficiales extranjeros.

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Ya de noche pasamos por frente a Abu-Galiún y a eso de las dos de la madrugada


del 27 de marzo (1917), si la memoria no me es infiel, ocupamos cierta posición suma-
mente ventajosa, por donde el camino de Han-Hunis atraviesa el Vadi-Es-Seriát, o
Vadi-El-Fari, cuyo curso inferior solían llamar los ingleses el «dry channel», o “canal
seco”, por lo ancho y profundo que era.
Dicha posición representaba, después de Gaza tal vez, el punto más estratégico en
nuestra línea de fuego, por cubrir el frente de nuestro Cuartel General de Tel-Es-
Sheriát y por lo tanto también la ferrovía que comunicaba a éste con Bir-Es-Sabah.
Creo oportuno recordar aquí que, debido a la concentración de la mayor parte de
nuestras fuerzas disponibles en torno de Gaza, había quedado Tel-Es-Sheriát casi total-
mente desguarnecida, desde el momento en que los dos o tres batallones de líneas y
otras tantas baterías, a que quedaba reducida la guarnición, no bastaban para cubrir
siquiera una quinta parte de su vasto sistema de atrincheramientos, mientras que en
Bir-Es-Sabah no habían quedado sino las blancas tiendas de nuestra guarnición, a fin
de despistar al enemigo y acaso un batallón o dos de los de “pica y pala”, llamados amele
tabur, para proteger nuestros depósitos de provisiones y municiones, que de lo contra-
rio hubieran sido saqueados por los beduinos.
La actitud que debían adoptar nuestras fuerzas, o sea el grupo de Esad Bey,
era la de una expectativa pasiva, que había de convertirse en ofensiva o defensiva,
según el desarrollo que fueran tomando los acontecimientos.
En frisando la madrugada, llegó el comandante von Mayr para informarnos que
gracias a sus seis o siete puentes improvisados a través del dry channel, los ingleses habían
logrado flanquear a Gaza, y, acosándola de frente y por retaguardia, habían penetrado
con sus automóviles blindados hasta el corazón de la villa, de suerte que si para esas
horas, o sea a las cuatro de la madrugada, Gaza no había caído ya, debía de hallarse
dicha plaza a punto de sucumbir, máxime cuando el comandante Tiller había señalado
dos horas antes por medio de su servicio inalámbrico al Cuartel General que, de no lle-
garle refuerzos en el término de la distancia, Gaza caería irremisiblemente, y agregaba
que mientras se hallaba redactando aquel despacho a su ayudante, el teniente Benecke
alcanzaba a divisar la brigada de artillería austriaca defendiendo sus piezas a pistoleta-
zos y a fuerzas de granadas de mano contra los ingleses, que la tenían rodeada.
La guarnición de Gaza, castigada con exceso y exterminada en parte por los
fuegos concentrados del enemigo, se defendía heroícamente entre lienzos de paredes
ennegrecidas, que crujían y se desmoronaban bajo la acción continua de las granadas,
las cuales, a imagen de rojos relámpagos, entre copos de humo estallaban en torno de
árboles desgajados, al paso que los depósitos de municiones, heridos por el tiro indi-
recto, estallaban en llamas y flameaban como piras enormes en medio de oscuras y
espesas humaredas.
Y en las estrechas calles de la antiquísima ex-capital de los filisteos, que cubría
en parte el humo como una ola gris, oponían los valientes de los Regimientos 79º

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Capítulo XXIII

y 125º por falta del parque sus desnudos pechos y ensangrentadas bayonetas al
formidable empuje de los granaderos galos y sus poderos máquinas de guerra, que
los ametrallaban despiadadamente, mas sin lograr romper sus filas... mientras los
jefes y las clases de la artillería austro-húngara, comenzando por el heroico conde
Storzevsky, iban y seguían cayendo unos tras otros bajo las balas de los ingleses,
quienes en aquel momento ¡cómo se habían de imaginar que aquella misma noche
iba a ser sobre sus propios cuerpos ensangrentados que los carroñeros del desierto
habían de celebrar su festín macabro al son de risas satánicas y gemidos lastimeros
y prolongados!
Acosados por un enemigo diez o quince veces superior, y luchando cuerpo a
cuerpo en torno de las banderas del Profeta, fue como Tiller y su puñado de héroes sal-
varon el honor de las armas otomanas durante aquella memorable jornada, que hizo
época en los anales de la historia, tanto turca como austriaca y alemana.
Y en tanto nos hallábamos apostados aquella madrugada sobre el margen
derecho del Vadi-El-Fari para impedir el avance de la caballería enemiga sobre
Tel-Es-Sheriát, no cesaba von Kress de telegrafiar al teniente coronel Edib Bey,
jefe de las Divisiones de Infantería 3ª y 16ª, acantonadas en Dchemameh, instán-
dole a que volara en auxilio de Gaza; pero Edib, que había nacido aparentemente
para cantor de ópera más bien que no para oficial superior de Estado Mayor, se
hallaba presa de la consternación más espantosa y, en vez de apresurar el paso de
sus divisiones, lo iba reduciendo a tres kilómetros por hora, impulsado por el
temor de que un desastre fuera a dar por el suelo con un prestigio militar harto
dudoso que él se había ido formando a fuerza de bluff y nada más que bluff, en cas-
tellano “camana”.
Edib Bey era el prototipo de cierta clique de oficiales superiores jóvenes turcos,
que, a causa de su cretinismo, apatía, ineptitud, envidia, egoísmo y una rapacidad
sin límites, acabaron por desmoralizar, durante la Guerra Mundial, al brillante
ejército otomano, y por conducir su patria al borde del abismo, al paso que la ofi-
cialidad subalterna y las clases derramaban su sangre generosamente por salvar el
honor de la bandera.
Viendo que la caballería adversaria no llegaba ni se asomaba siquiera, recibi-
mos orden de avanzar en globo por toda la margen derecha del Vadi-Es-Sheriát
contra la retaguardia del centro y a la derecha enemigos, que tenían en jaque algu-
nos batallones nuestros desde las alturas de Abu-Hurera.
Nuestro avance no dejaba de ser una maniobra altamente arriesgada, pues al
desalojar la posición ventajosa que habíamos estado ocupando hasta entonces,
dejábamos el paso franco a cualquier fuerza adversaria que hubiera deseado avan-
zar en adelante contra Tel-Es-Sheriát o Bir-Es-Sabah.
Esta medida estratégica, que algunos han pretendido comentar desfavorable-
mente, revelaba el genio militar y la audacia sin límites del coronel von Kress quien,

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aprovechando el descuido imperdonable de los ingleses en no haber amenazado


siquiera con un regimiento de infantería montada aquel punto vulnerabilísimo de
nuestro frente, concentró en un momento dado y con una rapidez sorprendente todas
sus fuerzas y fusiles disponibles sobre el flanco derecho del enemigo, que, amenazado
de frente y por dicho costado, y por nosotros en su retaguardia, tuvo que abandonar
Gaza a toda carrera y retirarse precipitadamente hacia su campo atrincherado de Han-
Hunis, allende el dry-channel, dejando regados por el desierto millares de muertos y
heridos, que nuestros llamados “auxiliares árabes” y futuros confederados del Jerifa
Huseín de la Meca se encargaron de rematar y mutilar aquella noche, después de des-
pojarlos de cuanto llevaban encima, inclusive sus ropas interiores.
Pero voy a continuar mi relato.
Como dejé dicho ya, nos hallábamos acampados a orillas del Vadi-Es-Sherát,
aguardando la llegada del enemigo, cuando nos sorprendió la orden de avance. Y,
no deseando exponer nuestro tren de combate a una acción de retaguardia, me
rogó Esad Bey que lo condujera sin demora a Tel-Es-Sheriát, pero que regresara
cuanto antes con su escolta de infantería y caballería a las inmediaciones de Gaza,
donde él esperaría mi llegada.
Cuando fui a despedirme del coronel, noté que estaba nervioso. Y al indagar el
motivo de su inquietud, me confió que, a pesar de haber despachado ya varios ayudan-
tes en solicitud del 7º Regimiento, ninguno había logrado encontrarlo hasta entonces.
En vista de ello, monté a caballo, y, a despecho de las protestas de Esad Bey, partí
acompañado de una escolta para ir a buscarlo.
Afortunadamente, no tardamos en dar con su rastro, que fuimos siguiendo hasta
que después de recorridos unos cuatro kilómetros dimos con él en las inmediaciones
de Tel-Es-Fari, ocupando por cierto una posición bastante ventajosa.
Nunca se me olvidará la satisfacción que experimenté cuando, al levantar la
vista ante el enérgico «quim var» de un centinela nuestro, me encontré frente a
frente con los impávidos semblantes y las miradas rígidas, casi salvajes, de un
escuadrón del regimiento en cuestión, que nos estaban apuntando con sus carabi-
nas desde una emboscada.
Entonces comprendí por qué los ingleses solían sentir un inmenso respeto ante
aquellos «askers» andrajosos, de sables y lanzas enmohecidas, que cuando tocaban
“carga”, no había voz de mando que lograse contenerlos.
Media hora después llegamos el teniente coronel Mehmed Bey y yo, con el
7º, al lugar de reunión, donde nos aguardaba ya Esad Bey con las fuerzas en orden
de marcha. Y sin más demora, avanzamos contra la ondulante línea de fuego ene-
miga, que hizo llover al punto, sobre nosotros, sus shrapnels y granadas, al paso que
sus aeroplanos cortaban el aire como libélulas de acero, lanzando bombas, que al
estallar, con formidable estrépito, levantaban columnas de tierra y destripaban por
docenas el ganado de nuestros escuadrones.

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Capítulo XXIII

De ese modo empezó aquel combate sangriento y decisivo, que durante el


curso del día había de conducirnos hasta las inmediaciones de Gaza y hacia el
triunfo, pues la llegada oportuna de la guarnición de Bir-Es-Sabah, y más que
todo la de la III División de Caballería Imperial, fueron sin duda las que decidie-
ron el día tanto durante la primera como la segunda batalla de Gaza.
Y si bien mi fatiga era grande, no por eso dejé de tomar también parte en
aquel avance general, impulsados como nos hallábamos todos por la poderosa
corriente del entusiasmo, a la cual servía de incentivo la tensión nerviosa que for-
zosamente había de producir hasta entre los más despreocupados el alarido de las
primeras granadas y el chasquido seco que producían los shrapnels al estallar sobre
nuestras cabezas.
Y para no entrar en pormenores fastidiosos, enumerando las diferentes uni-
dades y detallando sus evoluciones, tanto ofensivas como defensivas, que incesan-
tes se iban sucediendo durante el curso del día, me limitaré a ponderar el
grandioso panorama que ofrecía aquel extenso frente, de cerca de treinta kilóme-
tros, envuelto en una espesa humareda, de que brotaban sin cesar lenguas de fuego
y se desprendían innumerables las humeantes curvas de las granadas... mientras
que en la planicie y en las cumbres de rojizas lomas que cortaban a trechos profun-
das hondonadas, las unidades más fuertemente castigadas se iban replegando,
unas tras otras, para rehacerse, y desplegándose de nuevo, en orden de batalla, ir a
reforzar nuestra línea de fuego, que a pesar del mortífero efecto de la artillería, de
las ametralladoras y de los automóviles blindados del enemigo, seguía avanzando
impávida en auxilio de Gaza..., donde los Caballeros de San Jorge y los Paladines
de Mahoma continuaban luchando cuerpo a cuerpo y en mortal abrazo por la
supremacía de la Cruz o de la Media Luna en la por mil títulos sagrada tierra de
Palestina.
Aquello parecía como si Ricardo Corazón de León y el ayubita Soldán
Salagh-Ed-Din hubiesen resucitado de entre sus cenizas.
Después de participar durante un par de horas en el combate general, me fui
escurriendo como pude hacia el camino de Han-Hunis a Tel-Es-Sheriát, donde al
llegar, hundí las espuelas en los flancos de mi bestia para ir a alcanzar nuestro tren
de combate, que se divisaba en el horizonte acosado por una escuadrilla de avio-
nes enemigos.
Y cuando minutos después de haber dejado atrás el tumulto, los gritos y las
escenas de matanzas, propios de todo combate, rebasamos mi ayudante y yo,
sobre bestias jadeantes y chorreando sudor, la retaguardia de nuestras columnas,
empezó una de nuestras baterías alemanas de 15 centímetros, que nos había
tomado por el enemigo, a disparar sus granadas contra nosotros, pero con una cer-
teza y rapidez tan admirables, que costaron la vida a no pocos de nuestros solda-
dos y acabaron con gran parte de nuestro ganado antes de que lográsemos dividir

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

los convoyes en secciones para ponerlos más a salvo de sus proyectiles y las bombas
de los aeroplanos enemigos.
Gracias sólo a la presencia de ánimo del teniente Falke, quien, al notar el
error de nuestra batería, voló en su máquina para avisarle que cesara el fuego,
pudimos al fin medio restablecer el orden de marcha en aquel caos de camellos,
acémilas y bestias de tiro, que, coceantes y corcobeando en todas direcciones, iban
y seguían destrozando los carruajes y furgones contra las rocas salientes y los
peñascos.
Al llegar a Tel-Es-Sheriát, me llamó la atención el número reducido de sus
defensores y sobre todo la ausencia casi completa de artillería.
De haberse aprovechado los ingleses de esa circunstancia, hubieran podido
apoderarse fácilmente de nuestro Cuartel General, donde encontré al coronel von
Kress redactando telegramas. Estaba nervioso. Y con razón, puesto que todavía no
se había decidido la batalla.
Después de relatarle los pormenores de mi expedición a Sheik-Sueid e infor-
marle del avance de nuestras fuerzas, lo mismo que sobre el percance que acababa
de sufrir nuestro tren de combate, pedí órdenes y me retiré. Minutos antes de
regresar a Gaza con las escoltas, comenzaron a llegar algunos prisioneros ingleses
y australianos, pertenecientes en parte a las tripulaciones de tres automóviles blin-
dados que habían caído en nuestro poder aquella mañana. Y, cuando ya había
puesto el pie en el estribo para emprender la marcha, me sorprendió la nueva de
que la batalla se había decidido a favor nuestro y que el enemigo se había retirado
precipitadamente hacia Han-Hunis, dejando tres o cuatro mil cadáveres tendidos
ante las vallas de Gaza, sin contar los millares de muertos y heridos que habían
dejado regados por los demás sectores de dicho frente, en que se había igualmente
combatido.
Pero también nosotros habíamos pagado cara aquella jornada.
De los 79º y 125º Regimientos de Línea, que formaban el núcleo de la guar-
nición de Gaza, ya no quedaban sino contadísimos supervivientes, en tanto que
las fuerzas liberadoras habían contribuido a su vez con un fuerte tributo de sangre.
La brigada de artillería austriaca había logrado, es verdad, salvar sus piezas a
última hora. Mas ¡a qué precio! La mayor parte de sus tripulaciones había perecido
o desaparecido junto con casi toda su oficialidad.
Los únicos que no sufrieron bajas durante dicha jornada, fueron nuestros
voluntarios árabes, que, a pesar de hallarse armados hasta los dientes y de formar
Cuerpos de a pie y a caballo, de aspecto imponente, nunca llegaron a arrimarse
siquiera al alcance de la artillería enemiga, sino aguardaron tranquilos a que ano-
checiera para ir a rematar los «inglis» heridos y despojar sus cadáveres de sus ropas,
que luego iban vendiendo públicamente por los vecinos poblados y caseríos.

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Capítulo XXIII

Y cuando los plateados rayos de la luna comenzaron a iluminar a Gaza, sollo-


zante al pie de sus violáceas dunas, se desarrolló ante la vista de su nueva guarni-
ción, que en esto iba llegando, un cuadro semejante al cual ella no había
presenciado hasta entonces seguramente...
Por doquiera imperando hallábase el silencio de la muerte. Y en medio de las
calles, entremezclados con vigas carbonizadas y carruajes destrozados, yacían por
centenares los cadáveres aventados y en parte chamuscados de hombres y de bes-
tias, al paso que sobre los muros ennegrecidos de edificios humeantes y amena-
zando ruina, se destacaban, como claveles rojos, cual claveles de sangre, manchas
purpúreas... señalando el sitio donde los heridos y los moribundos habían apo-
yado sus frentes y pechos ensangrentados antes de desplomarse para siempre.
Y cuando el último vestigio de un crepúsculo de sangre y de oro acabó de
apagarse en el azul profundo del firmamento, oyóse desde lo alto de los minaretes
el canto gemebundo de los «muezzims», anunciando a los fieles creyentes del
Profeta que el silencioso Angel de la Muerte había extendido sus alas sobre los des-
iertos en que por millares los soldados cristianos dormían el sueño eterno y de la
gloria bajo el cielo estrellado de Palestina.
Así terminó esa famosa jornada, llamada comúnmente primera batalla de Gaza,
que redundó en favor nuestro sólo gracias al genio militar indiscutible del coronel
von Kress, quien con una audacia digna del mayor encomio supo aprovechar el
error táctico del adversario al permitir la concentración de casi todas nuestras fuer-
zas disponibles frente a Gaza, cuando por medio de un ataque fingido contra Tel-
Es-Sheriát hubiera podido fácilmente distraer e inutilizar a gran parte de ellas.
Después de echar un último vistazo por nuestro campamento, que ilumina-
ban innumeras hogueras, me envolví en mi capote y, apoyando la cabeza sobre el
lomo de mi bestia que yacía rendida junto a mí en el suelo, me quedé profunda-
mente dormido, pues ya hacía dos noches y tres días que no había cerrado ojo...
desde aquella mañana en que había salido de Bir-Es-Sabah con mis ocho lanceros
para ir en busca del acueducto y del cuartel general enemigo de Sheik-Sueid.

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Capítulo XXIV
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Al día siguiente de la batalla partimos con la III División de Caballería úni-


camente, para ir a ocupar durante algunas semanas el campo atrincherado de
Dchemameh, que había estado guarnecido hasta nuestra llegada entre otros tam-
bién por el 163º Regimiento de Línea.
A juzgar por el estado ruinoso en que encontramos los pozos y la instalación
de bombas, pertenecientes a una vecina colonia agrícola hebrea, y de que de ahí en
adelante nos habíamos de servir para surtir de agua a nuestra división, debe de
haber sido el jefe de dicho regimiento un hombre sumamente falto de orden.
Su espíritu de abandono nos proporcionó dos días de angustias, mientras
componíamos la maquinaria para poder dar de beber a nuestro ganado.
Casos análogos a éste los llegué yo a notar con frecuencia entre algunos ofi-
ciales superiores otomanos, quienes, a imagen de chiquillos que, acostumbrados a
andar descalzos, al verse solos arrojan lejos de sí los zapatos..., arrojaban también,
al verse sin quien los vigilara, lejos de sí el hábito de la disciplina, fumando pipas
de agua y usando chinelas en las oficinas durante las horas de servicio... lo cual
equivalía a caminar hacia atrás, como el cangrejo, o sea hacia el estado primitivo
de la oficialidad otomana en tiempos del benemérito Sultán Abd-Ul-Hamid.
Dchemameh eran una posición sumamente fuerte y ventajosa porque se
hallaba situada junto a la carretera que comunicaba a Gaza con Tel-Es-Sheriát, y
nos permitía por consiguiente acudir con presteza tanto en auxilio de la una como
de la otra.
Fuera de la colonia agrícola israelita que acabo de mencionar, y que era típica
desde el momento en que revelaba el carácter utilitario más bien que estético de la
raza hebrea, no contaba Dchemameh sino con una docena de aduares árabes dila-
pidados, que despedían aromas en alto grado ofensivos y cuya excesiva suciedad
me hacía comprender que sus moradores, en punto a lavarse, deberían aborrecer
hasta la idea del agua.
Las albas tiendas de nuestro campamento, que medía varios kilómetros de
circunferencia, eran blanco obligado de los aviadores ingleses, que si bien nos cau-
saban con frecuencia algunas bajas con sus bombas, solían a veces también morder
la yerba, heridos por el fuego de nuestras baterías de defensa aérea, mandadas por
los tenientes Bader, Kraus, Lepique y el valeroso Prszyszkowsky, que durante la

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

tercera batalla de Gaza había de perecer con los pocos supervivientes de su batería
hecho pedazos en el fondo de un embudo de granada, a causa de otro proyectil
que la mala suerte quiso estallase entre ellos mientras se hallaban refugiados en
dicha excavación.
Durante los pocos días de sosiego relativo que pasamos en Dchemameh pude
dedicar alguna atención a nuestro ganado, que había sufrido considerablemente a
consecuencia de los últimos acontecimientos.
El poco pasto primaveral que había cubierto hasta entonces el borde del
desierto se había ido secando debido a la época de los calores, que comenzaba ya
a dejarse sentir. Y las raciones de grano, que habían ido disminuyendo de conti-
nuo a causa de la rapacidad de Dyemal Pachá, acabaron por debilitar el ganado de
nuestra división de tal manera, que nos hicieron temer seriamente por la futura
suerte de nuestros pobres rocinantes y me obligaron a desistir de cierta segunda
expedición que me había propuesto conducir en esos días contra Sheik-Sueid al
frente de un regimiento, con la mira de sorprender de noche y reducir a cenizas
dicho campamento, a ser posible.
La caballería otomana que, dicho sea de paso, se componía a principios de la
guerra de Cuerpos de ejército, habíase ido reduciendo, a consecuencia del hambre y
del peculado, a la nada casi desde el momento en que a fines de marzo (1917) ya no la
integraban sino nuestra III División de Caballería, los restos de la que en un tiempo
había sido la brigada del teniente coronel Akif Bey, en Kut-El-Amara, algunos escua-
drones divisionarios, agregados al II y III Ejército, y, por último el 1º Regimiento de
Caballería Imperial, acantonado en Constantinopla, cuyo 4º Escuadrón prestaba ser-
vicio en el Palacio del Emperador.
Por éste fui yo nombrado un año más tarde Instructor y Segundo Jefe (¡respon-
sable!), ya que el puesto del Primer Jefe (¡irresponsable!) no pasaba, en esa época al
menos, de ser en Turquía sino un título nomina que solía otorgarse, en el caso de uni-
dades importantes y representativas, únicamente a oficiales turcos, aun cuando no
fuere sino para cubrir apariencias.
La mejor prueba de ello nos la ofrece el mismo Enver Pachá, quien, no obs-
tante su categoría de Ministro de la Guerra y Vicegeneralísimo, no hacía real-
mente más que firmar los decretos que dictaba, y aprobar los planes de campaña
que elaboraba su Jefe de Estado Mayor, von Bronsart Pachá, y después de éste su
sucesor, el general von Seekt.
La razón por la que la caballería otomana había ido desapareciendo casi por com-
pleto durante los primeros años de la guerra no debe de buscarse sólo en el malgaste de
las raciones de las bestias, cuyo valor solían repartirse los oficiales delincuentes con las
clases, que les servían de agentes, sino también y antes que nada en el espíritu de aban-
dono que parecen manifestar a cada paso los turcos en lo tocante al cuido del ganado,
no acaso porque no sean de a caballo, sino a causa de su origen tártaro.

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Capítulo XXIV

No hay que olvidar que los antiguos mongoles, al igual que sus discípulos los
cosacos, solían utilizar sus bestias no sólo para combatir en ellas, sino también
como instrumento de locomoción, es decir, para transportar sus ejércitos a través
de las estepas y desiertos que separan el lejano Turquestán de la India, China,
Egipto, Hungría, Polonia y los demás países en que habían plantado sus reales los
predecesores de Gengis-Kan y Tamerlán.
Dichas bestias eran idénticas a las que hoy aún se encuentran en las estepas de
Asia y de la Rusia Oriental y Meridional, esto es, lanudas y de poca talla.
Acostumbradas a vivir a la intemperie, se mantenían tanto en verano como
en invierno del pasto natural y de los musgos de la pampa, sin que sus dueños
tuvieran que cuidarse de ellas.
Cada uno de los guerreros de aquellas hordas kalmukas, u «ordus turco-
manos», solían conducir durante sus expediciones de diez a doce de dichas bestie-
cillas, fornidas y sobrias, que iban cambiando casi diariamente.
Sólo así se explica cómo lograban a veces recorrer de sesenta a ochenta kiló-
metros diarios, durante meses enteros, sin menoscabo de su ganado caballar.
De estos detalles, que en el transcurso de los siglos se han ido borrando casi
por completo de la memoria del pueblo turco, proviene la razón de por qué la ofi-
cialidad y las clases del ejército otomano, con raras excepciones, se preocupan tan
poco del cuidado de sus bestias, cuyas fuerzas, en vez de economizar más bien
malgastan cuanto pueden.
El caballín tártaro representaba para los turcomanos lo que representa hoy
el reno para los esquimales y el dromedario para los beduinos. La leche de las
yeguas les proporcionaba el famoso «yourt», que es dicha linfa cuajada y fer-
mentada a guisa de alimento sólido, mientras la carne de los potros les servía de
sustento en casos de apuro, es decir, cuando ya no encontraban poblaciones
que poder saquear.
A estas y otras múltiples razones, hoy olvidadas, obedece indudablemente ese
espíritu de rapiña inveterado de que adolecen casi todos los pueblos orientales, y
al cual hasta el mismo Mahoma debe en gran parte el triunfo de su dogma reli-
gioso, desde el momento en que a los paganos y cristianos vencidos predicaba que
haciéndose musulmanes no sólo ganarían el cielo, sino también el permiso para ir
a saquear a los vecinos que persistían en no querer reconocerlo a él como el
Profeta de Dios.
De esa manera fue el mahometismo extendiéndose desde Arabia hasta Siria,
y, desde allí, sucesivamente a Mesopotamia, Persia, Turquestán, Afganistán, la
India y hasta China, mientras que por Occidente, hasta los Pirineos y el centro del
Continente Africano.
El islamismo pudo propagarse y floreció, en tanto encontró nuevos pueblos
y naciones que poder saquear. Al faltarle éstos, se acabó su gloria, y su poderío

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

material fue retrocediendo hasta que quedó limitado a las actuales fronteras del
Imperio Otomano.
Por doquiera que ha imperado la Media Luna, ha dejado ella sembrada la
semilla de la rapiña, legalizada y santificada por los preceptos del Alcorán. Y aun
cuando el incendio secular de la conquista muslímica se haya apagado aparente-
mente, la roja chispa del fanatismo islámico continúa ardiendo bajo las cenizas,
aguardando apenas una nueva ráfaga para tornarse en un voraz incendio, y quizás
hasta en antorcha vengadora, si las potencias aliadas persistieren en su política de
intransigencia hacia el imperio secular de los otomanos.
No estaría demás tal vez recordar aquí que el patriotismo es un producto
exclusivo de la civilización occidental, que se basa en los principios harto ultraja-
dos de la equidad internacional y hace hincapié ante los países que se limitan por
sus fronteras étnicas en vez de por las líneas divisorias de las creencias religiosas
que en ellos prevalecen.
En Oriente sucede todo lo contrario.
A los pueblos muslímicos, tanto en África como en Europa y Asia, poco se les
da que el Califa sea negro, blanco, afgano, croata, chino o indostano, con tal de
que su bandera sea la de la Media Luna y su lema... ¡Lah-Ialh-Il-Lah-Lah, Mohamed
El-Rasul Alah!
Suponer que con la decadencia o la ruina total de Turquía habrá de acabarse
también la fuerza propulsora del fanatismo sin límites de los musulmanes, es una
utopía muy grande, pues mientras exista el Alcorán que permite y santifica el
saqueo y la rapiña, no habrá de faltar seguramente entre los doscientos millones
de mahometanos que habitan el Orbe, algún aventurero negro, chino, ruso,
afgano o serbo-croata, que, al levantar el estandarte de la Media Luna, no arrastre
consigo unos tras otros los pueblos musulmanes, conforme los agruparon en torno
suyo antes que él ya Mahoma y sus sucesores, los califas ommiadas, abasidas, sel-
júcidas y otomanos.
Tratar de suprimir el Imperio Turco, o de debilitarlo en demasía, equivaldría
por consiguiente no sólo al caos entre las naciones islámicas, sino también al sur-
gimiento, tarde o temprano, de alguna nueva y poderosa dinastía mahometana,
que no dejaría de poner en grave peligro el poderío colonial de las potencias euro-
peas en África y Asia, como por ejemplo en Argelia, Egipto y sobre todo en la
India, donde los nuevos califas encontrarían tesoros más que suficientes para
levantar ejércitos poderosos con que poder dar comienzo a una era de rapiña sin
precedentes tanto en la historia antigua como en la moderna.
Lenin nos ha probado de sobra lo mucho que unos cuantos hombres resuel-
tos pueden hacer cuando se sienten apoyados incondicionalmente por las masas
proletarias, y, de preferencia, cuando éstas son analfabetas y se hallan inspiradas
por un fanatismo a toda prueba, como por ejemplo el de los mahometanos.

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Capítulo XXIV

Y mientras me hallaba ocupado aquellos días viendo de qué manera podía


aumentar las raciones de nuestras bestias, y reorganizando de paso nuestro servi-
cio heliostatos y demás ramos de telegrafía óptica, se fueron oscureciendo los hori-
zontes en Egipto, hasta que el 18 de abril nos llegó la orden de partir a marchas
forzadas para impedir un Durchbruchsversuch del enemigo por el flanco derecho de
nuestro centro, que se basaba en el campo atrincherado de Tel-Es-Sheriát.
En consecuencia, y no deseando ser bombardeado de nuevo por nuestra
propia artillería, conforme me había sucedido ya durante la primera batalla de
Gaza, encargué de la dirección de los convoyes a mi lugarteniente y me ade-
lanté para reconocer el terreno, acompañado del señor Stypa, teniente veteri-
nario cheko-eslovako que formaba parte del Cuerpo de dichos facultativos en
nuestra división.
La tarde era diáfana, y mientras íbamos cabalgando, silenciosos, a través de
la tostada estepa, seguidos por un piquete de lanceros y envueltos en una nube
de polvo, ¡cuándo me había de imaginar que al día siguiente y a esa misma hora
me había de ver en plena segunda batalla de Gaza y más de una vez a un palmo
de la muerte!
Este formidable combate acabó también por convertirse, después de cruenta
e indecisa lucha, en un triunfo completo para las Armas otomanas, gracias al arte
incomparable del coronel von Kress en concentrar sus fuerzas con extraordinaria
rapidez sobre un punto dado, y en asestar golpes en seco, tan terribles como ines-
perados para el enemigo.
No poco habrá influido tal vez también en dicho triunfo el error que come-
tió el Generalísimo británico al no haber aplastado con su ala derecha nuestra III
División de Caballería Imperial, cuando ésta, compuesta apenas por tres regi-
mientos, se lanzó en formación cerrada contra el centro enemigo, a fin de sepa-
rarlo del ala derecha, que formaba con él un ángulo recto y se componía de diez o
quizás más regimientos de caballería inglesa y australiana, apoyados por fuertes
contingentes de ametralladoras.
Con haber convergido sobre la izquierda, o haber avanzado siquiera un
kilómetro oblicuamente en dicha dirección, hubiera bastado a aquella mole de
caballería británica para obligarnos a retroceder precipitadamente, o para
aplastarnos como unas tenazas contra su centro. Y apoderándose de Bir-Es-
Sabah, que había quedado casi totalmente desguarnecida, hubiera podido arro-
llar, con la ayuda del centro, la escasa guarnición de Tel-Es-Sheriát,
capturando nuestro cuartel general y cortando la retirada a nuestra ala derecha,
que, al verse rechazada hacia la costa y acosada por las fuerzas enemigas de mar
y tierra, hubiera tenido a la larga que capitular.
Las que preceden son, en síntesis, las razones de por qué la segunda batalla de
Gaza redundó en beneficio nuestro y en disfavor de las Armas británicas.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

Conforme dejé dicho ya, partimos en la tarde del 18 de abril (1917) con
rumbo hacia el Sur. Y a mitad del camino entre Dchemameh y Tel-Es-Sheriát,
nos desplegamos y emboscamos tras una serie de colinas bajas a fin de ver si el ene-
migo intentaba verdaderamente o no abrirse paso en esa dirección.
Como las horas se iban haciendo largas y tanto Stypa como yo nos hallába-
mos todavía sin desayunar, entramos a la buena ventura en un cercano molino,
perteneciente a un rico israelita de Jaffa, que había pasado algunos años en Buenos
Aires y que, al oír que yo era venezolano, se deshizo en referencias y sacó de entre
un montón de ropa blanca usada una botella de ron y un par de panecillos, que
nos brindó a guisa de desayuno.
Después de tan frugal refacción, estuvimos largo rato conversando, cuando la
cara de nuestro anfitrión, redonda y encarnada como un tomate, comenzó a tor-
narse verdiclara, y, luego amoratada, mientras sus diminutos ojos de cerdo cebado
iban saliéndosele de las órbitas... hasta que, señalando por fin con mano sucia y
trémula hacia la pampa, exclamó: «pues ¿no lo véis? ¡si ahí viene el enemigo! Gott
der Gerechte!»
Al oír aquello, tanto Stypa como yo brincamos a ver lo que ocurría. Y al
regresar para explicarle que lo que estaba viendo no era sino una maniobra, o
Stellungnahme de nuestras baterías para ahuyentar un par de aviones enemigos, tor-
nóse su violáceo rostro de nuevo verdiclaro, y luego colorado, mientras sus ojos
saltones iban retrocediendo rápidamente dentro de las órbitas, y sus carnosos
labios murmuraban: «¿miedo? ¡qué va! Lo único que yo temía era que alguna de
sus granadas de perforación fuera, al estallar, a desenterrar unos realitos que tengo
sepultados por ahí, detrás de unos cimientos.»
Viendo que el enemigo no avanzaba, tocamos «marcha». Y después de salu-
dar al coronel von Kress en su cuartel general de Tel-Es-Sheriát, salimos, Esad Bey
y la Plana Mayor con los jefes de regimiento, para ir a inspeccionar el grueso de la
caballería adversaria, apostada a unos ocho kilómetros hacia el Sur de allí sobre
una hilera de desnudas lomas, que se extendía desde la confluencia de los Vadis
Sheriát y Abu-Hurera, en línea casi recta y por espacio de cinco millas, hasta el
ferrocarril que unía a Bir-Es-Sabah con Tel-Es-Sheriát; de suerte que para esas
horas el extremo ala derecha de la caballería adversaria no distaba ya sino unos dos
kilómetros de dicha ferrovía.
De haber avanzado los ingleses ese día siquiera con un escuadrón, hubieran
podido ahuyentar fácilmente la docena o dos de gendarmes árabes que protegían
aquel trozo de la vía, lo mismo que cierto puente de mampostería, de cuatro o
cinco arcos, que, al volar por los aires, hubiera dejado a Bir-Es-Sabah incomuni-
cada y, por lo tanto, a su merced.
Pero no lo hicieron. Y en ello consistió su primer error. El segundo lo expli-
caré más tarde.

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Capítulo XXIV

Deseando conocer el pie de fuerza aproximado de aquella formidable mole


de caballería, que coronaba de un extremo a otro dichas alturas, partí, acompa-
ñado de un baqueano árabe, y dejando atrás los cadáveres desnudos y mutilados
de un destacamento de soldados ingleses que había caído víctima de nuestros
voluntarios árabes, atravesamos el espacioso Vadi-Es-Sheriát y seguimos avan-
zando hasta cosa de seiscientos metros del frente enemigo, que recorrimos en toda
su extensión a esa distancia, no obstante las descargas cerradas que las fuerzas bri-
tánicas más avanzadas nos seguían haciendo de vez en cuando.
Al regresar, oscureciendo ya, a Tel-Es-Sheriát, poco faltó para que nuestras
descubiertas y ametralladoras dispararan contra nosotros equivocadamente.
Al pasar frente al casino del hospital alemán, noté luces. Y deseando saber en
honor de quién se celebraba la fiesta, me encontré con el capitán de sanidad, Dr.
Lübke, y varios otros señores cantando algo así como la Marcha Fúnebre, a causa
de que en Tel-Es-Sheriát era general la creencia de que la caballería adversaria iba
a caer sobre nosotros aquella misma noche.
La mañana del 20 de abril la pasamos con un pie en el estribo.
El lejano estruendo de la artillería, que iba en aumento, y el vaivén de los
aviones enemigos, lanzando bombas, nos iban anunciando claramente que el
combate había comenzado ya en torno de Gaza, donde nuestra ala derecha sos-
tuvo el golpe y obligó a los ingleses a probar su suerte por el flanco diestro de
nuestro centro o sea contra las alturas de Abu-Hurera, en que se hallaba atrinche-
rado el teniente coronel Rifet Bey con la 3ª y 5ª Divisiones de Infantería de Línea.
El choque entre moros y cristianos fue allí también terrible. Sobre todo ante
la humeante colina de Esani-Köi, que barría sin cesar con sus fuegos las olas de
asalto adversarias.
Y como la brisa precursora del huracán que se aproxima desgajando árbo-
les y levantando nubes de polvo y de tierra, comenzaron también frente a nos-
otros, o sea frente a nuestro centro, a levantarse densas humaredas, a que
nuestra artillería contestaba con furor... mientras que las ametralladoras entona-
ban el himno de la muerte y el martillar incesante de la línea de fuego apenas
permitía entreoír, de vez en cuando, el terrible alarido de los agonizantes y el
«hurra» atronador de los ingleses.
Nos hallábamos en plena segunda batalla de Gaza.
Sólo el ala derecha adversaria, integrada por el grueso de la caballería britá-
nica, seguía en su puesto, coronando como una muralla de acero aquella serie de
colinas bajas, a nuestra izquierda, que se extendían a unos ocho kilómetros hacia
el sur de Tel-Es-Sheriát y formaban cerca de un punto, llamado Esmeli, o Ismaeli,
un ángulo recto con el flanco derecho del centro enemigo.
No cabía duda de que la decisión de la batalla iba a depender del choque
entre los tres regimientos de nuestra división y los diez o más regimientos de caba-

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

llería adversaria, tanto inglesa como australiana, que teníamos de frente amena-
zando nuestra ala izquierda.
En esto sonaron las dos de la tarde, y de entre una nube de polvo surgió,
montado en espumeante caballo, un ayudante de campo que al vernos voló en
dirección nuestra, paró en seco, saludó y entregó al coronel Esad Bey la orden de
avance. Y por más que me esforzara no me fue posible descubrir en aquel instante
sobre los tostados e impávidos semblantes de nuestros oficiales ni la más leve señal
de aquel solemne temor que suele a veces apoderarse de los hombres, al saber que
antes de un cuarto de hora pueden hallarse en la presencia del Soberano Juez.
El primero en salir de la zona de atrincheramientos fue el 7º Regimiento, a
las órdenes del valeroso teniente coronel Tcherkes-Mehemed Bey. A éste siguió el
6º, y, por último, el 8º, que acto continuo cambió de frente hacia el Sur, se des-
plegó en batalla y comenzó a avanzar al paso y al trote contra el flanco derecho de
la caballería enemiga, mientras el 6º y 7º, seguidos por nuestras baterías de cam-
paña y secciones de ametralladoras, se abalanzaban en formación cerrada y a paso
redoblado contra Esmeli, que, según dejé dicho antes, formaba el ángulo recto o
lugar de coyuntura entre el centro y el ala derecha enemigos.
La orden que llevábamos era de cortar el frente inglés por dicho lugar y obli-
gar a su caballería a retirarse o a combatir por separado.
Nuestra empresa no dejaba de ser un tanto temeraria, por cuanto nos era casi
imposible recorrer los tres o cuatro kilómetros que nos separaban de Esmeli sin
convertirnos en el blanco de casi toda la artillería enemiga, o sin que el grueso de
la caballería adversaria se lanzara en masa sobre nuestro flanco siniestro, aplastán-
dolo contra su centro.
Afortunadamente, resultó ser nuestra maniobra de avance tan rápida como
inesperada, de suerte que antes que el enemigo pudiera darse cuenta de nuestras
verdaderas intenciones, ya nuestra vanguardia, seguida de cerca por el grueso de
los 6º y 7º Regimientos, había atravesado el Vadi-Es-Sheriát, junto a Esmeli, y
avanzando a todo galope, se había abierto paso a la lanza por entre las primeras
posiciones inglesas, separando el ala derecha enemiga de su tronco, conforme
había sido nuestra intención hacerlo desde un principio.
No poco habrá influido tal vez también en la indecisión del jefe de la caballe-
ría adversaria el hecho de que carecía de órdenes directas, a causa de que al comen-
zar la acción me había adelantado yo con alguna gente y cortando sus
comunicaciones con el centro, y por tanto con su cuartel general.
No obstante, si en vez de retirarse precipitadamente y sin querer aceptar el
combate, hubiese confrontado el jefe de la caballería británica serenamente el
fuego de nuestra artillería divisionaria, y, dando media vuelta sobre la izquierda,
se hubiese lanzado siquiera con parte de sus fuerzas contra nuestra retaguardia,
hubiera podido aplastar fácilmente nuestro 8º Regimiento y entrar a tambor

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Capítulo XXIV

batiente en Tel-Es-Sheriát. Pero no lo hizo, sino se fue, perseguido por el fuego de


nuestras baterías, a refugiarse con toda su caballería y sin disparar un tiro casi,
detrás del centro, mientras que tres o cuatro heroicas secciones de ametralladoras
protegían su retirada con un tesón y sangre fría francamente admirables.
Viendo la resistencia tenaz que oponían estos destacamentos, los cuales,
dicho sea de paso, habíanse atrincherado a toda carrera sobre un promontorio o
especie de lengua de tierra formada por la confluencia de los vadis Sheriát y Abu-
Hurera, resolví atacarlos por la retaguardia con la ayuda de nuestros voluntarios
árabes, que se divisaban en masas compactas coronando las lomas situadas fuera
del alcance de la artillería adversaria.
Con ese propósito en la mente partí, acompañado de un escuadrón, y, atra-
vesando a rienda suelta la zona de peligro, que barría sin cesar el fuego de los ingle-
ses, llegamos minutos después al lugar donde se hallaban nuestros árabes, quienes,
a excepción de unos ochenta valientes, se negaron rotundamente a acompañarnos.
Volviendo grupas y aprovechando las ondulaciones del terreno, seguimos
acercándonos paso a paso y tiroteando siempre que podíamos el ala izquierda del
enemigo, que, igual a un toro atormentado por un tábano, volteaba de vez en
cuando sus máquinas contra nosotros, para tratar de ahuyentarnos.
Cautelosa y lenta aunque seguramente, seguimos avanzando, o, mejor dicho,
siguiendo el derrotero que nos habíamos trazado, hasta que al fin divisamos a
corta distancia tras de la línea de fuego británica varios alambres de teléfono por-
tátil, que parecían comunicar a ésta con su base hacia retaguardia. Y como com-
prendiese lo ventajoso que resultaría destrozarlos, resolví hacerlo, mas sin
sacrificar a mi gente, ya que para llegar hasta dichos alambres se nos hacía preciso
abandonar el secadal en que nos hallábamos refugiados, y recorrer un par de cua-
dras a todo galope.
En consecuencia partí de nuestro vadi dört nalda, o sea a todo casco, seguido
de mi asistente Tasim y un jeque árabe, vestido en un magnífico kaftán carmesí.
Nuestra empresa era arriesgada, a decir verdad, pero también esa vez estuvo Alah
de parte nuestra, puesto que, sin ser molestados por el enemigo, el cual ¿cómo se iba a
figurar que éramos turcos? Llegamos en un abrir y cerrar de ojos a nuestro destino...,
donde saltando a tierra, partimos a machetazos los alambres... en tanto que los ingle-
ses, volviendo en sí de su sorpresa, viraban la mayor parte de sus ametralladoras en
nuestra dirección y abrían contra nosotros a unos quinientos metros un fuego a discre-
ción, que hacía levantar nubes de polvo y tierra en torno nuestro.
A los primeros disparos cayó la cabalgadura de nuestro jeque árabe, a quien
ya no volví a ver más, en tanto que Tasim y yo, lanzándonos en las sillas, salíamos
de allí volando, literalmente. Y en vista de que el enemigo nos había cortado
entretanto la retirada, pusimos la proa a nuestra línea de fuego, de que nos sepa-
raban todavía unas cuatro cuadras.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

Aún me parece oír aquella lluvia de balas, que zumbaban en torno nuestro
como un enjambre de avispas, mientras que mi caballo, que iba desbocado, pare-
cíame haberse convertido en una tortuga.
A pesar de que los segundos semejaban horas, y hasta siglos, no tardé en divi-
sar, afortunadamente, tras nuestra primera fila de ametralladoras, que habían sus-
pendido sus fuegos para no herirnos, al capitán Nesis Effendi y al teniente Seki,
echados en tierra junto a sus bestias muertas y como haciéndonos señas para que
nos lanzáramos dentro de un vadi que sombreaba a nuestra izquierda. Y cuando ya
no nos hallábamos sino a un par de metros de dicho barranco, sentí algo así como
un latigazo, seguido de un dolor agudo en el muslo derecho, que me hizo perder
el equilibrio y rodar con mi bestia por toda la falda abajo, en tanto que Tasim
venía rodando detrás, sin más averías por fortuna que la parte posterior de su silla
hecha pedazos de un balazo.
Después de pasar revista a nuestros huesos y a los de nuestros caballos, nos pusi-
mos a examinar mi herida, que resultaba ser leve, y para estancar la sangre la llenó mi
asistente de una mascada de tabaco que ardió un tanto pero surtió su efecto.
Y si bien en el fondo de aquella hoyada estábamos a salvo del fuego de las
ametralladoras enemigas, nos hallábamos en cambio expuestos a sus granadas, que
iban dirigidas contra nuestra línea de combate y estallaban con frecuencia en
torno nuestro, poniendo en peligro nuestras vidas y las de nuestras bestias.
Con la mira de sustraernos a tan incómodos mensajeros, fuímonos escu-
rriendo por el fondo de laberínticas y secas torrenteras, que barría a trechos el
fuego de los ingleses, hasta que al fin nos dimos la mano con los nuestros, que nos
creían ya muertos desde hacía rato.
En esto pasaron por sobre nosotros algunos aviones enemigos, perseguidos
por el fuego de nuestras baterías de defensa aérea, al paso que un escuadrón de
infantería montada y un batallón de línea, nuestro también, se aprestaban a
ocupar posiciones avanzadas frente a Abu-Hurera.
Ello, unido al fuego del adversario, que iba disminuyendo a medida que la
tarde iba declinando, acabó de convencerme de que los ingleses habían desistido
de la lucha por fin y se hallaban en plena retirada.
Y cuando el disco ensangrentado del sol se hundió tras las desnudas lomas, y
el Esani-Köi, de flameante pira fuése tornando en silenciosa mole, que ensombre-
cían las tinieblas del ocaso, se incendiaron en el espacio las estrellas y los plateados
rayos de la luna comenzaron a extender su manto de lívidos fulgores sobre las riza-
das arenas del desierto..., al paso que nosotros íbamos cabalgando lentamente a
través de valles y colinas, dejando atrás y hacia el Naciente las azules montañas de
Judea, que parecían visiones lejanas a una distancia enorme.
Exceptuando el rumor de los arbustos, cuando el viento agitaba su ramaje, el
silencio podía decirse era completo. Sólo el lúgubre llanto de los chacales y los las-

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Capítulo XXIV

timeros quejidos de los moribundos, que vibraban misteriosamente entre las


rocas, hasta morir en lánguidos suspiros, nos hacían estremecer de vez en cuando
y sentir, como si el espectro de la muerte y nosotros únicamente nos hallásemos
cabalgando a través de aquellos oscuros sadis, donde corríamos riesgo a cada paso
de despeñarnos o caer víctimas de las balas de nuestros voluntarios árabes, quie-
nes, husmeando como fieras, recorrían el yermo en busca de cadáveres que poder
despojar o de inglis heridos que poder rematar.
Por doquiera se les veía deslizándose, silenciosos como los vampiros, al través
de las nocturnas sombras, evitando cuidadosamente nuestro encuentro, por temor
de que fuéramos una patrulla cristiana. Y más de uno entre ellos, al verse sorpren-
dido en flagrante delito, levantó su ensangrentada cimitarra... para, al notar por
nuestras lanzas que éramos hermanos, continuar su faena tranquilamente, pues,
según las creencias religiosas de los musulmanes, el matar y degollar cristianos,
aun cuando fueren inválidos o heridos, representa una obra pía más bien y hasta
meritoria, desde el momento en que les abre las puertas del paraíso.
Repetidas veces noté entre la penumbra, extendidos en el suelo, algunos
bultos claros, en las cuales, al fijarme, reconocí, no sin cierto estremecimiento, los
cadáveres desnudos y mutilados de soldados ingleses, a quienes los árabes habían
destrozado las piernas por encima de las rodillas a machetazos. Esa parece haber
sido una costumbre favorita entre ellos, que, después de pasarse al ejército del
Jerifa Huseín de la Meca, siguieron practicando con sus prisioneros turcos y ale-
manes, conforme lo habían hecho antes con los ingleses.
Impresionado por los horrendos cuadros que ofrecían aquellos vampiros
humanos, de rostros borrosos y expresión diabólica, agachados sobre sus ensan-
grentadas víctimas, cuyo estertor me helaba el corazón, continuamos la marcha
por entre una semioscuridad macabra, en que se agitaban, fantasmales, sombras
humanas... hasta que nos paró en seco la voz del árabe aquél que me había servido
de baqueano el día anterior, cuando había ido a inspeccionar la caballería adver-
saria, apostada hacia el sur de Tel-Es-Sheriát.
Iba a pie y con la bestia del cabestro, cargada de botín, o sea de rifles, uni-
formes ensangrentados, cinturones, calzado, etc., en fin, de cuanto había encon-
trado encima de los muertos o heridos ingleses que había rematado aquella
noche. Y para colmo de no sé qué decir, produjo de entre aquel montón de
prendas un bulto blancuzco, que al principio no pude distinguir bien lo que
era... hasta que a la luz de mi lamparilla eléctrica reconocí en él un brazo
humano, segregado más arriba del codo y ricamente tatuado, que debía de haber
pertenecido a algún marino inglés, a juzgar por un timón y ancla que lucía sobre
la faz interior del antebrazo.
Y al preguntarle yo, como era natural, para qué había traído consigo aquel
recuerdo, me contestó que para enseñárselo a su mujer, que era una entusiasta

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

admiradora de figuras bien tatuadas, y añadió, con gran ingenuidad, que de haber
dispuesto de un poco más de tiempo hubiera traído también la piel de la espalda,
que llevaba dibujada una enorme serpiente azul y roja.
En consecuencia, y para impedir que siguiera profanando dicha reliquia, se la
compré por un mechedieh de plata y la hice enterrar más adelante por uno de mis lanceros.
Al acordarme de esa hiena humana y de sus compañeros, o, por mejor decir,
de esos ex-voluntarios árabes nuestros, que formaron un año más tarde el núcleo,
o cuerpo escogido, llamado “ejército libertador” del Emir Feizal, no alcanzo a
comprender, francamente, cómo la culta Inglaterra y el humanitario pueblo nor-
teamericano llegaron a aceptar al padre de éste, o sea al Jerifa Husein de la Meca,
como confirmante del Tratado de la Paz y miembro de la Liga de las Naciones.
Entretanto habíamos llegado al camino de Esmeli, por el que se deslizaba un
convoy de heridos envuelto en una nube de polvo.
Entre los infelices de que se componía, no faltaban algunos agonizantes. Sin
embargo, nunca oí un sollozo. Unicamente vi manos temblorosas, que se exten-
dían en ademán de súplica, como implorando agua para apagar la sed terrible que
los devoraba.
Al contemplar ese sublime cuadro, ese puñado de bravos que exhalaban el
último suspiro sin proferir una queja, ni un quejido siquiera, me vino a la mente
el célebre dicho de Napoleón I, que “con soldados turcos mandados por oficiales
extranjeros hubiera podido conquistar el Orbe”... e instintivamente hice formar
mi tropa y presentar armas ante aquel grupo de héroes moribundos.
A poco de hallarnos nuevamente en marcha, nos alertó el «¿quim var?» de un
centinela nuestro, y minutos después me desmonté al borde de un embudo de
granada, en el cual encontré descansando al jefe del 6º Regimiento y algunos de
sus oficiales, quienes, después de desearme la bienvenida, me felicitaron por
hallarme vivo todavía.
Envueltos en nuestros capotes y tendidos en el fondo de dicha excavación,
que despedía aún el acre olor a gases asfixiantes, nos pusimos a aguardar la llegada
de los Regimientos 6º y 7º con los cuales Esad había emprendido la persecución
de la caballería adversaria.
La situación del 6º no dejaba de ser bastante crítica, pues sus municiones se
habían agotado, y el tren con los pertrechos de reserva se había extraviado. De
haber emprendido la retaguardia enemiga aquella noche una contraofensiva,
hubiera podido exterminarlo a metralla limpia.
Afortunadamente, optaron los ingleses también esa vez por su antiguo sis-
tema de retirarse al anochecer, que nos había salvado ya en tantas ocasiones. No
obstante, hubo alarma a eso de las dos de la madrugada, cuando el suelo comenzó
a temblar bajo los cascos de millares de bestias, que, a juzgar por el estruendo que
producían y que iba en aumento, seguían aproximándosenos rápidamente.

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Capítulo XXIV

Excuso decir, con qué presteza no se botarían nuestros bravos en las sillas,
para desplegarse y aguardar al enemigo lanza en ristre.
Pero, por fortuna, no eran los ingleses quienes se nos iban acercando, sino
nuestros Regimientos 6º y 7º, precedidos por el teniente coronel Esad Bey, quien,
al reconocerme, me reprendió cariñosamente por haberme expuesto tal vez más de
la cuenta durante dicha jornada. Y junto a Esad venía, radiante de satisfacción, mi
buen amigo el teniente Stypa, con la Media Luna de Hierro prendida en el pecho,
en recompensa de valiosos servicios prestados, etc.
Considerando el estado precario de nuestro ganado, que hacía doce horas que
no había bebido nada, fuimos a acampar a la orilla izquierda del Vadi-Es-Sheriát,
o sea junto a la fuente de Bir-Rumeliáh.
En esto se ocultó la luna, y la oscuridad se hizo todavía más intensa, como
suele suceder antes del alba... hasta que en el horizonte comenzó a pintarse una
débil tinta grisácea, y la pálida ninfa de la aurora sacudió su rubia cabellera, ahu-
yentando las sombras de la noche, que, furtivas, se fueron alejando, heridas por las
saetas del sol naciente... al paso que la brisa, susurrando en la maleza, sacudía de
sus alas por millones las gotas de rocío, a imagen de las lágrimas del hombre, en
cuyo corazón, terco y sombrío, seguían aleteando la ambición y el odio como los
buitres, que antes del combate suelen revolotear impacientes por el espacio.
Y mientras me hallaba envuelto en mi capote, admirando aquel hermoso des-
pertar del día, noté junto a mí, parado e inmóvil como una esfinge, a un centinela
nuestro, anatolio, de pómulos salientes, nariz aguileña y cráneo achatado hacia
atrás, que contemplaba con mirada triste, al par que fiera, los polvorientos hori-
zontes del desierto.
Con su perfil de indio americano, su mediano aunque fornido cuerpo,
cubierto de plomizo uniforme, y sus manos callosas, pero bien formadas, apoya-
das sobre la boca de su carabina, representaba aquel valiente el prototipo de la
antiquísima raza hitito-alaródica, al cual pertenecen también los armenios y gran
parte de los pobladores de Siria y Mesopotamia (inclusive la mayoría de los
hebreos asiáticos), quienes, por haber adoptado la lengua y las costumbres de sus
antiguos conquistadores caldeos e indogermánicos, pasan hoy por ser pueblos
semíticos y arianos, cuando, a juzgar por la configuración del cráneo, no son ellos
realmente tales semitas o indogermanos, sino miembros inequívocos de la antiquí-
sima raza hitito-alaródica, cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos.
Basándome en las observaciones que pude hacer durante los cuatro años que
permanecí en Turquía, me atrevería a afirmar que ni los armenios son de origen
indogermánico, aun cuando hablen una lengua de raíz ariana, ni los turcos actua-
les son mongoles porque hablen un idioma turano, sino que tanto los unos como
los otros pertenecen en su mayoría a esa misma raza hitito-alaródica, cuya fracción
oriental, o armenia, sometieron los indogermanos pueblos escitas y cimerios, pro-

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

cedentes del sur de Rusia, a fines del primer milenio antes de Jesucristo, al paso
que las invasiones mongólicas de los seljúcidas y de los otomanos impusieron no
sólo su sello al resto de dicha raza (que habita y sigue habitando el centro y oeste
de Anatolia), sino también su religión mahometana, que representa hoy, por
decirlo así, el único distintivo ya entre los así llamados turcos y la inmensa mayo-
ría de los armenios.
No olvidemos que el 90% todavía más tal vez de los pobladores del Asia
Menor eran cristianos antes de la conquista de los moros y que la población
musulmana de las ciudades de Van, Bitlis, Erzerum y Karput, que hoy son las
capitales de los cuatro vilayatos denominados “armenios” de Turquía, se compone
en su mayoría de los descendientes de armenios renegados, que durante el trans-
curso de los siglos se fueron convirtiendo a la fe del Dios único por conveniencia
únicamente, esto es, impulsados por ese mismo amor al lucro que indujo a los
armenios de nuestros días a irse convirtiendo todavía hasta principios de la guerra,
de armenio-ortodoxos y gregorianos, a protestantes-luteranos, anglicanos, presbi-
terianos, católico-romanos.
Y para dar todavía más consistencia a la aserción que precede, me permitiré
observar, que aparte de las conversiones de algunas decenas de millares de arme-
nios-ortodoxos y demás cristianos semipaganos del Cercano Oriente al catoli-
cismo, etc, dudo que haya habido más conversiones al cristianismo en el Imperio
Otomano desde que Turquía es Turquía.
En cambio, la mayor parte de la población cristiana de ritos orientales en
dicho país (inclusive los laz y centenares de miles de griegos ortodoxos) si ha ido
adoptando, sobre todo durante el siglo pasado y a veces hasta por millares, la fe del
Dios único, y formando focos de fanatismo, como, por ejemplo, en las provincias
orientales, donde el populacho mahometano, descendiente de los antiguos rene-
gados armenios, se cebó, especialmente durante las últimas matanzas, extermi-
nando cristianos.
No pocos alegarán, sin duda, que también los kurdos fueron autores impor-
tantes en las tales matanzas, sin darse cuenta de que el 80% de éstos, o sea la casta
de los manumisos, llamados «gurán», se compone casi totalmente de antiguos
pueblos hitito-alaródicos, que sometiera y asimilara la casta conquistadora de los
«ashiretes», y que en muchos casos, como el de los «zazas» del Dersin, v. gr., aún
hablan un idioma parecido al de los armenios y profesan un dogma que no es ni
mahometano siquiera, sino un conglomerado muslímico-cristiano, basado en
parte en las doctrinas de Zoroastro, y que no deja de tener bastante parecido con
el catolicismo semipagano de muchos de los armenios ortodoxos de las provincias
orientales.
Yo creo que a excepción del 10% de sangre ariana y otro tanto de sangre
mongólica, y no obstante su habla turano-semita, impuéstole por las diferentes

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Capítulo XXIV

olas de conquistadores indogermánicos, tártaros y semíticos, que han venido


barriendo desde tiempo inmemorial la altiplanicie del Asia Menor, la raza llamada
“armenia” no pasa de ser en el fondo sino una fracción insignificante de la anti-
quísima familia hitito-alaródica, en que, a despecho de los esfuerzos de los misio-
neros cristianos, predomina y seguirá predominando cada día más el
mahometanismo, pues una religión como la nuestra, que predica el bien y censura
la rapiña, no puede ni podrá competir a la larga, en el Cercano Oriente al menos,
con el islamismo, que santifica el robo e idealiza la lujuria.
Si Nuestro Señor Jesucristo en vez de predicar el amor al prójimo se hubiese
atenido más bien a los principios orientales del monoteísmo, de la violencia y de
la poligamia, no le hubiera sucedido seguramente lo que le sucedió, pues predicar
el altruismo en el Cercano Oriente equivale a cometer el pecado más grande que
humanamente se puede cometer allí.
En el momento en que Jesucristo predicó el “amor” a Dios, en vez de la vieja
fórmula del “temor”, o, mejor dicho, del “terror” a Dios, lo crucificaron sus pai-
sanos por hereje.
Lo que las naciones mahometanas han censurado más en lo tocante a las
matanzas armenias, no ha sido el que los turcos hayan exterminado a casi todos los
armenios varones de doce años en adelante (puesto que en Oriente el matar cris-
tianos no es ningún pecado), sino el que hayan dejado morir de hambre y de mise-
ria, durante las deportaciones, o sea a la vista de todo el mundo casi, a tal vez más
de un millón de niños y mujeres, levantando de ese modo un avispero entre las
naciones cristianas, que, después de la guerra, había de resultar forzosamente fatal
no sólo para los otomanos sino también para el resto del mundo mahometano.
La única secta cristiana en el Cercano Oriente, con la cual las potencias euro-
peas pueden contar todavía, es la de los Maronitas, del Monte Líbano, que fundó
Juan Maro en el siglo V y que permite el matrimonio a sus sacerdotes.
Su patriarca se halla sujeto al Papa, en Roma; reside en el convento de
Kanabín, y cuenta con una congregación de tres a cuatrocientas mil almas.
La inmensa mayoría, por no decir el 99% de los llamados “turcos” en nues-
tras Américas no son realmente turcos (pues los verdaderos turcos no tienen nece-
sidad de emigrar, por representar la casta gobernante en el Imperio Otomano),
sino árabes cristianos, el 35%, al paso que el restante 65% se compone de sirios,
descendientes hasta cierto grado de los antiguos fenicios, que pertenecen en gran
parte a la secta de los maronitas, hablan no el turco, sino el árabe únicamente (los
idiomas arameo y nabateo, de origen sirio-caldeo, habiendo caído en desuso), y se
hallan desde tiempo inmemorial en pugna perenne con los árabes mahometanos,
y sobre todo con la temible secta hebráico-mahometano-zoroastrana de los drusos
que representó para ellos, hace sesenta años, lo que los kurdos para los armenios
últimamente, ya que las matanzas celebradas en Siria, en 1860, y durante las cuales

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

Francia tuvo que intervenir a mano armada para tratar de salvar el resto de la pobla-
ción cristiana del Monte Líbano, fueron obra casi exclusivamente de los drusos.
Ahuyentados por los franceses de la costa y en su mayoría también del Monte
Líbano, fueron los drusos a establecerse entonces en torno del Dyebal Haurán y
en las inmediaciones de Damasco, desde donde siguen fomentando la viva oposi-
ción al régimen francés que, según parece, continúa imperando no sólo en la
cuenca del Oronte, sino también en Hama, Homs, Alepo, Damasco y Beyruth.

Pero volvamos a nuestro tema...


Poco después de amanecer, llegó el teniente Landgraf para felicitar de parte
del coronel von Kress a Esad Bey y a la división por su brillante conducta durante
el día anterior. Y un cuarto de hora más tarde nos hallábamos ya en camino de los
pantanos de Abu-Hurera, donde pensábamos abrevar de nuevo nuestro ganado y
descansar durante un par de horas.
Al notar que las nubes de polvo que íbamos levantando habían de llamar for-
zosamente la atención de los aviadores enemigos, se lo hice presente a Esad Bey, a
fin de que mandara cambiar de formación. Mas éste, confiando en Dios sabe qué,
apenas se sonrió de mis aprehensiones, que consideró excesivas, y, al llegar, hizo
alinear los regimientos en formación cerrada a lo largo de la ciénaga, sin dar
siquiera órdenes preventivas.
El resultado de semejante descuido, imperdonable casi en un jefe divisiona-
rio, fue el que era de esperarse.
Al desmontarnos, aparecieron como por encanto seis o siete aviones enemi-
gos, que, sin darnos tiempo siquiera para tocar «alarma», nos lanzaron una lluvia
de bombas, que en menos de medio minuto nos habían de causar más bajas tal vez
que los fuegos de su infantería y artillería el día anterior.
Cerca de doscientos caballos yacían agonizantes en el suelo o huían enloque-
cidos, chorreando sangre o con los intestinos afuera, en todas direcciones arras-
trando de los estribos a sus jinetes o pasando por encima de aquellos que trataban
de detenerlos. La mayor parte de dichos animales fueron a parar al desierto, donde
los beduinos se apoderaron de ellos y los vendieron más tarde a los ingleses.
Pero aquel ataque en extremo brillante de los aviadores enemigos no había de
quedar impune, puesto que el teniente Bader, jefe de una de nuestras baterías de
defensa aérea, les puso la vista y con media docena de granadas despachó a dos de
ellos. Uno fue a caer allende el horizonte, mientras que el otro se paró de cabeza y
fue a dar en línea recta al suelo, donde se estrelló en medio de una nube de polvo,
que nos sirvió de guía.
Desgraciadamente, y a pesar de los cinco kilómetros que recorrimos a todo
galope, llegamos, el piquete de lanceros que me acompañaba y yo, demasiado
tarde para poder salvar la vida del aviador, que encontramos sepultado bajo el

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Capítulo XXIV

motor y un mundo de alambres y de astillas. Estaba desnudo y sin pies. Nuestros


voluntarios árabes, que nos habían precedido, se los habían cortado, al llegar, a
machetazos... para evitarse la molestia de tener que desabrocharle los zapatos.
De cabellos entre rojo y rubio y bigote recortado, era dicho oficial joven
todavía y la única herida que ostentaba era la de un fragmento de granada que le
había penetrado por el pecho e interesado el pulmón.
Sus ojos azules o zarcos habían saltado fuera de sus órbitas a causa del choque
sufrido por el cuerpo al caer de una altura de tal vez más de mil quinientos metros.
Papeles o instrumentos no los hallamos por ningún lado, porque los árabes se
los habían apropiado junto con la ropa y demás efectos a que habían logrado echar
mano antes de que nosotros pudiéramos impedírselo.
Y mientras me hallaba inspeccionando de cerca el lugar del desastre, apare-
ció, en busca de su compañero probablemente, uno de los aviadores enemigos
ahuyentados, y abrió desde poca altura fuego graneado contra nosotros con su
ametralladora. En consecuencia, y para impedir que el cadáver del oficial fene-
cido fuera a servir de pasto aquella noche a las hienas y chacales, obligué a uno
de nuestros árabes, revólver en mano, a que lo llevara en ancas de su dromeda-
rio hasta Abu-Hurera, donde lo hice sepultar envuelto en mi capote y con una
pequeña cruz de oro sobre el pecho, que yo había venido llevando al cuello
desde que era niño.
Lo que me impresionó esa vez dolorosamente en un hombre como Esad Bey
fue que se opusiera a que aquel valiente y desgraciado militar fuera sepultado de
conformidad con su rango, y se limitara a indicarme por medio de un gesto casi
despreciativo, que dispusiera de su cadáver como quisiera.
Al día siguiente nos trasladamos con nuestras fuerzas a Tel-Es-Sheriát, donde
nos recibió el coronel von Kress con señales de la más viva complacencia, pues
también esa vez había sido nuestra III División la que por su brío había decidido
el triunfo a favor de las Armas otomanas.
Así terminó la segunda batalla de Gaza, o sea la segunda y última victoria de
nota que ganó en las fronteras de Egipto nuestro brillante ejército expedicionario
sobre las huestes de la Gran Bretaña
Si el general von Falkenhayn, nueve meses después, hubiese escuchado los
consejos del coronel von Kress y, en vez de oponer una resistencia estéril por no
decir suicida, a las fuerzas numérica y técnicamente superiores de Lord Allenby,
hubiese mandado desocupar desde un principio la zona costañera hasta el pie de
la cordillera de Palestina (por el costado de Oriente), y hasta la línea de Nablus-
Cesarea (hacia el Tramonte), ni la desastrosa tercera batalla de Gaza hubiera ocu-
rrido, ni Jerusalén hubiera caído del modo tan poco digno como cayó por fin.
La culpa de dicho desastre no debe atribuirse por lo tanto al coronel von
Kress, sino al mismo general von Falkenhayn, quien, ignorando el arte, por cierto

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

difícil, de combatir sin apoyo de flancos, quiso establecer en Palestina un sistema


táctico y estratégico que cuadraba tal vez muy bien en el frente franco-alemán,
pero no tenía aplicación en una zona de acción como la nuestra, donde carecía-
mos no sólo de medios de transporte adecuados, sino en ocasiones hasta del agua
necesaria para nuestras tropas... al paso que el enemigo disponía prácticamente de
todo, inclusive el apoyo de la poderosa artillería de su escuadra y de un escuadrón
de «tanks» o carros de combate automóviles y forrados de acero, que contaban,
además de ametralladoras, a veces también con cañones de infantería, y que en
lugar de sobre ruedas, se movían sobre llantas de hierro, que les permitían arras-
trarse a imagen de gusanos por encima de las trincheras, árboles caídos, paredes
derrumbadas, etcétera.
Las razones que preceden deberían bastar, a mi modo de ver, para justificar la
actuación del coronel von Kress, quien sí conocía el desierto y sabía lo inútil que
resultaría tratar de combatir en un terreno llano, como el de la zona costañera de
Palestina, por ejemplo, contra fuerzas enemigas numéricamente bastante superio-
res y dotadas de enormes elementos... sin más recursos y sin más ejército que nues-
tro ejército expedicionario, que, hambriento y fatigado, después de tres años de
cruenta e indecisa lucha, no disponía ya ni de las reservas necesarias para poder
respaldar su línea de combate, que iba debilitándose cada día más a causa del tifus
y de las privaciones.
Yo no dudo de que tanto el Generalísimo británico, el mariscal Lord Allenby,
como sus Segundos, los tenientes generales Sir Archibald Murray y Sir Charles
Dobell, que tan insignes servicios prestaron a su patria en Palestina, convendrán
conmigo en que tengo razón al observar que nuestra situación en el frente del
Sinaí era desesperada desde un principio, es decir, desde que empezó la guerra
casi, y que, de no haber sido por el genio militar indiscutible de su digno conten-
dor y General en Jefe de nuestro ejército expedicionario en Egipto, el coronel von
Kress, Palestina se hubiera perdido ya mucho antes.

El 22 de abril regresamos a Bir-Es-Sabah, donde nos instalamos a modo de pasar


el verano lo más cómodamente posible, pues la época de los calores había comenzado
ya, imposibilitando la continuación de operaciones militares en mayor escala.
A pesar de ello, seguían los aviadores enemigos visitándonos casi diariamente
y lanzando bombas siempre que podían, aun cuando sin causarnos las más de las
veces daños de consideración.
De la oficialidad alemana y de los empleados de la Expedición Pachá no que-
daba a nuestro regreso ya casi nadie. Y con el Feld Lazarett Nº 213, que había sido
trasladado a Beit-Hanún, o sea a retaguardia de Gaza, habían partido el Dr.
Zaphra, la bondadosa Schwester Paula Koch y las demás hermanas enfermeras de
nuestro hospital militar otomano.

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Capítulo XXIV

Los capitanes Sterke y Schuhmacher, los tenientes Birke y Bayer y los jefes de
las baterías de defensa aérea, que eran los tenientes Krämer, Kraus, Strauch, Zölch
y el intrépido Lepique, fueron los únicos que permanecieron en su puesto, hacién-
donos compañía y defendiendo junto con el resto de la artillería a Bir-Es-Sabah
contra los ataques continuados y atrevidos de los bravos aviadores enemigos.
El 2 de mayo hubo alarma general a causa del avance de dos regimientos de
caballería adversaria, que, después de rechazar a nuestras avanzadas en Abu-Galiún,
se habían apoderado, temporalmente, de dicha posición, por lo cual, y en vista de
que en esos días nos hallábamos casi del todo faltos de infantería, nos vimos precisa-
dos a guarnecer nuestros atrincheramientos con caballería desmontada.
Si los ingleses, quienes deberían de haber estado al corriente de ello por sus
espías árabes hubiesen simulado esa vez un ataque frontal, para luego caer con
el grueso de su caballería sobre nuestro flanco izquierdo, hubieran podido arro-
llarnos fácilmente y obligarnos a desocupar Bir-Es-Sabah en el término de la
distancia, por decirlo así. Pero no lo hicieron, limitándose apenas a hacer
demostraciones con patrullas de infantería montada frente a nuestro sector
meridional, que acabaron por convencer al teniente coronel Esad Bey de que yo
tenía razón cuando, cierta vez, dos meses antes, había declarado que Bir-Es-
Sabah era el punto más vulnerable de nuestro frente, a causa de que carecía de
obras de defensa en aquella dirección, o sea por el lado de El-Hafir, de que,
según lo aseguraban los beduinos, la caballería adversaria se había apoderado
por sorpresa el 5 de mayo (1917).
Esta nueva, que cayó como una bomba en nuestro cuartel general, dio por
tierra con la tesis bastante generalizada de que el enemigo no se atrevería a avan-
zar por el sector meridional, sobre todo cuando el día siguiente un tren blindado,
que habíamos despachado en esa dirección, fue tiroteado a mitad de camino entre
El-Hafir y Bir-Es-Sabah por una fuerza enemiga emboscada.
Para impedir que los ingleses fueran a tratar de establecer una nueva base de
operaciones a retaguardia de su ala derecha, o sea en El-Hafir, y para distraer, a ser
posible, hacia el desierto del Tih el grueso de su caballería, cuya presencia ante
Gaza nos hacía temer un nuevo avance general del ejército de Lord Allenby, recibí
orden de organizar y encabezar una expedición independiente, formada por fuer-
zas de caballería únicamente, cuya misión había de consistir en abrirse paso a
través del ala derecha de los ingleses, en apoderarse del Sinaní egipcio, y en atacar
e inquietar desde allí las comunicaciones a retaguardia del frente enemigo
(Rückwärtige Verbindungen).
Con tal motivo me fue expedida, el 8 de mayo, en el Cuartel General de Tel-
Es-Sheriát, la patente de «montaca-comandane», o Gobernador Militar del Sinaí
egipcio, con El-Hafir y Bir-Biren como base de operaciones. Y el día siguiente, a
las nueve de la noche, emprendí la marcha en dirección al Sur, al frente de una

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fuerte columna volante de hedchin-suaris, o caballería en camellos, con su corres-


pondiente tren de combate.
Esta fuerza, escogida, componíase casi totalmente de soldados árabes vetera-
nos, mandados por suboficiales merecedores de mi entera confianza. El único
turno entre sus oficiales era el teniente asimilado Ibrahim Effendi, oriundo de
Smirna, que descollaba por su valor y una sangre fría extraordinaria.
Agregado a mis fuerzas iba también un fuerte contingente de irregulares lla-
mado “el regimiento de voluntarios de El-Arrish”, que capitaneaban los jeques
Hasan-Erkienharb y Selim. Casi todos ellos eran padres de familia y mahometa-
nos fervientes, que, antes que someterse al régimen de los giaurs ingleses, habían
preferido abandonar sus hogares y tierras de labranza en torno de El-Arrish par ir
a alistarse bajo las banderas del Profeta.
Desgraciadamente solían los oficiales takauts, de la Administración Central
de cábilas en Jerusalén, apropiarse sus sueldos... por lo cual aquella pobre gente se
hallaba casi siempre sumida en la indigencia y obligada a buscarse la vida a veces
hasta por medio del pillaje.
Para poder obtener siquiera un mes de salario a cuenta de los quince o diez y
seis que ya se les debían, me fue preciso dirigir media docena de telegramas urgen-
tes al jefe de dicha administración, amenazando con poner al corriente de sus irre-
gularidades hasta al mismo Enver Pachá, si necesario fuere.
Tan enérgica manera de proceder no dejó de surtir su efecto y me valió,
además de la confianza, creo que hasta el cariño de dichos cabileños, quienes en
adelante no se volvieron a separar de mi lado. Durante las tres o cuatro semanas
que duró la expedición, cábeme la satisfacción de poder decir, no tuve yo que
lamentar ni un solo caso de deserción entre ellos.
Al citar este ejemplo lo hago a fin de demostrar, por vía de hechos, que, tratándo-
sele con equidad, hasta los mismos beduinos son susceptibles de convertirse en hombres
de bien y en soldados capaces de sacrificar sus vidas en el cumplimiento de su deber.
La verdadera razón por la que los árabes, tanto de Siria como Mesopotamia,
han sido considerados ya mucho antes que los armenios como los elementos recal-
citrantes y sediciosos por excelencia de Turquía, hay que buscarla de preferencia
en el peculado y la rapacidad inveterada de la burocracia civil y militar otomana,
que, por haber hecho siempre uso liberal del sistema de sombras y de sangre que
ha caracterizado a todas horas los gobiernos de los sultanes y sus predecesores,
los basileos bizantinos, acabó por obligar a los pueblos vasallos del Imperio,
sobre todo durante el siglo pasado, a irse emancipando unos tras otros de la
Sublime Puerta, no obstante las simpatías arraigadas que existen y seguirán exis-
tiendo siempre entre éstos y los otomanos, merced al mahometanismo, que,
semejante a un lazo indisoluble, los une y seguirá uniendo durante todavía
muchos siglos por venir.

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Capítulo XXIV

Suponer que porque los aliados han decretado la separación de Siria y


Mesopotamia, sus pobladores árabes han de seguir eternamente separados del
Imperio Turco, es un error capital.
El día en que el gobierno otomano llegare a normalizarse y a establecer una
Administración siquiera medianamente honrada, serán los árabes, probable-
mente, los primeros en reanudar sus antiguas relaciones con Turquía... para
junto con ella combatir entonces a las potencias europeas, a las cuales, dígase lo
que se quiera, ellos consideran y seguirán considerando siempre como enemigos
jurados de su raza, su libertad y sus creencias religiosas.
De no haber sido por su temor a la pavorosa administración civil y militar
otomana, a que hubieran quedado nuevamente sometidos en caso de que
Egipto hubiese sido anexionado a Turquía, los egipcios se hubieran levantado
en masa contra los ingleses al principio de la guerra, alborotando las demás
naciones y colonias mahometanas en el norte y centro del continente africano.
Errados andan por tanto los que se figuran que porque Turquía se halla atra-
vesando actualmente una crisis pasajera, el mahometanismo se halla vencido.
No nos engañemos. Los doscientos millones de musulmanes que muchos
creen dormidos están muy despiertos y agitándose activamente desde
Senegambia hasta la India.
Las tropas coloniales, y más que todo las profesantes del islamismo, que
combatieron durante la última guerra en Flandes y los demás frentes de Europa
y Asia, han aprendido el manejo y conocen hoy a fondo el efecto de los arma-
mentos modernos, que representaban hasta no hace mucho todavía el secreto
del predominio europeo en sus numerosas coloniales de ultramar.
Provistos de ese talismán, que permitió al Japón abrirse paso desde todo
punto de vista, y sin necesidad de renunciar a su carácter nacional, no concibo
yo por qué de entre los pueblos mahometanos no habrán de surgir también
tarde o temprano cerebros esclarecidos y resueltos a conquistar su libertad e
independencia de no importa qué manera.
Cuando hasta en la pequeña Isla de Santo Domingo no faltó un Toussaint
Louverture, que hizo frente y se sostuvo victoriosamente contra todo un
Napoleón, quién sabe qué clase de hombres no serán capaces de producir toda-
vía el continente asiático y el africano, donde el radio de acción de nuevos con-
quistadores no tendría límites y los pueblos islámicos los aclamarían como
libertadores.
Con doscientos millones de fanáticos no se puede jugar impunemente, y
mucho menos desde la última guerra, que les abrió los ojos y reveló el «sursum»
de la superioridad europea sobre las demás razas.
No olvidemos que el Imperio Romano se desmoronó el día en que sus
naciones vasallas llegaron a compenetrarse del secreto de su arte militar.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

La Revolución francesa provocó la independencia de las Américas.


¿Quién quita que la Revolución bolchevista no acabe por independizar tam-
bién Asia y quizás hasta Africa?

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Capítulo XXV
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Según dejé dicho ya en el capítulo anterior, salimos de Bir-Es-Sabah a las


nueve de la noche del día 10 de mayo. Y deslizándonos como fantasmas a través
de la zona de peligro, que se extendía al sur y oeste de dicha plaza fuerte, llegamos
a media noche a un pozo llamado Bir-El-Turkíeh, donde nos pusimos a aguardar
el convoy, que por fortuna no tardó en llegar; y en formación cerrada seguimos la
marcha camino de Asludch, donde pensábamos pasar el día ocultos en el fondo de
un profundo secadal.
Nuestra gente iba toda montada en «hedchins», o dromedarios de silla muy
corredores, capaces de cubrir de ocho a diez kilómetros por hora durante días
enteros... en terreno arenoso o arcilloso, se entiende, pues entre los pedregales
corren dichos rumiantes el riesgo de mancarse, por tener la planta de los pies
blanda como la palma de la mano.
El desfile de nuestra tropa debió de haber sido pintoresco, visto de día.
La precedía a medio kilómetro de distancia una vanguardia de irregulares,
de rostros barbudos y tostados, coronados de albos kefíehs... y cuyos cuerpos
esbeltos y envueltos en castaños albornoces, se balanceaban sobre elevados y
amarillentos dromedarios, de enjutas y larguísimas extremidades, de que pen-
dían a ambos lados de la montura amplias alforjas, adornadas de colgantes tren-
zas de lana roja que se destacaban ventajosamente en el azul del cielo y el
azafranado fondo del desierto.
A ésta la precedía a su vez una descubierta, o grupo de exploradores, desple-
gados en guerrillas a grandísimos intervalos.
Y el grueso de la fuerza, de que formaba parte también el convoy de provisio-
nes y municiones, lo encabezaba yo, rodeado de un grupo de jeques pintoresca-
mente ataviados, y lo protegía una fuerte retaguardia, compuesta por una sección
de regulares e irregulares, que iba revelando continuamente las patrullas de explo-
radores sobre ambos flancos de la caravana.
Siguiendo antiguas usanzas mías, no avanzábamos sino de noche, ocultán-
donos al amanecer en el fondo de estrechas y profundas torrenteras, o secadales,
para despistar a los aviadores enemigos y a los innúmeros espías indigenas de los
ingleses que infestaban aquellas polvorientas lejanías, de matices rojizos, en que se
divisaban a distancias enormes, acaso en el fondo de una hondonada o agrupadas

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

en torno de alguna marcha verduzca, las negras tiendas de una cábila beduina o las
amarillentas ruinas de la que miles de años antes había sido, quizás, una urbe
populosa.
Tales ciudades, antiquísimas, debieron de haber figurado como emporios de
riqueza en tiempos de David y de la reina Saba del Ofir, o quizás, durante la época
floreciente de la Arabia Pétrea.
Pero su gloria se ha desvanecido como el humo. El comercio de tránsito entre
la India y Egipto, que les daba vida, ha cesado desde hace cerca de diez y siete
siglos. Y entre las ruinas de sus tumbas, palacios y portales de piedra, cubiertos de
exquisitos labrados, como los de Ed-Deir, El-Kasneh y El-Kazr-Faraón, que sub-
sisten aún en la famosa Petra, a orillas del Vadi-Musa... no se oye hoy ya sino el
graznido de los buhos, el rugir de las fieras y el nocturno aleteo de los vampiros.
Y a imagen de los grands seigneurs, que en ellos vivieron algún día, también
aquellos palacios y ciudades tuvieron su época de magnificencia, y son lo que con
el tiempo llegarán a ser tantas otras ciudades, en que en nuestros días la opulencia
y el lujo imperan omnipotentes... pues todo en este mundo tiene su tiempo y todo
tiene que desaparecer.
En las ciudades ruinosas de aquellos desiertos refléjase el símbolo del destino
universal, ya que, según reza un antiguo dicho, “la civilización es como la luz del
sol, que brilla para hacer todavía más intensa la oscuridad, cuando deja de lucir.”
En la península arábiga, o Dyesiret-El-Arab, de que forma parte el Badiet Et-
Tih, o el desierto del Sinaí, de que estamos hablando, se apoyan dos grandes
regiones: una al Sur, y la otra al Norte.
El centro de esta enorme lengua de tierra lo forma una altiplanicie de unos
ocho mil pies de elevación y geográficamente casi inexplorada, llamada El-Neshd,
cuya linde oriental y sudoriental, vecina al litoral del Océano Indico, la pueblan
en parte los beduinos «gleb», o cazadores de gacelas, que descienden de gitanos
oriundos de la India, al igual que la fanática secta de los «vahabitas», que más de
una vez ha hecho temblar a los sunitas y a sus califas otomanos en Estambul.
De Arabia surgió en el siglo VII el movimiento musulmán, y aun cuando
árida por punto general a causa de no poseer un solo río, pues el Meidam, el Chab
y el Aftán no son sino torrentes casi siempre secos, en sus oasis, y sobre todo en
torno de las poblaciones cercanas a los arroyos, suele ser a veces en extremo grande
la fertilidad de su suelo.
Entre sus productos de exportación figuran el azúcar, algodón, incienso, bál-
samo y bananas, mientras que entre sus principales fuentes de riqueza, también
extensas pesquerías de perlas, a lo largo del Golfo Pérsico, y una excelente cría de
dromedarios de silla y de caballo.
Su costa occidental, que baña el Mar Bermejo, o Rojo, desde el Bab-El
Mandeb hasta cerca de Dchidah, y que llevaba antiguamente el nombre de Arabia

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Capítulo XXV

Felix, la moran los descendientes de un amalgama de pueblos libio-alaródicos


(himiaritas y sabeos), llamados hoy «dcheminitas», y que se diferencian étnicamente
de los «nisaritas», habitantes de la Arabia Pétrea, o desierta, que es El-Hedchás.
La parte costañera del Dchemen es rica en vegetación. La acacia gomífera, de
cuya corteza mana la goma arábiga, abunda allí por doquiera. Y en los alrededores
de la pequeña ciudad de Moca se produce el famoso café de su nombre, cuyas
cosechas exportan sus habitantes casi íntegras al extranjero, contentándose ellos
mismos a modo de bebida con un caldo negruzco, preparado con las cáscaras de
los granos, que por allá llaman «kishir kávesi».
Entre sus pocas y más bien insignificantes ciudades figura la kasaba de Saná, que
vio nacer al arquitecto constructor de la célebre El-Hambra, o Al-hambra de Granada.
Fuera del ganado lomudo «zebú», abundan en sus llanuras los avestruces,
catervas de gacelas, y en los cerros de Adén, bandadas de monos.
En la parte céntrica del litoral, que es casi toda desierta, se encuentra a pocas
horas del puerto de Dchidah y allende las rodantes olas de arena, la ciudad de la
Meca, en que nació Mahoma y que ocupa en parte un paupérrimo vellecillo de
que emana la fuente sagrada del Sem-Sem, la cual, según la tradición un día bro-
tara bajo la planta de Agar, mientras andaba errante por aquellos desiertos con
Ishmail, hijo de Abrahán.
Además de esta fuente, cuenta la Meca también con la sagrada colina de
Arafat, en que suele discurrir el «mufti», o «kadi», durante la época de las grandes
peregrinaciones, y con su histórica mezquita mayor, llamada «medyid-el-haram»,
que ostenta en su interior y sujeta al muro, la famosa “piedra negra”, o de los had-
chis, que los romeros se hallan en el deber de besar antes de abandonar dicho san-
tuario, aun cuando fueren elefansiácos.
Hacia el norte de Dchidah y sobre un islote de coral insignificante, vecino a
la costa, venérase la tumba del Sheik Hasan-El-Marabit, que pasa por ser el santón
protector de El-Hedchás. Y frente a éste, aun cuando ya algo distante del mar,
eleva sus graciosos alminares la mezquita mayor de Medina, en que descansan los
restos del Profeta.
Medina figuraba hasta el final de la guerra todavía como la estación más
meridional del ferrocarril de El-Hedchás y por consiguiente también como la
ciudad más importante de Arabia después de la Meca.
La parte noroccidental de la península arábiga se subdivide en la sección
meridional, llamada comúnmente el Sinaí, o Badiet-Et-Tih (que abarca los desier-
tos en que anduvieron errantes los judíos durante cuarenta años); y en la zona nor-
oriental, que lleva el nombre de Nageb, o Negueb, e incluye las estepas y cadenas
rocosas hacia Levante del Vadi-El-Musa y de la costa sudoriental del Mar Muerto,
o de Asfaltitis, a contar desde la península de El-Lisán.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

Estas desnudas serranías, que se elevan en forma de terrazas sucesivas, cor-


tadas de un modo salvaje, se hallan a veces coronadas de volcanes extintos que
forman pareja con los volcanes etiópicos. Y sus mesetas y numerosos y aislados
picos, que sin orden o verdadero encadenamiento se presentan en forma de obe-
liscos, torres derruidas y castillos en ruinas, alternan en su parte baja con pilares
fabricados por la lluvia en el conglomerado rojo, o con mesetas de arena y greda,
cuyos bordes son casi siempre pendientes y escarpados.
A juzgar por la presencia de minerales no metálicos, los fósiles, las conchas
y los vestigios de una acumulación más o menos profunda de limo en el fondo
de las que otrora fueron bahías de mares, deben de haberse realizado aquellos
depósitos, que hoy representan la base de los desiertos del Sinaí, en un período
que corresponde poco más o menos con el de las partes inferiores del sistema
cretáceo general.
Los estratos de arena cuarzosa, barro y cal, que en el transcurso de decenas
y centenares de miles de años se habían ido acumulando en el fondo de aquellos
ex mares, o lagunas saladas, se fueron conglomerando con el tiempo hasta que
acabaron por formar esa serie de areniscas, arcillas y pizarras rojas y amarillas
que cubren hoy la parte llana del Sinaí, mientras que la piedra calcárea, bitumi-
nosa y negra, que a veces aparece sobre la superficie de las vertientes, indica cla-
ramente la presencia de volcanes recientemente extinguidos.
Y hacia el corazón de ese desierto lívido, que cubría la curva azul de un
cielo en llamas y barría el simún con voz de trueno era, donde nos iba a tocar
avanzar un día tras otro para ir a plantar el estandarte de la Media Luna sobre
las cumbres del Helal y del Magarah, cuyas negruzcas y borrosas moles se perfi-
laban en el horizonte cernidas de albos y áureos nubarrones.
Apenas se nos hubo unido el convoy extraviado, partimos de Bir-El-
Turkíeh con rumbo a El-Asludch, desde donde conducía un sendero al Vadi-
El-Kalasah, en que moraban algunas cábilas amigas nuestras. Y al rato de haber
partido se nos incorporó cierta patrulla que yo había despachado la noche antes
y nos informó que El-Hafir se hallaba ocupada por una fuerza de camelleros
enemigos, y que una columna de caballería australiana, consistente en unas
seiscientas plazas, había hecho saltar todos los pozos en las inmediaciones de
bir-Biren.
Poco antes del amanecer llegamos a la estación de El-Asludch, que encon-
tramos convertida en un montón de ruinas. Y a cosa de medio kilómetro hacia
el noroeste vislumbramos por entre la penumbra los borrosos contornos de un
puente de mampostería, de cinco a seis arcos, por el que pasaban los raíles del
ferrocarril de Bir-Es-Sabah a Kuzeima, que habíamos tenido que abandonar
después de nuestra retirada de El-Arrish, según las razones aducidas en el capí-
tulo XXIII.

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Capítulo XXV

Y cuando las primeras claridades del amanecer comenzaron a disipar las


brumas, nos hallaron instalados en el fondo de un profundo barranco, junto
al que se destacaban las huellas de uno de los numerosos escuadrones de caba-
llería enemiga, que solían recorrer aquellos contornos casi diariamente.
A ambos lados de nuestro escondrijo se elevaban formidables rocas acan-
tiladas, y tan altas eran, que aunque el firmamento lucía sobre nosotros como
una faja azul, en torno nuestro apenas si puede decirse que reinaba la penum-
bra de las cavernas subterráneas.
Refugiados en aquel antro, y sin permitir que se encendieran hogueras,
cuyas humaredas habrían podido revelar nuestra presencia al enemigo, nos
pusimos a aguardar la llegada de varios jeques y notables de las cábilas circun-
vecinas, amigas del gobierno, que al vernos, alabaron a Alah por habernos
enviado y me aclararon ciertos puntos oscuros sobre las evoluciones del ala
derecha enemiga, en cuyo radio de acción aún nos hallábamos. Y cediendo a
sus súplicas, les dejé un destacamento mixto, con cuya ayuda habían de defen-
der aquel desfiladero y el puente de Es-Asludch en caso de que los ingleses
resolvieran tratar de cortarnos la retirada en esa dirección.
Al anochecer, cuando ya estábamos a punto de emprender la marcha, regresó
otra de nuestras patrullas, a la que había tocado explorar la linde del desierto en
las inmediaciones de El-Ruhebe (o Rehoboth, la del Antiguo Testamento), y por
boca de su jefe supe entonces que dicha zona se hallaba ocupada por fuertes con-
tingentes de camelleros irregulares enemigos, cuyos ataques los había obligado a
batirse en retirada, y añadió que en ya no recuerdo qué lugar hasta había notado
numerosas huellas de automóviles blindados.
Todas esas señas tendían a demostrar que el enemigo se hallaba preparán-
dose seriamente para atacar Bir-Es-Sabah por su punto más vulnerable, que
era el sector sur.
Alertado a causa de dicho informe, hice redoblar la vigilancia. Y al acla-
rar el día atravesamos la frontera egipcia por un punto cercano a El-Hafir,
donde acampamos entre unos pedregonales estupendos, situados al pie de una
desnuda loma, desde cuya cúspide se divisaban los gualdos médanos y a veces
hasta la sombra azul del Mar Mediterráneo en las inmediaciones de El-Arrish.
Una vez dueños de ese observatorio, que convertí, desde luego, en base de
mis operaciones, mandé a ocultar nuestras bestias, parque y provisiones en el
fondo de una vecina hoyada, y comencé a poner en práctica mi plan de cam-
paña, que no podía ser más sencillo desde el momento en que consistía en
tratar de sostenerme a todo trance en territorio egipcio, y en destruir a cuan-
tas obras de utilidad para el enemigo pudiera echar mano sin exponer mi
gente en demasía.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

Y poco antes del anochecer cruzaron lentamente por el espacio tres pardos
aviones enemigos, semejantes a alados tiburones, olfateando por aquí y por allá,
como en busca de alguien... ¿de nosotros, tal vez?
En vísperas de nuestra partida me había prometido el teniente coronel Esad
Bey remitirme el resto de nuestras provisiones en un tren blindado, que había de
esperarnos al oscurecer del día 14 en la abandonada estación de Tel-Abiad, o sea
hacia el naciente de El-Hafir y en las inmediaciones de las ruinas de Abiad, cuya
historia y origen desconozco.
Habiendo resultado aquella noche, sin embargo, en extremo oscura, nos
tomó la tripulación del tren, al acercarnos, por el enemigo, y en vez de aguardar
nuestra llegada, arrojó las provisiones sobre la vía y se largó a toda máquina, des-
pués de dispararnos unas cuantas descargas.
Tan extraña al par que poco amable despedida, que resultaba hasta cómica a
primera vista, no dejó de hacerme recordar que nos hallábamos en pleno Sinaí
egipcio y por lo tanto en una zona sumamente peligrosa e infestada de cábilas
rebeldes y de bandoleos que, valiéndose del pomposo título de voluntarios de Su
Majestad Británica, se habían posesionado de El-Hafir, Bir-Biren, Kuzeima,
Magdabah, etc., persiguiendo a los beduinos turcófilos y cometiendo toda clase de
desafueros y de crímenes que tenían azorada a la población pacífica de aquellos
contornos.
Bien pagados, bien montados y bien informados por un sistema de espionaje
que tenía ramificaciones entre casi todas las cábilas del desierto, iban y venían
dichos señores por doquiera, precedidos u orientados por sus emisarios, disfraza-
dos de derviches o comerciantes ambulantes, que adelantaban a los beduinos toda
clase de recursos con tal de tenerlos de su parte y servirse de ellos más tarde, si
posible, hasta de agentes auxiliares.
Al más peligroso de entre ellos parece que mi gente logró echar mano algu-
nos días después, en el camino de Magdabah y lo pasó a cuchillo junto con media
docena de sus compañeros.
Alejado el tren, recogimos las provisiones a toda prisa y regresamos al campa-
mento, que sólo se diferenciaba del desierto por el brillo de las armas y los blancos
kefíehs de nuestros centinelas, apostados tras de las rocas y zarzales. Y al entrar al
vivac, que encontramos sumido en el más profundo silencio, me sorprendieron
favorablemente el orden y la disciplina de nuestra tropa, así como la obediencia
ciega de nuestros irregulares, de quienes, en honor a la verdad sea dicho, nunca
tuve el menor motivo de queja.
Tras un par de horas de descanso, y aprovechando el claro de la luna que
luchaba por abrirse campo a través de un lienzo de cúmulos plateados, partí al
frente de tres escuadrones para ir a sorprender a los irregulares enemigos, que
seguían posesionados de El-Hafir. Pero éstos parece que se esperaban ya a nuestra

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Capítulo XXV

llegada, pues al entrarles nuestra vanguardia por el flanco derecho, tocaron “bota-
sillas” y, después de un vivo tiroteo, se retiraron en fuga precipitada hacia
Magdabah, mientras yo meditaba si meterle candela a la población de El-Hafir, y
acabar de una vez para siempre con esa infernal guarida de bandidos y comitadchis
enemigos.
Acto continuo despaché dos secciones para que concluyesen de dinamitar
los pozos de Bir-Biren, y, siguiendo en dirección al Sur, se posesionaran y me
trajesen vivo o muerto al kaimakam de Kuzeima (sita al Poniente del histórico
Aín-El-Cadis, o Kadesh-Barneah del Antiguo Testamento), que el gobierno
había declarado traidor a la patria por una y mil razones harto justificadas.
Después de su partida, me dirigí con el resto de la fuerza camino del
Dyebel-Helal, o de la montaña de la luna, para tratar de echar mano todavía
a otro pájaro de cuenta, llamado Sheik-Atíen, que era descendiente del
Profeta y jefe de una de las cábilas más feroces del Badiet-Et-Tih.
Y cuando momentos antes del anochecer nos íbamos acercando al romántico
Dyebel-Helal (desde cuya cima se columbra ya, como una franja oscura, el Canal
de Suez), nos encontramos con que el bravo Sheik-Atíen había preferido más bien
no aguardar nuestra llegada y, levantando el campamento a toda carrera había ido
a refugiarse con toda su cábila en el corazón del desierto.
Empero, por un par de prisioneros que logramos siempre hacerle después
de un breve aunque reñido combate de retaguardia, supe que nuestra llegada
había causado no poca sensación en el Sinaí, y que los espías enemigos, enga-
ñados por nuestras nocturnas idas y venidas, habían anunciado a los ingleses
la presencia no de una sino de varias fuerzas expedicionarias otomanas, que en
resumidas cuentas resultaban ser siempre la misma... la nuestra.
Por ellos supe igualmente que un alto comisario inglés en El-Arrish, de
nombre M. Wilwon, si no me equivoco, había convocado en esos días a los
jeques y notables de aquellos contornos para inducirlos a que se pusieran a las
órdenes del Jerifa Huseín de la Meca.
Y como los informes de dichos individuos correspondían casi exacta-
mente con la realidad de los hechos, en vez de mandarlos fusilar, conforme
había sido mi intención hacerlo al principio, los hice soltar, y, para que no
fueran a temer acaso que les iba a aplicar la “ley de la fuga”, que entre nosotros
se acostumbraba mucho, los convertí antes de marcharse en mis «musafires» o
huéspedes sagrados, convidándolos a compartir conmigo mi modesta cena.
De vuelta al campamento encontramos en el camino a varias diputacio-
nes de las cábilas circunvecinas que iban a ofrecer el besamanos en seña de
sumisión. Y después de una partida de marchas y contramarchas para despis-
tar a los espías enemigos, fuimos poco antes del amanecer a descansar un rato
en las cercanías del pozo de «aín-el-asludch», que era una de tantas cisternas

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

naturales, ocultas entre las grietas y las cavidades de las rocas, que los no ini-
ciados difícilmente lograrían encontrar por sí solos.
Cada uno de esos pozos tiene su dueño, que lo conserva como un tesoro
oculto, pues de él depende para abrevar su ganado cabrío y lanar durante los
ocho o nueve meses de sequía absoluta que suelen convertir aquellas estepas
en otros tantos infiernos terrestres.
Cuando se anda sediento por aquellas soledades, es cuando uno llega a
saber si cuenta verdaderamente o no con amigos en el desierto, pues el jefe
militar inconsiderado, que, abusando de la bondad de aquella pobre gente se
pone a derrochar el agua que les pertenece y tanta falta les hace para el soste-
nimiento de sus rebaños, corre el peligro de perecer de sed con toda su tropa,
a veces hasta en medio de la abundancia, puesto que, una vez señalado como
abusador, difícilmente encontraría ya quien le enseñase uno de esos pozos sal-
vadores, que en ocasiones sólo conocen sus dueños y su servidumbre.
Y al aclarar el día, formóse en torno de la fuente de «aín-el-asludch» un
cuadro altamente pintoresco. Pastores árabes, jóvenes y ancianos, vestidos con
trajes bíblicos, y esbeltas rebecas con lustrosas ánforas balanceando sobre sus
cabezas, iban y venían, incesantes, abriéndose paso con ademanes y exclama-
ciones por entre los rebaños de lanudos corderos y cabritos juguetones, que
pretendían querer disputarles aquel cristal divino.
Nuestra presencia parecía tener sin cuidado a aquella buena gente, sin
duda, porque nos conocían ya de nombre y sabían que éramos amigos de los
pobres, pues en el desierto todo se sabe.
De día se comunican las noticias a larguísimas distancias por medio de
señales convenidas (como entre nuestros indios), al paso que de noche, por
medio de hogueras o alaridos prolongados, que se oyen a veces a kilómetros de
distancia y cuyo eco retumba de cumbre en cumbre hasta ir a perderse como
un suspiro de muerte en medio de las oscuras soledades del desierto.
Cuando nos llegó nuestro turno, dimos de beber primero a los dromedarios
sanos y luego a los sarnosos, para evitar el contagio, porque el beduino cuida
mucho de la salud de su bestia, pues de ella depende su vida casi diariamente.
Cuando una camella pare en el camino, carga su amo con el potrico a
cuestas durante un par de horas antes de permitirle que camine solo.
El camello, sea de raza o de carga, se cría con los hijos de su dueño y
duerme con ellos bajo una misma tienda, cual si fuere miembro de la familia.
Sólo así se explica el gran afecto que suelen sentir esos animales por sus amos,
especialmente los «hedchins», o dromedarios de carrera, que los beduinos
montan a veces hasta sin cabestro y sin más silla que un albornoz enroscado
en torno de su giba.

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Capítulo XXV

Para atravesar trozos de desierto en que no existen oasis, ni pozos, ni cister-


nas, utiliza el árabe por lo general camellas paridas, cuya leche le sirve de bebida a
la vez que de alimento.
Pero también los potros de las yeguas árabes de raza suelen criarse con los
hijos de sus dueños, de suerte que en más de una ocasión pude admirar en los
campamentos de las cábilas grupos de niños jugando y revolcándose en la arena
lado al lado con potricos, camellitos, ovejillas, cabritos y los perritos de la casa,
conforme lo habían hecho ya probablemente miles de años antes los nietos y biz-
nietos del patriarca Noé en su famosa arca.
Cuando muere una yegua dejando cría, suele darse a ésta de nodriza una
camella, que, la más de las veces, adopta a su hijastro con maternal cariño.
Las bestias criadas de esa manera resultan por lo general sumamente resisten-
tes, aun cuando de aspecto poco agraciado más bien y encarnadura enjuta, como
la de los caballos de carrera ingleses.
El afecto que profesa casi todo hijo del desierto a sus bestias de silla, repre-
senta tal vez una de las razones más poderosas de por qué los beduinos prefieren
con frecuencia pasar necesidades antes que disponer de dichos animales, con los
cuales se han criado, por decirlo así y que consideran por consiguiente antes que
como bestias, como amigos y compañeros de su infancia.
El felah, o árabe agricultor (sedentario) procede en ese sentido al revés que el
beduino y somete sus bestias, por lo general, a un tratamiento bárbaro, cargándo-
las, y ensillándolas en ocasiones ya a los catorce o diez y ocho meses de haber
nacido. Recuerdo haber visto un potro, en Es-Salt, que a la edad de año y medio
llevaba ya el lomo cubierto de viejas mataduras. De no haberlo visto con mis pro-
pios ojos, no lo hubiera creído.
Debido a la gran incuria y a los abusos de los feláhes, existen en Siria y en
Palestina una infinidad de bestias defectuosas, de lomos hundidos y grupas caídas,
que causan mala impresión a primera vista.
Los árabes, no obstante su fama y a pesar de ser jinetes nacidos, montan gene-
ralmente mal, y, por más que se esfuercen, no llegan casi nunca a dominar las
reglas de la equitación. Incapaces de montar al trote, se tienen pésimamente en la
silla y usan, además de unos estribos cortísimos y cuadrados, en que cabe toda
planta del pie, unos bocados de aro, con que echan a perder la boca de sus cabal-
gaduras... haciéndolas bailar continuamente, de puro miedo.
Cuando a un soldado árabe se le confía un caballo nuevo, sano y bueno, en
vez de cuidarlo y conservarlo, lo primero que hace es galoparlo cuesta arriba y
cuesta abajo, hasta rendirlo, y luego viene y pide otro.
El circasiano y el kurdo son, en lo tocante al cuidado de las bestias al menos,
todo lo contrario del turco y el árabe, quizás a causa de que no son de origen tár-
taro ni semítico, sino ariano.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

El circasiano, v. gr., es chalán hasta la médula de los huesos y se adapta a la


equitación europea de una manera admirable.
¿Quién no ha oído hablar de la famosa caballería circasiana y de sus proezas?

Cuando llegamos por fin a nuestro campamento, encontramos allí ya las sec-
ciones aquellas que yo había despachado dos días antes con rumbo al Sur. Y por
su jefe supe que al llegar a las inmediaciones de Kuzeima, los partidarios del kai-
makam habían salido a su encuentro y les habían librado fuerte combate, así como
que cuando ya se disponían a aplicar la antorcha a dicha kasaba, se había presen-
tado una disputación, formada por varios de sus notables, con una carta para mí
y firmada por ellos, en la cual me reiteraban su adhesión inquebrantable hacia Su
Majestad el Sultán, y desaprobaban de una manera categórica la conducta del kai-
makam y sus partidarios, quienes, después de su derrota, se habían ido a refugiar
en las vecinas montañas de El-Makrák, o la bíblica Kadesh-Barnea.
Y una hora más tarde cuando el plateado disco de la luna había comenzado a
asomarse ya en el horizonte, se presentó, desarmado y montado en un camello
blanco, gigantesco y ricamente enjaezado aquel Sheik-Atíen que dos días antes
habíamos ido a buscar en su campamento del Dyebel-Helal, para fusilarlo..., y
tocando por medio de una profunda inclinación, con la diestra al suelo, luego el
corazón y por último la frente, me declaró con entera franqueza que en vista de la
generosidad con que yo había tratado el día antes a sus compañeros, prisioneros
nuestros, lo había juzgado de su deber venir a ofrecerme sus excusas por su con-
ducta pasada. Y como acompañara su solicitud de la palabra «reyá-ederim», que,
según los preceptos del Alcorán, lo hacía acreedor a la clemencia, no sólo le per-
doné, sino le di en presencia de todos un cordial apretón de manos, que me valió
un nuevo amigo y la adhesión de uno de los jeques más poderosos del Sinaí.
Con la carta de los notables Kuzeima, que remití en el acto a nuestro cuartel
general, y la sumisión incondicional del Sheilçk-Atíen y la de casi todos los jefes
de cábila más importantes de aquella zona, quedaba cumplida la primera parte de
misión, que consistía en restablecer la soberanía de la Sublime Puerta sobre aque-
lla importante provincia de Egipto.
Una vez libre de ese cuidado, púseme a dar los pasos necesarios para cumplir
con la segunda parte de mi cometido, que había de consistir en tratar de atraer el
grueso de la caballería enemiga hacia los desiertos del Sinaí, a fin de impedir que
Lord Allenby fuera a precipitar una tercera batalla de Gaza, que hubiera podido
resultar fatal para nosotros en razón del estado crítico en que se hallaba nuestro
ganado por falta de pasto.
Después de la rendición de Sheik-Atíen, pasamos tres o cuatro días reco-
rriendo el desierto en diferentes direcciones para someter a los recalcitrantes e
infundir ánimo a los jeques leales, cuando en la tarde del 21 de mayo, si no yerro,

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Capítulo XXV

mientras nos hallábamos descansando en el fondo del Vadi-Ansarek, y al pie del


Dyebel-El-Kern, pasaron sobre nosotros, en dirección a El-Arrish, tres grises avio-
nes enemigos. Iban a poca altura y parece que nos vieron, pues retrocediendo gira-
ron por encima del cerro una o dos veces, y, virando nuevamente en dirección de
El-Arrish, desaparecieron en el horizonte.
Su manera de maniobrar me hizo sospechar en el acto que se hallaban al
corriente de nuestro paradero. Y, de no haber lanzado bombas sobre nosotros,
debe de haber sido porque no les convenía tal vez que nos moviéramos de allí.
Juzgando por este indicio que el momento psicológico de obrar había lle-
gado, hice tocar «asomblea», y después de elogiar la conducta correcta que habían
venido observando hasta entonces tanto la tropa como las clases y los oficiales, les
hice saber que al día siguiente pensaba emprender una expedición en la cual todos
los que deseaban distinguirse podían tomar parte.
Semejante nueva no dejó de producir gran entusiasmo, principalmente entre los
voluntarios de El-Arrish, que se pusieron a festejarla por medio de combates simulados,
llamados “fantasías”. Y como por lo que dejé dicho antes debía de ser conocido nuestro
paradero por el enemigo, di autorización para que se encendiesen hogueras, que la tropa
aprovechó a fin de preparar las provisiones de boca destinadas para la expedición del día
siguiente, consistentes en delgadísimas tortas de maíz o cebada, sin sal ni manteca, coci-
nadas al recodo o entre la arena calentada por el fuego de las hogueras.
Dicho procedimiento no podía ser más sencillo ni más barato, pues por falta de leña
quemaban maleza o estiércol de camellos.
La arena es, después del agua y el trigo, quizás el don más grande que Dios ha
podido conceder a los hijos del desierto, desde el momento en que les sirve de cocina a
ellos, al paso que de lecho a sus camellos, los cuales no pueden existir en terreno pedre-
goso porque, contrario a lo que sucede con los caballos, que duermen generalmente en
pie, ellos no pueden dormir sino tumbados.
Por otra parte, la sobriedad del beduino no es un mito como algunos se suponen,
desde el momento en que con un par de tortas de aquellas, que no podían contener más
que media libra de harina, y un trago de agua, les basta para vivir holgadamente durante
veinticuatro horas. Y si a ello se añade media docena de dátiles o de aceitunas, o acaso un
pedazo de queso o de carne, aquello ya no se considera como una comida, sino como un
banquete en toda regla.
Parcos, casi ascéticos en sus alimentos, detestan los beduinos el alcohol, pero fuman
en cambio con exceso. Su pipa, consistente en una cañita dotada de una cabeza de barro
cocido, que llaman «chibuk», y un mechero de chispa son dos útiles de que ellos no se
desprenden casi nunca.
El placer más grande que uno les puede proporcionar consiste en regalarles un
puñado de tabaco o unos cuantos granos de café, que acostumbran tomar sin azúcar y
hervido hasta que adquiere un gusto completamente amargo, semejante a la quinina.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

Después de la cena fui con mi ayudante a dar una vuelta por el campamento,
que ofrecía un aspecto pintoresco en alto grado.
Por doquiera vislumbrábanse en medio de la penumbra, como aros de
sombra, los apretados círculos de rumiantes dromedarios, echados en la arena. Y
en lo alto, coronando la negruzca cima del Dyebel-El-Kern, perfilábanse en un
cielo sembrado de pedrería las borrosas siluetas de los centinelas... mientras que en
torno de las humeantes hogueras flameaban con la luz intensa del desierto colla-
res y más collares de negrísimos diamantes, incrustados en los tostados rostros de
mis sarracenos.
Por doquiera destellaban bajo el rojizo brillo de las llamas los lucientes caño-
nes de los máuseres, puñales de plata y curvas cimitarras, de doradas empuñadu-
ras, que parecían dormir el sueño de la gloria en sus fundas de terciopelo verde y
escarlata.
Y sentado en medio de aquellos hijos del desierto, con la Media Luna estre-
llada sobre la frente, hallábase un venezolano, a quien extrañas coincidencias de la
vida habían convertido en el representante del Califa y último portaestandarte del
pabellón otomano sobre las ardientes arenas del Sinaí egipciano.

Al aclarar el día reuní a la oficialidad y le participé mi intención de ir a dina-


mitar los pozos de Magdabah y el ferrocarril militar inglés en las inmediaciones de
El-Arrish, que distaba unos sesentas kilómetros del lugar en que nos hallábamos
acampados.
Para conducir la primera de dichas expediciones, designé al teniente Ibrahim
Effendi, que gustoso aceptó tan arriesgado cargo, mientras que para la segunda, al
intrépido oficial aspirante Halil.
Acto continuo hice formara la gente y autoricé al primero de dichos señores
para que escogiera de entre ella una tropa mixta, equivalente a dos secciones. De
éstos el único que cayó después en manos de los ingleses fue nuestro cocinero Alí,
que, arrastrado por el entusiasmo general, se había empeñado en acompañar a
Ibrahim Effendi.
Para reunir los individuos de tropa que habían de seguir a Halil, tuvimos ya
más dificultades, porque la mayoría de nuestros voluntarios tenían cuentas pen-
dientes con las autoridades militares inglesas de El-Arrish y temían que al caer pri-
sioneros los fuesen a fusilar.
Sin embargo, y en vista sin duda de la honda pena que me causaba la indeci-
sión de sus compañeros, dio un paso al frente un joven llamado Selim, vecino del
Sheik-Sueid, y se ofreció el primero a acompañar a Halil.
En recompensa de su iniciativa y para que sirviese de incentivo a los demás,
me quité la Media Luna de Hierro que llevaba puesta y se la prendí en el pecho
ascendiéndolo al mismo tiempo a caporal.

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Capítulo XXV

Con aquello bastó. En el acto se llenó la lista. Y media hora después partimos,
menos la guardia del campamento, todos rumbo a lo desconocido.
En el pozo de «abu-anguileh» dimos de beber a nuestras bestias, y seguimos
avanzando por todo el fondo del Vadi-Ansarak. Pero temiendo que la espesa nube
de polvo que íbamos levantando nos fuera a descubrir al enemigo, nos abrimos
hacia la derecha, y, costeando por todo el borde septentrional del desierto, que se
extendía como una cinta gualda de Naciente a Poniente, llegamos después de
varias horas de marcha a cierto sitio llamado el «sheitan-deresi», o la hoyada del
diablo, en que resolvimos esperar la caída del sol.
Era mediodía en punto, o la hora de los muertos y de los espectros en el desierto.
Y con el rostro envuelto en mi kefíeh de seda para protegerlo de los rayos de
un sol de oro, me quedé contemplando aquellas soledades de una tristeza incon-
mensurable, que se extendían ondulantes hasta el confín sombrío, formando hori-
zontes polvorientos, en que apenas se vislumbraban como tremolando, las
violáceas siluetas de las dunas.
Fuera de un verdoso áspid, que silencioso se deslizaba al pie de un matorral,
fragante a incienso, o el arco iris, que triunfal temblaba en el azul profundo del fir-
mamento, sólo la muerte parecía extender sus alas sobre aquellos desiertos de lívi-
das arenas, en que de vez en vez interrumpía el silencio sepulcral la ronca voz del
furioso vendaval, o el fiero retumbar del bronce, anunciando que allá hacia el
Tramonte otro de tantos combates de avanzada se hallaba librando en torno de
Gaza o de Bir-Es-Sabah.
Y cuando la tarde comenzó a tornarse de rosa en lila, fuése Ibrahim Effendi
acercando cautelosamente en dirección de Magdabah, mientras que Halil y los
suyos, de hinojos y con los brazos extendidos hacia la Meca, imploraban la bendi-
ción de Alah.
Fortificados por ese acto de fe, que tanto honra a los musulmanes, lanzáronse
entonces aquellos bravos en las sillas y desaparecieron en el horizonte, en tanto
que yo, apretando el paso, regresaba con el resto de la fuerza y por el camino más
corto al promontorio del Dyebel-El-Kern, que a imagen de pirámide sombría
erguía su ruda frente en medio de un caos de áureas lejanías.
Como pensaba proteger la retirada de Halil e Ibrahim Effendi desde dicha
altura en caso que fueran perseguidos, hice montar las guardias sobre los puntos
salientes de la montaña, confrontando el desierto, y alinear los camellos en el
centro del vivac, más sin desensillarlos, prontos a toda eventualidad.
La noche era en extremo oscura, y excepto el lejano llanto de los chacales
apenas se sentía la brisa azotando la maleza sobre la falda del monte, o el paso
cadencioso de los centinelas... mientras que nosotros, con las armas calzadas y un
pie en el estribo, no desviábamos la mirada del horizonte, en que las estrellas se
iban sumergiendo unas tras de otras a medida que las horas iban transcurriendo...

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

Hasta que de pronto, a eso de las once, divisamos en dirección de Magdabah una
intensa y azulada llamarada, que iluminó el cielo por instantes y fue seguida por
el lejano estruendo de dos detonaciones, cuyo eco siguió rodando y retumbando
por la oscura superficie del desierto como el rugir salvaje de un león herido.
Ibrahim Effendi había cumplido con su deber. Magdabah se hallaba presa de
las llamas.
Y a eso de las dos de la madrugada, dos detonaciones más, del lado de la
costa, nos vinieron a anunciar que también Halil había cumplido como bravo.
¡Alah akbar! ¡Alah kerim!
Que aquello había de poner en movimiento a los ingleses, lo sabía yo de ante-
mano, puesto que Magdabah apenas distaba unos cuantos kilómetros del campo
atrincherado de El-Arrish, al paso que el sitio en donde Halil acababa de hacer
volar la ferrovía enemiga debía de haber sido, a juzgar por las detonaciones, tam-
bién en un lugar sumamente cercano a dicha plaza fuerte.
Y conociendo como conocía yo a los ingleses y sus inalterables leyes de des-
quite, me puse a leer con ayuda de mi lamparilla eléctrica una novela titulada «The
iron pirate», que había encontrado en un vivac abandonado del enemigo cerca de
El-Hafir, convencido de que la diversión de la caballería adversaria hacia aquellos
desiertos, que yo me había propuesto provocar por medio de esa expedición iba a ser
un hecho consumado en menos de veinticuatro horas. Y no me había equivocado,
pues minutos antes del amanecer, cuando había cerrado y colocado ya mi novela en
las alforjas de la montura para ir a echar un vistazo por las avanzadas, se presentó el
jefe del día, acompañado del beduino «Hamdi the kid», como lo llamaba yo porque
no tenía sino catorce años, y me informó que nos hallábamos rodeados por el ene-
migo en tres direcciones, por el norte, el sur y el oeste.
Al oír aquello, monté a caballo para ir a cerciorarme. Y efectivamente. Al
coronar la cumbre me señalaron los centinelas varias colinas circunvecinas ocupa-
das por piquetes de caballería enemiga desmontada y tendida en el suelo, cuyos
oficiales nos estaban observando atentamente por medio de sus binóculos.
Aquello me bastó. No había ni un minuto que perder, y en llegando al cam-
pamento despaché el grueso de la fuerza al «march march» por todo el fondo del
Vadi-Anserak, en dirección de Oriente, que aún se hallaba franca, al paso que yo
mismo me quedaba atrás con un piquete de gente escogida para cubrir su retirada
en caso necesario.
Minutos después de haber partido aquél, emboqué con mi escolta por un
vecino barranco, hasta que llegamos a cierta colina, despejada, que coronamos y
desde cuya cúspide se divisaba perfectamente un grupo de exploradores enemigos
estirados sobre los cuellos de sus caballos, observando desde un centenar de
metros a lo sumo el vivac que acabábamos de abandonar.

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Capítulo XXV

Una descarga nuestra los convenció de que el pájaro había volado, y sin
perder su tiempo en contemplaciones viraron hacia la derecha y se pusieron a per-
seguirnos de cerca.
Desde una segunda colina, que ocupamos después de aquella, pude conven-
cerme de que el Generalísimo británico me había honrado quizás más de la
cuenta, toda vez que aquellos ya no eran escuadrones, sino regimientos enteros,
formados en columnas de marcha, los que brotaban como torrentes desbordados
de entre los desfiladeros de las montañuelas vecinas al desierto y su secadales.
Olvidando el peligro inminente que nos amenazaba, y a pesar de que una
columna interminable avanzaba a paso acelerado para tratar de cortarnos la retirada
por el lado de El-Hafir, no pude menos de pararme para admirar durante largo rato
aquel hermoso despliegue de fuerzas y de energía indomable con que el General en
Jefe de la caballería adversaria se había propuesto darnos el golpe de gracia.
Ocupando y desocupando posiciones más o menos ventajosas, fuímonos
batiendo en retirada hasta que llagamos por fin a la hondonada en que se hallaba,
listo ya, nuestro convoy de provisiones y municiones, que hice movilizar en el
acto, y disparando a diestra y siniestra, seguimos retirándonos hacia Levante.
En esto se nos atravesó el espacioso Vadi-El-Abiad, que cruzamos junto a las
ruinas del Meshrifeh, desde las cuales se desprende cierta ruta imaginaria hacia el
Mar Muerto, que utilicé, como era natural, para poner en salvo nuestro convoy de
heridos. Y en tanto nos hallábamos atrincherados entre dichas ruinas, tratando de
hacer frente como podíamos a aquella avalancha de fuerzas enemigas, que amena-
zaban arrollarnos y triturarnos bajo su peso, desembocó por nuestro flanco dere-
cho, o sea por el costado del norte un regimiento de caballería australiana, que de
haber llegado cinco minutos antes, hubiera podido cortarnos la retirada y exter-
minarnos con sus ametralladoras en campo raso.
Cuando supusimos ya a salvo nuestro convoy, partimos a paso redoblado a
fin de ir a proteger el puente de Abiád, que amenazaba todavía otra columna de
magnas proporciones. Pero llegamos tarde. Una espantosa detonación que hizo
temblar el suelo a kilómetros a la redonda, nos vino a anunciar a mitad del camino
que dicho viaducto había volado por el aire de una sola carga.
Ese día me acordé de aquella vieja frase “no jugar con fuego”. La diversión de
las fuerzas británicas, que yo me había propuesto provocar por medio de esa teme-
raria expedición a ochenta o tal vez más kilómetros tras el frente enemigo, había
acabado por convertirse en un verdadero diluvio de cascos y de dinamita que en
menos de doce horas había de arrasar el sector del ferrocarril de Kuzeima com-
prendido entre el Vadi-Aslúdch y El-Hafir. Esa formidable fuerza, que llovió
sobre nosotros como el azufre destructor sobre Sodoma componíase, según me
contó a mi regreso el comandante Mühlmann, de cuarenta a cuarenta y tres escua-
drones, es decir, del grueso de la caballería enemiga acompañada de ametrallado-

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

ras, automóviles blindados y un enorme parque de explosivos, con cuya ayuda


hizo volar por el aire en menos de doce horas los citados cuarenticinco kilómetros
de ferrovía con sus puentes, estaciones, etc.
Excuso decir, cuál no sería el estruendo que producirían aquellas explosiones, y la
impotencia a que no me vería yo reducido ante semejante derroche de elementos.
No obstante, hicimos acto de presencia por doquier, sobre todo en el sector
del norte, donde nuestro destacamento mixto ahuyentó una fuerte columna de
caballería adversaria, que, después de talar e incendiar los trigales en pie del Vadi-
Kalasah, hizo volar de una sola carga el magnífico puente de Asludch, del cual
apenas un par de raíles suspendidos en el aire y sus macizos pilares quedaron mar-
cando el sitio.
Ibrahim y Halil Effendis, que al acercarse aquella madrugada al Dyebel-El-
Kern, habían sido atacados por los ingleses, dieron igualmente pruebas de gran
valor y circunspección, desde el momento en que, abriéndose paso a balazos por
entre el enemigo, llegaron con todavía toda su gente casi a Bir-Es-Sabah, donde la
voz había cundido ya que yo, con el resto de la fuerza, había sido cercado sobre el
Dyebel-El-Kern y exterminado o apresado por los ingleses.
Al oír aquello Esad Bey, parece que exclamó indignado: «exterminado, tal vez,
pero ¿apresado? ¡jamás! De Nogales Bey muere, pero no se rinde (... teslim etmés)».
La madrugada siguiente, conforme me lo había imaginado, se retiró la caballería
adversaria hacia la costa, acosada por la sed y perseguida de cerca por nuestras patru-
llas, en tanto que yo me convertía de nuevo en señor absoluto del Sinaí egipcio.
Y para afianzar aún más mi dominio sobre aquellos escuálidos desiertos, que
cortaban a imagen de cobrizas vetas violáceas y profundas hondonadas, hice tras-
ladar mi campamento del Vadi-El-Bagar al pie del histórico Dyebel-Yelek, en el
corazón del desierto... y desde cuya cúspide, que domina los cuatro vientos, se
divisa a veces en tardes serenas la irisada superficie del Mar de los Corales, o sea
del Mar Rojo.
En esto pasaron algunos días. Y mientras me hallaba trazando un nuevo plan
de campaña, cuyo objeto principal había de consistir en perturbar las comunica-
ciones del enemigo entre El-Arrish y el Canal de Suez, llegó un posta, portador de
una carta del coronel von Kress, en la cual éste me felicitaba por el éxito de nues-
tra expedición y ordenaba que me retirase cuanto antes a Bir-Es-Sabah, por
haberlo dispuesto así el Alto Comando en virtud de razones estratégicas que no
son del caso mencionar aquí.
Ante semejante orden no me quedó lógicamente otro recurso que obedecer.
Y al rebasar la frontera, lo hice con el corazón oprimido, porque comprendía que
conmigo desaparecía para siempre la bandera turca del suelo egipcio.
De regreso, pudimos observar de cerca los estragos causados por el famoso
raid inglés. Por doquiera se veían edificios y puentes en ruinas, así como raíles

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Capítulo XXV

arrancados y retorcidos cual alambres por la fuerza de las explosiones. Y regados a


lo largo de la vía, sin reventar, notábanse numerosos cartuchos de nitroglicerina,
que los cabileños iban recogiendo en cestas, hasta que unas cuantas desgracias los
convencieron de que aquellas barras blanquizas como el yeso no eran carbón
blanco, después de todo, sino materia explosiva de máxima potencia con la cual
no se podía jugar impunemente.
En las cercanías del Vadi-Kalasah pude tomar parte, de paso, en una cacería
de gacelas con leopardos-chitas, que había organizado en nuestro honor un jeque
de nombre Eid. Aquellos zancudos felinos, que los turcos suelen llamar «kaplan-
köpek» y que tienen la caja del cuerpo como la de un perro de regular tamaño, los
llevan los beduinos en ancas de sus bestias y se los sueltan a las gacelas cuando éstas
comienzan a demostrar cansancio.
En llegado a la zona de Bir-Ed-Sabah, tropezamos con uno de nuestros trenes
blindados, que, tomándonos por el enemigo, dio contravapor y salió espantado
después de tirotearnos liberalmente con sus ametralladoras.
Así terminó esa expedición, que duró cerca de cuatro semanas y nos hizo
estremecer en más de una ocasión.
Y cuando al día siguiente volvió a nacer el sol, ya no me encontró con la
mirada fija en Occidente o con el oído aplicado al suelo, tratando de calcular por
medio del sonido de los cascos el pie de fuerzas de alguna patrulla enemiga, sino
sentado cómodamente ante mi escritorio, fungiendo una vez más como jefe de
nuestra Plana Mayor y hombre de confianza del coronel Esad Bey, que se había
hecho cargo entretanto una vez más de toda la guarnición de Bir-Es-Sabah.

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Capítulo XXVI
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El día después de mi llegada supe por el comandante Mühlmann que simul-


táneamente con el avance del grueso de la caballería adversaria contra nosotros en
las inmediaciones de El-Hafir, el resto de sus escuadrones había simulado un
ataque contra Bir-Es-Sabah, y que una de sus baterías, acercándose a dos kilóme-
tros y medio había disparado repetidas veces contra el gran puente de ferrocarril
aquél, situado hacia el Tramonte de dicha plaza fuerte, a que la extrema ala dere-
cha de la caballería enemiga se había acercado tanto, más sin atacarlo, en vísperas
de la segunda batalla de Gaza.
Afortunadamente, logró localizarla a tiempo el teniente Lepique, quien, dis-
parando sobre ella con sus piezas de defensa aérea en sentido horizontal, la obligó
por fin a retirarse antes de que pudiera causar daños de mayor consideración.
Si los ingleses en vez de ponerse a disparar cañones, hubiesen recorrido aque-
llos dos kilómetros a brida suelta, habrían podido dinamitar el citado puente sin
mayor esfuerzo, pues los diez o doce gendarmes árabes que lo custodiaban se
habían fugado a los primeros disparos.
Una vez destruido dicho viaducto y, por lo tanto también la vía férrea que
comunicaba a Bir-Es-Sabah con Tel-Es-Sheriát, hubieran podido aplastar fácil-
mente la guarnición de aquélla con el peso de su superioridad numérica, y, avan-
zando por toda la carretera militar de Bir-Es-Sabah – Daharíeh – Jerusalén,
habrían quizás hasta podido obligar a nuestro centro y ala derecha a batirse en
retirada hacia el pie de la Cordillera de Palestina, sacrificando la costa.
Pero no lo hicieron, y Palestina siguió siendo nuestra durante cuatro o cinco
meses más.
En esto se me presentó una novedad en el oído derecho, y habiendo obtenido
permiso para ir a consultar con un especialista en Jerusalén, me desmonté de paso
en Tel-Es-Sheriát a fin de despedirme del comandante Mühlmann, que regresaba
a Europa.
Aquella noche la pasé en Beit-Hanún, o mejor dicho, en el Feld Lazaret Nº
213, en compañía de mis viejos amigos: el teniente coronel de sanidad, profesor
Bier, el médico mayor Dr. Von Homeyer, los capitanes de sanidad, Dr. Bader y
Dr. Lübke, el comandante von Mayorsky, el teniente Schenller, etc. Y la noche
siguiente pernocté junto a la que otrora fue la altiva ciudad de Escalón, que des-

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

truyó el Sultán Salgh-Ed-Din, y cuyas ruinas ceñudas y sombrías coronan una


muralla abrupta y de poderosas rocas, que caen a pico en el Mediterráneo.
Al contemplar los alrededores de Metchel, bien se comprende el interés tan
grande que han despertado siempre en el ánimo de los conquistadores, tanto asiá-
ticos como europeos, las fértiles llanuras de Filistea, donde los viñedos, naranjales
y olivares se confunden con boscajes de cipreses, mirtos, olmos, acacias y laureles,
y frondosos sicomoros, mientras que en sus floridas vegas y jardines, la caña dulce,
el añil y las datileras alternan armoniosamente con adelfas, rosas, nardos, garde-
nias y jazmines, que florecen casi silvestres entre grupos de árboles frutales, cubier-
tos de lucientes pomas y cálices de nácar, cuyo aroma embriaga y embalsama las
tibias noches de su eterna primavera.
Vista desde la estrecha nave de un aeroplano, podríase comparar aquella cinta
de doradas mieses y sonrientes vegas al bíblico aderezo de esmeraldas y topacios
que en un tiempo tratara de colocar sobre su níveo pecho la legendaria reina Saba
del Ofir, y que en época aún más lejana había atraído ya, cual faro luminoso, las
esclavizadas tribus de Israel a través de esos mismos desiertos, que cubrieron de
lágrimas durante cuarenta años y que yo acababa de abandonar para ya no volver
a ellos nunca más.
Momentos antes del anochecer, y después de atravesar la planicie central de
Palestina, que, por hallarse en pie las cosechas de trigo, mijo y cebada, semejaba
un océano de espigas de oro, me desmonté ante el enorme convento salesiano de
Beit-Dyemal, que corona uno de los contrafuertes de la Cordillera de Judea y en
donde su Superior, el padre Bianco, y el Vice Rector, el padre Zaquetti, me reci-
bieron con la más franca hospitalidad, y entre otras cosas me contaron lo mucho
que se hallaban sufriendo a causa de las arbitrariedades de Dyemal Pachá, que los
había hecho despojar de sus ganados y casi todas sus provisiones.
En Jerusalén encontré todo lo mismo que antes, menos la Dirección General
de Etapas, que ya no regentaba el coronel Rushen Bey, sino uno de los muchos
favoritos de Dyemal Pachá.
El St. Paulus Hospiz hallélo convertido en “hospital alemán de convalecien-
tes”, bajo la dirección de los médicos militares Dr. Ballin y Dr. Wagner. Y en el
piso llano de ya no recuerdo qué capilla, junto al Consulado alemán, que encon-
tré igualmente transformada, mas no en hospital, sino en el simpático “casino
automovilista germano», pasé durante aquella y varias otras tardes horas muy
amenas en compañía de un selecto grupo de oficiales, entre los cuales figuraban
Kiehl, von Opel, Flissing, Jammer, Seger, Finck, Schimmelpfeng, Dr. Rode,
Edler von Ottinger y mi buen amigo Schütze, que por poco me hizo compartir la
triste suerte que le cupo esa noche, cuando bajo la influencia del entusiasmo salie-
ron él y varios otros a pasear en automóvil por las afueras de Jerusalén, con el
resultado que era de esperarse, pues al bajar a toda máquina por la carretera del

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Capítulo XXVI

valle de Josafat, volcó el vehículo, quedando muertos él y el suboficial mecánico,


y heridos dos o tres de sus convidados.
Durante el último día de mi permanencia en la Ciudad Sagrada tropecé
casualmente con cierto teniente coronel turco, viejo amigo mío, que gozaba de
mucha influencia con Dyemal Pachá y que, al contarle yo lo que me pasaba y la
gran necesidad que tenía de ir a Constantinopla, me prometió valerse de la rivali-
dad entonces existente entre Dyemal y Enver Pachás, para tratar de obtenerme el
permiso deseado.
Animado por esta esperanza, que semejaba un rayo de luz en noche oscura,
partí la mañana siguiente camino de Ramleh, donde el teniente Falke me contó al
llegar que momentos antes habían pasado media docena de aviones enemigos por
encima de Jerusalén, lanzando bombas, mas sin dar en el blanco.
Ese día pernocté en la colonia agrícola (hebrea) de Durán, como huésped del
Sr. Eisenberg, cuyo hijo, teniente otomano, había conocido yo en Erzerum algu-
nas semanas antes que cayera prisionero de los rusos.
Las pocas horas que pasé en dicho lugar me sirvieron de mucho, pues el Sr.
Eisenberg era un hombre muy versado en materia de historia, y una especie de
autoridad en lo tocante al desarrollo económico de Palestina, sobre todo en tiem-
pos de Isaac, quien, según decía él, había sido un gran comerciante y uno de los
terratenientes más poderosos en las llanuras costañeras de Filistea.
En Durán encontré también un crecido número de israelitas inmigrados del
Dchemen, descendientes de aquellos a quienes Mahoma, para tenerlos de su
parte, había prometido convertir a Jerusalén en la sede de su apostolado.
De aspecto salvaje casi y de rostros tostados, eran dichos israelitas de origen
himiarita, o sabeo, y por tanto emparentados con los beduinos cheminitas, descen-
dientes del héroe mitológico Katán, que representa para el sur de Arabia lo que
Ishmail hijo de Abrahán, para las tribus del norte y centro de dicha península.
La emigración en masa de los israelitas cheminitas hacia la tierra prometida
de sus mayores había obedecido principalmente a las gestiones patrióticas de la
junta sionista ubicada en Jerusalén, que no dejaron de inquietar sobremanera a
Dyemal Pachá y tuvieron por consecuencia el destierro de su presidente, el Dr.
Ruppen, y el de varios otros entre sus miembros más prominentes.
Al siguiente día entramos en Jaffa, o la bíblica Joppe, que encontramos total-
mente evacuada.
Daba pena ver una villa relativamente grande y bella como aquella, sin un
alma, por decirlo así. Sus únicos habitantes visibles eran una docena o dos de
familias alemanas, que, gracias sólo a que eran alemanas habían logrado obtener
permiso de permanencia... y las autoridades civiles, por supuesto, que so pretexto
de hallarse custodiando dicha ciudad, la estaban saqueando a derecha e izquierda
de acuerdo con su jefe, Dyemal Pachá.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

Al regresar a Bir-Es-Sabah, y mientras íbamos costeando el ferrocarril de Tel-


Es-Sheriát, poco faltó para que uno de nuestros destacamentos de infantería, apos-
tados a lo largo de dicha ferrovía, nos fusilara equivocadamente en las
inmediaciones de la estación de Tineh, de que arrancaba el ramal de Beit-Hanún,
y que seis meses más tarde, o sea durante la desastrosa tercera batalla de Gaza,
había de convertirse en camposanto para muchos de nuestros bravos soldados a
causa del teniente coronel Rifet Bey (hoy Rifet Pachá), quien, creyéndose perse-
guido por la caballería enemiga, lanzó esa fatal voz de alarma que tanto «kalaba-
lik» causó y poco faltó porque no llevase también ante un Consejo de Guerra a
varios oficiales automovilistas alemanes, que, a consecuencia del desorden general
provocado por la falta de serenidad de Rifet Bey, habían tenido que dejar abando-
nadas algunas o parte de sus columnas de autocamiones.
Durante la jornada de Tineh se distinguieron sobremanera los aviadores bri-
tánicos, quienes con notable sangre fría iban y venían arrojando bombas de
máximo calibre, que desbarataban nuestras columnas de artillería, destripaban el
ganado de los escuadrones que protegían nuestros flancos y causaban serias bajas
a nuestra infantería, la cual, por hallarse en plena retirada y acosada por la caballe-
ría adversaria, no podía ni sabía ya casi cómo defenderse de aquellos obstinados
aviadores... hasta que los restos del que días antes había sido nuestro brillante ejér-
cito expedicionario en Egipto, apoyados por los refuerzos que les llegaran de nues-
tras divisiones veteranas en Galitcia, lograron por fin sentar pie sobre los farallones
de la Cordillera de Palestina... y, confrontando nuevamente las legiones victorio-
sas de Lord Allenby, abandonaron Jerusalén, y el sur de Tierra Santa a su suerte
para ir a establecer el nuevo frente llamado «de Nablus», cuya ala izquierda se apo-
yaba en Es-Salt, allende el Jordán, mientras su derecha en la costa, cerca de la des-
embocadura del Nar-Iskenderum, o sea junto a las ruinas de Cesarea.
Esta nueva línea de batalla que tenía por Cuartel General a Nazaret y cuyo
centro se apoyaba en Nablus, o la antiquísima Sichem, fue la que sostuvo el gene-
ral von Liman tan heroicamente hasta el 19 de septiembre, si no yerro, cuando el
ala derecha enemiga fingió un ataque frontal a fin de proteger el avance de su
escuadrón de «tanks», o carros de combate... que en la madrugada siguiente,
secundados por toda la caballería y la poderosa artillería de su escuadra, barrieron
nuestra ala derecha, que carecía de calibres mayores, y apoderándose de nuestro
centro ferroviario de Tul-Karem, cortaron la retirada a nuestro ejército, que, aco-
sado de cerca por las fuerzas regulares británicas e inquietado de continuo por las
hordas del Jerifa Huseín de la Meca, tuvo por fin que retirarse hambriento, a pie
y en un casi completo estado de indefensión, a través de los desiertos del Haurán
y las montañas de Galilea con rumbo a Damasco... donde, al llegar, los que no
habían perecido en el camino tuvieron que rendirse en su mayor parte por falta de
pertrechos a los ingleses, los cuales se les habían adelantado utilizando nuestra ex

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Capítulo XXVI

vía férrea de Jerusalén a Damasco y nuestra en aquella época recién terminada


carretera militar de Nazaret.
Y simultáneamente con el avance de sus tanks, desembarcaron en un punto
llamado San Marino, en la bahía de San Juan de Acre, fuertes contingentes de
caballería adversaria, que, después de cortar las comunicaciones telegráficas y no
obstante el vivo fuego de nuestras secciones de ametralladoras, coronando las altu-
ras circunvecinas, se apoderaron por asalto de Nazaret y de nuestro cuartel gene-
ral casi íntegro, inclusive algunos de sus miembros, a quienes encontraron todavía
acostados.
Lo propio había sucedido un año antes, durante la toma de Bir-Es-Sabah,
cuando la caballería adversaria, conforme lo había predicho yo tantas veces, se pre-
sentó una mañana inesperadamente y en formidables masas ante el sector sur, o
sea ante el punto más vulnerable de dicho campo atrincherado, y, embistiendo
junto con sus tanks y automóviles blindados, capturó allí también casi íntegro
nuestro Estado Mayor, y por poco hasta al mismo coronel Ismed Bey, Jefe del III
Cuerpo de Ejército e interino General en Jefe de dicha fortaleza.

Cuando llegamos a Bir-Es-Sabah, aquella mañana, encontramos a nuestra III


División de Caballería, apoyada por la 27ª de Infantería, cañoneando las avanza-
das enemigas, que para esa época solían visitarnos ya casi a diario con objeto de
reconocer nuestro frente, y se nos habían acercado en esa ocasión a menos tal vez
de tres kilómetros, a fin de tratar de salvar uno de sus aviones, que nuestras grana-
das habían obligado a aterrizar a esa distancia, poco más o menos, de nuestra línea
de fuego. Y la mañana siguiente llegaron, procedentes de Anatolia, el Mariscal
Ahmed-Izzed Pachá, General en Jefe del Grupo de Ejércitos del Cáucaso (II y III
Ejércitos), y su Jefe de Estado Mayor, el teniente coronel von Falkenhausen, caba-
llero de las insignias del “Pour le Mérite” y uno de los oficiales más brillantes de la
misión militar alemana en Turquía.
Con el regreso de dichos señores coincidió la partida de nuestro 7º
Regimiento, que salía para Maán con la mira de ir a combatir junto con el «ester
alai» contra los beduinos de aquellos contornos, que, sobornados por el oro inglés,
habían comenzado a interrumpir el tráfico de nuestro ferrocarril de El-Hedchás,
destruyendo puentes e incendiando estaciones.
El «ester alai» era un regimiento de infantería montada en mulas, que el intré-
pido comandante von Leyser había organizado en Damasco con una constancia
digna del mayor encomio. Pero como parte, por no decir la mayor parte de los ofi-
ciales superiores jóvenes turcos, gustaba sobremanera adornarse con plumas ajenas
y medrar, sobre todo de la labor intensa de la oficialidad de carrera alemana, sin
cuyo apoyo Turquía hubiera perdido la guerra desde un principio, no faltó algún
beodo intrigante, que, abusando de la excesiva buena fe del coronel Esad Bey,

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

logró por fin sustituir al comandante von Leyser en el mando de dicho regi-
miento, que correspondía a von Leyser por derecho y por justicia.
Tan flagrante arbitrariedad por parte de no importa quién haya sido, costó al
coronel Esad Bey no sólo muchas de las simpatías de que había venido gozando hasta
entonces entre la oficialidad alemana del IV Ejército, sino también hasta cierto grado
la admiración de no pocos entre sus mejores oficiales otomanos, a quienes chocó y dis-
gustó altamente su manera de proceder en tan bochornoso asunto.
Mas así y todo, no cabe duda que el coronel Esad Bey era por lo general un
hombre justo más bien y en todo tiempo un cumplido caballero y esforzado pala-
dín, a cuyas órdenes tengo a alta honra haber podido actuar y militar.

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Capítulo XXVII
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A los dos días de haber regresado a Bir-Es-Sabah, llegó un telegrama del Alto
Comando en Damasco, concediéndome permiso para ir a Constantinopla cuando
gustare.
Semejante orden, que yo sí sabía de dónde provenía, y que no dejó de sor-
prender sobre manera tanto al coronel von Kress como al teniente coronel Esad
Bey, me llenó de satisfacción. Y con el corazón henchido de gratitud hacia aquel
leal amigo, que sólo Dios sabe cuánto no bregaría por obtenerme dicho permiso,
me embarqué inmediatamente con mis asistentes, perros y caballos en un tren
militar, camino a Damasco y Alepo, donde apenas me detuve el tiempo necesa-
rio para mandar enganchar mi vagón a un exprés, que había de salir poco después
con destino a Adana.
El cuarto de hora que necesitó dicha maniobra me pareció un siglo. Tal era
mi aprehensión de que entretanto fuera a llegar alguna contraorden disponiendo
mi traslado al Cáucaso o Mesopotamia, pues el estigma de haber presenciado las
matanzas armenias en las provincias orientales del Van y Bitlis seguía, no obstante
mis recientes servicios prestados en los desiertos del Sinaí, grabado en mi frente
con letras de sangre, y continuaba haciendo bambolear sobre mi cabeza la flame-
ante espada de Damocles.
Gracias a mi premura pude llegar a Constantinopla antes que el telegrama
anunciando mi partida, de suerte que cuando al día siguiente de mi arribo des-
monté ante el «Seraskeriat», o el Ministerio de la Guerra, para ir a ofrecer mis res-
petos al archifanático coronel Osman-Chefket Bey, que regentaba la “sección
personal” de dicho ministerio y era, según supe luego, quien más temía mi llegada
por motivos de conciencia, fui muy bien recibido no sólo por este diminuto y
obeso caballero de fisonomía rubicunda, ojos azules y mostachos y cabellos encen-
didos, sino también por el vice generalísimo Enver Pachá, quien, después de col-
marme de elogios por mi actuación militar desde que había llegado a Turquía, me
concedió desde luego permiso para reposar durante un par de meses en aquella
por mil títulos interesante capital de los osmanlis.
Y hallándonos como nos hallábamos a la sazón ya a mediados de julio, y, por
lo tanto, en plena temporada de baños, en vez de instalarme en el barrio europeo
de Pera, conforme había sido mi intención hacerlo al principio, me acomodé en

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un bonito apartamento del otro lado del Bósforo, en la histórica villa de Kadi-Köi,
o Calcedonia, la de los fenicios, donde el general von Bronsart y varios otros ofi-
ciales superiores alemanes se hallaban ya pasando la temporada del estío.
El suburbio de las quintas de dicho lugar, en que me había hospedado, llamábase
Moda. Y había sido desde su blonda playa, que bañan las ondas de la Propontide, que
en una rosada tarde del mes de enero (1915) había estado yo contemplando, herido de
melancolía, aquella caída del sol y aquel crepúsculo sublime, que parecía inundar de
sangre roja y tibia los alminares mil e innumerables cúpulas de Estambul.
Y durante una de esas noches embalsamadas, en que el ruiseñor gorjea en la espe-
sura de magnolios en flor, y el oscuro bosque de cipreses de Scutari, gime y se mece
desconsolado en torno de rotas y marmóreas sepulturas, cubiertas de arabescos y que
la pálida luz de las estrellas besa, se celebró en los salones de los exelentísimos señores
de von Bronsart Pachá una amena fiesta, a la que había de asistir entre otros también
el teniente coronel Guhse Bey, Jefe de Estado Mayor del III Ejército, a quien yo no
había vuelto a ver desde que nos habíamos separado en Erzerum a principios del 1915.
Y hallándome sentado aquella noche a la derecha de Su Excelencia, y frente a un
caos de rosas encendidas, en tanto que el bermejo parpadeo de las arañas arrancaba
haces de irisada luz a los aderezos de las damas y a las cruces de los caballeros, comencé
a sentir, después de dos años de penas y zozobras, una vez más ese extraño estremeci-
miento que la vida de salón suele despertar en el corazón de todos aquellos que llevan
al cinto la espada y calzan espuelas de oro... y sin saber por qué me acordé de la lejana
patria, allende de los mares.

Las siete u ocho semanas de vacaciones que me había concedido el Ministro de la


Guerra las empleé, como era de esperarse, de preferencia en visitar y estudiar de cerca
los monumentos históricos y los santuarios de Estambul que cercan todavía los restos
de la muralla «macronticós», construida, o ampliada, mejor dicho, por el emperador
Anastasio sobre los viejos paredones que erigieran antes que él ya Constantino y el
emperador Teodosio en torno de la urbe primitiva.
Baluarte formidable que las hordas danubianas jamás pudieron vencer, llamábase
Estambul Bizancio hasta el siglo IV, cuando los griegos bizantinos le dieron el nombre
de Constantinopla, y los otomanos, diez siglos después, el de «der-i-seadet», que signi-
fica la puerta de la felicidad, o la Sublime Puerta.
En ella solía residir el Sultán hasta no hace mucho todavía, es decir, hasta que
hizo trasladar su Corte a los palacios de Yildiz-Kiosk y Dolma-Bagtche, en Pera.
Y allí es también en donde se halla instalada la sede del Sheik Ul-Islam, o jefe de
la Religión oficial.
Estambul domina el famoso golfo, llamado el Cuerno de Oro, que es un
estuario de siete kilómetros de longitud por unos seiscientos metros de ancho en
su lugar más amplio, entre Galata y Odun-Kapu, mientras que el ángulo, o bocina

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Capítulo XXVII

de dicho cuerno lo forma la desembocadura del antiquísimo Lykos o Kinares, en


las inmediaciones de Kiaght-Hane y Ali-Bey, que no hace veinte años todavía
solía servir de punto de recreo al público, y aún sigue llevando el nombre de
“aguas dulces” de Europa para diferenciarse de “las asiáticas”, o de Eyub, que
desembocan en la ribera oriental del Bósforo.
Construida Estambul en forma de terrazas desde la orilla de la Propontide
y el Cuerno de Oro en sentido hacia lo alto, colúmbranse entre los macizos de
verdor de la punta del Serrallo como manchas de bruñida plata, los aplomados
domos y las balaustradas del Eski-Serail.
Y sobre el vértice de su inmensa mole, que encumbran en desorden pinto-
rescos palacios y más palacios de gris y rojo mármol, casas y caserones revesti-
dos de losas esmaltadas y multicolores, y miles y millares de casuchas de
madera carcomida, de diversos matices y rodeadas de montes de basura y char-
cos de aguas malolientes, amontónanse indistintamente, y se destacan en el
turquino cielo de Bizancio, cual adentada serranía, los alminares adornados de
collares marmóreos y afiligranados, y las grisáceas cúpulas de sus dos mil qui-
nientas o tal vez más mezquitas, doscientas «medresas» (o escuelas monacales),
ciento veinte iglesias cristianas de ritos orientales, treinta y seis sinagogas, y
doscientos sesenta conventos musulmanes, que adornan y embellecen las siete
colinas de la vetusta Estambul.
Y allende las aguas del hermoso Bósforo, cuyas crestas plateadas lánzanse
inquietas sobre las rubias playas de Europa y el Asia, yérguense, dominando
valles sombríos, los admirables bosques de cipreses, a cuya sombra, a miles
años, descansaran Safo, Ifigenia y los esforzados compañeros de Jasón.
Los arrabales más poblados de Estambul, que son los que se extienden por
toda la orilla del Cuerno de Oro, hállanse hoy despojados de sus antiguas
murallas, por el costado del mar, al menos, en tanto que desde la estación de
Sirketchi y la “punta del serrallo” en adelante se extiende todavía casi intacto el
antiguo y en parte triple muro «macrontikós», de diez y nueve metros de alto
por seis de ancho, flanqueado por tres mil torreones de veinticinco metros de
elevación, y rodeado de espaciosos fosos, sembrados hoy de huertas y jardines,
en cuyas espesuras los naranjales, almendros, limoneros, granados, magnolios
y frondosos plátanos alternan con los negruzcos bosques de cipreses de los
camposantos armenios y musulmanes, que ocupan actualmente casi todo el
espacio entre los antiguos baluartes de Bizancio y sus rotas fortificaciones.
De las veintinueve puertas que cortan aquel famoso muro, la más notable
es, sin duda, la de Top-Kapu, que presenció la muerte del heroico Constantino
Paleólogo, último monarca de Bizancio..., quien antes que sobrevivir a la ruina
de su Imperio prefirió ensartarse en las lanzas de los sarracenos, y perecer
matando, sepultado bajo un montón de cadáveres enemigos.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

La primera y más importante de las siete colinas en que se basa la antiquísima


Estambul, llámase la del Serrallo, y ostenta entre otros edificios de nota las mag-
níficas mezquitas de Aghia-Sofía y de Ahmed, así como el palacio de la Sublime
Puerta, o Granvisirato, frente al portón de Serail-Kapu.
La segunda, cúbrenla los “grandes bazares”, también llamados “egipcios”; los
baños públicos de yeni-kápusi, la “columna quemada” de Constantino; luego la
mezquita de Nuri-Osmaniyeh, y en su base y en torno de la Valide-Sultane,
extiéndese el «balik-pasar», que es reputado ser el centro más comercial de
Estambul.
La tercera córtala en parte el acueducto de Valente, y la cubren, además de los
restos del antiguo Serrallo, la mezquita de Sulimaniyeh.
Sobre la cuarta descansan la mezquita de Mohamed II y la columna de
Marciano.
En la quinta hállanse situados la mezquita de Selim y el barrio griego del
Fanar.
La sexta la caracterizan las ruinas del palacio de Constantino, el arrabal judío
de Balaát, y el antiguo palacio Hebdomón, del cual, a imagen del de Blacherna,
tampoco quedan ya casi vestigios.
La colina séptima corónala en parte el sombrío castillo de «yidi-külesi», o de
las siete torres, de Constantino Catacuzeno, contra cuyos flancos todavía se baten
con formidable estruendo las opalinas ondas de la Propontide, y que durante
siglos fue uno de esos antros, tumbas de vivientes, en que los magnates bizantinos
y los granvisires caídos solían pasar el resto de sus miserables existencias cegados y
sometidos a las más horrendas torturas.
Entre los santuarios de Estambul descuella por supuesto, muy por encima de
todos, su grisácea mezquita mayor y ex catedral cristiana de Aghia-Sofía, que a
principios del siglo VI, o sea en el año de 563, mandar erigir, bajo la dirección de
Antemio de Trelles e Isidoro de Mileto, el emperador Justiniano sobre los restos
de la antigua basílica de Santa Sofía.
Y narra la historia que, al contemplar dicho monarca su obra magna y de un
atrevimiento inconcebible, ese grandioso domo tres veces más alto que el antiguo
Templo de Jerusalén, construido todo de tejas blancas y porosas de la Isla de
Rodas, exclamara extasiado: «¡Salomón, por fin te he yo vencido!».
Este edificio, que resalta por su mérito arquitectónico extraordinario, lo
transformaron los conquistadores otomanos en mezquitas, privándolo de su deco-
rado inclusive la mayor parte de sus famosos mosaicos y cruces labradas sobre las
piedras de sus inmensas bóvedas, los cuales todavía se notan en algunos lugares a
través de la débil capa de cal y yeso con que se les tratara de ocultar a la vista.
No obstante, el vivo reflejo de las antorchas suele arrancar en ocasiones a ese
manto de un blanco mortecino destellos de oro viejo, que hablan de tesoros

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Capítulo XXVII

inmensos en pinturas ocultas y mosaicos, los cuales no conocerán la luz del día
hasta que la Media Luna haya sido reemplazada por la Cruz sobre la cúpula cen-
tral del Aghia-Sofía.
Vista desde fuera, no ofrece dicha mezquita el aspecto grandioso que se le
suele atribuir. Es una mole gris, que termina en una cúpula rodeada de cuatro
minaretes, desiguales por cierto, y de mucho menos mérito que los alminares de
las mezquitas de Ahmed y de Sulimaniyeh, con sus dobles y triples galerías en
forma de collares, que, al iluminarse durante las noches festivas, adquieren el
aspecto de coronas encendidas y suspendidas unas sobre otras en el espacio.
De dichos cuatro minaretes, dos los hizo erigir el sultán Mohamed-El-Fati, el
tercero lo dedicó Selim II, al paso que el cuarto lo ofrendó, con la media luna en
su cúpula central, el conquistador de Bagdad, Murates IV.
La grandeza imponente del Aghia-Sofìa no se conoce hasta que uno entra por
su portal mayor y se encuentra frente al vacío inmenso de la nave principal, o
bóveda central, que mide cerca de doscientos pies de alto por ciento quince de
diámetro, y se apoya, ya no recuerdo si en dos o tres medias cúpulas, también de
grandes proporciones, y un sinnúmero de naves secundarias, cuyas dimensiones
van disminuyendo a medida que se siguen apartando del centro del edificio.
Privada de su ático, que le arrancaran probablemente los arquitectos turcos,
y con su elegante ábside oculta tras el altar mayor, mide el Aghia-Sofía setenta y
siete metros de largo por 71,07 de ancho, inclusive el espesor de los muros. Y su
cúpula central se halla perfectamente inscrita sobre un cuadro y descansa en
cuatro pilares, que forman cuatro grandes arcos ovales, recostados sobre otras
tantas pechinas, o trombas triangulares.
Toda esta airosa al par que formidable armazón se apoya a su vez en un sinnú-
mero de arcos y arquitrabes sosteniendo domos y formando esa extraordinaria serie de
bóvedas secundarias, de mayor a menor, que son las que parecen dar al interior de
dicha ex basílica su aspecto de algo así como una pirámide vista al inverso.
Desprovista ostensiblemente de pinturas y esculturas, ofrece el Aghia-Sofía
como ornamento más precioso su relativa sencillez, o sea su casi desnudez... igual
a uno de esos bronces de la edad pagana, que brillan por sus líneas incontrastables;
aun cuando en lo tocante a detalles decorativos su interior semeja un estuche,
empezando por la hermosa tribuna del Sultán, toda ella revestida de oro, a la cual
siguen en punto a esplendor las innumerables lámparas de metales preciosos, si
bien de un valor artístico relativo, que cuelgan desde lo alto de sus espaciosas
bóvedas, y, por último, a causa de su lujo asiático y casi sin tasa en materia de már-
moles, pórfidos, metales, esmaltes, dibujos esculpidos en frisos de piedra, arabes-
cos bellamente entrelazados y describiendo graciosas curvas, nichos ricamente
ornamentados, portales de líneas soberbias y lucientes columnas coronadas de
capiteles de orden jónico y adornados de hojas de acanto, que en un tiempo sos-

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

tuvieron las acróteras de algunos de los más afamados templos de la antigua


Hellas, cis y trans-egea, como, por ejemplo, el del Sol, en Baálbek, la inmortal
Acrópolis de Atenas, y el templo de Diana en Efeso, que aún sigue la historia
comentando como una de las siete maravillas de la antigüedad.
Y sobre aquel conjunto maravilloso de blanquísimos mármoles y metales pre-
ciosos nadando en un fondo escarlata, rayano en morado y un azul profundo
semejante al ópalo, se divisan allá y aún más allá, cual flameantes sierpes serpente-
ando por encima de sus polícromas murallas y formando aros de irisada luz sobre
la faz interior de sus inmensas bóvedas, los innumerables versos del Alcorán, ala-
bando a Alah, que en tiempos del sultán Murat, o Murates IV, dibujara el calí-
grafo Mustafá-Tchelebi en caracteres gigantescos de oro viejo y a veces hasta de
nueve metros de alto, sobre enormes rodelas aturquesadas y anchísimas fajas de
color lapislázuli.
El Aghia-Sofía, súrtese de luz y por tanto de vida, por conducto de numero-
sas aberturas, existiendo en la parte inferior de su gran cúpula solamente ya cerca
de cuarenta ventanas espaciosas, formando series sobrepuestas y cubiertas de cris-
tales multicolores que proyectan sobre aquel enorme vacío ondas de una claridad
suave, misteriosa, entre color de rosa y heliotropo.
Fuera de sus cuatro alminares sarracenos, una que otra puerta muslímica, o
acaso algún lienzo de pared, cubierto de excéntricos dibujos y formando extraño
contraste con las líneas severas de sus columnas, que se alzan como troncos de pal-
meras hacia sus elevadas cornisas y arqueada techumbre, no ofrece el Aghia-Sofía
más detalles que puedan calificarse de curiosos sino su atrio, o patio, que resulta
demasiado pequeño en relación con sus dimensiones o quizás cierta columna de
jaspe, si mal no recuerdo, que despide efectivamente por una de sus ranuras lace-
radas algo así como húmedo... ¿acaso lágrimas del cielo retenidas allí por la fuerza
de un milagro?
Además de éste, existe en dicho santuario otro pilar, de color amarfilado,
situado hacia a derecha de su entrada principal, que llama desde luego la atención
porque señala a unos cinco metros de altura cierta raja oblicua, semejante a un
tajo, que el vulgo suele atribuir a la cimitarra del soberbio sultán Mohamed-El-
Fati, quien, al entrar vencedor en dicho templo, montado en espumeante corcel,
obligara a éste a fuerza de espolazos a saltar sobre un montón de cadáveres cristia-
nos, desde donde entonces asestó aquel tajo cual reto salvaje a la cristiandad.
Y reza la leyenda que en aquel instante descendió desde el techo una muralla
de piedra y ocultó para siempre la figura venerable del sacerdote oficiante, quien
desde lo alto de una galería y con el Santísimo Sacramento elevado al cielo exhor-
taba al sultán conquistador a que tuviera clemencia con los escasos supervivientes
defensores de la altiva Bizancio, que con las espadas aún chorreando sangre
seguían formando guardia de honor en torno del altar mayor amenazado.

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Capítulo XXVII

Este hecho portentoso, cuyo recuerdo aún subsiste y sigue latente en la


memoria de los griegos otomanos, descendientes de los bizantinos, parece que
ocurrió por allá a mediados de 1453... cuando, al son de roncos tambores y el
clamor incesante de cornetas, ciento cincuenta mil fanáticos sarracenos y tal vez
más de treintas mil genízaros, precedidos de frenéticos «molahs», se lanzaron cual
hambrienta jauría sobre la villa de Estambul, blandiendo sus armas, arrojando
dardos, y profiriendo aullidos y alaridos que hacían helar la sangre de terror en los
corazones hasta de los más esforzados entre sus escasos nueve mil defensores (tres
mil de los cuales eran católico-romanos), en tanto que los bronces otomanos, fun-
didos por el renegado Orbán, lanzaban con ruido atronador, sus gigantescos pro-
yectiles de piedra contra la heroica Bizancio, derrumbando murallas, derribando
torres, y haciendo estremecer en sus cimientos aquel último baluarte de la fe cris-
tiana sobre las doradas playas del Mar Levante.
Con razón que los griegos otomanos aún siguen con delirio amando aquella
vetusta basílica transformada en mezquita; para ellos representa el símbolo sa-
grado de su antiguo Imperio.

Después del Aghia-Sofía, descuella entre los santuarios de Turquía a causa de


su belleza y el mérito arquitectónico incomparable de sus minaretes la suntuosa
mezquita de Selimyeh, de Adrianópolis, edificada en tiempos de Suleimán el
Magnífico por el súbdito otomano Sinán, que sin ser arquitecto, parece que cons-
truyó, además de ésta y la incomparable Sulimaniyeh de Constantinopla otras cua-
renta o cincuenta de las más espaciosas y afamadas mezquitas en dicho Imperio.
Uno de sus minaretes, que se eleva a la prodigiosa y casi increíble altura de
doscientos pies (teniendo en cuenta que su diámetro apenas alcanza once pies en
su base y ocho en lo alto), contiene en su interior tres escaleras de piedra, en forma
de caracol y perfectamente separadas unas de otras por espesos lienzos de mura-
llas, de las cuales una va a desembocar en la primera de las tres galerías que en
forma de collar circuyen dicha torre, mientras la segunda asciende hasta la de en
medio, y la última emerge por el tercero y más alto de dichos balcones circulares,
que es también desde el cual el «muezzin» diariamente canta sus alabanzas a Alah
y convoca a los creyentes a la oración.
A la de Selimyeh sigue, a mi juicio, como tercera en el Imperio, la justamente
amada mezquita de Omar, en Jerusalén, que ostenta el estilo prócer irano-indo-
árabe en formas depuradas, y en que al lado del ojival moruno florece el acanto
arcáico en sus más bellas manifestaciones.
Pero el mérito más grande de este santuario, si mérito cabe, no consiste acaso
en su tamaño, que resulta casi insignificante comparado con el de las demás mezqui-
tas de mayor renombre en el mundo muslímico, sino en la belleza incomparable de sus
líneas y el primoroso juego de luces que reina casi siempre en su interior.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

Además de con el Aghia-Sofía, cuenta Estambul también con una serie


interminable de mezquitas circuidas de airosos alminares y cuajadas de jaspe,
bronces, mármoles y alabastros, y de entre las cuales llamóme preferentemente
la atención sobre todo por sus dimensiones, la de Sulimaniyeh, que erigiera en
1566 Sinán con los restos de la antigua Iglesia de Santa Eufemia, de Calcedonia.
A ésta sigue, como de más fama, la mezquita de Ahmed, debido, sin duda,
a la belleza extraordinaria de sus seis alminares, cuatro de los cuales ostentan tres
mientras los restantes, dos galerías filigranadas y de mármol, si no mal recuerdo.
La mezquita de Mohamed II, o El-Fati, construida en 1469 por el arqui-
tecto griego Cristóbulo en el sitio y con los restos de la Iglesia de los Santos
Apóstoles de Justiniano, lleva las cenizas de los antiguos emperadores bizantinos
mezcladas con el mortero que se usó para cimentar su base, y ostenta en lugar
prominente una lápida de mármol con arco de lapislázuli y el siguiente augurio
de aquel esclarecido al par que bárbaro conquistador de Bizancio: «¡Salve, oh
ejército y príncipe feliz, que algún día llegaréis a conquistar a Estambul!».
A la mezquita de Nuri-Osmaniyeh, frente a los bazares egipcios, que
durante las noches de luna semeja un cuento de hadas, sigue, por lo histórica, la
pequeña mezquita de Eyub, construida de mármol blanco y sin columnas.
En ella descansan los restos del esforzado almirante sarraceno de su nombre
y amigo personal del Pegamber, o El Profeta de Dios, que a mediados del siglo
VII desplegó sus naves en línea de batalla frente al Cuerno de Oro y con el
pendón de la Media Luna tremolando en alto embistió, él, el primero y cayó
acribillado de saetas ante las vetustas murallas de Bizancio.
En su interior, que embellecen un reluciente embaldosado de mármol y
numerosos candelabros de alabastro, pórfido y de plata, constantemente alum-
brados, es en donde el derviche más anciano de los Mevleví suele ceñir la cimi-
tarra de Osmán a los monarcas otomanos el día de su elevación al trono, pues
entre los turcos no se acostumbra la ceremonia de la coronación. Entre ellos,
pueblo de guerreros, el Cetro y la Corona se confunden en uno... en la azulada
lámina de la espada de Osmán el Conquistador y fundador de la dinastía de los
Osmanlis.
Otros dos de los santuarios más notables de Estambul son la airosa Laleli-
Dyámesi, sita en el centro del arrabal de Fati, y la simpática mezquita de Bayaceto,
que confronta el Ministerio de la Guerra y descansa en el sitio que ocupara otrora el
antiguo Foro Teodosiano.
Precedida de un atrio, circuido de galerías y ojivales en que alternan el mármol
blanco, rosa y negro, cuenta dicha mezquita con bellísimos adornos interiores, espe-
cialmente en materia de inscripciones, lo mismo que con numerosas columnas de
mármol veteado y de jaspe (negras o verdes, si no yerro), coronadas de artísticos
capiteles en forma de graciosas estalactitas.

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Capítulo XXVII

Pero la nota más simpática de dicho santuario la ofrecen indudablemente


las innumerables y plomizas palomillas que pueblan y anidan encima y en torno
de sus alminares y sus grisáceas cúpulas, revestidas de zinc.
Cada vez que yo pasaba por allí y no tenía mayor cosa que hacer, solía desmontar
y sentarme con las piernas cruzadas en uno de los modestísimos taburetes de cierto
cafetillo al aire libre, situado en un rincón exterior de dicha mezquita y a la sombra de
un frondoso plátano... para tomar mi tacita de café y fumar unos cuantos cigarrillos,
mientras aquellas mansas avecillas, se sentaban arrullando en mis hombros, con gran
escándalo del pobre Tasim, a quien tocaba luego asear mis uniformes.
A propósito de las mezquitas. Una de las cosas que nunca he podido com-
prender, es cómo sus alminares o minaretes, es decir, esas agujas de roca y cal y
canto, han resistido y siguen resistiendo ventajosamente a los frecuentes terre-
motos que suelen sacudir a Estambul y son la causa de que la inmensa mayoría
de sus edificios, desde la triste choza cubierta de oxidadas hojalatas o de estre-
chas tablillas, llamadas “tejas bizantinas”, hasta algunos de sus palacios imperia-
les, como el de Kiaght-Hane, v. gr., se hallan construidos casi totalmente de
madera y son, por consiguiente, pasto obligado de los incendios gigantescos que
se suceden en dicha ciudad periódicamente, como el de 1918, que consumió
alrededor de veinte mil casas en el barrio de Fati, por ejemplo.
De esas conflagraciones provienen las enormes manchas grisáceas, cubier-
tas de ruinas, que ostentan los flancos de Pera y de Estambul, a imagen de tajos
de un mandoble sobre la arrugada coraza de un gigante.
La extrema solidez de dichos minaretes, que siglos tras siglos continúan
erectos y altivos desafiando la fúlmine del cielo y las salvajes contorsiones de la
tierra, son algo en que deberían fijarse no sólo los arquitectos, sino también
todos aquellos que por motivos de ignorancia miran y siguen mirando con
desdén y menosprecio hacia la civilización prochain-orientale, que ya era anciana
miles de años antes de que la pagana Europa pensase siquiera en civilizarse.
Y para sacar de dudas también a aquellos que sorprendidos se preguntarán
de dónde proceden los fondos necesarios para el sostenimiento de todas esas
mezquitas y demás instituciones religiosas de Turquía, me permitiré agregar que
en el Imperio Otomano el clero no vive de limosna ni de las dádivas voluntarias
de sus feligreses, sino de las pingües rentas que le pasa con suma regularidad el
Ministerio de Evkaf, o sea un ministerio fundado expresamente para arrendar y
administrar el 35 o 40% de la propiedad urbana de Turquía, que posee el clero
de hecho y las tres cuartas partes de las tierras cultivadas en dicho imperio, que
pertenecen igualmente al citado Clero, aun cuando sin título definitivo, y se
llaman “tierras de Vakuf”.
En toda mezquita, dicho sea de paso, suele haber un púlpito flanqueado de
banderas y flámulas sagradas en pie, desde el cual el hodcha-effendi, o sacerdote ofi-

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

ciante, que ostenta también el título de “imam” o “molah”, lee y canta las Suras del
Alcorán con esa voz suave y lastimera que suele dar al servicio divino de los musul-
manes su no sé qué de triste y que tanto impresiona. Ello debido, quizás a que su
rito se basa esencialmente en la sencillez, en el silencio, y en un respeto sin límites
hacia lo sublime.
A dicho servicio sólo asisten de cerca los hombres. Las mujeres lo presencian
desde departamentos protegidos por celosías, o galerías ocultas y situadas a cierta
distancia del centro del santuario.
En el interior de las mezquitas no se admiten ni perros ni niños llorones, ni
se siente el ruido de pasos. Allí todo es silencio solemne y profundo.
Ver millares de hombres, cubiertos de kaftanes blancos, azules o marrones y
con las testas tocadas de albos turbantes ejecutando aquella serie de movimientos
complicados y simultáneos, sin el menor ruido, como un coro de fantasmas... y
escuchar por último el suspiro profundo y unánime casi de esa muchedumbre,
formada en hileras horizontales, consecutivas y perfectamente alineadas, es algo
que no se puede olvidar tan fácilmente y llena a cualquiera de admiración y de res-
peto hacia esos hombres, o, por mejor decir, hacia los pueblos mahometanos, que
suelen obedecer por punto general con tanta exactitud y tanto celo los preceptos
inmutables de su religión.
Si nosotros, los llamados pueblos civilizados del Viejo y del Nuevo Mundo,
nos halláramos acostumbrados a pensar un poco más en lo futuro, en vez de úni-
camente en el presente, de seguro que la guerra que acaba de desolar a Europa no
hubiera ocurrido nunca, y veinte millones de brazos útiles no hubieran ido a
pudrirse en el fondo de fosas olvidadas, con tal de satisfacer la ambición de políti-
cos inescrupulosos y la avaricia de los ricos advenedizos.

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Capítulo XXVIII
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Entre las características más simpáticas de la religión mahometana figura


también el culto que sus profesantes suelen rendir a la memoria de los difuntos,
que para el musulmán no mueren, sino siguen durmiendo el sueño de los justos
en el fondo de sus sepulturas.
En ello estriba la razón de por qué el creyente nunca llora la ausencia de sus
deudos fallecidos, pero en cambio los visita con frecuencia en los camposantos, que
para él, en vez de lugares de tristeza representan fuentes inagotables de consuelo.
Y durante los días feriados, como el viernes, por ejemplo, que equivale a
nuestro domingo, acostumbran los más allegados de aquellos que ya no existen ir
a hacerles compañía en los cementerios... donde, sentado a la sombra de oscuros
cipreses pude presenciar a veces escenas verdaderamente conmovedoras: quizás
alguna viuda con su hijuelo en brazos, o acaso alguna joven de pálidas facciones,
inclinada sobre el florido césped de una tumba, confiando a la luna sus pesares, o
susurrando, cual ruiseñor herido, al ser querido debajo de la tierra lo mucho que
siempre lo había amado.
Un entierro turco es por lo general un acto solemne. Allí no se ven lágrimas
ni se sienten gritos desgarradores, como entre los árabes, que en ocasiones hasta
alquilan ancianas para que a fuerza de alaridos les ayuden a lamentar la muerte de
sus allegados.
Durante un sepelio otomano no se nota en los semblantes de los concurren-
tes y los dolientes sino esa expresión grave, casi solemne, que suele adquirir el
rostro de un anciano al despedirse de su hijo, o nieto, que marcha a la guerra, o va
a emprender un viaje largo, muy largo.
Y al uno dar al padre del difunto el pésame, lo más que éste contestará, con
una expresión en que luchan el decoro y el dolor mal reprimidos tras un sem-
blante aparentemente sereno, es: «¿ne yapalim? Alah verdi, Alah aldi...» que significa:
«¿qué se va a hacer? Dios me lo había dado, y Dios se lo ha llevado».
El carácter digno, cortés al par que en alto grado respetuoso hacia sus mayo-
res y sus antiguos maestros, que caracteriza al otomano tanto de noble como de
baja estirpe (y que forma vivo contraste con la superficialidad y vulgaridad de los
griegos y levantinos), unido a la estricta observancia de sus inalterables preceptos
religiosos, forma la base de esa sublime resignación ante lo inevitable, que se vis-

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lumbra a cada paso en sus sabias máximas referentes al Destino, y en sus adagios
sentenciosos de los cuales los que siguen son un ejemplo: «ya que a Dios cabe dar
y tomar como Él desea, ¿para qué mezclarse en sus asuntos?» y, «el que se halla
gozando de buena salud, tiene la conciencia tranquila, y no se preocupa mayor-
mente del día de mañana, debería sentirse como si llevara el mundo en la mano»,
o «no pidas jamás justicia al cielo; de hacerlo, le harías injusticia, pues no hay jus-
ticia en el mundo».
Estos y otros proverbios favoritos del pueblo otomano que podría citar, y
cuya esencia tiende invariablemente hacia lo inmutable, dificultan la iniciativa
personal y tienden a demostrar hasta la evidencia la base fundamental de ese tan
discutido fatalismo oriental, cuyos efectos funestos se traslucen a cada paso no
sólo en la vida privada de los musulmanes, sino también en la res publica de las
naciones islámicas en general, que, a pesar de sus innegables esfuerzos siguen y
seguirán sujetas al yugo de la inercia y de la rutina mientras los inmutables precep-
tos del Alcorán continúen envueltos en la nebulosa de la intransigencia, y sus
doctos doctores refractarios a las innovaciones físicas y morales que el progreso, la
ciencia y el desarrollo de las doctrinas proletarias habrán de imponer forzosa-
mente, con el tiempo, a sus doctrinas y a las instituciones político-sociales del
mundo mahometano.

Casi todos los cementerios musulmanes de Constantinopla hállanse despro-


vistos de tapias y enrejados, y se encuentran por lo general en bastante mal estado
a causa de la raigambre de los cipreses que, al extenderse, levanta las lápidas mor-
tuorias y las columnillas de roca, jaspe o mármol (coronadas de feces o turbantes),
que suelen adornar las cabeceras de dichas tumbas, usualmente ornamentadas con
más o menos lujo, según la categoría del difunto, y cubiertas de piadosas inscrip-
ciones, por el estilo de ésta: “Señor, ya que vida y muerte nos habéis dado, permi-
tidme que muera en Vuestra Santa Fe, dadme paz, dadme sosiego.”
Las tumbas de las damas se distinguen por cestas de flores artísticamente
esculpidas en la faz superior de los sarcófagos, en tanto que las de los caballeros,
por curvas cimitarras y haces de armas, labradas igualmente en forma de relieve.
No pocas de dichas sepulturas ostentan en las lápidas sobrepuestas ranuras o
tenues recipientes, que los deudos de los fenecidos suelen hacer esculpir sobre ellas
adrede, a fin de que las avecillas del cielo puedan apagar la sed con el agua de lluvia
en ellos retenida.
¡Cuántas veces no he pasado yo horas enteras meditando entre aquellos rui-
nosos camposantos y tumbas olvidadas, que los plateados rayos de la luna cubrían
de un brillo mortecino, en tanto que los cipreses suspiraban y el lejano canto del
almuédano tremolaba y arrancaba ecos extraños a esas noches azules como las
hondas de un mar cristalizado!

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Capítulo XXVIII

Durante las grandes festividades religiosas, llamadas ramasán, y que equivale


en importancia a nuestra Semana Santa, acostumbran los musulmanes ayunar por
espacio de un mes, desde el amanecer hasta la puesta del sol.
Y es de admirar cómo los creyentes, angustiados por tan prolongada abstinen-
cia, al sonar desde lo alto de los alminares el gemebundo “Lah-Ilah-Il-Lah-Lah”, se
lanzan con exclamaciones de júbilo sobre la mesa ya servida de antemano... a fin de
vengarse de las doce crueles horas de ayuno que acaban de pasar.
A medianoche se come por segunda vez, copiosa o modestamente, según los
recursos de cada cual. Y después del desayuno, que se toma poco antes del amane-
cer, se recogen los creyentes para ya no volver a levantarse hasta eso del mediodía,
indigestos, por supuesto, y de mal humor... aguardando sólo la caída del sol para
recomenzar la operación del día anterior.
Durante las horas de ayuno está prohibido terminantemente al mahometano
no sólo comer y fumar, sino hasta probar agua u oler una flor; y todo ello debido
a las exageraciones del Asiha-Asita (la obra canónica de mayor importancia des-
pués del Alcorán y el Hadit), que prescribe reglas hasta para todo lo concerniente
a la usura, a la arquitectura, a las oraciones, al tratamiento de los recién nacidos, a
la manera de cómo uno debe estornudar, y, por último, hasta en lo referente a
cómo y cuánto debe llevarse a efecto los «rasu», o expediciones de saqueo, a mano
armada, que las cábilas del desierto suelen celebrar aún todos los años para enri-
quecerse a costa de los rebaños de sus vecinos.
El último período del ramasán se llama el bairam, y compónese de cuatro
días, durante los cuales se celebran ferias, y las familias y los conocidos se vistan
mutuamente, gastando y derrochando cada cual hasta donde se lo permiten sus
medios.
Durante esos días festivales son muchos los miles y millares de corderos que
van a parar al asador, pues un Bairam sin su «kusú», u oveja asada, es algo que
hasta las familias más pobres de Estambul difícilmente podrían imaginarse.
Esa es también la época en que dispensan las grandes limosnas, pues el turco
es en alto grado caritativo, y el pobre que le extiende la mano rara vez se va sin su
óbolo... aunque no fuere sino un pedazo de pan.
Entre los musulmanes jamás se rechaza al mendigo con desdén, y a falta de
algo con qué poder socorrerle, le dirigen al menos un cariñoso: «Alah versin, kar-
dashim», que significa: “Dios te dará, hermano mío”.
Una de las razones más poderosas por que los pueblos mahometanos han
logrado mantener entre sí tan estrechas relaciones no obstante las enormes distan-
cias que los separan, hay que buscarla en las peregrinaciones a la Meca, que suelen
emprender todos los años centenares de miles de creyentes, procedentes de los
cuatro puntos cardinales del Orbe, puesto que la Meca representa para el Mundo
musulmán lo que Roma solía ser para el mundo católico durante la edad media,

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es decir, antes de la secesión de los luteranos, anglicanos, presbiterianos y demás


sectas católico-protestantes.
Dichas romerías no se hacen hoy ya, como antaño, en lomo de camellos úni-
camente, sino en parte también en los lujosos «Pullman» del ferrocarril de El-
Hedchás, o en vapores trasatlánticos, que conducen a los peregrinos hasta el
puerto de Dchidah, o sea hasta las mismas puertas de la Meca, que, polvorienta
metrópoli de Arabia, al par que del mundo islámico, conviértese durante el perí-
odo de la romería en una Babel moderna, a la cual los pueblos de tres continentes
afluyen como aves de paso... para orar en cien idiomas diferentes ante un mismo
Dios, ante el Dios único y único Dios, ante Alah, el misericordioso, y venerar de
hinojos la memoria de su profeta, Mahoma, el Profeta de Dios.
El respeto filial es otra de las características más bellas del Credo mahome-
tano. Jamás el hijo se sentará en presencia de su padre, ni le dirigirá la palabra sin
su previa autorización.
Entre los circasianos, v. gr., permanece el hijo en pie y con los brazos cruza-
dos junto a la mesa, hasta que el padre haya terminado de comer. Sólo entonces
se sentará él a su vez. Y al despedirse, le besa la mano con el más profundo respeto.
El “besamano” es un distintivo a que todo anciano, fuere rico o pobre, tiene
derecho y que nadie le niega.
En Constantinopla han sufrido considerablemente estas costumbres patriar-
cales a causa de la presencia de los europeos. Pero en los barrios netamente turcos
y en los arrabales de la capital siguen ellas practicándose todavía con la misma
ceremoniosa observancia de siempre.
El domicilio mahometano se divide, a imagen del antiguo hogar bizantino,
en dos secciones, llamadas el «selamlik», que equivale al antiguo «androceo», y el
«haremlik», que es el antiguo «gineceo».
Esta similitud se debe a que los veinte o treinta mil turcos otomanos que ayu-
daron al primer Osmán, en el siglo XIV, a fundar su poderosa dinastía, se fueron
disolviendo rápidamente, desde un principio, entre las masas de los conquistados.
El único recuerdo que queda de ellos es su idioma y hasta cierto grado también su
religión, que siempre lograron imponer por la fuerza a los pueblos vencidos antes
de que el ogro de la asimilación los disolviera también a ellos en el Nirvana del
Bizantinismo, pues los procedimientos políticos, leyes y todo lo relativo a la admi-
nistración pública otomana, no son realmente sino una reproducción más o
menos exacta del antiguo sistema bizantino.
De los departamentos citados, el primero, o sea el Selamlik, lo utilizan úni-
camente los miembros varones de la familia, quienes en él reciben a sus deudos y
visitantes del sexo masculino. El Haremlik, en cambio, sirve de morada a los niños
de ambos sexos menores de diez años, a las domésticas y a las esposas, o esposa,
mejor dicho, pues en Constantinopla poco se acostumbran ya los matrimonios

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Capítulo XXVIII

plurales a causa de que el Alcorán adjudica a cada una de las cuatro esposas legíti-
mas el derecho de tener servicio y casa aparte.
Que estos enormes gastos no se hallan ya al alcance de todo el mundo,
excepto el Sultán y los miembros de la Familia Imperial, es de suponerse.
En los tiempos del “poder absoluto”, solían gastarse también los magnates,
los Gran Visires y hasta los valis, o gobernadores generales de provincia, el lujo de
sostener enormes harenes, merced a que poseían autorización para saquear a su
antojo los vilayatos de su mando. Pero hoy las cosas han cambiado. La
Constitución, los automóviles y la servidumbre, sobre todo, que ya no se com-
pone de esclavos como otrora, sino de lacayos pagados, han puesto coto a aquel
escándalo.
Además las mismas turcas de cierta categoría y cultura exigen al casarse de su
futuro esposo la estricta observancia de la monogamia, lo cual significa que los
principios de un Liberalismo ordenado han comenzado por fin a propagarse y a
echar raíces hasta en la misma Turquía.
Los velos tupidos y sombríos de la era preconstitucional han sufrido igual-
mente grandes alteraciones, especialmente en Constantinopla, donde se han ido
transformando en gasas o tules más o menos transparentes (según el grado de
belleza, o no belleza), pero siempre lo bastante claros para que uno pueda distin-
guir perfectamente hasta los detalles más mínimos en los semblantes de las damas
turcas, que tampoco calzan ya babuchas de raso ni usan, como antaño, amplios
pantalones o calzones de seda multicolor, sino calzan y visten a la última moda
parisiense, cubriéndose apenas, al salir a la calle, con un elegantísimo pardessus,
provisto de caperuza, que en turco suelen llamar «sharshah» o «yashmak».
Y a despecho de que el Alcorán prohíbe a las creyentes, dejar asomar siquiera
un bucle, nótanse por doquier lindas cabelleras rubias, negras y morenas, aso-
mando furtivas y coquetas bajo los velos azules, albos o marrones.
Las taquígrafas y demás jóvenes empleadas en los establecimientos u oficinas públi-
cas llevan por lo general el rostro completamente descubierto, con el velo echado hacia
atrás por encima de sus graciosas cabecillas de ojos soñadores y facciones finísimas.
Lo único que no ha logrado todavía el sexo débil de aquende y allende el
Bósforo ha sido obtener el privilegio de poder usar sombrero. Pero con el tiempo
también lo conseguirá, incuestionablemente.
La mujer turca es, a pesar de su educación generalmente deficiente, el ser más
femenino que uno se puede figurar. Y, no obstante el movimiento emancipador
que la notable literata Halib-Edib-Hanun (hoy encargada del Ministerio de
Instrucción Pública en Turquía) y otras intelectuales han venido conduciendo
desde hace años en favor de su sexo esclavizado, sigue ella siendo ese ser patético,
lleno de dulces e inocentes emociones, que reveló Pierre Loti al mundo sorprendido
en su famosa obra de “Las Desencantadas”.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

Ya quisieran, no digo yo las griegas y levantinas, sino muchas de las damas esco-
tadas que frecuentan los salones de París, poseer ese carácter francamente femenino de
las bellas y resignadas otomanas.

Al pie del Aghi-Sofía, recostado en la falda de una verdosa loma, que des-
ciende hasta orillas de la Propontide, eleva su grisácea mole el Eski-Serail, con sus
múltiples cúpulas forradas de plomo y sus cristales opacos, semejantes a las pupi-
las de un difunto.
Su aspecto impresiona a primera vista, mas no atrae, acaso debido al color som-
brío de sus fachadas y al silencio macabro que lo rodea.
Sólo con los ojos que sus antiguos dueños, los basileos bizantinos, mandaran
arrancar a sus víctimas, ensartados en forma de rosarios, bastaría para dar la vuelta en
torno a ese fatal edificio.
En una de sus dependencias, llamadas hoy «chinli-kiosk», o palacio de cerámica,
porque la cubren lustrosos azulejos, se hallan instalados la Escuela de Bellas Artes y el
Museo Nacional de Antigüedades, en que todavía se conservan preciosos ejemplares
de alfarería, procedentes de Hisarlik, o la antigua Trova. Y un poco más adelante, con-
tiguos a la Biblioteca Nacional, que alberga tesoros inmensos en materia de documen-
tos históricos, de orden clásico, se extienden los salones del Tesoro Imperial, con su
profusión de cristales de roca, joyas, sedas, piedras preciosas, brillantes armaduras, por-
celanas de Sévres y de la China, fayenzas cubiertas de bellas inscripciones, muebles
esculpidos, divanes, tapices e incrustaciones de oro y plata sobre lucientes hojas de
Damasco, o dibujos sin fin en nácar, zinc, marfil y carey sobre pulidos fondos de palo
rosa, ébano y citrón.
Y en medio de cierta estancia, muy apartada por cierto, que llaman la «shirkai-
sherif-ódasi», en que a pesar de ser cristiano y sólo gracias a mi uniforme turco pude
entrar sin ser notado, descansan bajo un palio de lapislázuli, o algo parecido, la espada,
el estandarte, el manto y la rodela de Mahoma, el «Pegamber», que el sultán Selim II
trajo consigo de Arabia después de su conquista de Siria y Egipto.

En materia de viejos castillos cuenta Constantinopla entre otros también con los
connotados alcázares de Rumeli y Anadolu-Hisar, que hizo erigir Mohamed II sobre
ambas orillas del Bósforo, junto al sitio por donde el rey Darío mandara tender su
gigantesco puente flotante para ir a invadir la Escitia cis y transdanubiana. Y poco
antes de la desembocadura del Estrecho en el Mar Negro, divísanse en la banda asiá-
tica los rucios contornos de dos castillos genoveses todavía en bastante buen estado.
Estos baluartes silenciosos y cubiertos de madreselvas, hiedra y helechos, por
cuyas troneras se asoman bostezando vetustos bronces, y en torno de cuyas torres
almenadas tremola el halo sonrosado de la leyenda, contribuyen poderosamente a
aumentar el por sí ya tan pintoresco aspecto del Bósforo, que se ofrece a la vista como

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Capítulo XXVIII

un magnífico río de tonos azules, con sus pendientes márgenes cubiertas de bosques
de plátanos, cipreses, mirtos, laureles y rosales, y con sus riberas que, formando hileras
de pueblecillos, palacios, quintas y chalets, se extienden casi interminables desde
Büük-Dere y Terapia hasta Dolma-Bagtche, y, en la banda opuesta, hasta Moda
y los floridos jardines del Fanar.
En el punto en que comienza el Bósforo, se eleva en la playa asiática, a
modo de anfiteatro colosal, la ciudad de Escutari, o la antiquísima Crysópolis,
que forma parte del Municipio de Constantinopla y cubre el declive occidental
de varias colinas, corondas por los oscuros bosques de cipreses de sus camposan-
tos, que son reputados por ser los más hermosos de todo el Imperio.
Y sobre la playa meridional de una ensenada azul, que limita Escutari
hacia el Sur, y en cuyo fondo se destaca la estación central de Haidar-Pachá,
se extiende de Oriente a Poniente sobre una península la pequeña aunque en
extremo pintoresca ciudad de Kadi-Köi, o Moda, esto es, Calcedonia, la de los
fenicios, que, al reflejar en sus innúmeros cristales los rayos postreros del sol
poniente, brilla y destella como una inmensa orla o barra colosal de oro bru-
ñido.
Cuántas noches de luna no he recorrido yo en elegantes «kaíks» o gasoline-
ras de la Marina de Guerra otomana esas encantadoras riberas del viejo Bósforo,
donde lado al lado con boscajes de malvos lirios se columbran, cual rientes cala-
veras, las grises ruinas de los atroces «letes», o castillos del silencio, en que los
monarcas bizantinos solían recluir para siempre a sus cegadas y mutiladas vícti-
mas... y esas rocas sombrías y casi perpendiculares, que bate el mar con formi-
dable estruendo junto a la desembocadura del Estrecho en el Ponto Euxino,
pa...ria [sic] de las arpías y por tanto, de las langostas...
y esas otras, todavía más terribles “peñas cianeas”, a la entrada del Golfo,
que tanto pavor infundieron a los argonautas, y en que aún en nuestros días
siguen las naves de los incautos estrellándose con el influjo doble de las corrien-
tes y de la marejada.

Muchos extranjeros cometen con frecuencia el error de imaginarse que por haber
pasado unas cuantas semanas en Pera, alojados en el Tokatlián o en el Pera-Palace, y
por haber ido a algunos «klimbims» y cafés griegos, o paseando en coche o en automó-
vil por la calle principal de Estambul, conocen ya Turquía, o al menos
Constantinopla. Y al regresar a sus respectivas patrias salen diciendo, con la mayor
sangre fría y énfasis, que aquel país no sirve para nada, que los tenderos y comercian-
tes turcos son unos salteadores, mientras los cocheros y los intérpretes unos bandi-
dos..., sin darse cuenta de que los tenderos, cocheros y cicerones de Pera no son por lo
general ni mahometanos siquiera, sino armenios, griegos y levantinos, expertos en el
arte de estafar a los bonachones turistas.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

Para poder llegar a conocer a fondo el alma de Constantinopla, debe uno comen-
zar por perderse de vista entre las estrechas y más céntricas calles de Estambul, yendo
a los cafés, los restaurantes, probando las comidas indígenas y fijándose en el modo
culto de la servidumbre musulmana, que considera y trata al parroquiano siempre
como «musafir», o huésped, aun cuando pague lo que consume.
Luego debe uno ir a visitar con detenimiento los grandes bazares y observar con
calma y desde un rincón apartado, a ser posible, la vida activa al par que reposada de
esa abigarrada muchedumbre, cubierta de feces y turbantes... y aquellos mercaderes de
miradas serenas y luengas barbas, que saludan respetuosamente al comprador desde lo
alto de sus mostradores, sin dirigirle la palabra antes que él se la dirija a ellos primero.
Después de los grandes bazares, conviene recorrer también con calma los laberín-
ticos y silenciosos barrios musulmanes que los circuyen en diversas direcciones, incluso
el de Fati, con sus innumerables callejuelas y callejones sin salida, que orillan hileras de
casas sombrías y provistas de ventanas protegidas por enrejados de listoncillos de
madera o de hierro, llamados celosías, y que sirven para que las damas puedan obser-
var desde dentro a los transeúntes sin ser vistas.
En esos contornos no se notan puertas abiertas, ni se oye el ladrar de perros, ni se
ven criaturas jugando o revolcándose en medio de las calles.
Allí todo es silencio, todo es calma.
Sólo el ruido estridente de las cigarras y el tímido gorjeo del ruiseñor, que trina en
un granado en flor, o el suave murmullo de una fuente, rimando estrofas bajo el tur-
quino cielo de Levante son los únicos vestigios de vida que se perciben al resplandor
del sol de mediodía en esa zona de misterio profundo, llamada el corazón de Estambul.
Y si el visitante resultare ser bien puesto y el uniforme le luciera, nada de
extraño tendría el que una pulsera o una rosa de carmín encendido cayera de
pronto a los pies de su caballo, sin que el jinete llegare a darse cuenta de cómo ni
cuándo aquello sucediera.
Interesantes e instructivas al mismo tiempo resultan ser a veces las plazoletas
que rodean los patios de las mezquitas. En ellas no faltan, por lo general, añejos
cipreses o nogales y plátanos de espejo follaje, a cuya sombra anidan minúsculos
cafés al aire libre, en que uno se sienta con las piernas cruzadas sobre un divancillo o
taburete de madera, para pasar el «keif», que equivale a una especie de autocontem-
plación, durante la cual uno ve todo y no ve nada; durante la que uno no piensa en
nada y sí piensa en todo, sin darse cuenta de ello..., al paso que el «cavechi» va y
viene a hurtadillas por entre los asientos de sus clientes, sirviendo a éste o aquél otro
pocillo de café tinto (sade), o con azúcar (chekerli), o encendiendo acaso al de más allá
con una brasa el cigarrillo o la pipa de agua que se le ha apagado.
Y si a pesar de ese descanso absoluto del cerebro y del silencio majestuoso que
rodea la mezquita de enfrente, cuya grisácea mole se perfila en un zenit de porce-
lana azul, uno llegara a sentirse aún inquieto o afanoso, no tiene sino que atrave-

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Capítulo XXVIII

sar la calle, quitarse el calzado, entrar en el santuario y fijarse en la calma soberana


que inspira en el ánimo de los creyentes esa fe loca y absoluta en el Dios único, al
que los musulmanes suelen dedicar a veces más tiempo y cuidado que a los que-
haceres más apremiantes de la vida.
Sólo el que llegare a comprender y a compenetrarse con ese ambiente miste-
rioso, que parece posponerlo todo a Dios y a la calma, hasta el extremo de conver-
tir en objeto de lástima a cuantos se afanan por el día de mañana, puede decir que
conoce verdaderamente el alma musulmana y a Turquía... puesto que Alah es
“todo misericordioso” y cuida de todos. ¡El-Hamdul-Ilah!

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Capítulo XXIX
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Entretanto se había ido complicando la situación de la guerra en Europa. Por


doquiera se agitaban vencedoras las águilas germanas. Excepto en Mesopotamia,
donde el león británico había recuperado Kut-El-Amara avanzando hasta las inme-
diaciones de Musul.
Tamaña afrenta, que equivalía casi a una bofetada en pleno rostro, exigía revan-
cha sobre a marcha.
La despreocupación momentánea que había producido en Alemania la con-
quista parcial de Rumania y de la Ucrania, porque le proporcionaban algunos recur-
sos en materia de alimentos, hizo dirigir entonces las miradas del Alto Comando
germano hacia Turquía por primera vez desde la campaña de los Dardanelos.
El estado caótico en que se hallaba la dirección del Ejército otomano en razón
del poder casi absoluto que seguían ejerciendo Dyemal Pachá, en el IV Ejército (de
Siria y Palestina), mientras Halil en el VI, o de Mesopotamia, no había dejado de
provocar ciertas controversias, que tuvieron por resultado la dimisión del general
von Bronsart como Jefe de Estado Mayor del Ejército turco, y el nombramiento del
general von Falkenhayn como Jefe del Grupo de Ejércitos de Siria, Palestina y
Mesopotamia, compuesto por los citados IV y VI Ejércitos. Y para poder mejor
dominar la situación, se hizo cargo del Gran Estado Mayor otomano el general von
Seekt, que acababa de ganar en esos días copiosos laureles dirigiendo la campaña del
mariscal von Mackensen en Rumania.
Entonces, para deshacerse del omnipotente e insolente Dyemal Pachá, lo invitó
el Alto Comando alemán a que fuera a pasar una temporada como huésped del
emperador Guillermo, donde se lo trató, por supuesto, a pie de príncipe. Y sólo a su
regreso fue cuando Dyemal vino a darse cuenta del lazo que se le había tendido, pues
entretanto había sido nombrado Jefe del IV Ejército el inofensivo Küchük-Dyemal
Pachá, al paso que él, Büük-Dyemal, quedaba reducido prácticamente a la nada y
sin más mando militar que el efímero de Ministro de Marina (sin Marina), pues el
verdadero ministro lo era el almirante alemán von Souchón, que hacía y deshacía a
su antojo, mientras a Dyemal no tocaba sino firmar lo que decretaba aquél.
Alertado por lo que acababa de suceder a su colega, y sobre todo al General
en Jefe del Grupo de Ejércitos del Cáucaso, el mariscal Ahmed-Izzed-Pachá, que
había sido también destituido durante su visita al Kaiser; negóse Halil a seguir la

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

invitación que se le había extendido también a él para que fuera a visitar a dicho
monarca, y a pesar de los esfuerzos del Gran Cuartel General en Constantinopla
para despojarlo de su mando, continuó tranquilamente desempeñando su puesto
de General en Jefe del VI Ejército en Mesopotamia.
Una vez posesionado de su nuevo cargo, púsose el general von Falkenhayn,
con ayuda de su Jefe de Estado Mayor, el coronel von Dommes, a trazar su futuro
plan de campaña sobre una base amplia, aunque desacertado en lo tocante a deta-
lles. Y como continuara gozando de la confianza al parecer ilimitada del empera-
dor Guillermo, no le fue difícil obtener entre otros importantes elementos cosa de
mil a mil doscientos autocamiones del último modelo, con los cuales pensaba
establecer un servicio de etapas entre Alepo y Musul, que representaban sus prin-
cipales bases de operaciones en Siria y Mesopotamia.
Pero desgraciadamente y a causa de un descuido, no se sabe si de él o de
Enver, fuése acumulando el grueso de los explosivos y casi toda la gasolina del
futuro ejército expedicionario en los almacenes y patios de la estación de Haidar-
Pachá, hasta que un día y de una manera misteriosa volaron por el aire de dos a
trescientos vagones de ferrocarril cargados de benzol, gasolina, explosivos, grana-
das, municiones de rifle, etc.
Tan tremendo como inesperado desastre dio por tierra, como era natural,
con el castillo de naipes de von Falkenhayn y lo obligó a renunciar a la conquista
de la ciudad de Bagdad y de Kut-El-Amara, que había sido el objeto principal de
dicha expedición.
Los ingleses, por el contrario aprovechando tan oportuna distracción, que
parecía haberles llovido del cielo, apresuráronse a fomentar una demostración
ostentosa por el frente del Sinaí, que obligó a von Falkenhayn a emplear los pocos
elementos de que ya disponía, en la defensa de Siria y especialmente en la de
Palestina, que quedaba seriamente amenazada por los refuerzos que el
Generalísimo británico seguía acumulando a toda prisa sobre el sector de Gaza.
Tan desgraciado suceso, cuyo origen yo me atrevería a atribuir a un descuido
de los cargadores del muelle, que dejarían caer alguna caja de explosivos, dejó tam-
bién en una situación comprometidísima los restos de nuestro VI Ejército en
Mesopotamia, mientras el Cáucaso y gran parte de Anatolia continuaban en
poder de los rusos, cuyos ejércitos seguían avanzando pausada aunque segura-
mente en dirección de Sivas, o sea con rumbo al corazón del Asia Menor.
Al inclinarme a suponer que dicho accidente no fue obra de los aviadores
enemigos (que ni se vieron ni se sintieron sobre de Haidar-Pachá en el momento
de la explosión), sino del descuido de los soldados turcos, encargados del desem-
barque de diversas «mahonas», atracadas al muelle y cargadas de municiones, es
porque en el momento en que estalló el primer petardo, granada, bomba o lo que
fuere, me hallaba yo atravesando casualmente a caballo el patio de la citada esta-

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Capítulo XXIX

ción. Acababa de llegar por toda la orilla del mar desde Scútari, adonde había ido
de paseo, y estaba preguntando a un sargento de sanidad alemán por qué su jefe le
había mandado colocar sus tiendas entre aquel mundo de explosivos y barriles de gaso-
lina, cuando un feroz estallido a pocas docenas de pasos a nuestra derecha me sacó casi
de la silla e hizo rodar a los pies de mi caballo, agonizante, a uno de mis perros que me
había acompañado.
Y antes de que pudiera darme cuenta bien de lo que sucedía, sonó un segundo y
más tremendo estallido, a menos distancia quizás que el primero.
Excuso decir a qué paso no saldría yo de dicha estación.
Y antes de que estallara el tercer petardo, hallábase ya mi caballo desbocado y
volando literalmente por encima de una muchedumbre medio loca de terror, que huía
despavorida ante aquel infierno, pues un minuto o dos después de la primera explo-
sión ya no eran cajas sino vagones enteros cargados de gasolina y explosivos los que
volaban por el aire como otros tantos cohetes gigantescos, en tanto que los carros car-
gados de munición menuda producían, al arder un martillar incesante, parecido al de
una línea de fuego en plena batalla.
Cuando después de grandes esfuerzos logré llegar al fin a la calle principal de
Kadi-Köi, que se extendía en forma de bulevar por toda la orilla meridional de la ense-
nada, y por tanto frente a la estación, voló por el aire con un estruendo semejante al de
un trueno un edificio entero cargado de municiones, o de dinamita, supongo, que
hizo caer al suelo de un solo golpe y con un retintín formidable los cristales de casi
todas las casas confrontando el mar, mientras que a mí poco faltó para que me hiciera
perder los estribos. Tal fue la conmoción del aire que produjo.
Imposible describir el pánico que causó esa catástrofe, no sólo en Kadi-Köi, sino
en la misma metrópoli, donde al principio había cundido la voz de que la escuadra
inglesa había forzado el paso de los Dardanelos y atacado la villa.
De haberse declarado en Moda, aquella tarde, uno de esos terribles incen-
dios que suelen visitar periódicamente los suburbios de Constantinopla, no
hubiera quedado en pie probablemente ni una sola casa, pues la mayor parte de
sus habitantes habían huido presa del terror en todas direcciones, dejando sus
hogares abiertos y abandonados.
Durante esa tarde y toda la noche siguió el fuego devorando lo que momentos
antes había sido la estación de ferrocarril más espaciosa y moderna del Asia Menor, y
quizás también de los Balcanes. Y millones de libras esterlinas en edificios y material
rodante y de guerra fueron reducidos a cenizas en menos de cuarenta y ocho horas.
Atraídos irresistiblemente por aquel volcán de fuego, nos le fuimos y segui-
mos acercando cautelosamente Tasim y yo, hasta que, pasada la media noche,
logramos penetrar por fin en el edificio principal de la estación, que a imagen de
antorchas gigantescas seguía inundando de luces escarlata las encrespadas ondas
de la ensenada.

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Y en tanto que las llamaradas bramaban sobre nuestras testas, lambeando puertas y
extendiendo sus tentáculos de fuego a través de las humeantes ventanas seguíamos inter-
nándonos por todo el piso llano del edificio, que cubrían pedazos de cielo raso despren-
didos, fragmentos de granadas, muebles volteados y toda clase de efectos que habían
dejado abandonados durante su fuga el personal de la estación y los millares de viajeros a
quienes el desastre había sorprendido en la hora de mayor circulación de trenes.
El calor que reinaba allí era tan intenso, que a dos cientos o trescientos pasos
de la orilla, una hilera de yates y botes de remo había prendido fuego, en tanto
junto al muelle, sobre un rizado lienzo de azulmarinas aguas que el reflejo de las
llamas teñía de púrpura, vagaban a merced de las olas varias mahonas incendiadas y
cargadas de explosivos, como otras tantas de aquellas barcas fúnebres que los anti-
guos vikings solían lanzar al mar con los cadáveres de sus monarcas tendidos sobre
humeantes piras y tocados de lucientes diademas.
Y cuando apenas habíamos vuelto la espalda a tan sublime cuadro, para emprender
la retirada por nuevos derroteros, estalló una de aquellas mahonas con tal estrépito que
hizo estremecer en sus cimientos el edificio y nos obligó a refugiarnos entre las ruinas del
restaurante de la estación, donde encontramos a varios soldados alemanes llevándose en
canastas parte de las existencias de dicho local. Estaban ebrios. Y al verme trataron de
excusarse, alegando que de no llevárselas ellos las destruiría el incendio.
De éste y varios otros casos por el estilo se valieron más tarde sobre todo los griegos,
para lanzar cargos graves y hasta gravísimos contra las fuerzas alemanas acantonadas en
Constantinopla y el resto del imperio, aun cuando con marcada injusticia, pues en honor
a la verdad sea dicho, la conducta de los militares alemanes en Turquía durante la guerra
fue, por lo que yo pude observar, generalmente correcta.
No cabe duda que algunos individuos, pertenecientes a esos elementos desprecia-
bles que nunca faltan en todo ejército, se valieron también entre los alemanes en ciertas
ocasiones de la confianza tal vez excesiva con que sus superiores solían honrarlos, para dis-
poner en secreto de algunas miserias en materia de gasolina, provisiones, etc., pertene-
cientes a los depósitos de la Intendencia General alemana.
Pero por fortuna resultaron raros más bien los casos en que oficiales alemanes llega-
ron a empañar sus escudos con manchas de oro, de suerte que los cargos a priori lanza-
dos por algunos miembros contaminados de la Intendencia Militar otomana contra la
oficialidad alemana en Turquía, durante la guerra, no tienen, a mi juicio, sobre todo en
lo tocante a la oficialidad de carrera, absolutamente razón de ser.

Durante esas pocas semanas de permanencia mía en la capital, tuve el gusto


de relacionarme, entre otros distinguidos diplomáticos, con el Sr. Paul Mohn,
Canciller de la Legación de Suecia y en cuya elegante biblioteca solía yo pasar a
veces horas muy amenas sin darme cuenta de que la espada de Damocles conti-
nuaba suspensa sobre mi cabeza.

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Capítulo XXIX

Era el coronel Osman-Chefket Bey, Jefe omnipotente del Departamento perso-


nal en el Ministerio de la Guerra, quien resultaba ser el insecto ponzoñoso que desde
su telaraña seguía observando mis movimientos, para perderme, pues el instinto le
decía que el único militar cristiano que había presenciado las matanzas armenias en las
provincias orientales de Van y Bitlis era una amenaza constante para el Régimen de los
Jóvenes Turcos y sobre todo para el Comité de Unión y Progreso.
No poco habrán influido quizás también en el ánimo de Osman-Chefket Bey su
propia mala conciencia, ya que su responsabilidad en las matanzas saltaba a la vista y
era un secreto a voces en el ejército.
Un alto empleado del Ministerio de la Guerra, que era amigo mío y conocía de
cerca al coronel, me confió en esos días que Osman-Chefket pasaba a veces noches
enteras sin poder conciliar el sueño por temor de que yo fuera a hacer ante el Cuerpo
Diplomático revelaciones que hubieran podido comprometerlo a él también, pues por
el rumbo que iban tomando las cosas se comprendía que se iba acercando el día en que
las potencias de la Entente habían de acabar por exigir las cabezas de los más compro-
metidos en aquellos atroces acontecimientos.
Esto tiende a demostrar por qué Osman-Chefket Bey había influido tanto en
Enver Pachá para impedir que yo fuera a Constantinopla durante los primeros dos
años y medio de la guerra.
Yo me hallo convencido de que, si Osman-Chefket Bey hubiese conocido la
fecha de mi salida de Bir-Es-Sabah, me hubiera hecho, al llegar yo a Alepo, confinar
inmediatamente a Musul o Dios sabe dónde.
Durante una conferencia que tuve en esos días con el coronel von Dommes, Jefe
de Estado Mayor del general von Falkenhayn, me refirió éste que, habiendo oído de
mí, había solicitado dos veces del Ministerio de la Guerra permiso para incorpo-
rarme a su Estado Mayor. Pero que en ambas ocasiones el Vicegeneralísimo le
había contestado negativamente, por haberme destinado ya al Estado Mayor del
II Ejército, en el Cáucaso; lo cual significaba, hablando en turco, que por temor
de que yo fuera a revelar más tarde al general von Falkenhayn el papel siniestro
que habían desempeñado su cuñado Dyevded y su tío Halil durante las matanzas
de Bitlis y de Van, él, esto es, Enver veíase precisado a desterrarme al Cáucaso,
para hacerme luego desaparecer con toda la reserva necesaria del caso.
Previendo cuanto iba a suceder, y sin querer esperar ni mi nombramiento ni la
llegada siquiera del emperador Guillermo, que debía de arribar de un momento a
otro a Constantinopla, me presenté de improviso en el Ministerio de la Guerra y
pedí plaza en el II Ejército, que me fue concedida, por supuesto, sobre la marcha.
El día antes de mi partida fui a despedirme, como era natural, también, de
Enver, quien me recibió con el cariño de siempre. Y, al acompañarme, terminada
la visita, en persona hasta la puerta de su despacho, me advirtió que él había
escrito ya al Jefe del II Ejército, recomendándome mucho.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

Yo hice, naturalmente, también cuanto pude por aparecer festivo, aun


cuando me hallaba al corriente del verdadero contenido de dicha carta, en la cual
Enver ordenaba a Fesi que «De Nogales Bey no debía regresar ya nunca más de
aquellos contornos».
Tal era la fórmula de rigor que solían emplear los jóvenes turcos al decretar la
muerte de algún oficial que les hacía peso por “Razones de Estado” y que por
tanto, debía ser eliminado con disimulo.
Todo esto sucedía allá a fines de septiembre de 1917.
Y cuando el tren arrancó de la ya en parte reconstruida estación de Haidar-
Pachá, y a mi derecha comenzaron a desfilar unos tras otros los floridos jardines
del Fanar, invadióme la nostalgia de la patria, y me sentí sacudido por esa sober-
bia y amargura indecible que debe de sentir todo militar honrado al darse cuenta
de que se halla sentenciado a perecer sin gloria bajo el puñal de un asesino pagado.
De haber padecido yo, como tantos otros, del delirio de la persecución, con
aquello hubiera bastado para quitarme el juicio. Pero, por fortuna, en vez de aco-
bardarme, serenéme más bien ante la magnitud del peligro y propúseme luchar
hasta lo último, no tanto para salvar la vida, pues todo el que muere descansa, sino
para probar a aquellos efendis infatuados que cuando uno se halla resuelto a no
dejarse asesinar sin más ni más, esto es, por amor al arte únicamente, no hay razón
de Estado ni vicegeneralísimo que valga.
La mejor prueba de ello la tenemos a la vista. ¿Acaso no me encuentro yo vivo
todavía y escribiendo mis memorias sobre las matanzas, en tanto que Enver, redu-
cido al estado de paria, sigue vagando por Dios sabe dónde?
Y quien dice Enver, dice Osman-Chefket Bey y toda esa cáfila de larvas y
microbios miserables que a fuerza de malas artes tanto influyeron en aquél, esto
es, en Enver, hasta que acabaron por convertirlo de militar brillante y de patriota
honrado en un archiasesino y la...n [sic] desvergonzado. Y todo ello a despecho de
sus brillantes cualidades y aquel carácter suyo, en que la bondad y la caballerosi-
dad rivalizaban en aras de las oprimidas masas de su patria, que en un tiempo
habían tenido en él fundadas tan grandes y tan justas esperanzas.
Ojalá ayude este caso a servir de ejemplo a todos esos incautos entusiastas que
todo lo ven color de rosa mientras la suerte les sonríe, para que el día en que llega-
ran a verse frente a frente con la impávida sirena de ojos verdes, llamada la alta polí-
tica, no se fijen tan sólo en su semblante de mujer hermosa, sino también en sus
fatales garfios, de que chorrea incesante un hilo de sangre.

En Ismid se me incorporó mi ayudante, que había pasado allí unos cuantos


días en compañía de su familia. Y a medida que el tren se iba acercando a la espa-
ciosa laguna de Ada-Pasar, me iba sorprendiendo el gélido soplo de las brisas oto-
ñales, que comenzaban ya a teñir de oro el tupido follaje de los bosques, y a

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Capítulo XXIX

ahuyentar las aves acuáticas, que, remontando el vuelo, se lanzaban en bandadas


por el diáfano cielo de la Frigia en pos de sus lejanos invernaderos allende las már-
genes del Nilo.
Desde Ismid, que orla el mar por el costado del Sur, divísase en días serenos,
como una sombra azul, la costa septentrional de la antigua Bitinia, cubierta de
dilatada llanura, muy bien regada y salpicada de pueblecillos, ricos cultivos y plan-
tíos de olivos. El borde oriental de esta planicie lo forma la base del Olimpo asiá-
tico, cuyos terraplenes van ascendiendo, ya suave, ya abruptamente y poblados de
árboles hasta la cúspide, que ciernen con frecuencia aros de nubes, y aparece en
todo tiempo coronada de una blanca aureola de nieve.
Y al pie de esta pirámide extiéndese Brusa, cuyo panorama, visto desde un
punto elevado, resulta sobremanera sorprendente.
Rodeada en tres cuartas partes de su circunferencia por los retos de sus anti-
guas murallas, domínala una ciudadela, que fundó en su origen, con la ciudad,
Prusias, Rey de Bitinia.
Ampliada por los griegos, fue Brusa luego declarada capital de su Imperio por
los primeros sultanes otomanos, quienes la embellecieron y le añadieron impor-
tantes obras de fortificación. Y desde el seno de sus espesuras verde-oscuras, que
circuye la muchedumbre de sus casas, lánzanse numerosos alminares, graciosos y
atrevidos, hacia el cielo aturquesado de Bitinia, y destellan, como gotas de oro
derretido, sus ovaladas cúpulas.
Todo este conjunto pintoresco, animado por multitud de manantiales, fuen-
tes termales y numerosos hilos de plata que se desprenden de la sierra, forman un
cuadro de vida, de frescura y de contrastes en extremo agradables.
La Propontide, o Mar de Mármara, está rodeada de ruinas celebérrimas,
entre las cuales resaltan por su valor histórico las de Nicomedia, en un tiempo
residencia de Diocleciano, y las de Nicea, o Ismik de nuestros días, que es doble-
mente célebre por haber sido patria de Hiparco y en virtud de los concilios que se
celebraron en ella.
Reducida hoy a la categoría de una alcazaba insignificante, con apenas una
capilla griega para recordar sus antiguas glorias; de los monumentos de Nicea no
quedan ya sino vestigios, y de sus triunfos, apenas la memoria.

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En la mañana subsiguiente a la de nuestra partida pude admirar por tercera


vez desde que me hallaba en Turquía el hermoso panorama de Eski-Shehir, que
lucía como un collar de perlas en el violáceo fondo de la estepa, al paso que sus
minaretes y sus blancas cúpulas se perfilaban como una franja de rocosas atalayas
en un vacío estupendo de rojas lejanías.
Con aquella joya había sido que el emperador seljúcida Alah-Ed-Din había
premiado los leales servicios que le brindara el rústico Suleimán padre de Ostragul
y abuelo de Osmán durante sus contiendas con los bizantinos. Y la horda, u
«ordú» (que en turco significa ejército), del primer Osmán, integrada apenas por
unas cuantas decenas de miles de turcos nómadas, procedentes del Asia Central,
se esparció por aquellos contornos, que en adelante consideró como feudo suyo.
De haber sospechado Alah-Ed-Din por un momento siquiera que ese
puñado de pastores valerosos había de acabar algún día con su imperio, conforme
sus mayores habían acabado en un tiempo con el de los Califas abasidas de
Bagdad, de seguro que el Imperio Otomano no hubiera existido nunca, y el rey
polaco Sobieski hubiera podido ahorrarse, en el siglo XVII, la molestia de ir a
salvar Viena y quizás hasta Europa entera de una nueva irrupción mongólica por
el estilo de la de los hunos, pues los compañeros de Ostrogul y su hijo Osmán
eran, lo repito, de cepa tártara, conforme lo fueron en su origen también los búl-
garos, finlandeses, húngaros, partos, sumeros y tantos otros pueblos conquistado-
res, cuyo recuerdo se pierde en la noche de los tiempos.

Tras un breve descanso en Eski Shehir, y, aprovechando aquella excelente


oportunidad para echar un vistazo también sobre Angora y las costas del Mar
Egeo, que eran, por decirlo así, la única región del Imperio que me faltaba toda-
vía por conocer, hice enganchar, a nuestra llegada a Afiun-Kara-Hisar, nuestro
vagón a un tren militar, que se hallaba a punto de partir para Smirna. Y al día
siguiente amanecimos en la kasaba de Alah-Shehir, o la antiquísima Filadelfia,
situada en el borde occidental de Frigia y a orillas del histórico Kusuk-Chaí, tri-
butario del Guediz, o Hermus, el de los antiguos.
Costeando por toda la margen meridional de dicho río, que se desliza a través
de una polvorienta llanura, pasamos en las horas vespertinas junto a la que en un

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

tiempo había sido Sardes, la opulenta capital de Lidia, que alcanzó su apogeo de
magnificencia durante el reinado de su último monarca, Creso, el vencido de
Ciro, rey de Persia.
Lo que hoy queda de Sardes ya no es sino una aldea triste y amarilllenta, de
nombre Sart, en torno de la cual aún se divisan medio sepultados bajo montones de
tierra la tumba de Alyates, las ruinas del teatro que llevaba su nombre, los restos de
su antiguo “estadio”, luego los de un tempo de origen ignoto, y, por último, sesenta
colinas en que se supone descansan los féretros de los antiguos reyes de Lidia.
Al despertar el día, pasamos por frente a Mangunise, o Magnesia, la de los
helenos, que se recuesta al pie del histórico Sípylos y sirve de estación de empalme
al ramal de Bérgama. Y al ocultarse el sol tras de la isla de Chíos, destacóse en el
fondo de una ensenada inmensa la opulenta metrópoli de Egea, Smirna, reclinada
en la falda del Monte Pagus, que coronan los restos de un vetusto castillo genovés.
Cien veces de un todo o en parte destruida por los incendios y los terremo-
tos, elévase Smirna, la ciudad natal de Homero, a manera de anfiteatro gigantesco
en el rincón Sud-Oeste de su famoso golfo, y figura gracias a su excelente situa-
ción, ya desde tiempo inmemorial como la más importante de las tres únicas sali-
das naturales al mar que posee el Asia Menor.
La Egea, patria de Heráclito, Thales y Herodoto se divide en la “tierra firme”,
que abarca las antiguas provincias helénicas de Misia, Libia y Caria, a lo largo de
la costa, y el Archipiélago Egeo, que es uno de los más articulados y ricos en islas
que existen en el mundo.
En las costas de Jonia, y especialmente en Misia, las montañas perpendicula-
res al mar (que cubren en parte bosques oscuros y manchones de violáceos rodo-
dendros), proyectan una serie de penínsulas, que limitan otros tantos golfos
cerrados por verdosos festones de islotes.
A la isla de Mytilene, con su castillo, frente a Aivali, o sea la entrada del espa-
cioso golfo de Edremid, que corona el Monte Ida y orillan las ruinas de Asos,
sigue hacia el Sur la de Chíos, junto a la península de Sheshmeh, que defiende la
maravillosa bahía de Smirna y confronta las ruinas de Focea, desde la cual siglos
antes de Jesucristo partieran Pyteas y sus compañeros para fundar la ciudad de
Marsella y recorrer los helados mares de Islandia.
A la isla de Chíos sigue la de Samos, que domina el golfo de Scala-Nova, en
que vierte sus aguas el Küchük-Menderez, o Caystro, y junto a cuya desemboca-
dura, cerca de Ayaslik, descansan las ruinas de la que en un tiempo fue la elegante
Efeso, otrora calificada de “ojo de Asia”. En ella, patria de Heráclito y de Apeles,
fue donde expiró la Virgen y donde San Pablo derramó a manos llenas la luz del
Evangelio ante los habitantes de Jonia y de Eólida.
Tierra sagrada de Artemita, madre de la naturaleza, no quedan hoy de Efeso
más que los vestigios del que a miles de años fue su famoso templo de Diana y

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Capítulo XXX

algunos restos de su antiguo teatro, así como parte de las columnas de la


Acrópolis, y los derruidos pilares de un enorme y bello acueducto, construido por
algún anónimo que a la vez que ingeniero debe de haber sido también un artista.
Y otro tanto más hacia el sur de Efeso, junto a la desembocadura del histórico
Meandro, es donde se supone que reposan, cubiertos por las aguas del lago Akis, los
restos de la que hace treinta siglos fue la comercial Mileto, patria de Anaximandros,
de Thales y Aristágoras, y que según parece fue fundada Dios sabe cuándo antes de
nuestra era por un grupo de colonos griegos, procedentes de Jonia.
Frente a la isla de Kos, en que nació Hipócrates, se extiende el espacioso golfo
de su nombre y sobre cuya ribera septentrional brillaba antaño, a miles de años, la
celebérrima ciudad de Halicarnaso, capital de Caria y patria de Heródoto.
Mientras sobre el extremo occidental del promontorio que lo circuye por la parte
del sur, aún se distinguen los restos del palacio de Mausoleo, que respetaron diez
y ocho siglos... hasta que los Templarios de Jerusalén plugó destruirlo, cuando
vencidos por los musulmanes tuvieron que abandonar la tierra firme para ir a refu-
giarse en la isla de Rodas.

Fuera de Lesbos, patria de Safo, es digna de remembranza también Bérgama,


o la antigua Pérgamos (sita al Tramonte de Smirna y a orillas de Kaikus), cuyo
origen se remonta a los hijos de Andrómaca y en cuyo recinto amurallado todavía
se conservan las ruinas del Templo de Minerva Paliade.
Otro monumento de gran valor histórico y de arquitectura pagana por exce-
lencia es el célebre Templo de Afrodita, con su famosa estatua de Praxiteles, que
aún se conserva en bastante buen estado entre las ruinas de Knidos.
Hacia el Sur y Levante de Caria se extienden las montañas de Licia y de
Panfilia (con las ruinas de Xantus, etc.), lo mismo que las históricas provincias de
Cilicia Traquea y Campestre, en que se eleva el Dyebel-El-Mur como base de las
estribaciones montañosas que limitan Anatolia hacia el sur y la separan de Siria...
mientras al norte, o sea en la Frigia Menor y a orillas del Helesponto, aún surcan
las aguas del pequeño Escamandro la polvorienta llanura de Ilión, o Pérgamo,
reino de Príamo, en que hace miles de años se destacaban, imponentes, las alme-
nadas torres de la altiva Troya, cuyo incendio colosal iluminó la historia, y de
entre cuyas ruinas extrajo no hace mucho, el explorador alemán, profesor
Schliehmann, tesoros de un valor histórico inestimable.
Troya no existe ya, pero el admirador de la Iliada puede reconocer aún sobre
el terreno los sitios que inmortalizó aquel famoso poema.
Y todavía más allá, sobre las gualdas playas de una ensenada azul, en que las
ondas mueren como un encaje de plata, se extienden en sublime confusión las
soñolientas ruinas de Alejandría-Troa, con cuyos restos se construyeron algunos
de los santuarios y palacios más suntuosos de la antigua Bizancio.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

Al uno contemplar a través del halo luminoso de la historia la ondulante y


arrugada alfombra de la antigua Jonia, rodeada de rocosas atalayas que cubre
todo el año un blanco sudario, y en cuyos riscos y peñascos yérguense altivos los
muros salpicados en sangre de vetustos castillos, o se columbran, como nidos de
águilas, miserables aldeas, ocultas en las rinconadas, no se puede menos que
admirar la mano sabia con que la naturaleza ha sabido trazar al lado de sierras y
una inaccesible crestería, florecientes valles y aquellos bellos ríos, que, serpente-
ando su oprimido curso por el fondo de profundas cañadas, alimentan con
suave murmullo las acequias, mueven las pesadas ruedas de los molinos, y
ayudan al hombre en armónico desorden a formar patria por doquiera.
Desgraciadamente, no parecen existir en las costas de la antigua Jonia ya
más puertos de nota que el de Smirna, debido al trabajo de acarreo de los ríos
afluentes, que de día en día han venido disminuyendo el valor de los que otrora
fueron famosos emporios comerciales.
El limo del Meandro, v. gr., ha cegado casi por completo el Golfo de
Látias. Y de toda esa comarca, cubierta en un tiempo de urbes florecientes, no
quedan ya sino paupérrimas aldeas o las ruinas de antiquísimas ciudades, cons-
truidas a manera de anfiteatro a orillas del mar, y de las que hoy apenas subsiste
la celebridad de su nombre.
La descripción de las costas occidentales, que son las que suelen visitar con más
frecuencia los orientalistas, bastaría por sí sola para llenar varios volúmenes. Ahí fue
donde las artes y las letras embellecieron las ciudades de la Dórida, Jonia y Eólida. Y
en esas comarcas es donde las ruinas de Halicarnaso, Mileto y Efeso detienen los
pasos de los hombres familiarizados con el estudio de la antigüedad.
Al uno contemplar desde lo alto de los picachos costañeros, que las nubes
envuelven en vaporoso halo, el litoral marino, sombreado por boscajes de laure-
les y en que las ondas se rompen sin cesar, hay que reconocer que en aquellas
costas cada roca tiene su grandiosa historia y que cada una de esas islas, que
parecen soñar cual bellas gemas sobre la opalina superficie del Egeo, ha tenido
también en uno u otro tiempo sus héroes, y sus genios, y sus épocas de glorias
inmortales.

De regreso de la costa envié nuestro vagón con los asistentes y equipajes por
la vía de Afiun-Kara-Hisar a Bosanti, al paso que yo seguía la marcha a caballo,
acompañado de Tasima a través de las sierras y mesetas de Frigia y Caramania, en
cuyos valles estrechos y sembrados de álamos o castaños se columbraban a trechos
los pardos campamentos de nómadas «yürükes», o caminantes, llamados común-
mente turcomanos porque roceden del lejano Turquestán, y cuya vida agreste
recuerda la de los escitas y cimerios, que ocho siglos antes de Jesucristo solían
vagar también por aquellas soledades fraccionados en hordas, o «ashairs».

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Capítulo XXX

Vigorosos jinetes y soldados infatigables, pasan los turcomanos el invierno


en la Armenia Menor o en Caramania, donde suelen encontrarse abundantes
pastos aún en esa época... hasta que los calores del estío los obligan a abandonar
sus «kishlas» para encaminarse con sus familias y ganados una vez más hacia las
«yailas», en lo alto de horrendas cimas, donde las águilas les disputan las primi-
cias de sus rebaños, y los osos y panteras los obligan a pernoctar a la vera de
humeantes hogueras.

Anatolia, o la altiplanicie del Asia Menor, que circuye un aro de escarpadas y


entrelazadas serranías, fue al comienzo de los tiempos cuaternarios un mar
pequeño, a imagen del Mar Caspio, cuyo nivel se hallaba más o menos a la misma
altura que el del Ponto Euxino, o Mar Negro, en aquella época, es decir, antes de
que un volcán inmenso abriera paso en éste a través del Bósforo y el Estrecho de
los Dardanelos.
Gracias a dicho desagüe, que desagüe fue y sigue siéndolo desde el momento
en que la corriente del Bósforo todavía tiende de Norte a Sur, o sea hacia el Mar
Egeo, pudo el Ponto Euxino continuar descendiendo hasta que quedó completa-
mente separado y formando una cuenca aparte del Mar Caspio.
Prueba de ello nos la ofrecen ciertas argollas de metal sujetas a la faz superior
y confrontando el norte de las Cordilleras del Ponto y de Paflagonia, a las cuales,
según lo asevera el geógrafo turco Hadchi-Hafa y lo atestiguan los habitantes de
aquellas comarcas, se ataban los cables de los buques en la época en que el Mar
Negro, no teniendo desagüe, ascendía hasta ese nivel.
En virtud de tremendas convulsiones sísmicas, que tuvieron por resultdo la
desaparición de la Egeida y probablemente también la de la Atlántida, abriéronse
brecha las aguas del llamémoslo así, Mar Anatoliense, a través de las cordilleras
costañeras y del Antetauro, o Tauro Armenio, formando los profundos cauces del
Tigris y el Eufrates, desviando el antiguo y bien formado curso del Halys, o Kisil-
Irmak, de Sudoeste a Nordeste; profundizando la cuenca del histórico Meandro,
y lanzando las cristaslinas aguas del viejo Saurus por la enorme y salvaje garganta
del Tchakit, o Bosanti-Su, en cuyo fondo cavernas profundas e ignoradas por los
hombres aún centuplican el estruendo de las aguas, que enloquecidas braman y se
retuercen como verdosas sierpes de escamas de plata por entre farallones de miles
de pies de altura y simas horrendas, que se abren y negrean en forma de precipi-
cios insondables.
En el alpino y pintoresco pueblecillo de Kara-Bunar, sito un par de kilóme-
tros más allá de Bosanti y que era entonces todavía un animadísimo centro ferro-
carrilero y punto de partida de la carretera militar de Kület-Bogas (o de “los
castillos de Ibrahim Pachá”) a Tarso; cambiaba uno en esa época del ferrocarril de
Anatolia a otro, pequeño, de decovil, que mantenía el tráfico a través del “gran

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

tunel” del Tauro (entonces en construcción), y que, descendiendo en audaces ser-


pentinas por toda la falda meridional del cerro, iba a trasbordar sus pasajeros y
mercancías en la estación de Kelebek a los trenes del ferrocarril de Bagdad, que los
conducían a su vez a Siria y el Norte de Mesopotamia.
Conociendo ya de antes la ruta de Külek-Bogas, o “gargantas del Tauro”, que
utilizó Alejandro cuando invadió la Persia, remití mis bagajes y asistentes por la
vía decovil a Kelebek, al paso que yo mismo me encaminaba solo y a caballo por
una especie de camino real, que conducía a lo largo del Bosanti-Su y, aunque
ancho al principio, a medida que se iba elevando íbase estrechando, hasta que
acabó por convertirse en una peligrosa vereda, que continuaba ascendiendo y ser-
penteando cuesta arriba, pegada a la fachada casi perpendicular del precipicio,
hasta el extremo de que en algunos lugares subía por el tremendo abismo apenas
sostenida por unos cuantos postes de madera clavados en la lisa faz de aquellas
rocas acantiladas y de miles de pies de altura.
Así seguí trepando, una hora tras otra, con la bestia del cabestro, hasta la
cima, que cubrían espesos bosques de abetos y de robles, o tupidos pinares... y
desde cuyas faldas, agrestes y agrietadas, brotaba de vez en cuando, inmóvil y sus-
pendido sobre el espacio, el rudo tronco de algún cedro centenario, revestido de
líquenes.
Y a medida que ascendía por la penumbra, iba notando que el rumor de las
aguas se iba extinguiendo, hasta que, al dominar la altura, respiré el aire fresco de
la madrugada. Y sentado en un peñasco cubierto de musgo, me puse a aguardar la
llegada del día, que no tardó en presentarse en forma de una esplendorosa línea de
luz, que cubría el horizonte como una cinta de plata, mientras el ruido de las aguas
en el vecino abismo llegaba a mis oídos semejante al rumor de un mar distante.
En esto, se fueron acentuando las luces del alba, y el majestuoso Alah-Dagh,
coronado de nieves, iluminóse de repente con un rayo de sol que, deslizándose de
cumbre en cumbre, tiñó de púrpura los albos picachos de la Tauride, dándoles el
aspecto de colosos graníticos o titanes heridos por saetas de oro.

La ciudad de Alepo la encontré muy cambiada. Por sus estrechas y polvorien-


tas calles zumbaban cual grises moscardones los alemanes autos de máxima poten-
cia, y casi todos los mejores edificios de la villa habíanse convertido, como por
encanto, en espaciosas oficinas, que apenas daban abasto para el personal del Gran
Estado Mayor del general von Falkenhayn.
Durante esa breve permanencia mía en dicha ciudad, tuve el gusto de salu-
dar, entre otros amigos y antiguos camaradas de los frentes de Siria y Mesopo-
tamia, al coronel Lichtschlag, al comandante Löschebrand, a los capitanes Andre,
Reuter, Schütz (aviador), Banse, Langenecker, Martinengo y Brown, y a los
tenientes Anton, Krummer, Bünte y Becker. Y por uno de los oficiales de nuestro

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Capítulo XXX

«intelligence departement», que era una verdadera mina de conocimientos en el


ingenioso arte de Sherlock Holmes supe igualmente que la caída de Bagdad había
obedecido más que otra cosa al desembarque sigiloso y oportuno de casi todas las
fuerzas inglesas disponibles en el África Oriental, con las cuales había atacado el
enemigo de improviso y obtenido el triunfo.
La última noche la pasé en una soirée, por cierto muy amena, en casa de la
familia Pocher, de noble estirpe genovesa. Y cuando el tren pitó la mañana
siguiente para emprender la marcha, encontré con gran asombro mío y de mis
asistentes a nuestros perros tendidos en el vagón, narcotizados, y junto con mi
uniforme, conteniendo el llavero, cartera, pasaportes militares, etc., etc., habían
desaparecido mis botas de montar, kalpak, revólver y no sé cuántos más efectos,
que los ladrones, merodeantes en las estaciones ferroviarias de Siria, habían extra-
ído probablemente con ayuda de un gancho a través de la puerta corrediza, que
mis muchachos habían dejado entreabierta por un descuido.
De la casa del ingeniero Vogt, cerca de la estación de Arab-Bunar (donde
había sucedido el incidente aquel con los doscientos cincuenta deportados aliados
dos años antes), ya no quedaban sino las tapias ennegrecidas por el incendio que
la había destruido. Mientras que desde Rasul-Aín, que de estación terminal del
ferrocarril de Bagdad se había convertido en una de tantas estacioncillas en el
desierto, ya no se notaba de su antiguo campamento de deportados armenios sino
un montón de harapos y osamentas, en que escarbaban los perros y sobre la cual
se mecían perezosos algunos buitres.
Al otro día, o sea el 25 de octubre (1917) paró por fin nuestro tren al pie del
cerro de Mardin, que coronamos a caballo tras un ascenso fatigoso de media hora.
E internándonos por toda la calle principal, que orillaban los bazares, nos apea-
mos al rato ante la casa hospitalaria de los doctores Stoffels y Grunewald, que,
dicho sea de paso, ofrecía un golpe de vista admirable sobre las cobrizas pampas y
desiertos de Mesopotamia.
Allí supe por Stoffels la muerte del capitán von Auluck, lo mismo que algu-
nos detalles adicionales sobre la caída de Bagdad. Y después de la cena, fuimos a
pasar un par de horas en el simpático “casino automovilista”, donde el teniente
Kühne y demás jefes y oficiales de los destacamentos acantonados en Mardin y sus
alrededores me festejaron con esa cordialidad característica de la gallarda oficiali-
dad de carrera alemana.

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Capítulo XXXI
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Mesopotamia, en el sentido más amplio de la palabra, alcanza hasta los con-


fines de la antigua Armenia, y llaman los árabes «el-dyesiret», o la isla entre ríos.
Su parte septentrional, que baña en toda su extensión el curso superior del Tigris,
se halla separada de la “llanura desierta”, o el Badiet-Es-Sham, por las nevadas sie-
rras del Karadchá y del Tur-Abdín, que forman la línea divisoria de las aguas.
De estas calizas cordilleras, que se extienden como una muralla por espacio
de doscientos kilómetros entre Karabagtche y la ciudad en ruinas de Dyesiret-Ibn-
Omar, despréndese en sentido meridional la red hidrográfica del Chabur, tribu-
tario del Eufrates, al paso que en dirección al Norte, un sinnúmero de riachuelos,
ignotos en su mayoría, que se descuelgan de escarpadas serranías y se deslizan por
el fondo de profundas cañadas, hasta que las aguas del verdoso Tigris los detienen
y arrastran consigo hacia el lejano golfo de Persia.
Y fue siguiendo por la margen derecha de uno de esos insignificantes tributa-
rios del Tigranis, llamado el Ak-Su, si no yerro, que una mañana del mes de octu-
bre nos internamos por cierta altiplanicie de tonos violáceos y anaranjados, que
cortaban en diversos sentidos rojas torrenteras y en cuyas profundas hondonadas,
que cubrían las brumas, se mecían boscajes de olmos o de álamos, de grises rama-
jes, que se reflejaban fantasmales en el cristal opaco de linfas estancadas.
Y sólo cuando el lejano llanto de los lobos, que infestan aquellas serranías iba
en aumento, fue que nos desmontamos, al fin, ante el santuario monacal de Yanik
(que se reclina en una laja inmensa, al pie de un cerro)... para besar la mano de su
reverendo Sheik, de aspecto venerable y patriarcal, que había venido a recibirnos
al pie del estribo y que a la trémula luz de las antorchas semejaba uno de aquellos
magos de la antigüedad, tocados de lucientes tiaras y vestidos de traje talar.
Y a medida que la oscuridad iba en aumento, íbase el cielo cubriendo de
negros nubarrones, hasta que un fuerte vendaval, acompañado de furiosa tor-
menta de granizo y copos de nieve, comenzó a azotar los cristales de la pequeña
estancia en que el Sheik y yo nos hallábamos haciendo los honores a una frugalí-
sima cena, en tanto que el jefe del retén de gendarmería, estacionado allí, que era
un anciano oficial takaut y que se había acostado ya, se cubría apresuradamente de
su indumenta, consistente en media docena de piezas interiores y camisas y chale-
cos de diversos colores, coronados por una guerrera militar y un manto de pieles...

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

pues, los viejos turcos, de costumbres arcaicas, opinan que el traje copioso protege
no sólo contra el frío, sino también contra el calor.
Después de la cena, nos sentamos los tres sobre una alfombra y en torno a un
brasero de cobre, para tomar la tacita de café de rigor, fragante a kákola, y fumar
cigarrillos de un aroma exquisito, al paso que el Sheik y el anciano Mustafa
Effendi, visiblemente afectados por el recuerdo de añejas añoranzas, hacían desfi-
lar ante mi mente impresionada una admirable serie de leyendas locales, que a
imagen de una filigrana o luminosa faja de oro y sangre se extendía, interminable,
a través de aquellas serranías... desde Malatia, patria del sarraceno Cid, el
Campeador, hasta el arroyo que de las nieves se desprenda para ir a morir entre las
angosturas del barroso Tigris, al pie de las derruidas torres y atalayas de Dyesiret-
Ibn-Omar... donde, según parece, tuvo su origen aquella extraordinaria mitología
mesopotámica, que de entre nubes de incienso, mirra y hashish, arrancó a las
arenas del desierto la macabra leyenda de los «guls», o genios, que devoran el cora-
zón a los muertos, mientras que de los aires, la de los «dyins», o vampiros, que a
imagen de nuestras «mancaritas», en la Cordillera de los Andes, ante el aspecto del
hierro, en forma de una aguja que fuere, huyen despavoridas hacia las espesuras,
cual Lucifer ante el sagrado signo de la Cruz.
Y cuando la madrugada siguiente nos sorprendió todavía sentados en torno
de aquel brasero de cobre y el cielo comenzó a inundarse de matices de nácar,
empecé también yo a comprender por fin por qué los antiguos solían adorar el sol.
Ese día pernoctamos en la aldea de Ak-Bunar, sita a la vera de cierta carretera
militar, que estaban construyendo entonces entre Diarbekir y Mardin, y por la
que se veía arrastrándose, a imagen de sierpe moribunda, una de tantas caravanas
de kurdos «mohadchirs», o refugiados de las provincias de Bitlis y de Van, que
iban marcando sus jornadas con regueros de huesos y cadáveres carcomidos.
Por la tarde vadeamos el Tigris en diferentes lugares, y atravesando los verge-
les de Zofene y sus extensos morerales que las autoridades habían hecho talar en
arte por la falta de leña, entramos al oscurecer en la ciudad de Diarbekir, o Kara-
Amid, que yo ya conocía de antes, allá cuando venía del Cáucaso huyendo ante las
persecuciones de Dyevded y de Halil Beys.
Diarbekir había cambiado poco durante mi ausencia. Su población armenia
masacrada había sido en su mayor parte reemplazada por turcos y kurdos inmigra-
dos de las provincias orientales.
Sus mezquitas, torres y alminares perfilábanse todavía sombríos en el tur-
quino cielo de Mesopotamia, en tanto que por la masa de sus azoteas de tierra
pisada veíanse serpenteando en todas direcciones sus callejuelas sin fin bordeadas
de caserones construidos con materiales oscuros y ornados de artísticas gasas arme-
nias... lo mismo que sus arterias principales, tachonadas de tiendecillas estrechas y
bajas, fragantes a especias, o minúsculos talleres, abiertos hacia afuera, en que los

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Capítulo XXXI

artesanos, en cuclillas, tejían tisúes, tornaban sándalo, incrustaban marfil o irisado


nácar en lucientes láminas de ébano, confeccionaban kaftanes o chil-abaghs con polí-
cromas lanas y gamuzas indígena, labraban plata y oro en finísimas filigranas, o bor-
daban en sed sus gualdrapas de fieltro y tafiletes, llamadas «dyils», que cubren el
lomo de las bestias hasta las ancas.
Entre la apretada muchedumbre, que atestaba las calles más céntricas a no
poder más, notaba yo con frecuencia caras conocidas, pertenecientes a numerosos
miembros de las fuerzas con que yo había sitiado a Van casi tres años antes, y que,
al reconocerme, solían agruparse en torno mío para saludarme con un respetuoso:
«Alah selamet versin, Beym. Hosh guélinis, Beym. Mashalah, Beym», que signi-
fica, «Dios os dé salud, Señor. Seáis el bienvenido; a Dios gracias que hayáis
venido, Señor».
Y en el palacio de la Gobernación, adonde había ido a ofrecer mis respetos al
Gobernador General de la provincia y ex-Vali de Musul, Haidar Bey, me encontré
con un crecido número de ex empleados del vilayato de Van, así como con varios
jeques kurdos, que habían militado también bajo mis órdenes en aquella época, y
que a pesar de su carácter indomable casi habían permanecido al servicio del Sultán
mediante provechosas sinecuras.
Aquella misma tarde fui a ponerme a las órdenes del teniente coronel Mugh-
Ed-Din-Bey, quien, por haber ido entretanto Fesi Pachá a Palestina, a hacerse cargo
del VII Ejército, había quedado encargado interinamente de la dirección de nuestro
II Ejército del Cáucaso... mientras llegaba su nuevo General en Jefe, Nihat Pachá.
Mugh-Ed-Din era un hombre culto e inofensivo hasta cierto punto, pues de lo
contrario no lo hubieran encargado los jóvenes turcos de un puesto tan responsable
como aquél. Mas no por eso dejaba de ser también un cortesano en extremo astuto
y político consumado, que conocía a fondo las simpatías sinceras que me seguía pro-
fesando Enver Pachá a pesar de las Razones de Estado que le habían obligado a des-
terrarme hacia aquellos contornos, y, por consiguiente, en vez de hostilizarme, como
lo hubieran hecho otros de menos talento, se apresuró más bien a darme carta
blanca para que hiciera como mejor me plugiera, y hasta me encargó prácticamente
(ya que debido a la ausencia del General en Jefe oficialmente no lo podía hacer), de
la inspección de la caballería en nuestro II Ejército.
Allanada, pues, esta escabrosa faz del peligroso problema que me confrontaba,
pude dedicarme con más calma de ahí en adelante, durante mis horas libres (que
eran las más, por supuesto), a la lectura y al estudio sobre todo de las mezquitas de
aquella histórica urbe, que ostentaban con frecuencia bellos portales ojivales o en
forma de herradura, ornados de rojos, azules y verdes detalles decorativos, imitando
estalactitas, y moriscos lienzos de murallas, cubiertos de dibujos sin fin.
A varias de ellas las hallé transformadas en hospitales militares, o en asilos casi
siempre repletos de ancianos, mujeres y niños kurdos mohadchirs, afectados de

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

toda clase de enfermedades contagiosas y en extremo repugnantes, que por falta


de pan y medicamentos iban pereciendo diariamente por centenares.
Lo propio sucedía con sus compañeros, alojados por decenas de millares en
las inmundas galerías de las murallas de circunvalación, quienes, excepto las
escasas limosnas que lograban recoger, no contaban con más medios de subsis-
tencia o alimento que los huesos que a modo de perros escarbaban de entre los
montones de basura, y la carroña o sangre coagulada de los camellos, caballos y
jumentos fenecidos a la vera de los caminos, que algunos de entre ellos solían
expender a los demás como viandas, tajadas ya en raciones y expuestas sobre
cajas, a guisa de mostradores, junto a la entrada de la puerta occidental llamada
Rum-Kapu, o de Alepo.
Además del casino militar otomano, existía en Diarbekir un elegante casino
austro-húngaro, donde yo solía pasar muchas noches en compañía del capitán
Schwachhöfer, jefe del parque automovilista austriaco acantonado en dicha plaza,
y en la de sus no menos cultos y caballerescos compañeros, los capitanes de sani-
dad, Dr. Vittels y Dr. Eggerling; los tenientes y subtenientes Schallgruber,
Garbeschik, Richter, Madile, Haussner, Ballini, y el reverendo Schwartz, capellán
de dicha brigada, que había residido durante muchos años en la India Oriental.
En eso pasaron algunas semanas... cuando un día me llegó la orden de ir a
Mésireh y Palú en viaje de inspección, razón por la cual partí a la caída del sol de
ya no recuerdo qué fecha con rumbo a Levante.
La noche era lóbrega y el valle se extendía interminable en pos de un hori-
zonte en que se destacaban tres agujas de plata coronando las nieblas vespertinas.
Y a medida que la luna iba esparciendo sus argentados rayos sobre la llanura y la
diamantina cima del Tur-Abdín, que envolvía un halo de tibias claridades, nos
íbamos alejando más y más de Diarbekir, que en medio de aquella noche oscura
seguía brillando como una diadema inmensa de soles encendidos.
Galopando silenciosos y al través de áridas estepas, sin ningún árbol ni vida
ni cultivo, fuimos dejando atrás grisáceas serranías, que en lontananza parecían
agitarse, fantasmales, hasta que los albores de la aurora inundaron el cielo de mati-
ces de rosa, y, rasgando los tules vaporosos que cubrían la pampa, perfilaron en un
caos de áureas lejanías las rotas atalayas y murallas de Meyafarkin, en que algunos
historiadores han querido reconocer a Tigranocerta, la legendaria capital de
Tigranis II, rey de Armenia, que abatió en el polvo el alfanje de Mahoma y que en
un tiempo fue justamente celebrada no sólo por la fertilidad de las llanuras que la
circunscriben y la ruta de caravanas que aún la comunica por la vía de Redvan y
de Hasan-Keif con la vetustas Nisibin, a orillas del Badiet-Es-Sham; sino también
y muy especialmente por los que otrora fueron sus famosos templos y alcázares
encantados, que, apoyados en lucientes columnas y adornados de frontones de
basalto negro y épicos bajorrelieves, reflejábanse en fuentes de pulido mármol y en

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Capítulo XXXI

hilos de plata, que a la sombra de los azahares rimaban estrofas y entonaban


himnos en loor del más grande guerrero y monarca de la antigua Armenia,
Tigranis II, cuyas águilas biceps, de negros plumajes y garfios de oro extendían sus
alas en aquella época desde el río Araxes hasta el cristal pristino del viejo Nilo.
Siguiendo siempre en dirección al Norte, en conformidad con la vertiente
de las aguas, no tardamos en llegar a la pequeña kasaba o aldea de Urash, que
dejamos atrás. Y atravesando ciertas alturas, casi totalmente deshabitadas, de las
cuales se desprende el Batman-Su y que batían las heladas brisas del Sasoún,
fuimos a pernoctar en otro miserable pueblecillo, llamado Ilidche, desde el cual
se notaba hacia Levante una escarpada serranía, que coronaban las argentadas
cumbres del Dárkosh, Antogh y Harzen-Daghleri, y que representa el block
meridional de cierto sistema orográfico enorme, llamado comúnmente el
Antetauro, o Tauro armenio.
De Slivan en adelante fuimos descendiendo, para abreviar el camino, por
veredas extraviadas, hasta que la brisa disipó las brumas y nos permitió entrever el
curso del antiguo Arsanias, o Eufrates Oriental, que, impulsado por la depresión
del terreno, se lanza desde cerca de Mush hasta Kum-Köi por espacio de cincuenta
kilómetros a través de los contrafuertes orientales del salvaje y escarpado
Antetauro, y, rodeado de numerosos afluentes que rugen en el fondo de negros
abismos, siguen aún excavando su cauce profundo y en parte inexplorado, en que
alternan cataratas, gargantas y tonantes angosturas con trechos donde, según la
voz del vulgo, sus aguas perforan las montañas en forma de inmensos túneles.
Cuánto hay de verdad en todo esto, es cosa difícil de conjeturar. Lo único
que sí se sabe de cierto es que una de las numerosas e inaccesibles fachadas que
prestan su sombra a las torrentosas aguas de sus gargantas lleva esculpida encima
cierta inscripción en caracteres cuneiformes, ya no recuerdo si de orden vánico o
asirio, que tienden a demostrar claramente cómo once siglos antes de Jesucristo, o
sea en tiempos de Teglatfalasar, su curso había sido explorado ya y tal vez hasta
utilizado por los antiguos para fines comerciales.
El corazón del continente asiático oculta tantas y tan extrañas cosas, que, a
pesar de cuantos esfuerzos hagamos por tratar de comprenderlas, continuarán
siempre siendo jeroglíficos indescifrables para nosotros.

Tras un descenso penoso, divisamos al fin, orillando el Eufrates y desprovista


ya de sus antiguos puentes, castillos, templos y alcázares, la ciudad de Palu, que
fue desde adonde en tiempos de San Gregorio el Iluminado se extendió el
Evangelio por la antigua Armenia, y que durante la guerra sirvió de base a nuestro
IV Cuerpo de Ejército, cuyo campamento se veía extendido y sus hogueras hume-
ando a la sombra de las sombrías montañas del Dersín, que en aquellos contornos
llevan el nombre de “la tierra de la desolación y del terror” a causa de hallarse

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

habitadas casi totalmente por feroces tribus de kurdos seminómadas, que vivían y
siguen viviendo del saqueo, y que, si bien sometidas nominalmente a la Sublime
Puerta, continúan haciendo cuanto mejor les place.
Al contemplar a Palu, me vino a la mente aquel célebre dicho, de que “las civi-
lizaciones crecen como los árboles, y como los árboles forzosamente han de caer”.
Rodeada de soberbias serranías, no ofrecía dicha kasaba, fuera de algunas
mezquitas de un mérito dudoso, más cosa digna de verse que sus estrechas calles
por las cuales transitaba, incesante, un torrente de tropa, vestida de grises unifor-
mes y en cuyos rostros demacrados, aunque varoniles, se notaban con frecuencia
las huellas del tifus y las agonías del hambre bajo un semblante aparentemente
sereno, pues en aquellas montañas se vieron los bravos de los Dardanelos, sobre
todo durante el invierno de 1916, más de una vez totalmente acosados por la
necesidad, que, según parece, no faltaron hasta casos de antropofagia.
Algunos de sus retenes más avanzados permanecieron durante dicho invierno
por espacio de semanas enteras incomunicados del resto del ejército, ya que en
Capadocia, lo mismo que en el Cáucaso, los inviernos suelen ser por punto gene-
ral en extremo rigurosos, a causa de las diferencias de latitud, que no permiten
fijar norma.
Gracias sólo a las carreteras improvisadas que mandó abrir a toda prisa el
teniente coronel von Falkenhausen en la primavera y el verano de 1917, fue que
nuestro II Ejército pudo resistir victoriosamente durante el segundo invierno al
empuje de los ejércitos rusos, que de legiones moscovitas se habían ido convir-
tiendo rápidamente en bandas de comitadchis armenios uniformados y mandados
por jefes irregulares (también armenios en su mayoría), cuyas miras parecían estri-
bar únicamente en saquear, asesinar y cometer venganzas y aplicar torturas que
por lo bárbaras se resiste la pluma a describir.
Y todo ello debido a la falta casi completa del control que habían venido ejer-
ciendo hasta entonces sobre aquellas hordas de llamados soldados cristianos los
oficiales del ejército regular moscovita, pues la situación apremiante porque se
hallaba atravesando en esa época el Imperio de los Romanoff había reclamado en
el frente polaco no sólo la presencia de casi toda la oficialidad, sino también la de
la inmensa mayoría de la tropa de línea, perteneciente a las fuerzas rusas que ope-
raban en Anatolia contra nuestro III Ejército, a las órdenes de Vehib Pachá, y en
el Cáucaso contra nuestro II Ejército cuya ala izquierda, representada por nuestro
IV Cuerpo de Ejército, cubría el sector de Palu y se apoyaba hacia el Norte firme-
mente en las infranqueables serranías del Dersín, donde las feroces e irreductibles
tribus de los kurdos «zazas», nativas de aquellos contornos, nos secundaban efec-
tivamente no tanto por amor a la Sublime Puerta cuanto por odio a sus enemigos
mortales y lejanos parientes, los armenios.

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Capítulo XXXI

En el Dersín se apoyaba igualmente el ala derecha de nuestro III Ejército,


razón por la cual las tribus kurdas en armas de dichas montañas constituían el
centro de nuestro frente caucásico-anatoliense, que se extendía por espacio de cua-
trocientos a quinientos kilómetros, desde las regiones alpinas del Alto Bothan
hasta las inmediaciones del puerto de Samsoun.
Tanto Rusia como Austria y Alemania, que eran las únicas monarquías, euro-
peas en que los alados ideales de la Revolución francesa no habían logrado sentar
sus reales, fueron sintiendo durante el curso de la Guerra Mundial las pulsaciones
de esa fiebre fatal para todas las testas coronadas, que antes del descubrimiento de
la máquina de vapor solía llevar el nombre de republicanismo pero hoy que la
electricidad sigue suplantando rápidamente el vapor y convirtiendo las masas de
artesanos en clases proletarias políticamente organizadas, lleva el nombre de socia-
lismo, y en algunos lugares, como Rusia y Hungría, por ejemplo, también el de
radicalismo, o bolchevismo.
Atormentado el pueblo ruso, y, sobre todo, el débil y taciturno «mujik» por
la sed de justicia, de que la cruel y temeraria dinastía de los Romanoff los había
privado durante siglos, a fuerza de latigazos, al comenzar la guerra fuéronse acu-
mulando sobre los grises horizontes de Moscovia aquellos fatales nubarrones sem-
brados de rojos parpadeos y precursores de la tormenta, que bajo los auspicios de
la llamada “alianza de los zemstows”, encabezada por el príncipe Ivoff y el general
Elexiyeff, habían de acabar por herir mortalmente, y bajo el cetro del irresoluto
Kerensky y la mano de hierro de Lenín, por reducir a polvo totalmente el funesto
régimen de los Romanoff y hacer rodar por el suelo las cabezas de casi todo el clero
superior greco-ortodoxo y la nobleza moscovita, que, a semejanza de la nobleza
francesa, en tiempos de los Borbones, habían estado hasta principios de la guerra
disfrutando también arbitrariamente de la mayor parte de las tierras cultivables en
aquel inmenso y opulento imperio.
Una vez derrocado Kerensky y reducidos a la impotencia los burgueses cade-
tes de Milinkoff, lo mismo que las sectas anarquistas de los «menchevikis», asumió
Lenín el mando de todos los sóiviets de Rusia, y sin tardanza comenzó a repartir
entre la clase proletaria y los indigentes mujiks las tierras usurpadas por el clero
greco-ortodoxo y la nobleza; a implantar a la fuerza el derecho de gentes y la ins-
trucción pública y obligatoria; a sofocar las numerosas rebeliones que so pretexto
de establecer gobiernos autónomos jefes realistas, disfrazados de socialistas, habían
iniciado en la mayor parte de las entidades políticas del ex Imperio; a fomentar la
agricultura y restablecer las nacientes industrias de su patria sobre una base sindi-
calista más bien que socialista; a reemplazar sus hordas rojas de obreros y soldados
por ejércitos disciplinados y dirigidos por las primeras espadas del Imperio, y, por
último, a eliminar en lo dable la extremada rigidez e intransigencia del dogma bol-
chevista, y a tratar de reanudar sobre una base justa y equitativa las antiguas rela-

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

ciones políticas y comerciales entre Rusia y las demás naciones del Viejo y del
Nuevo Mundo.
Ahora, el que el bolchevismo vaya a imperar en Rusia eternamente en su
forma actual, no es de suponer. Lo más probable es que, siguiendo las huellas de
la revolución francesa, después de la era de exterminio, pase dicho régimen por un
período de relativa calma (como sucedió en Francia durante el triunvirato) para
luego sentar sus reales en forma de una república federal, como Suiza, o burguesa,
como la francesa, pues no hay plazo que no se cumpla y las leyes inalterables del
equilibrio exigen y seguirán exigiendo eternamente el estricto cumplimiento de
sus sabias normas, no sólo en lo tocante a la materia inerte, sino también en lo
relativo a la estabilidad y normalidad en la marcha de las entidades étnicas llama-
das comúnmente “naciones civilizadas”.
El hecho de que el gobierno radical de Lenin se haya negado a admitir la prepo-
tencia de los «trusts» y a devolver sin más ni más los veinticinco mil millones de fran-
cos oro (en parte latinoamericanos) que los banqueros franceses prestaban
imprudentemente y con fines harto conocidos al gobierno de los Zares, no constituye,
a mi modo de ver, una razón bastante justificada para declarar el régimen de los boche-
vistas fuera de la ley, puesto que la revolución maximalista no representa en el fondo
sino una reproducción más o menos exacta de la revolución francesa en todas sus
fases... desde la guillotina de Robespierre hasta el templado régimen del triunvirato...
La única diferencia consiste en que, conforme a ésta la inspiraron el entusiasmo y la
imaginación de la raza latina, que a imagen de los rayos del sol de mediodía abrasan y
matan, pero vivifican, la revolución bolchevista nació de entre las lágrimas de sangre
del esclavizado pueblo moscovita, y fue el fruto tal vez prematuro del carácter patético
y soñador de la raza eslava, que durante sus arranques de loca pasión tritura y mata
también, mas no por medio del brillo del sol de mediodía, sino por medio del halo
macabro y mortecino del sol de las mares glaciales, que durante las noches boreales
inunda de tristes iluminaciones los témpanos de sus heleros y les arranca destellos
impregnados de frío polar.

Derrotados los rusos una vez tras otra por las legiones de von Hindenburg,
no tardó el generalísimo Korniloff en echar mano hasta de sus últimas reservas
acantonadas en el Cáucaso, motivo por el cual, a mi regreso a Diarbekir, lo pri-
mero que supe fue que el Alto Comando en San Petersburgo había decretado la
evacuación y el traslado inmediato de sus tropas de línea en el frente caucásico a
los de Polonia y de Galizia, quedando encargado del resto de las fuerzas expedicio-
narias ruso-armenias en el Asia Menor el general Odishlitze, cuyo cuartel general
se hallaba situado en Erzerum.
Y simultáneamente casi con esa fausta nueva nos llegó la infausta de que el
ejército británico a las órdenes de Lord Allenby se había apoderado por sorpresa

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Capítulo XXXI

de Bir-Es-Sabah, y que el ala izquierda enemiga, arrollando nuestra derecha, en las


inmediaciones de Gaza, la había obligado a retroceder en completa confusión
junto con nuestro centro en dirección de Ramleh y de Jerusalén.
La suerte estaba echada. El final del drama había comenzado.

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Entretanto había recrudecido el invierno.


Fuertes nevadas convertían a diario la roja pampa en un blanco sudario, sur-
cado por profundos lodazales, que obstruían el paso a nuestras columnas volantes,
las cuales iban avanzando a marchas forzadas en auxilio de Palestina, para ayudar
a contrarrestar el avance de los ingleses, quienes se habían apoderado en aquellos
días de Belén, Hebrón y Jerusalén
El triunfo de Lord Allenby había sido completo, a juzgar por sus boletines de
guerra, que hacían ascender el botín a noventa y nueve cañones y morteros, cin-
cuenta y ocho mil granadas, siete mil rifles y diez y nueve millones de tiros.
El coronel von Kress, destituido, había ido a Alemania. El teniente coronel
Tiller se había hecho cargo de la guarnición de Adana, mientras el resto de la vete-
rana oficialidad germana en el frente del Sinaí habíase dispersado casi por com-
pleto, o había regresado a Alemania para ya no volver más a Turquía.
Y como para completar aquel funesto cuadro, llegó la nueva de que nuestro
VI Ejército, hambriento y diezmado por las epidemias, se había visto obligado a
retroceder desde Samarra a Erbila, sacrificando Tikrit, al paso que el enemigo,
avanzando desde Bagdad por la vía de Feludchah, había atacado con fuerzas supe-
riores la guarnición de Hit, a orillas del Eufrates, que era un punto estratégico de
suma importancia para nosotros, desde el momento en que protegía la única ruta
de caravanas por la cual el adversario hubiera podido amenazar a Alepo, o sea el
corazón de Siria, sin necesidad de pasar por Musul o Palestina.
Estas y otras múltiples circunstancias, que no me es posible mencionar por
falta de espacio, iban a demostrar de una manera convincente que nuestra situa-
ción en Siria, Palestina y Mesopotamia continuaba empeorando cada vez más,
razón por la cual recibió el Asien Korps, que acababa de llegar a Constantinopla,
procedente de Europa, la orden de continuar la marcha con rumbo a Tierra Santa,
en tanto que a nuestro II Ejército le llegaba el aviso de irse preparando para por si
acaso sus servicios llegaren a hacerse necesarios en Siria o Palestina.

A las nevadas seguían fuertes deshielos, que hacían desbordar las aguas del
cenagoso Tigris, anegando sus islas, sembradas de olmos y pobladas de aves acuá-
ticas, que con melancólicos gritos sacudían sus alas sobre aquellos parajes de tris-

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

teza inmensa y en que con frecuencia solía yo pasearme a caballo, escopeta en


mano, para aquietar los nervios después de las largas horas de estudio que pasaba
a diario, sumido en la penumbra de mi pequeña biblioteca y sumergido hasta los
hombros en un sillón de cuero, que confrontaba la amarillenta calavera de un
armenio fusilado, a quien yo había conocido en vida, y que había hecho colocar
sobre mi escritorio adrede, a fin de que me sirviera de ejemplo y me recordara a
todas horas en compañía de quiénes allí me hallaba.
Otras tardes las pasaba yo soñando, con los ojos abiertos, y admirando desde
lo alto de algún musgoso minarete la oscura masa de lejanas serranías, en cuyas
faldas abruptas y sombrías se arrastraban las gasas vaporosas, al paso que en sus
cumbres que bañaba la lumbre deficiente del sol poniente, brillaban cual broches
de diamantes las nieves eternas.
Y así, pasando los días sumidos en el estudio, en tanto que las noches en el
casino, en compañía de un grupo de cultos camaradas austriacos y alemanes, me
sorprendieron la Noche Buena y el Año Nuevo de 1918... mientras sobre las este-
pas de Siberia, Polonia, Rusia y Ucrania se alzaban hacia el infinito los gritos y los
alaridos de los agonizantes, y las albas nieves de la Foret desde Vosges se cubrían
de lágrimas de sangre, pues, según los despachos que iban llegando, tanto en
Oriente como en Occidente de la Europa en llamas seguía cosechando el cegador
macabro a manos llenas su tributo de sangre.
Y a medida que en los horizontes de Moscovia, sembrados de tinieblas y
relámpagos, seguíanse perfilando, tenebrosas, las siluetas de Lenin, Korniloff,
Alexiyeff, Kaledin, Pegliura y Skoropadky, continuaba la paz universal alejándose
cada día más a causa de las exigencias exageradas de Alemania, que, confiada en el
creciente poder de sus submarinos, íbase aprestando para impedir el futuro
desembarque del ejército expedicionario norteamericano en Francia... mientras
nuestras divisiones seguían combatiendo las tropas de Odishlitze en el sector de
Bitlis, hasta que un día se publicó la orden formal y definitiva de la evacuación del
Cáucaso por los rusos, que aprovechó nuestro III Ejército para marchar a tambor
batiente y banderas desplegadas hasta Baku, a orillas del Mar Caspio... al paso que
nuestro II Ejército levantaba campamento para ir a sentar sus reales en la provin-
cia de Alepo, que en adelante le había de servir de base y zona de operaciones en
caso de un desembarque o avance formal de los ingleses por la vía del Eufrates.

Tal era el estado de cosas cuando, a mediados de enero de 1918, formamos


fila de honor frente a la Puerta de Mardin, para recibir al General en Jefe de nues-
tro II Ejército, Nihat Pachá, que era de origen «pomako», o búlgaro mahometano,
y reunía a las dotes de un brillante militar las de un probo y perfecto caballero.
De estatura pequeña más bien, fornido de cuerpo, y de habla y semblante
francos, gustaba Nihat Pachá sobremanera de largas excursiones a caballo por las

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Capítulo XXXII

pamperas márgenes del Tigris, que solían acabar por arrancar gemidos de deses-
peración y gruesas gotas de sudor a los más corpulentos de entre los jefes de sec-
ción en nuestro Estado Mayor. Y un par de semanas o tres después de la llegada
de nuestro nuevo Generalísimo, recibió el II Ejército orden de trasladarse en el
término de la distancia al norte de Siria, menos el IV Cuerpo de Ejército, que
había de seguir ejerciendo la policía de frontera mientras las fuerzas armeno-mos-
covitas acababan de desocupar el sector de Bitlis.
Era el momento supremo para mí.
Y cuando Nihat Pachá me reveló con semblante apenado los párrafos más salien-
tes de aquella carta fatal, en que Enver ordenaba a Fesi que «yo no debía salir ya nunca
más de aquellos contornos», tuve que valerme de toda mi diplomacia para poder con-
vencer al buen Nihát de la gran injusticia que se estaba cometiendo conmigo...,
motivo por el cual, y para recompensarme en lo dable de las amargas horas que había
pasado como “ilustre desterrado” en Diarbekir, me concedió en el acto no sólo per-
miso para separarme de un todo del II Ejército, sino igualmente para que antes de
regresar a Constantinopla fuera a saludar a mis antiguos compañeros de armas en el
frente de Palestina y el Cuartel General de von Falkenhayn en Nazaret.
Y cuando una semana después de aquella entrevista el tren especial de nues-
tro Estado Mayor pasó tonante sobre el puente de hierro de Cherablus, y a orillas
del Eufrates en la tostada estepa comenzaron a destacarse los contornos del
pequeño astillero de von Mück, no pude resistir a la tentación, y de un solo salto
fui a parar en aquella hospitalaria, donde pasé la noche en compañía de un grupo
de excelentes camaradas, hasta que el estridente silbido del tren que me había de
conducir a Alepo me hizo levantar, al aclarar el día, de la mesa en torno de la cual
habíamos estado festejando las viejas hazañas de Göben y del Breslu, que el mar se
había tragado.
Esa noche permanecí en Alepo. La siguiente la pasé en el «express» de
Baábek. Y a la media mañana del día subsiguiente me hallaba ya en la estación
central de Damasco formando parte de la fila de honor, que la oficialidad oto-
mana encabezaba, seguida por la alemana, y luego por la austriaca, a fin de salu-
dar a su llegada al general von Falkenhayn, que regresaba a Europa después de
haber entregado el mando de sus legiones al Mariscal Liman von Sanders Pachá.
Era von Falkenhayn el prototipo del oficial de caballería alemán, esbelto y
elegante. Y cuando con sus bigotes “a la Blücher” y tocado del reglamentario kalpak
tubular otomano, que lo hacía aparecer todavía más alto se puso a pasar revista a
un grupo de sesenta oficiales de su Plana Mayor, que le habían precedido, noté en
su semblante, al parecer risueño, algo así como la sombra de un dolor profundo y
harto justificado.
Con él había venido su jefe de Estado Mayor el coronel von Dommes, el
cual, al verme, vino a saludarme afectuosamente, sin duda porque comprendía

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

que yo era amigo suyo de verdad y sentía tanto o más que él mismo tal vez la triste
suerte que le había tocado.
Por la tarde monté en un auto para ir a visitar al general von Herrgott y a su
I. A., nuestro viejo compañero de Bir-Es-Sabah, el comandante von Mayr. Y
mientras me hallaba paseando por los jardines de la hermosa quinta en que estaba
instalado el Alto Comando, encontré en una de sus alamedas embalsamadas y
tachonadas de albos guijarros nada menos que a Küchüuk-Dyemal Pachá,
General en Jefe del IV Ejército, rodeado de un grupo de cortesanos uniformados
y empeñados en querer hacerle comprender que el verdadero genio militar en
aquel ejército lo era él, en vez de su Jefe de Estado Mayor, el general von Herrgott.
A propósito de este caso, cuya moral salta a la vista, me permitiré observar
que uno de los grandes errores que ha cometido en todo tiempo y sobre todo
durante la Guerra Mundial la mayoría de los oficiales superiores jóvenes turcos,
ha consistido en que, por haber llegado a dominar a duras penas la rutina del ser-
vicio, se creían desde luego ya también capaces de dominar la materia, o sea el
complicadísimo sistema táctico-administrativo del moderno arte militar en sus
múltiples aplicaciones.
Los grandes desastres y derrotas que han sufrido los oficiales superiores oto-
manos, desde Enver y Halil para abajo, cada vez que han tratado de hacer las
cosas por sí solos, van a mostrar de una manera convincente, que para hacer la
guerra no basta con la buena voluntad y el valor personal únicamente. Y que
todo jefe que se dejare influenciar por las alabanzas de sus subalternos está lla-
mado a fracasar tarde o temprano, por excelentes que fueren sus cualidades y
grande su buena voluntad.

A Derea o Deraát, es decir, a la estación de empalme entre los ferrocarriles de


El-Hedchás y de Palestina, que seis meses antes había dejado triste y soñolienta en
medio de su polvorienta llanura y coronando los restos de la bíblica Edrei, capital
del rey Og de Basán, la encontré a mi regreso transformada en un animadísimo
centro de etapas y parque de aviación, cuyos biplanos iban diariamente a lanzar
bombas sobre los aduares de las cábilas rebeldes, que, contagiadas por el movi-
miento secesionista del Jerifa Huseín de la Meca, habíanse sublevado en masa y
estaban infestando el borde del Badiet-Es-Sham desde el Haurán hasta Amaán y
Maán, interrumpiendo el tráfico del ferrocarril de El-Hedchás y asaltando a cuan-
tas caravanas o convoyes pasaban por aquellas soledades en dirección a las ciuda-
des de Es-Salt y Kerek, que representaban nuestros principales centros de etapas
en el Ostjordanland.
En Samar, que orilla el Mar de Galilea por el costado del sur, y donde tres
días antes se habían cruzado los trenes de von Liman Pachá y el general von
Falkenhayn, supe por el jefe de estación que la entrevista celebrada allí por dichos

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Capítulo XXXII

señores había carecido hasta cierto grado de cordialidad, y que el general von
Liman, al notar que el Estado Mayor del (?) [sic] Ejército estaba tratando de pasar
con disimulo en su tren especial por junto al suyo, par ir a instalarse en la ciudad
de Es-Salt, había montado en cólera, y ordenándole que se regresara inmediata-
mente a su antiguo cuartel general, había comenzado a dar de baja a gran parte de
la oficialidad alemana del Grupo de Ejércitos de Siria y Palestina, ya que conforme
el general von Falkenhayn había pecado tal vez de generoso en demasía tocante al
número de oficiales alemanes que había admitido en su servicio de etapas y sobre
todo en su Estado Mayor, Liman von Sanders pecaba hasta cierto punto en sen-
tido contrario, pues procuraba rodearse preferentemente de oficiales otomanos, a
quienes, por ser hijos del país y haberlos probado durante la campaña de los
Dardanelos, juzgaba quizás más adecuados para hacer la guerra en aquellos desier-
tos, que la novicia oficialidad alemana, sobre todo del Estado Mayor de von
Falkenhayn, que carecía aún de práctica en el difícil arte de combatir sin apoyo de
flancos, sin recursos o medios de transporte, o faltos de provisiones y pertrechos,
y todo ello en un teatro de operaciones que eran desiertas y polvorientas llanuras,
en que de día reverberaban los inclementes rayos del sol de Arabia y de noche
imperaba un frío casi siberiano, que en las regiones cenagosas producía con fre-
cuencia fiebres mortales.
El general von Liman no carecía de razón cuando ponderaba la eficacia del
oficial otomano como factor de combate, pues en el mundo entero difícilmente se
encontrará una oficialidad más sufrida y aguerrida que la turca.
El error que cometió dicho señor durante su defensa de Palestina no consis-
tió por tanto en haber confiado la dirección de sus batallones y de sus regimientos
a la oficialidad de línea otomana, sino en no haber dotado a los Estados Mayores
de sus tres ejércitos (el IV mandado por Kütchük-Dyemal, el VIII, por Dyevad, y
el VII, por Mustafa-Kemal Pachás) de un número suficiente de oficiales alemanes
experimentados, a fin de haber podido por medio de ellos controlar y neutralizar
la actuación gallarda, aunque tardía, a decir la verdad, de sus tres generales en jefe
turcos, y la tendencia oficinista y rutinaria tal vez en demasía de la mayor parte de
la oficialidad superior otomana, y sobre todo de la del Estado Mayor, que parecía
tender instintivamente hacia el estancamiento conforme la superficie del agua agi-
tada tiende también y no reposa hasta haber restablecido su antiguo nivel.
La mejor prueba de ello nos la ofrece el mismo Mustafá-Kemal (hoy
Presidente de la República de Turquía) cuando, después del Armisticio, observó
en Constantinopla, ya no recuerdo en qué ocasión, que el fatal desenlace de la
campaña del mariscal von Liman en Palestina había obedecido no sólo a que el
escuadrón de carros de combate ingleses, apoyado por la artillería de la escuadra y
seguido por toda la caballería, se había lanzado de improviso y roto nuestra ala
derecha como un ariete, sino también y muy especialmente a que los generales en

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

jefe turcos de von Liman Pachá (entre los cuales figuraba él mismo), al verse aco-
sados de cerca por el enemigo, habían perdido casi por completo la serenidad, y,
en vez de proceder independientemente, cada uno por su cuenta, conforme era su
deber, se habían puesto a ofuscar a von Liman pidiéndole órdenes respecto a deta-
lles hasta de los más insignificantes, y en ocasiones hasta pueriles, a que éste, por
supuesto, no podía atender por falta de tiempo... razón por la cual aquello se
volvió un “kalabalik” imposible de dominar y en extremo fatal para el mariscal
von Liman, desde el momento en que ayudó a marchitar en parte los laureles que
aquel valiente y entendido general había ganado durante la campaña de los
Dardanelos, cuando al frente de fuerzas inferiores, tal vez, infligió a los aliados de
cincuenta a sesenta mil bajas en menos quizás de seis o siete meses.

Desde la pequeña estación de Afuleh, que circunda la verde e histórica lla-


nura de Esdrelón, remití mi equipaje en autocamión a Nazaret, al paso que yo
proseguía la marcha en un tren militar con rumbo hacia la costa para ir a disfru-
tar durante un par de horas del grandioso cuadro marítimo que ofrecen las azules
y tranquilas aguas de la ensenada de Akka, o de San Juan de Acre, que, aun
cuando privada de todo recurso de embarque y desembarque, es susceptible de
convertirse con el tiempo una vez más en el puerto más animado en las costas de
Siria, gracias al ferrocarril fragmentario que la comunica con Damasco, pues
Haiffa representa para la Siria Central y el rico Haurán lo que Alejandreta para la
Siria Septentrional, esto es, una salida al mar más accesible que el puerto de
Beyruth, del cual sobre todo Damasco se halla distante o, mejor dicho, separada
por la empinada y poco amable cordillera del Monte Líbano.
Desde la pedregosa cumbre del Monte Carmelo, que aún cubren los bosques
de laureles del profeta Elías, divisábanse hacia el Mediodía, iluminadas por los
haces solares, las amarillentas ruinas de Cesarea de Herodes, en un tiempo rival de
Alejandría, y en donde fue, seguramente, que Nuestro Señor Jesucristo absorbió
poco antes de su peregrinación por Galilea, si no de un todo, al menos sí en gran
parte la esencia altruista y mística por excelencia del brahmanismo, así como la
lógica del taoismo, con que le pusieron en contacto, sin duda, los navegantes y
sabios alejandrinos ubicados entonces en dicha ciudad... pues el cristianismo,
antes que flor brotada de entre los desiertos salpicados en sangre de Palestina,
semeja un bello retoño de la mente sentimental de un Sidharta, y de la racional de
un Lao-Tse, o Kong-Fu-Tseo, que florecieron hace miles de años en las zonas
templada y tropical del Viejo Mundo, razón por la cual la religión cristiana logró
echar raíces profundas no sólo en la templada Europa y en las no menos templa-
das América del Norte y Asia Septentrional (Siberia), sino también en la tropical
América del Sur y Central, en Australia y en parte hasta en la misma India y el
África Meridional..., al paso que en la zona subtropical del Asia y África todos sus

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Capítulo XXXII

esfuerzos resultaron vanos ante la influencia siempre creciente del Islamismo, de


base preeminentemente hebraica en que el vengativo Jehová de los hebreos y el
despótico Alah de los musulmanes son uno, y en vez de perdonar castigan y hasta
trituran con la espada de Josué y el alfanje de Mahoma a todos aquellos que no se
les someten o se niegan a ofrendarles holocausto de sangre.

Para antes de dirigirme a Nazaret, poder echar una mirada también sobre
nuestro nuevo frente, que se extendía desde la desembocadura del Nar-
Iskenderum y a través de la antigua Samaria hasta el río Jordán, y desde allí, en
dirección Sudeste, hasta las cobrizas montañas de Moab; en vez de apearme a mi
regreso de Haiffa en Afuleh, seguí la marcha en el mismo tren, que después de
desfilar por frente al parque de aviación de Dyenin, paró, ya de noche, ante el
campamento atrincherado de Tul-Karem, que, con el de Nablus, representaba la
base de operaciones de nuestros VII y VIII Ejércitos, y por tanto también el centro
y ala derecha de nuestro grupo de ejércitos de Siria y Palestina.
El cañoneo era incesante. Y a juzgar por el estruendo que producían los pro-
yectiles al cortar las altas capas atmosféricas, el ángulo en que se hallaban dispa-
rando algunas de nuestras baterías debió de haber sido el máximo. Mas así y todo
resultaban inútiles cuantos esfuerzos hacía nuestra artillería por contrarrestar el
avance cada vez más impetuoso de las legiones británicas, que parecían empeña-
das en querer romper a todo trance nuestras líneas por el sector Nablus.
La carretera militar hallábase repleta de autos conduciendo correos u oficia-
les heridos, al paso que las ambulancias y las columnas de parque entorpecían por
doquiera el avance de las reservas, que a paso acelerado se dirigían hacia aquel
sector del frente, donde el gallardo teniente coronel von Falkenhausen se hallaba
librando en aquel instante el combate llamado «de Nablus», que le valió más tarde
y con razón la cruz del «Pour le Mérite».
A pesar de ello, seguía nuestra situación siendo crítica, y hasta sumamente
desconcertante, pues cualquiera podía comprender a primera vista la inutilidad de
los esfuerzos del mariscal von Liman, cuyos ejércitos, sin reservas visibles de hom-
bres y elementos, se hallaban, por decirlo así, nutriéndose de su propia sangre y
por consiguiente llamados a sucumbir tarde o temprano ante el empuje formida-
ble de las legiones de Lord Allenby y sus lugartenientes, quienes, además de sus
ferrocarriles estratégicos y su brillante base militar en Egipto contaban con el
apoyo de la poderosa escuadra inglesa en aguas de Levante, que transportaba sus
tropas donde querían y barría a cada paso nuestra ala derecha con sus proyectiles
de máximo calibre.
A mi regreso del frente pernocté en Afuleh, donde el teniente Schlesinger, de
la sección de etapas estacionada allí, me acomodó lo mejor que pudo. Y al aclarar
el día partí para Nazaret, que sólo dista unos siete kilómetros de dicha estación y

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

donde me hospedé en un convento austriaco, situado hacia el Tramonte del


“Valle de las angustias”, que embellecían boscajes de mirtos y azahares, al paso que
en lo alto se alzaban hacia el cielo azul de Galilea airosos los contornos de solita-
rios cipreses, y coronando a aquestos veíase un caos de grises y gualdas azoteas que
iban ascendiendo a modo de terrazas por toda la falda oriental de una alta colina.
Esa era Nazaret, o Nasra, la de los galileos, de tradición sagrada para el
mundo cristiano.
Pero la nota más simpática de la por mil títulos sagrada ciudad de Nazaret no
debe buscarse ni en la penumbra de su suntuosa Iglesia de la Asunción, que es repu-
tada ser el santuario cristiano más antiguo de Palestina (después de el del Santo
Sepulcro), ni en lo que algunos estiman haya sido el taller de San José, o la escuela
de Jesús, sino en las lomas desiertas y pardos peñascales de sus alrededores, cien veces
sagrados por haber sido entre ellos que hace miles de años retozara el Niño Jesús, de
mansa mirada y bucles castaños, en tanto pastoreaba acaso alguna cabra o recogía
chamizos para el fogón de su pobre cabaña, mientras San José, sierra en mano y
encorvado sobre un trozo de cedro, ganaba con el sudor de su santa frente el sus-
tento para su Virgen Esposa y el Niño Jesús, o Jesucristo, que, según el dogma de los
sirio-jacobitas, representa al Dios único, o sea a Dios Padre e Hijo reunidos en una
sola persona; y a juicio de los caldeos, la naturaleza de Dios dividida en dos perso-
nalidades distintas; mientras que, según las creencias de los nestorianos, Él y Dios
representan dos individualidades y naturalezas completamente distintas.
Sobre esta diversidad de conceptos respecto a la divinidad de Jesucristo se
fundan los dogmas religiosos de los citados caldeos, nestorianos y jacobitas, y que
junto con el de los armenios gregorianos representan la base fundamental en que se
apoyan las cuatro sectas cristinas disidentes, y por lo tanto cismáticas, o de ritos
orientales, que brotaron a la sombra de la labor evangélica llevada a cabo durante los
primeros siglos de nuestra era por San Gregorio Lusaveríe, Mar Tomás y Mar Adi
en las cuencas del Gomel y del Eufrates.

La kasaba de Nazaret es relativamente pequeña y no posee, a pesar de sus


numerosos conventos y santuarios, lo que pudiera llamarse propiamente “monu-
mentos arqueológicos” de ninguna especie, a causa de que carece de un todo casi
de ruinas e indicios siquiera de la era pagana.
Y, no obstante su situación excepcionalmente ventajosa, que facilita el desa-
güe de sus arterias y le asegura luz, muchas horas de luz durante el curso del día,
adolece Nasra, sin embargo, del inconveniente del polvo, que en tiempos de
sequía y al impulso del Siroco barre incesante, sobre todo sus calles más despeja-
das, que son las que convergen en el convento franciscano y la Fuente de María,
junto a la encrucijada de los llamados “dos caminos”.

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Capítulo XXXII

Mas a pesar de ello resultan ser las calles estrechas y tortuosas de su parte más
céntrica, unos verdaderos boulevares, comparadas con los callejones abovedados a
guisa de túneles, y las callejuelas laberínticas de los barrios intramuros de Jerusalén
y la mayor parte de las kasabas y aldeas de Palestina, que por falta de toda clase de
medidas higiénicas, más bien que vías públicas semejan cloacas y estercoleros nau-
seabundos, capaces de quitar la respiración a cualquiera.
Privados casi de un todo de patios y solares a causa de la falta de espacio, se
ven los habitantes de dichas barriadas las más de las veces obligadas a convertir
en fangales y bancos de cieno aquellos callejones y pasajes tortuosos, en parte
cubiertos y perennemente sumidos en la penumbra, que fuera de la lluvia y los
perros nadie se ocupa de asear, y que en ciertos lugares no alcanzan a tener ni
varay media de ancho.
En tales circunstancias, nada de extraño tiene, pues, que la lepra y demás
enfermedades infecciosas del Oriente sigan floreciendo junto al Santo Sepulcro y
al pie de los altares de Belén.

En el Cuartel General, que encontré instalado en uno de los espaciosos case-


rones de Tierra Santa y libre ya del todo casi de la antigua oficialidad alemana de
von Falkenhayn, después de ofrecer mis respetos a von Liman Pachá, tuve el gusto
de saludar, entre otros señores, también al coronel von Schierstaedt, jefe de la
caballería del Asiem-Korps; al capitán Sternheim, del servicio de etapas; al coman-
dante von Rietch, del Arma de caballería, que desempeñaba el puesto de Jefe de la
Sección Personal en dicho cuartel general, y al capitán checoeslovako Suchar, que
tenía ya preparadas sus maletas “para por si acaso”, pues a juzgar por el cañoneo
incesante y que iba en aumento, seguía siendo nuestra situación en extremo crí-
tica, y tan crítica, que aquella mañana se había visto al general von Liman obli-
gado a despachar para el frente, a toda carrera, tanto a los asistentes
supernumerarios de la oficialidad como a los miembros de la servidumbre del
Cuartel General que no resultaban ser absolutamente indispensables.
Y al declinar la tarde continuaron poniéndose las cosas tan sumamente serias,
que hasta yo me iba preparando ya para ir a contribuir también con mi granito de
arena hacia la defensa de Palestina..., cuando, en eso, nos llegó la nueva, muy grata
por cierto, de que el enemigo se había retirado inesperadamente hacia sus antiguas
posiciones, dejándonos en plena posesión del terreno.

Dos o tres días después de estos acontecimientos, me sorprendieron los arre-


boles de la aurora contemplando desde lo alto del Monte Tabor (en que se cele-
bró la transfiguración de Nuestro Señor Jesucristo) el lento despertar del alba, que
con sus suaves iluminaciones iba inundando de tonos delicados la sierra sagrada
del Balaád, hasta el confín sombrío, donde negreaba en el abierto firmamento,

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tenebroso, el Monte Hermón..., mientras al Norte y a través del espeso follaje de


los sicomoros columbrábase, rodeada de boscajes, Kefir-Kenah, o Caná que pre-
senció el milagro del agua y del vino..., y hacia Levante divisábanse, como un cris-
tal de roca, las límpidas aguas del Mar de Galilea y el plateado curso de su tortuoso
emisario, el Jordán, que en suaves serpentinas se iba deslizando hacia los tostados
desiertos de Judea y la aplomada superficie del Mar Muerto, al pie de las monta-
ñas de Moab, cuyas rosadas cumbres apenas vislumbrábanse ya como flameantes
plumajes de flamencos flotando sobre el horizonte.
Y había sido sobre las mansas playas del Mar de Galilea precisamente, que
aún cubren los juncales y en un tiempo poblaran las ciudades de Beit-Saída, Kefir-
Naún y Kurus-Aín, patria de los Apóstoles, que María de Magdala, la pecadora,
con el cuerpo ceñido de la beduina bata y el ánfora sobre la rubia cabellera, se
había lanzado en una noche azul y bajo la luna de mayo a los pies de Nuestro
Señor, desconsolada y sollozando... como una Magdalena.
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Capítulo XXXIII
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De regreso a Constantinopla, tuve el gusto de viajar desde Damasco hasta


Alepo en compañía de mis viejos amigos los capitanes austriacos Rippel, Schlauch
y Dr. Krüger, al paso que de Bosanti en adelante me ayudaron los tenientes
Bischosff y Strudzen a matar el tiempo, en tanto que nuestro tren se deslizaba
humeante y soplando como un monstruo mitológico a través de las verdosas sie-
rras y polvorientas estepas del Asia Menor... hasta que en una noche lluviosa lle-
gamos, por fin, a la estación de Haidar-Pachá, cuyo patio cubrían todavía
fragmentos de granadas.
Al día siguiente, que era el Domingo de Ramos, desperté en el Hotel
Tokatlián, desde cuyos balcones embaldosados se divisaba la calle principal de
Pera empavesada de un extremo a otro y atestada de compacta muchedumbre.
Y aprovechando la ausencia del coronel Osman-Chefket Bey, que había ido
a Batum a averiguar el incidente «von Lossow – Vehib Pachá», solicité, y obtuve,
del Gran Cuartel General, permiso para absolver en compañía de un selecto grupo
de oficiales superiores y Jefes de Sección en el Ministerio de la Guerra (encabezado
por el coronel Dyevad Bey, Gobernador Militar de Constantinopla) el curso supe-
rior del Estado Mayor que acababa de iniciarse entonces en el palacio de Kiaght-
Hane bajo la dirección del coronel Guse Bey, y al cual solían asistir a veces en
calidad de huéspedes el Agregado Militar sueco y el también sueco coronel
Erikson, que se hallaba en esa época en Turquía desempeñando, al parecer, una
delicada misión militar.
Después de dicho curso, absolví igualmente el de artillería pesada, que diri-
gía el teniente coronel Lange Bey en la Academia de Metres-Chiflik, y, gracias a la
amabilidad del comandante Gratz, General en Jefe interino de las fuerzas aéreas
de Turquía, pude absolver, después del de artillería pesada, también el de Oficial
Observador en la Academia de Aviación de San Stéfano. De suerte que a princi-
pios de junio me hallaba yo ya, como quien dice, al corriente de casi todos los ade-
lantos e innovaciones técnico-militares más importantes que se habían inventado
y puesto en práctica durante la Guerra Mundial.

Entretanto, habían ido siguiendo los acontecimientos su curso natural. En


Mesopotamia habíamos perdido Hit, a orillas del Eufrates, pero en cambio recu-

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

perado Kerkub, en el frente de Musul, que los ingleses habían tenido que desalo-
jar a causa de los calores del estío. En Palestina continuaban las cábilas rebeldes del
Jerifa Huseín de la Meca interrumpiendo el tráfico del ferrocarril de El-Hedchás.
Y durante uno de los numerosos combates aislados que el coronel Esad Bey solía
librar a diario casi en las llanuras del Jordán con los restos de la que en un tiempo
había sido nuestra brillante III División de Caballería Imperial, le destrozó una
bala la pierna derecha, obligándolo a retirarse temporalmente del servicio activo.
Y en tanto que estos sucesos se iban desarrollando lentamente en las estepas
de Siria y Mesopotamia, estalló en llamas en el frente francés la tremenda ofensiva
de los alemanes, llamada «del Marne» que tuvo por resultado entre otras también
la batalla de Armentiers, durante la cual y contrariamente a lo que se ha venido
diciendo, nuestros hermanos portugueses sostuvieron el ímpetu de las legiones
germánicas con un denuedo digno del mayor encomio, y las no menos sangrien-
tas batallas de Amiens, Ypern, Soissons, etc., en que no faltaron compatriotas
míos, venezolanos, como por ejemplo, los señores capitanes y tenientes Sánchez-
Carrero, Luis Camilo Ramírez, Rafael Urdaneta, Alonzo Ramírez-Astier, J.
Guerrero-Iturbe, P. R. Rincones hijo, Mario A. Velásquez, J. Bastardo García,
Fernando Tamayo, Carlos Heyden-Altuna, etc., lo mismo que numerosos paisa-
nos nuestros, latinoamericanos, que hicieron también verdaderos prodigios de
valor para mantener en alto la tradición guerrera de nuestra raza.

Constantinopla, la Sublime Puerta y llave del Imperio Moscovita, se hallaba


en plena primavera... y en la llamada “gran calle de Pera” se apiñaba un gentío
inmenso, del cual resaltaban las damas griegas por el cutis aterciopelado de sus
bellos rostros, mientras las otomanas por la severa elegancia de su traje.
Estaban esperando la llegada del Emperador de Austria y su joven esposa, los
cuales no tardaron en desfilar, rodeados de brillante séquito, ante aquella abiga-
rrada muchedumbre, que en éxtasis todo lo admiraba y todo lo criticaba.
«¡Pero sí que es bella!»...decía, con el brazo apoyado coquetamente en el
cuello de mi caballo, una joven armenia, de fuerte musculatura y el pecho
cubierto de diamantes.
«Y si supieras»... le contestaba una graciosa levantina, de sonrisa pecaminosa,
uñas muy pulidas, y tocada de un primoroso traje de seda, pero corto y escotado
tal vez en demasía. Y mirándome de reojo, sin duda por aquello de mi uniforme,
agregó en voz queda y casi confidencial... «todo el mundo dice que es aliadófila y
que aspira a ser algún día una segunda María Teresa».
De esa manera íbase formando paulatinamente aquel ambiente peligroso,
que habían engendrado ciertas cartas del joven monarca austro-húngaro a Dios
sabe quién, confesando que Austria se hallaba, por decirlo así, cansada de la guerra
y dispuesta a negociar. Y si a ello se agrega el incidente del conde Czernin,

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Capítulo XXXIII

Canciller del Imperio, que había desaprobado abiertamente la conducta de su rey y


señor, ya puede uno imaginarse poco más o menos de qué pierna se hallaban cojeando
para esa época las potencias centrales, a quienes la fracasada ofensiva de la Champagne
había justamente alarmado y hecho ver, por fin, ante sus pies negreando el abismo tre-
mendo que habían excavado de la noche a la mañana sobre las playas del Marne el
genio militar indiscutible de Foch y el valor de Joffre, Haig y Pétain.
Cómodamente instalado en Pera, solía yo pasar la mayor parte del día dedi-
cado al estudio, las tardes, en el club de Constantinopla, o en los salones del ele-
gante Pera-Palace, donde se celebraban con frecuencia fiestas amenas, y las
noches, en los teatros o en el simpático “jardín de Pera” que era una especie de
cabaret y café cantante al aire libre, pero sumamente chic, al cual solía acudir lo más
granado de la “sociedad capitaleña”... hasta las once de la noche... cuando cesaba
la orquesta en el kiosco de fuera y comenzaban a aletear por sus salones perfuma-
dos las aves nocturnas al son de tangos, one-steps, etc., pues Alah es todo misericor-
dioso y cuida de todos.
Y después de las carreras de obstáculos que solían celebrarse anualmente en el ele-
gante Spahi-Club de Pancaldi, y en las que en esa ocasión tuve yo también el gusto de
poder tomar parte, llegó el primero de julio y con él mi nombramiento de Instructor
y Vice-Jefe (comandan vékile) del 1er. Regimiento de Lanceros, cuyo 4º Escuadrón hacía
servicio de plaza en el palacio Imperial de Dolma-Bagtche.
Semejante nombramiento no dejaba de ser altamente honroso para mí, desde el
momento en que dicha unidad representaba la única fuerza de ese arma acantonada en
Costantantinopla y era, por añadidura, el único regimiento y núcleo de caballería
completo que quedaba ya en Turquía fuera de los restos de nuestra III División en
Palestina y uno que otro escuadrón divisionario en los diversos frentes del Imperio.
En eso pasaron algunas semanas, cuando, en ya no recuerdo qué mañana del mes
de julio nos sorprendió la nueva de que el Sultán había fallecido.
Una bomba que hubiera estallado en aquel momento entre los jóvenes turcos no
hubiera podido causar entre ellos mayor consternación, no acaso porque les hiciera
falta la presencia del venerable anciano fenecido, sino porque le sucedía en el trono
Mehmed VI, quien por ningún concepto había de perdonarles el que durante diez
años consecutivos hubiesen tenido en abyecta sumisión a su augusto hermano, y,
menos todavía el que, en una hora fatal para Turquía hubiesen hecho asesinar, abrién-
dole una vena, al enérgico príncipe heredero, Jusuf-Izzed-Din Effendi.
Que con la muerte del venerado Gasi-Mehmed-Reshad había de terminar de
una manera rápida y trágica el poderío de los jóvenes turcos en el Imperio, me lo
vinieron a revelar durante el día de la investidura de la espada, o coronación de
Mehmed VI, las miradas furtivas y nerviosas de Enver y Dyemal Pachás, quienes
encabezan la fila de honor al lado de su novel soberano y califa de doscientos
millones de mahometanos.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

Una de las primeras medidas que adoptó el nuevo monarca en el sentido


de arrancar de raíz y destruir cuanto antes el poder ilimitado de la endémica
burocracia joven turca, consistió en tratar de dividirla por medio del nombra-
miento del mariscal Ahmed-Izzed Pachá y de los generales Dyemal, Seki y
Vehib Pachás al puesto de ayudantes de campo suyos, mientras que Enver, de
cuya desmedida ambición aquellos recelaban, lo privó al punto de su Vice-
generalato en el ejército.
Y aprovechando la participación de su advenimiento al trono que forzosa-
mente había de hacer a sus aliados, los austriacos, búlgaros y alemanes, encargó de
dicha misión a Teufik Pachá, que los jóvenes turcos habían ignorado por com-
pleto durante los diez años de su administración.
El advenimiento al trono de Mehmed VI no había dejado de influir también
en mi situación, pues de ahí en adelante ni el coronel Osman-Chefket Bey ni aún
el mismo Enver se atrevieron a seguir molestándome, porque sabían que yo era
amigo personal del Ayudante de Cámara de Su Majestad el Sultán y por consi-
guiente, persona grata en palacio.
Valiéndome de tan halagüeña circunstancia, solicité y obtuve inmediata-
mente del Ministerio de la Guerra permiso para ir a pasar unos cuantos meses en
Alemania. Y mientras me hallaba en el palacio de Dolma-Bagtche aguardando, el
día antes de mi partida, la llegada del coronel X, para despedirme de él, noté sobre
la puerta principal del único entre sus suntuosos salones que todavía no conocía
un hermoso cuadro representando la entrada de la Caravana Sagrada en la Meca.
Era una verdadera obra de arte, y como por más que tratara no alcanzaba a desci-
frar la firma de su autor, llamé a un Kavas, o eunuco circasiano ataviado de oro y
escarlata que pasaba por allí, para que me orientara, cuando éste, a modo de res-
puesta única, abrió y me enseñó su boca, desprovista de lengua (que le había sido
arrancada probablemente para impedir que fuera a revelar alguno de esos dramas
horripilantes que suelen desarrollarse con frecuencia en las cortes y palacios del
Cercano Oriente).
La noche siguiente paró nuestro tren ante la estación central de Sofía que
encontré profusamente iluminada y atestada de tropa búlgaro-alemana. Y al
otro día por la tarde nos detuvimos durante un par de horas en la ciudad de
Nish, donde yo había pasado cuatro años antes la Noche Buena tan amena-
mente en compañía de un grupo de caballerescos oficiales servios y damas de la
sociedad de Belgrado.
Aprovechando dicha estadía, me puse a recorrer las calles más céntricas de
dicha ciudad, que hallé casi del todo desiertas, ya que fuera de unos cuantos indi-
viduos del pueblo gris, semejantes a larvas en su indigencia, las únicas personas de
la clase culta que llegué a notar se reducían a una docena o dos de oficiales y
patriotas, de ojos hundidos y cubiertos de harapos, que yacían inmóviles, como

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Capítulo XXXIII

fieras, en sus calabozos, pero en cuyas miradas de águilas encadenadas estallaba,


aún en llamas, de cuando en cuando, el bravío fanatismo de la libertad.
Del heroico pueblo servio-montenegrino, que a pesar de su casi exterminio seguía
desafiando a las águilas de Austria desde la fortaleza de sus montañas, cabe decir que
excepto Bélgica, quizás ninguna otra nación aliada llegó a mostrarse como ella, tan
celosa de su independencia, por la cual lo sacrificó todo, excepto su honor, que hoy
como antaño aún sigue llevando prendido de la orla de sus gloriosas tricolores.
En Viena, donde pasé unos días en compañía del príncipe Don Jaime de
Borbón, tuve también el gusto de conocer a la espiritual archiduquesa Doña
Bianca y a sus graciosas hijas, las archiduquesitas Salvatora e Inmaculata, de las
cuales la segunda resaltaba por su talento musical, que había sabido poner de
manifiesto ya en aquella época por medio de composiciones bellísimas y por cierto
muy aplaudidas tanto en la Ópera de Viena como en las de Munich y
Constantinopla.
En esa ocasión fui objeto de finas atenciones igualmente por parte de casi
todos los miembros de nuestro Cuerpo Diplomático Latinoamericano acreditado
en Austria, como por ejemplo, el Dr. Pérez, Ministro de la Argentina, el encar-
gado de negocios del Brasil; el representante de Chile, que era entonces el Sr.
Don Augusto Moreno; el Dr. Benítez, representante de Méjico; el coronel
Villegas, Agregado Militar argentino; el coronel J. C. Guerrero, Agregado Militar
del Perú; los esposos de Arteaga y su señora madre, a quienes yo conocía ya desde
Caracas, y, por último, la Sra. Josefa de Aninat, viuda del entonces recién fallecido
ministro chileno en Austria.
Y después de una breve permanencia en Munich, adonde había ido con la
intención de ofrecer mis respetos a Su Alteza Real, la Infanta Doña Paz, me ins-
talé, a principios de septiembre, en el Hotel Edén, junto al Tiergarten, en
Berlín, donde tampoco tardé en relacionarme con casi todos los miembros de
nuestro Cuerpo Diplomático Latinoamericano en Alemania, integrado en esa
época por el Sr. Don Miguel Cruchaga-Tocornal, Ministro de Chile; el Dr.
Michelsen, Ministro de Colombia; el Dr. Leopoldo Ortíz, representante de
Méjico; el Dr. Eduardo Labougle, encargado de negocios de la Argentina; el Dr.
Máximo Asenjo, ex ministro nicaragüense y el coronel Pérez-Ruiz Tagle,
Agregado Militar chileno.

Entretanto, y mientras en Berlín lo mismo que en París demasiada gente


seguía viviendo de la sangre vertida en la carnicería, y los ricos cegados por el amor
al oro, continuaban arrastrando sus desventuras patrias hacia la ruina y hacia el
abismo, nos llegó la nueva fatal de que los ejércitos de Liman von Sanders en
Palestina habían sido arrollados y totalmente destrozados por las fuerzas de Lord
Allenby, y, casi inmediatamente después la noticia de que el ejército expediciona-

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

rio aliado en los Balcanes, a las órdenes de Wilson y Franchet D’Espéray, había
logrado romper el centro de nuestro ejército búlgaro-austro-alemán, y, amena-
zando Sofía, había obligado al presidente del Consejo de Ministros, Malinow, a
solicitar un armisticio, que le fue negado al principio, mas luego concedido bajo
condiciones onerosísimas.
Las cláusulas de este armisticio, que fueron dadas a conocer oficialmente en
Berlín el 1º de enero de 1918, cayeron como una bomba no sólo en Alemania,
sino sobre todo en Austria, donde el Emperador nombró inmediatamente un
gabinete de coalición y convocó un Consejo de la Corona para que estableciera sin
pérdida de tiempo un tercer Estado, autónomo como el de Hungría e integrado
por los pueblos sud-eslavos de su vasta y heterogénea monarquía.
Pero a ello se opusieron los cheko-eslovakos por medio de su abstención a las
sesiones extraordinarias del Congreso a que tocaba sancionar ese nuevo estado de
cosas. Y el «block alemán», en que se apoyaba el Emperador para tratar de impo-
ner su voluntad al pueblo, se vio impotente ante la ola eslavo-turana que fraccionó
la antigua monarquía austro-húngara en las tres actuales Repúblicas de Austria,
Hungría y Cheko-Eslovakia.
La noticia de la débacle bulgaire me sorprendió mientras me hallaba cazando
con el capitán Gerhart von Bredow en sus vastas posesiones de Bredow, cerca de
Náuen. Y cuando, antes de regresar a Constantinopla, pasé por el Ministerio de la
Guerra a fin de despedirme del comandante von Duisterberg, el Dr. Czygan, etc.,
no faltó quien me aconsejara que me quedase tranquilamente en Alemania... invi-
tación que yo, por supuesto, me negué a aceptar porque no podía permitir que el
día de mañana fueran a decir que el único militar latinoamericano que había com-
batido al lado de las potencias centrales sin renunciar a su nacionalidad ni jurar la
bandera, sino sola y únicamente bajo palabra de honor, había desertado su puesto
en la hora del peligro, quedándose rezagado en Alemania para librarse de las con-
tingencias naturales de la guerra, que en mi caso, esto es, en caso de haber caído
yo en manos del enemigo, hubiera equivalido, si no a la muerte al menos a una
prisión prolongada en Egipto, Malta o en la India.
Después de algunos retrasos, a causa de la congestión del tráfico, llegué por
fin, el 18 de octubre, a Budapest. Y dejando atrás leguas tras leguas de amarillenta
«puska», o estepa, cuya monotonía infinita interrumpían a trechos montes y
riscos, o aldeas circuidas de huertas escuálidas y devoradas por la sequía, o acaso
alguna llanura muy verde, cortada por hilos de plata y en que llamaban mi aten-
ción confusa tordas yeguadas, paciendo o galopando con crines sueltas ante sus
bigotudos pastores valacos, llegamos, al oscurecer del día 21, a una de las muchas
curvas del Danubio, cuyas tristes riberas orillaban prados e hileras de olmos, que
habían crecido en proporciones imponentes y se agitaban en dolorosas contorsio-
nes bajo el azote de las ráfagas otoñales.

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Capítulo XXXIII

Y siguiendo siempre paralelamente el barroso curso del viejo Danubio,


cuyas rocosas márgenes, cubiertas de bosques, parecían resonar todavía el
nombre de Trajano, nos fuimos internando cada hora más por las estepas enma-
rañadas de la antigua Dacia, llamada hoy Transilvania, que cortan los restos de
una antigua “muralla romana” hacia el Poniente de Orsava, y que en todo
tiempo ha sido un vivero de pueblos dominadores hoy, dominados mañana y
barridos al día siguiente por nuevas hordas, que durante su corta o larga estadía
legaron a las tribus moldovo-valacas fuerte levadura romano-turano-eslava y
muchas particularidades de sus diversas razas, cual usanzas nómadas y viejas
ansias de cultura que aún se manifiestan en el contraste extraordinario que ofre-
cen las viviendas rústicas tal vez en demasía de su aun en parte semi-salvaje
población pampera, comparadas con los palacios señoriales de sus antiguos «vai-
vodas», o magnates, ocultos en la espesura de los bosques, y sus ciudades de
piedra tallada, como Bucarest y Constanza, por ejemplo, que se destacan de
entre estepas y pantanos de difícil acceso.
Al declinar la tarde del 23 paró el tren en la capital de Rumania, donde pasé
esa noche muy a gusto mío en la esencialmente latina Bucareschi. Y al aclarar el
día reanudé la marcha con rumbo a Braila, a donde pude llegar a tiempo para
tomar pasaje en el último vapor que había de salir con destino a Turquía.
A la media mañana del día 27 dejamos las costas de Besarabia blanqueando
hacia el Aquilón. Y después de una travesía algo agitada a través del Mar Negro, que
batía la tormenta sin cesar, emboscamos el 31 de octubre en el remanso del Bósforo,
que se extendía hacia el Sur como un inmenso río de aguas azules, y del que en ese
instante iban saliendo con dirección a Odesa un “aviso” y dos torpederos alemanes
llevando a remolque una fila de gasolineras en que conducían a las familias de la ofi-
cialidad germana ubicada en Constantinopla y probablemente también los archivos
de la misión militar alemana, para ponerlos a salvo, pues el día antes se había fir-
mado frente a los Dardanelos el Armisticio entre Ahmed-Izzed Pachá, en nombre
de Turquía, y el almirante Callthorpe, en el de los aliados.
Cuando nuestro vapor atracó al muelle de Galata, noté numerosas banderas
italianas, inglesas y francesas tremolando sobre los bancos y demás edificios de los
armenios, griegos y levantinos, que, después de explotar a su antojo a los bonacho-
nes alemanes, se estaban preparando par hacer otro tanto con los aliados.
Al echar pie en tierra, me di la mano con el comandante Gravenstein, quien,
al oír que regresaba para pedir mi dimisión, se me quedó mirando, como sorpren-
dido, puesto que a esas horas había sonado ya el «sálvese quien pueda», y casi
todos los oficiales alemanes de la Intendencia, del Estado Mayor y de los demás
ramos de la administración militar estaban haciendo esfuerzos poderosos por
embarcarse en los pocos buques que seguían anclados en el puerto.

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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

Los únicos que permanecieron firmes en sus puestos, fueron los oficiales
de línea, quienes, después de varios meses de humillaciones inmerecidas por
parte de los aliados, pudieron regresar por fin a su patria junto con sus jefes, los
generales von Liman, etc., y las tropas de su mando, que les fueron fieles hasta
el último momento.
Y en tanto me hallaba esa noche en el Jardín de Pera, atendiendo, en com-
pañía del teniente coronel von Gur y el capitán Schemeling una función de
gala que habían organizado algunas damas griegas con motivo de la firma del
Armisticio, cundió la voz de que, siguiendo el ejemplo de Ismail-Haki Pachá,
también Enver, Dyemal y Talaát habían logrado fugarse en un torpedero
alemán..., razón por la cual y en vista de los cargos que se hacían al mariscal
Ahmed-Izzed Pachá de haber favorecido la fuga de dichos señores, cayó el
Gabinete presidido por él y subió al poder Teufik Pachá, que en adelante con-
tinuó dirigiendo los destinos de su patria bajo la vigilancia del Sultán... hasta
que su situación se hizo insostenible a causa de la oposición sistemática de los
jóvenes turcos, y fue reemplazado por Damad-Ferid Pachá, al cual, a su vez, y
por haber firmado el Tratado de Paz con los aliados, asesinó un estudiante,
perteneciente al grupo rebelde de Mustafá-Kemal..., quien, después, de haber
sido nombrado por el Sultán General en Jefe de sus ejércitos en Anatolia, se
había sublevado con las fuerzas de su mando en son de protesta contra la inter-
vención aliada en los asuntos internos de Turquía.
Esta reacción a favor de los principios liberal-nacionalistas en el Imperio
Otomano, ha sido la verdadera causa del fracaso completo de los aliados en lo
tocante a su política cercano-oriental, y seguirá siendo motivo de graves e
interminables conflictos a mano armada en aquellos países mientras la Entente
persista en la repartición definitiva de Siria, Palestina, Arabia y Mesopotamia
en mandatos y protectorados.
Una semana próximamente después de mi llegada, fui al Ministerio de la
Guerra, que regentaba Abd-Ulah Pachá, y solicité mi dimisión, la cual me fue
concedida sobre la marcha con grandes honores y acompañada de la estrella de
Comendador del Medchedíeh ornada de espadas de oro, que era la condecora-
ción de guerra más grande que me podía otorgar el Sultán de acuerdo con el
rango militar y puesto que había venido desempeñando hasta entonces en el
ejército regular otomano. Y transcurrida otra semana supe por fuente autori-
zada mi nombramiento de coronel de Estado Mayor honorario en el ejército
turco, que, como a oficial voluntario y por lo tanto «musafir», o huésped de la
nación, me correspondía por derecho de añejas usanzas, pero cuya patente no
me ha llegado aún, sin duda porque por allá todavía ignoran mi actual paradero.
En esos días tuve también el gusto de asistir a un pequeño banquete con que
me obsequiaron el capitán E. J. Foulton y varios otros de los diez o doce oficiales

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Capítulo XXXIII

británicos, antiguos prisioneros nuestros, a quienes yo había podido favorecer y tal


vez hasta salvar de la muerte durante su traslado de Musul a Rasul-Aín en febrero
o marzo de 1906, y los cuales, al saber que yo me hallaba de regreso en Turquía,
lejos de contentarse con festejarme llevaron su gratitud al extremo de recomen-
darme a la Alta Comisaría Militar Inglesa, lo mismo que a teniente coronel
Temple (Chief of the Naval Staff Offices), y a sus cultos colaboradores, los coman-
dantes Welsh, Stock y el capitán Tomson, quienes en adelante se esmeraron por
atenderme, de modo que cuando solicité permiso, algunos meses después, para
regresar a América, en el acto me lo concedieron y al margen de mi pasaporte
agregaron un «good for passage by first available opportunity», que en español significa
«procúrese que el portador pueda partir cuanto antes».
Y así fue, pues, como vino a suceder que en una mañana del mes de abril
(1919), mientras el sol arrancaba destellos de oro a las rubias playas de la Troada
y las islas e islotes de la Egeida ardían como topacios en medio del mar, me quedé
contemplando desde la nave que me llevaba a España, por última vez esas extra-
ñas tierras que apenas se vislumbraban hacia el Naciente ya en forma de líneas vio-
láceas, cuando, de pronto, sentí como si una mano de hielo me oprimiera el
corazón con vehemencia, y sin saber por qué me cuadré y saludé militarmente
aquellos horizontes de matices de rosa y cielos de azahar, en que dejaba a tantos
valientes compañeros durmiendo el sueño de la muerte bajo el florido césped de
sus montañas y las ardientes arenas de sus desiertos.
Y tras breve estancia en la Madre Patria, alcé de nuevo el vuelo rumbo al
Poniente, en pos de mi lejana patria americana, que al cabo de dos semanas
alcancé a divisar como nadando sobre la superficie del océano y en medio de her-
mosa aureola de lejanías doradas, de nubes azulosas y horizontes rojizos cual la
sangre de Venezuela Heroica.

FIN

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Índice

CAPÍTULO I 29

CAPÍTULO II 39

CAPÍTULO III 53

CAPÍTULO IV 63

CAPÍTULO V 71

CAPÍTULO VI 79

CAPÍTULO VII 91

CAPÍTULO VIII 111

CAPÍTULO IX 121

CAPÍTULO X 143

CAPÍTULO XI 161
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Rafael de Nogales Méndez Cuatro años bajo la media luna

CAPÍTULO XII 179

CAPÍTULO XIII 193

CAPÍTULO XIV 205

CAPÍTULO XV 215

CAPÍTULO XVI 223

CAPÍTULO XVII 233

CAPÍTULO XVIII 253

CAPÍTULO XIX 267

CAPÍTULO XX 275

CAPÍTULO XXI 285

CAPÍTULO XXII 297

CAPÍTULO XXIII 317

CAPÍTULO XXIV 333

CAPÍTULO XXV 357

CAPÍTULO XXVI 377

CAPÍTULO XXVII 385

CAPÍTULO XXVIII 397

CAPÍTULO XXIX 409

CAPÍTULO XXX 419

CAPÍTULO XXXI 429


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Índice

CAPÍTULO XXXII 441

CAPÍTULO XXXIII 453


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Esta colección ha sido creada con un fin estrictamente cultural


y sus libros se venden a precio subsidiado
por el Ministerio de la Cultura.
Si alguna persona o institución cree que sus derechos de autor
están siendo afectados de alguna manera puede dirigirse a:
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Se terminó de imprimir en diciembre de 2006


en Fundación Imprenta del Ministerio de la Cultura,
Caracas, Venezuela
La edición consta de 1.000 ejemplares
impresos en papel Alternative, 60gr.
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