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relatos de viaje
Cuatro años
bajo la media luna
Caracas, 2006
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relatos de viaje
Cuatro años
bajo la media luna
Rafael de Nogales Méndez
CORREOS ELECTRÓNICOS
mcu@ministeriodelacultura.gob.ve
elperroylaranaediciones@gmail.com
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Esta modesta obra, escrita con la tosca pluma de un soldado, la dedico respetuosamente a la
memoria de mis compatriotas latinoamericanos, desde Méjico hasta la Argentina, que durante
la Guerra Magna supieron combatir y morir con gloria para mantener en alto la tradición
guerrera de nuestra raza.
El autor
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Presentación
Llama la atención la trayectoria editorial de una obra con un título tan exó-
tico, repartida entre dos ediciones iniciales y otras dos que se suceden 55 y 70
años después. Las dos antiguas de 1924 y 1936 –tiempos de Gómez y López
Contreras – y las contemporáneas : una en 1991 y ésta última en 2007. Aquello
parece lejano y un tanto increíble ¿Será la crónica de una guerra ajena contada por
un excepcional testigo y partícipe a la vez? O quizá sea la sombra sobre la planicie
del Asia Menor-Anatolia – de un venezolano cuyo espíritu inquieto fuera capaz de
trocar las suaves brisas del Torbes por el ululato de tempestades sobre las nevadas
cumbres del Cáucaso y sus correteos sancristobalenses por largas cabalgatas entre
el Eufrates y el Jordán, sobre aquellas tierras de profetas y pastores.
¿ Quién merece ser leído primero : el escritor o su obra? ¿Nogales o sus Cuatro
Años bajo la Media Luna ? ¿El testimonio o el testigo? ¿Por quién preguntarán los
viajeros? ¿Por el autor en tanto venezolano excepcional aunque sin seguidores, o
por este libro denso que hoy se reedita? La respuesta es también plural: él diría que
por la obra, la obra diría que por él y yo diría – acompañando a aquel sabio de
Ortega y Gasset – que por las circunstancias, tanto las suyas como las de la obra.
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nas del intelecto. Pero con la fugaz ternura de interrumpir el relato para con-
tarnos cómo del mercado techado de Alepo “emanaban en ondas delicadas los
sutiles perfumes del Oriente, insinuando lluvias de azahares y bosques de rosas,
que me hacían recordar las rosas de la tierra mía, allá en las lejanas montañas
de los Andes”.
La flor de kardelén
Yo creía que había leído y escrito lo suficiente sobre Nogales antes de cono-
cer la kardelén. Esta es una flor bulbosa, blanca, pendiente de un tallo verde con
un ojito del mismo color que se asoma por debajo de su copa, cual pingüino en
tierras polares. De ella me había hablado la gente de Nigde, la antigua Nahita,
provincia turca de la Anatolia central por la que Nogales pasó de refilón en su
primer viaje de Istambul al nevado Cáucaso, a principios de 1915, cuando iba a
ponerse a la orden del III Ejército. La kardelén – gota de nieve –parece muy deli-
cada y frágil, pero es la única flor que desafía con éxito las nieves de Anatolia. Ella
perfora el fofo manto blanco, lo sacude y permanece erguida como el único testi-
monio de la fuerza de la vida contra el rigor congelador que responde al mandato
absoluto del invierno.
En abril de 2006, siguiendo los pasos de Nogales por estas tierras de la Media
Luna, fui a propósito a Nigde, pasando por la soledad de la estación ferroviaria de
Ulukishla, donde él tuvo que desembarcar del tren para continuar viaje hacia su
destino “acomodado con las piernas cruzadas en el fondo de una de esas carrozas
infernales llamadas ‘árabas’. Puse la proa a lo desconocido y emprendí la marcha
hacia el Levante, (pernoctando) en un pueblecillo rodeado de árboles llamado
Nigde, que semejaba un oasis en medio de aquellas espantosas soledades”.
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pero resuelto a triunfar. Si bien , como soldado de escuela, era fuerte y resistente,
tenía que ser forzosamente débil ante las circunstancias que lo envolvían. Ante las
primeras de cambio ¿qué podría hacer él o cualquiera en un mundo tan distinto
al suyo, sin el apoyo o siquiera el conocimiento de su gobierno, tan sólo ampa-
rado por una palabra de honor dada en una legación diplomática del país cuya
geografía atravesaba? ¿A quién podría pedir socaire ante el peligro de un naufra-
gio? Aparte de los oficiales alemanes que lo recomendaron ¿qué tenía ese venezo-
lano que ofrecer más que su rendimiento en la empresa militar que pretendía
realizar? Día a día, para que esa debilidad bien camuflada se convierta en valora-
ble poder.
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Esta vez el lapso de espera fue breve. Con la caída del Muro de Berlín, la
disolución de la Unión Soviética y la primera Guerra del Golfo, el mundo
parecía volver de repente a un equilibrio de poderes afín con aquel que Nogales
viviera y viera sucumbir con la fractura y desaparición de los cuatro imperios
continentales de su época: el chino, el ruso, el austro-húngaro y el otomano,
amén del propio imperio alemán que durante su corta y vigorosa existencia se
le ocurrió una vez enamorarse de la venezolana isla de Margarita.
Ahora será únicamente cuestión de leer en serio ese libro que, cuarenta
años atrás, me pareció grave, demasiado serio y de parca sonrisa.
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Entre San Cristóbal del Táchira (14 de octubre de 1877) y Panamá del Istmo (10
de julio de 1937) vivió casi sesenta años. Fue hijo de llaneros emigrados a Los Andes:
el Coronel Pedro Felipe Inchauspe (Intxauspe) Cordero y doña Josefa Méndez Brito.
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En 1919 regresa a tierras americanas para escribir Cuatro Años bajo la Media
Luna en la soledad de un pueblo de los Andes colombianos. En 1927 recorre el
istmo centroamericano para escribir en inglés su testimonio nicaragüense : The
Looting of Nicaragua (1928), libro antiimperialista de punta a punta que publica de
nuevo en Londres. Ese libro aceleró la retirada de las tropas norteamericanas de
Nicaragua. En México en 1929 conoció al General Sandino de quien fue mentor
y amigo. Entre Estados Unidos e Inglaterra publicará en inglés Memoirs of a Soldier
of Fortune (1932) y Silk Hat and Spurs (1934).
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Presentación
Los libros suelen esconder alguna historia íntima sobre la relación entre el
tema y el autor que éste procede a exponer, con orgullo y gusto, en algún prólogo
o palabras liminares. El lector suele aceptarlo con cierto interés, como cuando los
hijos quieren escuchar el cuento de cómo se conocieron papá y mamá. Mas pocos
libros suelen tener una hoja de vida propia, como lo es el caso de Cuatro Años bajo
la Media Luna.
Nogales dice que escribió el libro varias veces y tantas veces menos una, lo
volvió a deshacer y a redactar. Al bajar de la montaña rumbo a Cartagena,
Nogales hizo maromas para engañar a sus perseguidores y evitar que le quitaran el
manuscrito antes de alcanzar a embarcarse en una goleta casi clandestina de un
contrabandista que lo iría a llevar al puerto panameño más cercano. En sus
Memorias narra las diversas peripecias por las que pasó en esa travesía riesgosa ,
cómo unos indios lograron arrebatarle el curioso talego en el que tenía enrolla-
das las hojas escritas y cómo con astucia pudo recuperarlo. Desde el puerto pes-
quero de Bocas del Toro en la costa panameña procedió a Costa Rica en otra
embarcación que bailaba al son de olas gigantescas, hasta depositarlo por fin, con
su talego, en Costa Rica. De ahí procedió a La Habana donde lograría obtener el
anhelado visado para Estados Unidos con el propósito de editar su testimonio
otomano.
Fue a principios de 1923 cuando el New York Times se fijó en Nogales Bey of
Venezuela para seguirle la pista, de entonces en adelante, e informar acerca de sus
obras y andanzas. No obstante, no tardó en poner proa a Berlín cuando se enteró
de que la Editorial Internacional, especializada en traducir obras románticas e histó-
ricas del alemán al español, podría estar interesada. Efectivamente, la casa que sacó
la edición inicial de esta obra –base para otras ediciones facsimilares- operaba
desde oficinas en Berlín, Madrid y Buenos Aires, pero fue en la capital alemana y
no en la española o la argentina como se ha pretendido decir, donde se realizó la
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impresión, según el propio Nogales. Tampoco ello sería posible sin soportar las
impertinencias del español Emilio Rancés, que Nogales juraba era agente de la
Legación de Venezuela disfrazado de asesor de estilo, para averigüar qué tanto ten-
dría ese libro que ver con Gómez. Así y todo, el Gobierno del Benemérito prohi-
bió el libro, probablemente para no reconocerle a ese tachirense excéntrico
méritos de una figura universal que pudieran hacerle sombra al Benemérito y
darle dividendos a un enemigo. Me contó el finado Dr. Giacopini Zárraga que él,
en sus años mozos, sólo pudo leer ese libro a hurtadillas gracias a un pariente que
se lo sacó del llamado “Cuarto de Libros Prohibidos”, de lo que entonces fuera la
“Inspectoría de Plazas y Jardines”.
Para los alemanes, se trataría de un testimonio válido, escrito por uno de los
suyos o casi, de modo que la versión de Vier Jahre unter den Halbmond, apenas salida
de la imprenta en 1925 no duró mucho en las librerías, pues será ávidamente
adquirida por un público ansioso de saber qué fue lo que hicieron sus oficiales y
soldados en aquella odisea al lado de sus aliados turcos.
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Four Years Beneath the Crescent convirtió a su autor en una figura conocida en
los medios literarios y sociales a ambos lados del Atlántico anglosajón. Nogales
pasará toda una década comprendida entre la aparición de la versión inglesa de
este libro y la muerte del General Gómez entre Alemania, Inglaterra, Estados
Unidos y brevemente Francia, entregado a su nuevo rol de autor, columnista y
conferencista sobre viajes y temas geopolíticos. La poetisa y escritora Ana
Mercedes Pérez, quien lo conoció en Londres siendo ella la joven hija del Cónsul
General de Venezuela, ha reseñado estas páginas de pluma y frac con un toque de
fina maestría literaria. Lo cierto es que Nogales, tras despedirse de las costas de
Anatolia con un saludo militar, nunca más volvió para estas tierras. Pero nos dejó
su testimonio en tinta sobre papel.
La aureola dorada
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batalla como en sus ataques sobre las fuerzas británicas en el Sinaí egipcio (1917). Pasa
el último año de la guerra en Mardin y Diarbakir (Anatolia), además de actuar como
subcomandante de la Casa Militar del propio sultán en Istambul. Estaba disfrutando
de unas vacaciones en Europa al declararse el armisticio tras la derrota de su bando.
Pudiendo quedarse afuera o huir, prefirió volver a Istambul a enfrentarse a los vence-
dores, recoger sus papeles y condecoraciones, para luego partir de retorno a su terruño
y escribir la historia de su marcha marcial bajo la media luna.
Trató de ser lo más fiel posible en describir los lugares que iba encontrando en
el Asia Menor y el Oriente Medio, al colocar el nombre clásico al lado del corriente.
Te advierte que Konya es la antigua Iconium; Sivas, Sebasta; Kayseri, Cesárea;
Amán, Filadelfia; Tikrit, Virtha (¿acaso la bíblica Birtha? se pregunta). Entre cúmu-
los de nombres vivos y túmulos de viejos, a veces se equivocaba, como cuando dijo
que Yatripa era el antiguo nombre de Meca; en realidad lo fue de Medina. En un
lapso hizo de Bagdad capital de los omeyas cuando lo fue de los abasidas. No obs-
tante, su acuciosidad asombra. Nadie pensaría que en 1922 alguien tendría una
computadora con servicio de Internet en Gramalote. Todos los documentos que se
llevó de Turquía llegaron sanos y salvos a ese refugio andino.
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La leyenda negra
Por otro lado, Nogales no debió dejar una buena impresión a su primer
lector turco e implacable censor, Kaymakam Hakki, cuando se largó a criticar a
varios compañeros de armas, incluso hasta llegar a extremos en algunos casos. Se
ha dado el de uno de los pilares brillantes del imperio a quien Nogales elogia en
distintos sentidos, para de repente espetarle la acusación de ladrón, por lo demás
sin pruebas y fuera de lugar. No abona mucho crédito a este filón de su relato el
que haya dividido a los hombres públicos del imperio y a sus propios jefes y com-
pañeros en buenos y malos, probablemente en función del trato que de ellos reci-
biera. Después de todo, él sí fue acechado y perseguido a raíz de su salida del
frente armenio, especialmente por quienes creían que podría aportar algún testi-
monio en su contra a consecuencia de los trágicos sucesos de Van. Mas se trata de
individuos: el Ministerio de Guerra otomano le otorgó varias condecoraciones y
le concedió una baja honrosa, como consta en el irrefutable documento cuya
copia fotográfica ilustra el libro.
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Para indagar sobre la leyenda negra que este libro habría creado alguna vez,
se tendría que empezar por preguntar cuántas personas lo han leído y evaluado en
su totalidad. Parece que, aparte de la edición inglesa que en Estados Unidos con-
quistó elogios y buena crítica tanto por el tema como por la traducción, la obra
tuvo que traspasar un duro examen ético e ideológico, precisamente por las distin-
tas reacciones que han provocado los capítulos sobre los trágicos sucesos de Van
entre armenios y turcos.
Quienes tomaron el relato muy en serio, desnudando sus palabras una a una,
fueron los protagonistas de aquellos sucesos. Ninguno de los dos aquilató la obra
en su conjunto, porque lo que les interesaba era el relato específico, y en la medida
en que uno u otro lo podría interpretar a su favor. Nogales no salió “bien parado”
ni con los unos ni con los otros. En realidad, quien lea esta obra objetiva y crítica-
mente, llegará a la conclusión de que nuestro autor, teniendo en frente elementos
de un verdadero juicio de realidad como ningún otro testigo habría visto, lo con-
fundió con dos juicios paralelos de valor, uno más de este lado y el otro más
acorde con aquél. Quiso “hacer justicia” entre los turcos en cuyas filas militaba y
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Describió con detalles descarnados los horrores de la lucha, las masacres y las
deportaciones que la población civil armenia sufriera en el trayecto. Incluyó un
testimonio gráfico con la intención de captar solidaridad y simpatía por la
causa armenia.
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1. Queda fuera de duda que los armenios fueron los que se sublevaron en
rebelión armada, instigados por Rusia.
Es probable que los sesgos de tan encontrados juicios que él expresa en los
abultados primeros capítulos de la obra y relacionados con este drama, hayan sido
influidos por las circunstancias que Nogales encontrara al llegar a Berlín, manus-
crito en mano, y percibir un ambiente muy distinto al que se habría imaginado.
En Berlín el antiguo ministro otomano del Interior, Tala’t Pasha, había sido ase-
sinado en venganza por esos hechos, lo que podría haber influido en el ánimo de
ese venezolano solitario, desprovisto de cualquier atención por el gobierno de su
país y totalmente desvinculado del ya extinto imperio al que sirviera. Aquí estarí-
amos contemplando a un hombre cuarentón, aspirante a reintegrarse a una socie-
dad occidental que abría sus puertas de par en par a refugiados y desplazados
armenios, sus adversarios.
Tan es así que, dentro del lustro siguiente al final de la guerra, Nogales evi-
taba en lo posible circular por Europa y Estados Unidos. Gramalote será tanto
escritorio como escondite. Hasta 1923, el Gobierno de Estados Unidos se negaba
a otorgarle visa, mientras él se quejaba del remoquete “ Verdugo de Armenia” que
el Presidente Wilson le había endilgado.
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Por su parte, los turcos prefirieron archivar la obra y el nombre de Nogales, como
sanción por sus capítulos sobre Van. Ello sucede como consecuencia de la traducción
de dichos capítulos por un alto oficial turco, entonces kaimakam y luego General
Ismail Hakki Akoguz, quien tradujo de la versión alemana sólo los capítulos referidos
a Van y la cuestión armenia, además de redactar, para un toal de apenas 76 páginas,
una respuesta propia a “ese oficial extranjero sin abolengo” que terminó “mordiendo
la mano que le prestó una espada”. Hakki tendrá una actuación muy notable bajo el
propio Atatürk, de modo que su texto con la respuesta publicada en 1931, en vida de
Nogales, sellará por siete décadas la suerte documental del venezolano en el país aso-
ciado a su nombre, figura y obra en el mundo entero.
De este modo ha sido tarea casi imposible para los diplomáticos venezolanos
acreditados en Turquía desde el establecimento de relaciones en 1950, destapar la
documentación oficial sobre su compatriota. Mi antecessor en el cargo, Embajador
Ramón Delgado, rompió el hielo al publicar, en castellano y turco, la tesis del estu-
diante de letras españolas (hoy profesor) Mehmet Necati Kutlu, quien descubre la
historia de Nogales por un ejemplar de Four Years Beneath the Crescent en la biblioteca
de su universidad. La tesis: Nogales Méndez: Un Caballero andante en Turquía/Nogales
Méndez: Türkiye bir Gezgin Sövalye (Ankara, 1998).
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Palabras semifinales
Son semifinales porque las palabras finales sobre este hombre fuera de serie,
aún no se han escrito.
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Capítulo I
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Al parecer, se estaba librando una batalla Dios sabe dónde. Autos cargados de
heridos amigos y enemigos iban y seguían llegando sin cesar. Destacamentos y uni-
dades belgas, frescas o reorganizadas, atravesaban en todas direcciones una apretada
muchedumbre, compuesta en su mayor parte de niños y mujeres procedentes de los
distritos devastados y cargando a cuestas lo poco que habían logrado salvar durante
su fuga. La falta de alojamientos era tan grande, que muchos de aquellos desgracia-
dos se veían obligados a pernoctar a la intemperie, no obstante los esfuerzos genero-
sos de las autoridades francesas por aliviar su suerte.
Y por encima del murmullo de las masas, del claqueteo incesante de los zuecos
sobre el empedrado y el ruido ensordecedor de la artillería al desfilar en forma de
marcha por las arterias principales de la villa, oíase de vez en cuando, desde lo alto,
el zumbido fatal de los aviones alemanes girando cual águilas de acero encima y en
torno de la plaza fuerte de Calais.
En esto, sonó la hora de partida. Y después de un viaje bastante fastidioso llegué
por fin, ya entrada la noche, a la flamenca urbe de Dunquerque.
De la estación fui derecho a un hotel, y me puse a cenar. Pero todavía no había
hecho sino comenzar, cuando me vinieron a anunciar una visita. Y al ir a ver quién
era, me encontré con un piquete de tropa, con bayoneta calada, que me condujo por
vías estrechas y tortuosas hacia cierto edificio oscuro y de vastas proporciones, seme-
jante a una bastilla. Era la Comandancia de Armas. Me habían tomado por un espía.
El oficial de guardia me recibió cortésmente, y, después de examinar mi pasa-
porte, pidió excusas por el error que se había cometido.
Cuando llegué al hotel, ya no encontré qué comer. Pero, en cambio, me hallaba
vivo todavía, que era lo esencial para mí.
En esa época comenzaba ya Dunquerque a darse cuenta de la molesta vecindad
del frente enemigo. El cañoneo, que era incesante, se sentía aún de día, y de noche
podíanse distinguir perfectamente hasta los diferentes calibres de las piezas.
También un par de aviones “boches”, como decía la gente, venía todas las
mañanas a averiguar el movimiento de los trenes.
En los cafés abundaban los oficiales. Entre ellos no faltaban, por lo general,
algunos ingleses, a quienes no podía yo menos de admirar por su aspecto marcial
y el corte correctísimo y verdaderamente uniforme de sus uniformes, que revela-
ban en sus dueños tanto al sportsman como al militar.
Al día siguiente, fui al Ministerio de Relaciones Exteriores belga, situado en
el Hôtel de Ville. Y al pisar su puerta de entrada, vi salir de ella a un individuo ves-
tido de oficial británico, acompañado de alguna gente armada. Estaba pálido. Sus
labios se contraían de vez en cuando. Y al preguntar yo al sargento de guardia
quién era, contestóme que un desconocido a quien se le había encontrado una
carta escrita en alemán, y del cual por tanto se sospechaba fuera quizás un oficial
prusiano disfrazado de inglés, es decir, un espía alemán.
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Capítulo I
A juzgar por la dirección que iba tomando su escolta, calculé que lo condu-
cían hacia la bastilla en que yo había estado detenido la noche antes.
No le tuve la menor envidia, a decir verdad, pero en cambio sí bastante lás-
tima, puesto que dicho señor llevaba el 99% de probabilidades de ser pasado por
las armas en el término de la distancia.
En aquellos tiempos anormales bastaba a veces la menor sospecha para perder
a un hombre.
En esto fui recibido por el secretario privado del ministro. Era éste un joven
pequeño y rubio, que usaba lentes, ostentaba el título de barón, y muy amable me
repitió lo que me habían dicho ya antes que él el Consejero de la Embajada belga
en Londres y el coronel en Calais: «nous le regrettons infiniment, mais malheureusement,
etc.» Total, nada. Una carta autógrafa del ministro dándome las gracias, y el con-
sejo de ir a ver a Su Majestad el Rey, en su Cuartel General de Furnes, frente al
enemigo.
Hallándome resuelto a todo sacrificio, opté por seguir su consejo. Pero por
suerte o desgracia mía se le ocurrió aquella mañana a un aviador alemán ir a lanzar
las dos primeras bombas sobre Dunquerque, de las cuales la una atravesó el tejado
de un hospital, mientras la otra fue a romper todos los cristales del Hôtel de Ville,
o sea el Ministerio de Relaciones Exteriores belga.
El resultado de tan fatal suceso fue, como era de esperarse, un decreto orde-
nando la salida inmediata de todos los extranjeros transeúntes en Dunquerque, lo
cual puso fin a mi reve héroique en lo tocante a Bélgica a lo menos.
Y en tanto me hallaba al día siguiente en la Comandancia de Armas reco-
giendo ya no recuerdo qué firma, se me acercó un oficial superior francés y me
dijo con aire protector: «¿Por qué no se une Ud. a nosotros, ya que los belgas se
niegan a recibirlo?»
«Con el mayor gusto», le respondí en el acto, «siempre que el ejército regular
francés no tenga inconveniente en aceptarme».
Pero aún no había terminado la frase, cuando dicho señor me miró de arriba
abajo, como escandalizado, y exclamó con voz un tanto irritada: «comment donc!
¿nosotros recibir a Ud. en el Ejército regular francés? Jamais de la vie! Para señores
como Ud., tenemos la Legión Extranjera...»
Y mirándome de arriba abajo una vez más, me volvió la espalda y se fue como
si tal cosa.
Semejante respuesta, por cierto algo quijotesca y que honraba tan poco a su
dueño como al uniforme que llevaba puesto, en vez de alterarme lo que hizo fue
más bien recordarme el caso del príncipe Eugenio de Saboya, a quien Luis XIV,
Rey de Francia, había obligado también en cierta ocasión, y por medio de una
ofensa parecida, a entrar al servicio de Austria con el resultado que conocemos ya
por la historia.
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Capítulo I
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Las exquisitas toilettes de las señoras formaban extraño contraste con sus rústi-
cos alrededores. Y la función cinematográfica de gala que se celebró en dicho local
esa noche con motivo de la recuperación de Belgrado, estaba muy poco de
acuerdo con la magnitud de la victoria que la había precedido.
Al aclarar el día, fui a oír la misa de Navidad en la capilla católica. La presidía
el ministro belga. Y entre la numerosa concurrencia figuraba también un crecido
número de prisioneros austriacos, muchos de los cuales estaban heridos. Causaba
pena ver aquellos desgraciados que en ocasiones no sabían ya casi cómo dominar
su emoción.
Por la tarde me presenté en la Secretaría de Guerra. El ministro era un coro-
nel bastante joven todavía, que, haciendo gala de su franqueza de verdadero mili-
tar, me dijo al punto que mi solicitud era inadmisible; mas, agregó, en charmant
camarade, que yendo a ver el Ministro ruso en Bulgaria, que era un bon type tal vez
la cosa se dejaría arreglar todavía.
Pues bien. Fui a Sofía. Y cuando el Ministro moscovita me salió también con
que «pas possible, mon cher...» me pareció como que la sala con los muebles y todo se
hallaba dando vueltas en torno mío.
Empero, y para suavizar sin duda el rudo golpe que acababa de asestarme, me
ofrendó dicho señor una carta de agradecimiento y autógrafa suya, que mostré
más tarde también al mayor von der Goltz junto con las que me habían dedicado
ya antes que él el Ministro de Relaciones Exteriores belga y los de Guerra de
Serbia y Montenegro. Y al despedirme tuvo aquel insigne diplomático todavía la
fineza, insouciance, o acaso candidez (?) de insinuar que tal vez Inglaterra, o el
Japón...
Excuso decir cómo saldría yo de aquella Legación, en que acababa de gastar
mi último cartucho.
A decir verdad, mi desmesurado entusiasmo por la raza latina me había cos-
tado muy caro, y en ocasiones poco faltó para que me costara hasta la vida, puesto
que los que no me tomaron por loco, de seguro que me tomarían por un espía.
Presa del más vivo desengaño, fui entonces a mi hotel a ver si se me despejaba
un poco la mente, que harto falta me hacía.
En esto pasaron algunos días, y entre las personas de nota con que llegué a
relacionarme figuraban el ministro turco Fethi Bey y el mayor von der Goltz,
agregado militar alemán en Bulgaria, quienes parecían hallarse ya al corriente de
lo ocurrido, y en vez de hostilizarme procuraron más bien consolarme mediante
una franqueza leal y caballerosa.
Tanto fue así, que a principios de enero (1915) me hallaba yo ya en camino
de Constantinopla, donde fui muy bien recibido no sólo por Enver Pachá, sino
también por los generales von Liman y von Bronsart Pachás. Y transcurridas otras
tres semanas alcé de nuevo el vuelo rumbo a Levante, en pos de las heladas mon-
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Capítulo I
tañas de Caucasia, para ir a combatir contra los rusos en calidad de oficial del ejér-
cito regular otomano, y por lo tanto también de los ejércitos centrales, más sin por
eso haber jurado la bandera ni renunciado a mi nacionalidad venezolana, sino sólo
y únicamente bajo parole d’honneur.
De esa manera fue, pues, como la hospitalidad que yo había solicitado en
vano a las puertas de la Entente me vino por fin a ser brindada espontánea y gene-
rosamente por aquellos de quienes menos lo hubiera esperado, es decir, por los
turcos y la brillante oficialidad de carrera alemana.
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Capítulo II
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Capítulo II
neutralidad de Turquía. Pero sus esfuerzos resultaron vanos ante las artimañas del
Comité de Unión y Progreso, que halagando al Clero por medio de la perspectiva
de una Guerra Santa, acabó por vencer sus escrúpulos y por obligar al pueblo a
aceptar la guerra.
Entre los argumentos más poderosos de que llegó a valerse el citado comité a
fin de convencer a las masas titubeantes, figuraban la constante amenaza de Rusia
por el Cáucaso y el temor de que Francia e Inglaterra fueran a tratar de apoderarse
de Siria y Palestina.
En consecuencia, y para dar más efecto a sus argumentos, decretaron los
jóvenes turcos sobre la marcha la abolición de las “Capitulaciones”, la deroga-
ción de las deudas y tratados existentes con los países de la Entente, la expansión
de las fronteras nacionales a la sombra del Panislamismo, y la eliminación
eventual de los armenios y demás cristianos otomanos por medio de una
Guerra Santa.
No poco habrá influido tal vez también en el ánimo de algunos políticos
jóvenes turcos, promotores de la guerra, la lejana esperanza de poder llegar a des-
hacerse con el tiempo quizás hasta de los mismos alemanes (después de haberlos
explotado a su gusto, por supuesto), para luego pasarse a la Entente y seguir explo-
tando a ésta a su vez.
En resumidas cuentas: el motivo primordial que indujo al Comité de Unión
y Progreso a declarar la guerra a los aliados, no parece haber sido sino esa misma
eterna mezcolanza de fanatismo sublime y chicanería inveterada que ha caracteri-
zado siempre los manejos de la Sublime Puerta en lo tocante a la política exterior
del Imperio.
La oficialidad alemana no dejó de sospechar nunca de los turcos durante la
guerra, y con muchísima razón, puesto que los gerentes militares del Comité eran
pocos, comparados con los directores paisanos, encabezados por el funesto Gran
Visir Talaát Pachá, que, como es sabido, representaba la reacción con todos sus
horrores, mientras que Enver y sus compañeros, el progreso, bien o mal enten-
dido, pero siempre el progreso.
Cuando la atmósfera política se ponía un tanto cargada, comenzaban el
Goben y el Breslau a maniobrar con disimulo en torno del palacio imperial de
Dolma-Bagtche. Con aquello bastaba las más de las veces. En el acto se calmaban
los ánimos.
De no haber sido por esos dos cruceros, quién sabe si los alemanes residentes en
el Imperio no hubieran sido tal vez los primeros en sufrir las consecuencias de la
Guerra Santa, puesto que la “espada de Damocles” no cesó de colgar sobre sus cabezas
hasta que llegó el general von Seekt e impuso el control militar en Turquía.
A pesar de lo mucho que se ha venido hablando de los jóvenes turcos (o el
Comité de Unión y Progreso) y sus tremendos crímenes, es de sorprender que
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sean tan pocos los que conocen la historia y sobre todo el origen de esa extraña
secta, que de partido político progresista y honrado acabó por convertirse durante
la guerra en el non plus ultra de la barbarie.
Para llegar a comprender tan extraña metamorfosis, hay que tener presente
que las conquistas de los antiguos emperadores otomanos fueron debidas, más que
a otra cosa, al valor de su guardia pretoriana, llamada el “cuerpo de los genízaros”,
ya que mientras éstos derribaban imperios y avanzaban hasta las puertas de Viena
y de Varsovia, el pueblo turco seguía tranquilamente dedicado a sus quehaceres
domésticos y sin tener que preocuparse para nada de cuestiones políticas. En esa
época, moros y cristianos eran hermanos y trabajaban fraternalmente por el bien
de su patria común.
Después del exterminio de los genízaros, que llevó a cabo el sultán Maghmud
II en 1826, se estableció en Turquía el servicio militar obligatorio, de que queda-
ban exentos, en virtud del Hati-Sherif de Gülhane, únicamente los cristianos, súb-
ditos otomanos mediante el pago de una cuota relativamente insignificante, en
tanto que los musulmanes, y de preferencia los agricultores que carecían de
medios abundantes, se veían obligados a servir en las filas a veces hasta por espa-
cio de diez a doce años consecutivos.
Este sistema injusto y arbitrario en alto grado (como casi todas las disposicio-
nes de los antiguos autócratas otomanos) tuvo por consecuencia que a medida que
los cristianos, súbditos del Imperio, se iban enriqueciendo y usando sus caudales
para educar a sus hijos, los musulmanes, y sobre todo los agricultores mahometa-
nos del centro y este de Anatolia, iban empobreciendo visiblemente y descui-
dando cada día más el cultivo de sus campos y sus quehaceres familiares.
Así siguieron las cosas hasta 1876, cuando ascendió al trono el Sultán Abd-
Ul-Hamid, quien, comprendiendo al vuelo la imposibilidad de conciliar la arro-
gancia y opulencia de los cristianos otomanos con la pobreza y el despecho de las
masas agricultoras musulmanas, y no deseando malponerse ni con unos ni con
otros, o caer acaso víctima de ambos, inauguró desde luego su famoso régimen de
maromas políticas y contemporizaciones maquiavélicas, régimen que llegó a ser
con el tiempo casi proverbial y se conoce aún en el Cercano Oriente con el
nombre de “sistema hamidiano”.
La ira, harto justificada, de los agricultores muslímicos de Anatolia, unida al
bandolerismo montaraz de los kurdos, acabaron, como era natural, por precipitar
las célebres matanzas de 1896, que los mismos armenios habían provocado con su
propaganda nihilista de 1886, y, más que todo, por medio de su arrogancia y su
desmedido apetito nacionalista, ya que creyéndose seguros del apoyo de Rusia,
pretendían nada menos que apoderarse por la fuerza de las provincias turcas de
Bitlis, Van y Erzerum (en las que ellos apenas representaban el 30% de la pobla-
ción, por término medio) para fundar con ellas una Armenia libre, en la cual los
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y de no haber sido por el intrigante Presidente del Senado, Ahmed-Riza Bey, que
le cortó el suelo bajo los pies, malponiéndolo con el Sultán, quién sabe si no
hubiera salvado tal vez a Turquía del humillante protectorado que establecieron
sobre ella más tarde los aliados.
Al caer Izzed, se desplomó el Imperio cual masa inerte.
Enver Pachá, el famoso caudillo de los jóvenes turcos durante la Guerra
Mundial, es de modesta cuna, frisa hoy en los 53 años, y ha descollado siempre
por sus brillantes cualidades y un patriotismo a toda prueba.
Dotado de un carácter afable, que raya casi en lo humilde, tampoco es Enver
ni militar brillante, ni político de luces, pero sí un hombre de hierro y de un espí-
ritu de iniciativa sorprendente en un oriental.
Sin su apoyo y su amistad sincera, creo difícil que los alemanes hubieran
podido sentar pie en Turquía conforme lo hicieron durante la guerra. Él les sirvió
de puente primero, y de palanca después. Pero, en honor de la verdad sea dicho,
Enver nunca se vendió a ellos, sino sólo se dejó fascinar por la gallardía de su bri-
llante oficialidad. En vez de esclavo de los alemanes, fue Enver más bien su discí-
pulo agradecido y el apóstol del militarismo prusiano en el Cercano Oriente.
Su carrera como jefe en el servicio activo fue hasta cierto punto desgraciada,
mas no por falta de valor personal, puesto que le sobra, sino a causa de sus cono-
cimientos militares quizás poco profundos.
Durante la Revolución joven turca de 1908, que tuvo por consecuencia la
caída del Sultán Abd-Ul-Hamid, cañoneó Enver los cuarteles de Constantinopla
al frente de fuerzas irregulares. Luego combatió en Tripolitania contra los italia-
nos al frente de fuerzas semirregulares también. Entonces no era sino capitán o
comandante a lo sumo.
Dos años más tarde avanzó ya de coronel y a marchas forzadas contra
Adrianópolis, que se le rindió sin disparar un tiro. Y al notar, después de comenzada
la guerra, el enorme prestigio que adquiriera su antagonista Dyemal Pachá por
medio de su pretendida toma del Canal, quiso eclipsarlo, y sin querer escuchar los
consejos de su Jefe de Estado Mayor, el general von Bronsart, que sí era militar de
verdad, se lanzó en pleno invierno, al frente del III Ejército, contra las posiciones
inexpugnables de los rusos en el Cáucaso, con el resultado que era de esperarse.
Quince baterías de campaña, representando nuestro grueso de esa tan útil
arma de dicho frente, cayeron en poder del enemigo durante aquella jornada,
mientras que nuestras pérdidas en muertos de bala, de frío y desaparecidos, no
bajaron de treinta mil hombres.
De esa manera fue, pues, como vino a destrozarse de la noche a la mañana, y
por sí sólo casi, ese brillante ejército que, de no haber sido por la extremada ambi-
ción de Enver Pachá hubiera podido defender indefinidamente la frontera del
Cáucaso contra las hordas armeno-moscovitas.
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partido con tal de contrariar a aquél únicamente. La ruina de los jóvenes turcos
fue debida, por tanto, sola y exclusivamente casi a la rivalidad entonces existente
entre Enver y su antagonista, Dyemal Pachá.
Como administrador no ha sido Dyemal, a decir la verdad, sino un la...n [sic]
desvergonzado. Su codicia es un tonel sin fondo. Mientras que como político sólo
una solemne nulidad, desde el momento en que, pretendiendo ser amigo de la
Entente, hizo morir de hambre a gran parte de la población cristiana del Monte
Líbano, en tanto que a los árabes los martirizó hasta el extremo de mandar ahor-
car caprichosamente, en plena plaza pública de Damasco, entre otros notables, a
un hijo de Jerifa Huseín de la Meca, provocando así un conflicto que tuvo por
consecuencia natural la secesión de Arabia, primero, y luego la de Siria y Palestina.
Dyemal Pachá se halla también desde el final de la guerra privado de sus bienes
de fortuna, de sus títulos militares, y, como Enver, huyendo por Dios sabe dónde.
Vehib Pachá, el albanés, será un tigre, pero también un esforzado militar y un
grand seigneur en todo el sentido de la palabra.
De haber sido amigo de Alemania en vez de su enemigo, hubiera podido
ocupar un puesto igual o superior tal vez al de Enver durante la guerra.
Vehib es uno de esos hombres que nacen para mandar, no para obedecer.
Su ofensiva victoriosa de 1918, cuando al frente del III Ejército avanzó desde
Sivas hasta Báku a tambor batiente y con banderas desplegadas, representa un
hecho de armas notable y el último esfuerzo que llevó a cabo el Ejército del
Cáucaso durante la guerra y en medio de sus miserias.
Halil Pachá no tiene fuera de su valor personal más mérito que el de ser tío
de Enver.
Él fue quien causó la pérdida de Armenia, apoyó bajo capa las matanzas y
causó la ruina de sus antiguos camaradas y demás oficiales que le hacían sombra.
La toma de Kut-El-Amara tampoco fue obra suya, sino de von der Goltz
Pachá, que había dejado ya todo preparado antes de expirar.
El famoso VI Ejército, que heredó Halil del Mariscal, tampoco tardó en des-
hacerse entre sus manos como copo de nieve en un día de verano. Y así todo.
Degradado al rango de teniente coronel, que es el que le corresponde por
derecho de ancianidad, se hallaba Halil no hace mucho todavía preso y en víspe-
ras de ser juzgado ante el Gran Consejo de Guerra de Constantinopla por sus
fechorías más bien que por sus descalabros militares, que no eran sino de esperarse
en un hombre de sus condiciones.
En resumidas cuentas, Halil Pachá no pasa de ser sino una reputación usur-
pada y una nulidad engreída.
Koprülü-Kiasim y Dyevad Pachás, los héroes de Armenia y de Galitzia,
respectivamente, son todo lo contrario de Halil. Con esto creo que lo dejo
dicho todo.
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Capítulo II
El Mariscal von Liman, o Liman von Sanders Pachá, era un tipo bastante
diferente.
Aunque de noble y hasta muy noble estirpe también, no tenía nada de hombre
de salón en sus tratos con sus oficiales subalternos, como el Mariscal de Campo von
der Golzt Pachá y el general von Bronsart, por ejemplo.
Alto más bien que bajo, de cuerpo fornido y en extremo nervioso (como todos
los que hemos tenido que lidiar con orientales) era von Liman por regla general muy
estimado entre la oficialidad superior joven turca.
Enver poco simpatizaba con él, a decir la verdad, pero no podía prescindir de
sus servicios porque von Liman era la espada del imperio.
Su presencia e indómita energía fue lo único que salvó los Dardanelos. Él fue el
cuerpo y alma de esa famosa campaña.
La causa principal, por no decir única, de su desastre durante la defensa de
Palestina (en septiembre de 1918), fue su carencia absoluta de reservas.
La derrota del Mariscal von Liman no era sino de esperarse en semejantes cir-
cunstancias.
Los laureles que él había ganado a fuerza de tantos y tan brillantes triunfos en
Gallípoli, los hubo de dejar forzosa, más no menos gloriosamente sepultados, en
parte, entre los desiertos de Palestina.
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Capítulo III
Al despertar del día proseguimos la marcha en línea casi paralela con la azu-
lada mole del Antetauro. Y, dejando a la izquierda la ciudad de New-Shehir, que
asomaba en lontananza como una mancha oscura, llegamos al declinar la tarde al
caravanserallo de Arabi-Khan, que era un reputado centro de bandidaje y desde
cuya azotea de tierra pisada pudimos admirar a la caída del sol la nívea cumbre del
vetusto Mons Argaeus brillando cual diamante solitario bajo un cielo color de
grana y oro.
Este famoso cerro, o volcán extinto, que llaman hoy Erdyich-Dagh, se eleva
a unos cuatro mil metros sobre el nivel de la costa y es considerado como la mon-
taña más alta del Asia Menor.
El 18, todavía de mañana, doblamos el pie del Erdyich y entramos en la anti-
quísima ciudad de Kaiseríeh, o Cesarea, que baña el Kara-Su, tributario del Kisil-
Irmak, o Halys de los antiguos.
Rodeada de vetustos camposantos y cortada por un lienzo de murallas, de
orden seljucida, si mal no recuerdo, y en que se apoya el bazar, ofrece dicha
ciudad, sobre todo vista desde lejos, un aspecto sumamente triste, por no decir
lúgubre.
El par de días que permanecí en ella los pasé en calidad de huésped del opu-
lento gentleman circasiano Ibrahim Effendi, quien me hizo gozar de la hospitalidad
franca a la vez que ceremoniosa con que los señores otomanos suelen honrar a sus
musafires, o huéspedes, tanto ricos como pobres..., ya que al musafir lo manda
Dios – Alah el todopoderoso Dios único y único Dios del universo.
Los que deseen conocer el alma musulmana no deben ir a buscarla en
Constantinopla, sino en las capitales de provincia de Anatolia, donde los hombres
no se avergüenzan todavía de posponer lo material a lo espiritual, donde la norma
sigue aún siendo calidad en vez de cantidad.
Errados andan los que se figuran que los pueblos del Cercano Oriente son
menos cultos que los europeos.
Si la superioridad de la civilización moderna consiste en producir pacotilla,
entonces no cabe duda de que el oriental es menos civilizado que el occidental,
pero ¿menos culto? eso nunca, puesto que el Oriente es la cuna de la cultura mun-
dial y mira hacia el europeo que se desvela por acumular riquezas, con esa misma
indulgencia, por no decir casi lástima, con que un anciano rico en experiencia
miraría a un chiquillo inquieto que se afana por satisfacer sus caprichos infantiles.
Acordémonos de que cuando Europa era todavía un montón de selvas y pan-
tanos, ya hacía miles de años que imperaba en Oriente la cultura. Y que cuando
Europa haya bajado al sepulcro de la historia, cual Roma y Grecia, por ejemplo,
la antiquísima e inmutable cultura del Oriente continuará brillando sobre los
horizontes de Levante con la misma e intensa luz de las estrellas, que fueron las
que le dieron el ser.
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Capítulo III
Debilitadas en su base, claro está que las paredes no tardan en rajarse y derrum-
barse, formando esos montones de escombros que tanto admiramos en Kóniah y
por doquiera que han imperado los musulmanes y cristianos de ritos orientales.
Da pena ver cómo gran parte, por no decir la mayoría de los habitantes del
Cercano Oriente, se ha ido convirtiendo con el tiempo, en materia de arquitec-
tura a lo menos, en parásitos que roen al pie del arte y de la gloria de sus ante-
pasados. Ya no parecen saber crear por sí mismos, sino sólo disfrutar y destruir
lo que otros han creado.
La mejor prueba de ello nos la ofrece la misma Constantinopla, y sobre todo
Estambul, que con sus laderas encumbradas de ruinas y edificios en estado de deca-
dencia, antes que urbe semeja un camposanto inmenso de glorias que fueron y en el
que el olvido aletea incesante como la sombra precursora de la muerte.
Poco antes de nacer el sol, dejamos atrás la aldea de Gairi-Khan, y descen-
diendo al fondo de una vasta llanura que limitaban al Sur como una cinta de plata
las argentadas cumbres del Antetauro, llegamos todavía temprano al simpático pue-
blecillo de Gümerek, donde me instalé en la casa del jefe militar de dicho lugar, que
era veterano de la guerra ruso-turca de 1877 y había militado a las órdenes de
Osman-Gasi Pachá durante el sitio de Plevna.
Y tras un desayuno “a la turca”, consistente en una tortilla de huevos nadando
en manteca de vaca y rellena de almendras, pasas y pistaches, seguida pele mele de gela-
tina de dulce, salchichas “pasturma” freídas con ajos, té, merengues, ensalada de
cebollas crudas, fresas frescas con crema, bollos de queso saturados de aceite, hela-
dos fragantes a rosa y a violeta, y por último cebada frita o “bulgur”, que representa
el plato final y obligado de todo menu prochain-oriental, partimos de Gümerek, y des-
cendiendo a otra llanura extensa y desprovista de árboles también, nos apeamos al
declinar la tarde en la kasaba de Shehir-Kishlah, donde pernoctamos.
Desde allí atravesamos al siguiente día una alta meseta, parecida a la “sabana”
de Bogotá, y bajamos a la orilla izquierda del Kisil-Irmak, que pasamos por un
macizo puente de piedra, desde cuya cabecera se divisaban hacia el Naciente las ova-
ladas cúpulas y minaretes de la ciudad de Sivas, o la antigua Cabiza, Diosópolis, o
Sebasta de los romanos, que, a excepción de unos cuantos edificios gubernamenta-
les de regular tamaño, una docena o dos de residencias particulares imitando el estilo
europeo, y otras tantas tumbas de santones y mausoleos seljúcidas, se limitaba a una
veintena de mezquitas en parte dilapidadas o “medresas” ruinosas, aunque bella-
mente ornamentadas, y a una muchedumbre de mansiones y caserones de piedra y
de madera, a veces hasta amenazando ruina.
En Sivas, que por esa época contaba con una población de cerca de cuarenta
mil almas, y donde de paso sea dicho fui muy bien recibido por el Gobernador
General de la provincia, Meamour Bey, tuve oportunidad de poder admirar las pro-
ezas de la renombrada caballería circasiana, que los rusos suelen llamar los cosacos
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Después de tres jornadas pesadísimas por entre las alturas y lomas desiertas
que orillan la margen meridional del Kisil-Irmak, y luego atravesando precipicios,
altiplanicies y desfiladeros que barrían los huracanes sin cesar, comenzamos a des-
cender el 3 de marzo al espacioso valle Erzindchán, que baña el Kara-Su, o
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mientos arbitrarios de Enver Pachá y varios otros jefes superiores jóvenes turcos la fueron
ahuyentando gradualmente. De suerte que cinco o seis semanas después de mi llegada al
Cáucaso se separó también el coronel von Possalt, disgustado porque en vez de habérsele
nombrado a él, como era de justicia, General en Jefe de dicho ejército, en sustitución de
Ismal-Haki Pachá, que acababa de fallecer a consecuencia del tifus, Enver había revestido
de aquella jefatura a un infeliz como Maghmud-Kiamil Pachá, que gozaba hasta entre la
oficialidad otomana, de la fama de ser una nulidad entre las nulidades.
Afortunadamente para nuestro Ejército del Cáucaso, no tardó su nuevo
Generalísimo en convencerse de su propia ineptitud, y, cediendo por último, aun
cuando de mal grado, a la constante presión del Gran Estado Mayor General en
Constantinopla, acabó por resignarse ante lo ineludible, dejando hacer y deshacer
como mejor placía a su Jefe de Estado Mayor, el teniente coronel Guse Bey, quien sí
era un entendido militar en todo el sentido de la palabra.
Mientras éste estuvo al frente de la dirección de la guerra en el Cáucaso y la Persia
Septentrional, púdose sostener aquella inmensa línea de batalla, de cerca de quinien-
tos kilómetros de longitud. Pero cuando se fue, diez y ocho meses después para
Alemania, aquello se volvió un “etcétera” y el III Ejército se desmoronó ante el tre-
mendo empuje de la imponente ola moscovita.
El teniente coronel Guse Bey era por aquella época un hombre de unos cuarenta
y dos años, de estatura pequeña más bien, bigote afeitado, delgado, nervioso, dotado
de una actividad maravillosa, y que de no haber sido por el “acabóse” del ejército regu-
lar alemán, hubiera ascendido probablemente a general en muy poco tiempo, porque
lo merecía.
Además de a Guse, encontré sirviendo en el Ejército del Cáucaso a los tenientes
coroneles Stange, al comandante Strazowsky (del arma de ingeniería), luego al teniente
von Scheubner, encargado interinamente del Consulado alemán en Erzurum, y a los
oficiales aspirantes Meyer y Thiel.
El único de dichos señores que seguía sirviendo en el frente caucásico después de
transcurridos nueve meses, fue el teniente coronel Guse, quien, a pesar de las intrigas
y pertinaz chicanería de algunos oficiales superiores jóvenes turcos (envalentonados sin
duda porque el enemigo no atacaba), se mantuvo firme en su puesto hasta que
enfermó de tifus y tuvo que regresar a Alemania para curarse.
Su presencia había sido, según parece, lo único que había detenido hasta aquella
época el avance de los moscovitas, puesto que apenas se hubo alejado, cayó el general
Yudenitch sobre nuestro Ejército del Cáucaso y lo destruyó casi por completo.
Entonces fue cuando Maghmud-Kiamil Pachá vino, por fin, a darse cuenta de
que el Pachá no lo había sido él, después de todo, sino Guse, y arrepentido lo volvió a
llamar. Pero ya era tarde. Cuando el coronel regresó ya los rusos se habían apoderado
de casi toda la provincia de Erzerum y en parte también de la de Bitlis.
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Las dos primeras y la cuarta de dichas aldeas se hallaban habitadas por una
mezcla indescriptible de razas heterogéneas, en tanto que Hadchún representaba
un villorio netamente kurdo, pegado a la falda de un peñón, cual nido de águilas,
y con sus azoteas de tierra pisada recostadas contra la roca en forma de terrazas
sobrepuestas unas a otras. Sus casas eran bajísimas y no poseían más ventanas que
las aberturas de las chimeneas.
No obstante, y a pesar del intenso frío que reinaba fuera, se hallaba su inte-
rior bastante bien caldeado por el calor que despedían los rebaños en las pesebre-
ras, situadas por lo general alrededor de la habitación principal que ocupaba, o en
que vivía, mejor dicho, y dormía toda la familia en una forma verdaderamente
patriarcal.
Los hombres usaban, o usan, por mejor decir, sin excepción casi, gorros de
fieltro blanco y tieso, que se ensanchan hacia arriba en forma globular y llevan en
su torno, a guisa de turbante, un chal o envoltura multicolor. El resto de su indu-
mentaria consiste en pantalones anchos y de forma tubular, en sandalias de cuero
sobre gruesas medias de lana, y en una lanuda chaquetilla de piel de oveja negra y
sobrepuesta a una camisa o túnica ajustada en torno de la cintura, cuyas mangas
acaban en puntas de media vara y que suelen arrollar alrededor de las muñecas a
guisa de pulseras.
Organizados en hordas, o ashaírs, se dividen los kurdos en la casta de los seño-
res y en la de los libertos, llamados gurán. De éstos, los primeros son los conquis-
tadores, o ashiretes, de origen indogermánico, de cabellos a veces encendidos y ojos
zarcos, azules o grises, que llaman la atención por lo severo y en ocasiones hasta
cruel de sus miradas. Los gurán, en cambio son los descendientes de los pueblos
conquistados, que han adoptado las costumbres de los ashiretes y no hablan ya
sino el kurdo únicamente.
Entre las mujeres de la casta superior noté en ocasiones tipos todavía más per-
fectos que el de las mismas circasianas.
Esbeltas y a veces hasta de aspecto majestuoso, ostentan ellas por regla gene-
ral ojos hermosos, narices perfiladas y aguileñas, níveas dentaduras, y adornan con
frecuencia sus cabelleras con sartas de monedas de plata y oro.
Los kurdos son, a mi modo de ver, la raza del porvenir en el Cercano
Oriente, porque no se hallan todavía atrofiados por los vicios de antiguas civiliza-
ciones, y representan por tanto una nación joven y vigorosa, que ha ido gradual-
mente conquistando el norte de Persia y la mayor parte de la zona sudoriental del
Asia Menor, imponiendo a los vencidos su idioma y sus costumbres, y asimilando
a cuantos otros pueblos semibárbaros han llegado a ponerse en contacto con ellos.
Muchos de los kurdos son cristianos, pertenecientes a la secta de los nestoria-
nos; otros son jésidas, o “adoradores del diablo”, mientras que los más son maho-
metanos sunitas, y algunos también shiitas.
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Capítulo V
Entre los kurdos más notables de que nos habla la historia figura en lugar
prominente el soldán ayubita Salagh-Ed-Din, que arrebató Jerusalén a los
Cruzados a fines del siglo XII.
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Capítulo VI
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Poco antes del anochecer entramos en la antigua plaza fuerte de Adil Javús,
que rodeaban boscajes y pardos olivares en medio de un arco de áridas montañas.
Esbeltos álamos y argentados sauces surgían aquí y allá de entre patios y azo-
teas, y en la sombra de frondosos plátanos descansaban los restos de antiquísimas
mezquitas y bellos mausoleos.
Junto a la orilla del lago se mecían tranquilos algunos barquichuelos, y en los
bazares, desiertos y sombríos, tan sólo llamaban la atención las tiendas armenias
que habían sido saqueadas, o acaso alguna mancha de sangre coagulada señalando
el lugar donde la víctima había caído bajo el hierro de sus asesinos.
Grupos de turcos y de kurdos armados hasta los dientes recorrían las calles en
todas direcciones, mientras que el eco de lejanos disparos anunciaba que la caza al
hombre no había cesado aún.
Frente al Serrallo me esperaba ya el kaimakám, rodeado de los notables del
senyak, para saludarme en nombre del Gobierno. Y tras breve coloquio entramos
en la sala de sesiones, adornada de riquísimas alfombras e inscripciones reprodu-
ciendo estrofas del Alcorán en letras de oro.
Allí supe por dichos señores lo grave de la situación y el peligro que nos ame-
nazaba por parte de los armenios, quienes, según aquellos, se hallaban coronando
las alturas en torno de la villa.
En esto cayó el sol y el cielo se tiñó de sangre, al paso que hacia Oriente la
villa de Van, capital de Armenia, ardía y se desmoronaba bajo el efecto de los mor-
teros turcos que hacían estremecer aquella noche roja con el lejano estruendo de
sus disparos.
Abril 21. Al despuntar el alba, me desperté al ruido de tiros y descargas. Los
armenios habían atacado la villa.
En el acto monté a caballo, y seguido de alguna gente armada, fui a ver lo que
pasaba.
Pero cuál no sería mi asombro al darme cuenta de que los agresores no habían
sido aquellos, después de todo, sino las mismas autoridades civiles, que, apoyadas
por los kurdos y los facinerosos del vecindario, se hallaban asaltando y saqueando
el barrio armenio, en que tres o cuatrocientos artesanos cristianos se defendían
desesperadamente contra esa turba de forajidos, quienes, tumbando puertas y sal-
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tando tapias, penetraban en las casas, y después de acuchillar a sus indefensas víc-
timas, obligaban a las mujeres, madres o hijas de aquellos desgraciados a arrastrar
sus cuerpos por los pies o por los brazos hasta la calle, donde el resto de la canalla
los remataba, y después de despojarlos de sus ropas dejaban sus cadáveres botados
por doquiera a merced de los cuervos y chacales.
A pesar del vivo tiroteo que barría las calles, logré por fin acercarme al beledíe
reis de la villa, que dirigía la orgía, para ordenarle que cesara la matanza, cuando
éste, con gran sorpresa mía me informó que él no se hallaba sino obedeciendo
cierta orden escrita y terminante del gobernador general de la provincia... de
exterminar a todos los armenios varones, de los 12 años de edad en adelante.
En vista de ese decreto, de carácter netamente civil, y cuya ejecución yo,
como militar, no podía impedir aunque quisiese, ordené a los gendarmes que se
retiraran y esperé a que pasara la tormenta.
Al cabo de hora y media de carnicería no quedaban de los armenios de Adil-
Javús sino siete supervivientes que yo había logrado arrancar a sus verdugos sólo a
fuerza de pistoletazos.
Rodeado de aquellos infelices, que se asían de la cola y de las crines de mi
bestia como de un áncora de salvación, y seguido de una turba de fieras humanas
hartas de sangre y cargadas de botín, me dirigí hacia el centro de la villa, a través
de una apretada muchedumbre, formada en su mayor parte de mujeres turcas y
kurdas, que, de paso sea dicho, habían presenciado aquella escena atroz inmóviles
como las esfinges, sentadas a lo largo de las calles o desde lo alto de las azoteas.
Cuando eché pie a tierra ante el serrallo, vino a mi encuentro el kaimakán y
en nombre del gobierno me dio las gracias por haber salvado la villa de aquel tre-
mendo ataque de los armenios.
Estupefacto ante tanta osadía, no supe al principio qué contestarle. Y al
rogarle que tuviera clemencia con mis prisioneros, me lo prometió con la mano
puesta sobre el pecho y hasta agregó con aire grave y austero que me respondería
por sus vidas con su propia cabeza (bashim üserinde).
Ello no obstante los hizo degollar aquella misma noche, y sus cadáveres
fueron arrojados al lago junto con los de otros 43 armenios que habían tenido
ocultos Dios sabe dónde.
¡Así es como se cumplen en Oriente los juramentos y las promesas hechas por
las autoridades civiles del Sultán!
Entretanto habían sido restablecidas las comunicaciones telegráficas. Y al rato
llegó una lancha de gasolina, que me había proporcionado el vali de Bitlis para que
pudiera continuar mi viaje.
En ella me embarqué. Y después de dirigir un último saludo a las autoridades
y al pueblo de Adil-Javús, que se habían reunido a orillas del lago para despe-
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Capítulo VI
dirme, partimos con rumbo hacia Van y nos alejamos rápidamente de aquella
kasaba, que vista desde lejos semejaba el lugar más pacífico del mundo.
La tripulación se componía del capitán, de una escolta de gendarmes y de
cuatro armenios que hacían las veces de maquinistas y marineros.
Sintiéndome un poco cansado, echéme a dormir. Cuando desperté eran ya
las cinco de la tarde, pero todavía estábamos lejos de la orilla. Y en tanto me
hallaba paseando sobre la cubierta, junto a la máquina noté que de los cuatro
armenios ya no quedaban sino dos. ¿Qué se habían hecho los otros dos?
Es pregunta que no se debe hacer nunca en Oriente, a no ser que uno quiera
pasar por inexperto.
Las autoridades civiles del Sultán matan sin hacer ruido, y de preferencia de
noche, como los vampiros... sirviéndose para la ejecución de sus carnicerías por lo
general de lagos profundos, en que no haya corrientes indiscretas que arrojen los
cadáveres a la orilla... o de cavernas solitarias en las montañas donde los canes y
chacales les ayuden a borrar las huellas de sus crímenes.
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Y mientras aquello ocurría en los jardines, iban y venían las patrullas de comi-
tadchis registrando los pozos y las casas de los musulmanes en busca de armenios
rezagados, a quienes al hallarlos rajaban la cabeza de un yataganazo o dejaban ten-
didos en el suelo de una cuchillada en la garganta.
Excuso decir cómo me sentiría yo al tener que presenciar con la sonrisa en los
labios semejante bacanal de barbarie, en que los cuerpos ensangrentados de las víc-
timas retorcíanse y se estiraban temblorosos en medio de las convulsiones de la
muerte, y aquellos gritos de agonía indecible, que aún me parece escuchar cada
vez que me acuerdo de ellos.
Poco antes del consumatum est, condujeron los comitadchis ante mi presencia a
dos jóvenes de categoría distinguida, quienes al verme levantaron los brazos
implorando mi protección.
Deseoso de salvarlos a todo trance, los hice encerrar en un edificio contiguo, con
la orden explícita de que nadie los tocara mientras yo no dispusiera de su suerte.
Mas en eso se presentaron algunos kurdos, que fingiendo ignorar mi orden,
los sacaron de allí por la puerta de atrás y les pegaron cuatro tiros.
El son de los disparos y un prolongado grito de agonía, me hicieron com-
prender en el acto lo que había sucedido. Pero me hice el desentendido, puesto
que entre los orientales es signo hasta de poca cortesía dejar entrever sus emocio-
nes o protestar contra lo que ya no tiene remedio.
Y al dirigir la vista hacia la iglesia, que continuaba ardiendo como un volcán
de fuego, noté un grupo de bashibazuks repartiendo panes entre las mujeres de los
armenios asesinados.
Esa terrible escena, que representaba la barbarie marchando mano a mano
con la caridad, no dejó de sorprenderme grandemente, y me convenció de que el
Oriente es y seguirá siendo siempre la patria de los contrasentidos.
Allí visten las mujeres pantalones mientras los hombres llevan enaguas;
cuando entran en un templo se quitan el calzado y se ajustan el fez en la cabeza; y
cuando montan a caballo suben y bajan las cuestas al galope, mientras que por
tierra llana andan al paso.
El turco es, por regla general, incapaz de pronunciar la palabra no (hair).
Cuando dice hoy quiere decir mañana, y cuando dice mañana (yarim), quiere decir
nunca.¡Orlarosoun!
Poco antes del mediodía llegó una escolta de gendarmería montada, que me
había mandado el gobernador general Dyevdev Bey. Y a poco de haber salido de
aquel infierno de infamias inauditas, notamos a orillas del lago una pequeña
quinta, perteneciente a la misión americana en Van. Dos cuerpos yacían frente a
su puerta.
A derecha e izquierda del camino revoloteaban vociferantes bandadas de
negros cuervos disputándose con los canes los cadáveres putrefactos de los arme-
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Tratar de salvar a un prisionero en esos días hubiera sido cosa tan difícil casi
como tratar de arrebatar su presa a un tigre hambriento.
El ímpetu de nuestra gente era tal, que hubo ocasiones en que me vi obligado
a mandar instalar artillería dentro de las casas para derrumbar las paredes que nos
separaban de los edificios contiguos, los cuales, al caer en nuestras manos, eran
incendiados sobre la marcha para impedir que el enemigo intentase recuperarlos
durante la noche.
Sólo así, es decir, con los cabellos chamuscados, el rostro teñido de humo de
pólvora y medio sordos por el estampido de las piezas y el fuego a quemarropa de
la mosquetería, era, pues, como nosotros lográbamos seguir avanzando a paso
lento y a fuerzas de sacrificios inauditos hacia el corazón de aquella villa obstinada,
en la cual los armenios continuaban defendiéndose desesperadamente entre las
ruinas incendiadas de sus casas y combatiendo hasta el último suspiro por una
Armenia libre y el triunfo de la Santa Cruz... mientras yo maldecía la hora en que
la mala suerte me había convertido en verdugo de mis correligionarios.
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nos de nuestros gendarmes, apoyados por los kurdos y los voluntarios de los dis-
tritos de Erdyich y Bash-Kaleh.
Si los 30.000 o 40.000 armenios encerrados en Van, en vez de organizar
bandas de música, gobiernos provisionales y acuñar medallas y cruces militares,
hubiesen emprendido la ofensiva y, armándose aunque sólo fuera de garrotes,
hachas y cuchillos, hubiesen intentado una salida en masa, quién sabe si no nos
hubieran arrollado a la larga y quizás hasta obligado a retirarnos a la provincia de
Bitlis, cortando así la retirada a nuestro ejército expedicionario en Persia y sal-
vando la vida a millares de sus correligionarios, los cuales iban pereciendo diaria-
mente en los pueblos vecinos y en el resto del vilayato de Van bajo las cimitarras
de los kurdos y las balas de nuestros voluntarios.
La única artillería de que disponían los sitiados consistía en un par de lanza-
bombas, construidos por ellos mismos; pero en cambio se hallaban protegidos por
una masa sólida de edificios de adobes, de dos y hasta tres pisos de alto, que cor-
taban en todas direcciones callejuelas tortuosas y fáciles de defender por medio de
trincheras y barricadas.
Además de con millares de pistolas máuser, cuyo efecto, repito, semejaba a
corta distancia el de ametralladoras, contaban los sitiados con un crecido número
de carabinas, fusiles rusos y máuseres que habían ido adquiriendo durante años, y
con una cantidad considerable de granadas de mano, que nos habían de causar
con el tiempo no pocas bajas.
Merced a ello, y a pesar de hallarnos dueños del castillo, cuya extremada ele-
vación, unida a la proximidad del pueblo, tornaba difícil y hasta incierta la pun-
tería de nuestros cañones, creo que la ventaja estaba más bien de parte de los
armenios por las razones citadas y sobre todo por su superioridad numérica, ya
que, según ellos mismos lo confesaban, su número ascendía a treinta mil o más,
tal vez, sin contar los centenares de refugiados que diariamente les seguían lle-
gando desde las aldeas y distritos circunvecinos.
Después de recorrer nuestras principales posiciones y revistar las fuerzas esta-
blecí un servicio de telegrafía de señales, y habiendo sabido que algunos de nues-
tros oficiales solían ausentarse durante la noche para ir a dormir en los cuarteles,
di órdenes precisas para impedir que aquello volviera a repetirse. También hice
acentuar en la “orden del día” que el fuego de la artillería no debía cesar por un
instante, desde el alba hasta el anochecer, y había de seguir disparando hasta de
noche si las circunstancias así lo requiriesen.
En el sector occidental nos habíamos apoderado aquella mañana, por sor-
presa, de una hilera de casas y seguimos avanzando, aun cuando lentamente, en
dirección a cierto edificio de magnas proporciones, que bautizamos con el nombre
de büük-konak, en tanto que hacia el Este continuaban los armenios dueños de la
villa hasta el mismo borde de la campiña, que ellos dominaban desde lo alto de los
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minaretes y sus famosos teerks, de entre los cuales descollaba por su tamaño uno
que llamaban el meive-konak. De este nos apoderamos después de mediodía por un
asalto general, que tuve que encabezar yo mismo para tratar de reanimar a nues-
tros kurdos, cuyo entusiasmo había ido disminuyendo a medida que el sitio se iba
prolongando.
Por el sector sur eran los armenios invulnerables, fortificados dentro y en
torno de otro teerk de grandes proporciones, llamado la lokanta. Este pudo resistir
victoriosamente a nuestros asaltos durante todo el asedio gracias a los fuegos late-
rales y concentrados de las manzanas contiguas, que lo cubrían y ponían a salvo de
la artillería del castillo.
A eso de las cuatro de la tarde vino en busca mía el gobernador para ense-
ñarme ciertas obras de fortificación que había mandado trazar en torno de las tres
cuartas partes del barrio de las quintas, dejando el costado oriental abierto adrede,
a fin de que los refugiados armenios de la campiña pudieran seguir afluyendo y
ayudando a consumir las provisiones de los sitiados.
Estos habían convertido las tapias en torno de las quintas de dicho arrabal en
una serie de posiciones formidables, entrelazadas y formando olas de reserva pro-
tegidas por extensos blockhouses, que podían resistir ventajosamente hasta al fuego
de la artillería. En todo aquello, lo único que no me gustó fueron dos Mantelis car-
gados y dirigidos contra la misión americana, cuyos edificios, altos y esbeltos, ofre-
cían un blanco admirable y hasta seductor para nuestros artilleros.
Y al yo llamar la atención de Dyevded Bey hacia dicha disposición, que me
pareció innecesaria y hasta contraria a las leyes internacionales, desde el momento
en que la misión se señalaba claramente por una o varias banderas norteamerica-
nas, me contestó, por cierto muy apenado, que dicha medida había obedecido a
un error únicamente, y en el acto hizo cambiar la posición de las piezas.
Mas no por eso, y a pesar de su sonrisa despreocupada, dejé de comprender
el profundo desagrado que le había causado el descubrimiento de su pequeño
juego, el cual había de consistir, según parece, en cañonear la citada Misión
mientras yo me hallaba ocupado con el sitio de la capital, o sea de la “ciudad
amurallada”.
Y temiendo sin duda las graves consecuencias que podría acarrearle con el
tiempo aquel descubrimiento hecho por mí, tomó Dyevded Bey en adelante todas
las medidas necesarias para hacerme quitar de en medio con disimulo, y hubiera
logrado su objeto, incuestionablemente, de no haberme enterado yo a tiempo de
sus intenciones.
Cuando ya nos íbamos a retirar de dicho punto, o cuartel, por mejor decir,
que llamaban el hadchi-bekir-kishlah, para regresar al serrallo, llegaron, procedentes
de Bash-Kaleh, varios escuadrones de gendarmes acompañados de doscientos a
trescientos kurdos, o karduchos, también de a caballo, que habían logrado atrave-
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sar el desfiladero de Varak a pesar del fuego que les dirigiera el jefe de los comitad-
chos armenios, Koyunchán, desde cierta serie de atrincheramientos y el convento
de yidi-kilisa, o de las siete capillas, en cuya renombrada biblioteca se conservaban
documentos de un valor histórico inestimable.
Y en tanto nos hallábamos conversando con el oficial encargado de dicha
fuerza, comenzó a brotar pausadamente una espesa humareda de una vecina aldea
armenia, que habían incendiado de paso los gendarmes o sus auxiliares kurdos.
Al notar aquello Dyevded Bey montó en cólera y reprendió amargamente
a sus autores, pero sus amonestaciones apenas produjeron una sonrisa irónica
en los semblantes de los jeques kurdos, sin duda porque comprendían que la
ira del gobernador no era tan profunda, después de todo, como él trataba de
hacerla parecer.
Y hallándome cenando aquella noche en palacio, arreció el fuego de combate
de tal manera, que temiendo fueran los armenios a aventurar una salida en masa,
monté a caballo y me dirigí a todo galope hacia mi cuartel general, donde supe,
por mi ayudante Aghmed Effendi, cuán serias se habían puesto las cosas al princi-
pio, y que los armenios habían tratado de amotinar a mi gente, gritándoles a través
de las trincheras que «por qué me habían reconocido como jefe a mí cuando yo no
era sino un guiaur, o sea un perro cristiano como ellos».
Abril 24. Habiendo disminuido un poco el fuego en la madrugada, me puse
a descansar un rato, hasta que el combate arreció de nuevo en todas direcciones a
causa de la actividad de nuestra artillería, que barría sin cesar la retaguardia de las
posiciones enemigas.
Pero aquello ya no era una lucha, o serie de conflictos a la buena ventura,
como antes, sino un sitio en toda regla, tal cual yo me lo había propuesto condu-
cir desde su principio.
Yo mismo quedé asombrado al darme cuenta de la regularidad con que mis
órdenes, que se trasmitían por medio del servicio de señales, eran obedecidas y eje-
cutadas al pie de la letra.
Sin ese método y orden casi sistemático en el desarrollo de nuestros ataques
aislados o simultáneos, poco o nada hubiéramos podido avanzar aquellos días,
pues la resistencia de los armenios era terrible y su valor, digno del mayor enco-
mio. Por doquiera que se asomaban nuestras fuerzas las recibía un fuego nutridí-
simo y bien dirigido. Cada casa era una fortaleza que se había de conquistar
separadamente. Y a pesar de los ataques simulados que yo organizaba de vez en
cuando para tratar de despistar al enemigo y lanzar mis columnas de asalto contra
el corazón de la villa, nunca pude lograr mi objeto, debido a veces a lo difícil que
resultaba combinar ataques entre voluntarios turcos, kurdos y circasianos, pero las
más de las veces también a causa de la concentración rapidísima de los armenios
sobre los puntos amenazados.
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Una hora, poco más o menos, después de este incidente, partió el batallón
“Lazistán” con trescientos kurdos de a caballo para apoderarse de la aldea de
Shabahgs, si mal no recuerdo, en que se hallaban fuertemente atrincherados de
400 a 400 armenios. Y cuando los laz, apoyados por el fuego de la artillería, se lan-
zaron a la bayoneta, arremetieron también los karduchos cuesta arriba, y, cayendo
sobre los armenios por retaguardia, los acuchillaron sin misericordia.
Mientras Dyevded y yo nos hallábamos observando desde las almenas del cas-
tillo el desarrollo de este combate, empezaron los armenios de la villa a disparar
contra nosotros desde la cúpula de la catedral, llamada también la Iglesia de San
Pedro y San Pablo, que yo había respetado hasta entonces por tratarse, no sólo de un
templo cristiano, sino también de un monumento de valor histórico incuestionable.
La provocación imprudente de los sitiados precipitó sin embargo la ruina de
dicho edificio, puesto que al darse cuenta de los disparos Dyevded Bey me rogó en
el acto que lo hiciera destruir a cañonazos.
Gracias a la extremada solidez de su construcción, pudo resistir el citado san-
tuario un par de horas la lluvia de balas que lo acometió. Pero antes del anochecer
ya no quedaban de su cúpula piramidal sino algunos girones, tristes vestigios de su
antiguo esplendor.
Al verse desalojados de allí los armenios, empezaron a disparar contra nosotros
desde el minarete de la mezquita mayor, o catedral mahometana, que yo, a pesar de
las protestas del gobernador, mandé destruir en el acto también a cañonazos, puesto
que la guerre c’est la guerre.
De este modo perecieron en un solo día los dos principales templos de la
ciudad de Van, que habían venido figurando entre sus monumentos históricos más
notables desde hacía ya cerca de nueve siglos.
Abril 26... Y en tanto que el jefe del sector oriental, el mayor Aghmed, seguía
avanzando y dejando tras sí manzanas enteras de edificios ardiendo, continuaban los
jefes del sector occidental abriéndose igualmente brecha, hasta que el teerk, llamado
büük-konak, se les atravesó en el camino, inutilizando todos sus esfuerzos por seguir
adelante.
Deseando vencer tan formidable obstáculo, rogué a Aghmed que siguiera ata-
cando con el sector de su mando mientras que Kiambulat, al frente de sus circasia-
nos y apoyado por el fuego de nuestras baterías, había de lanzarse de improviso sobre
el citado edificio para tratar de tomarlo por asalto.
Y en efecto, a eso de las once comenzó nuestra artillería a arrojar sobre el citado
fortín tal número de proyectiles, que en menos de un cuarto de hora ya no quedaba
de su primero y segundo piso ni rastro siquiera, al paso que el entresuelo se había
convertido en un montón de ruinas y hoguera gigantesca, desde la que los armenios
seguían disparando, no obstante, con un valor inaudito contra nuestros circasianos.
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por hallarse la zona en que habían caído minada y dominada por los fuegos del
enemigo.
Así terminó nuestra segunda tentativa de apoderarnos del famoso büük-
konak, que, no obstante haberse convertido en un montón de ruinas, seguía vomi-
tando olas de fuego y oponiendo una resistencia feroz al avance de nuestras fuerzas
sitiadoras.
Aquel día hicieron los armenios volar por el aire, por medio de una mina sub-
terránea, la mitad del cuartel de Ridchedíeh, desde donde el capitán Reshid Bey,
y el subgobernador de Berguiri habían estado dominando con sus fuegos la mayor
parte del barrio de Aikesdán.
Semejante contratiempo enfureció de tal manera a Dyevded Bey, que en el
acto ordenó a Tcherkess-Ahmed hiciera una incursión con sus bandidos por las
aldeas armenias circunvecinas, en que, de paso sea dicho, ya no quedaban sino
niños y mujeres.
Excuso decir qué no haría Ahmed con aquellos infelices cuando el propio
Dyevded tuvo que reprenderle y hasta los mismos kurdos se quedaron lelos ante
sus proezas.
Abril 29. Al disiparse las brumas de la madrugada, rompió nuevamente los
fuegos la artillería, y el martillar incesante de la mosquetería fue en aumento cons-
tantemente, hasta que acabó por adquirir proporciones alarmantes, sobre todo en
el sector oriental, donde el jefe de dicha zona se hallaba librando una pequeña
batalla por su cuenta para apoderarse de ciertas posiciones a que había echado ojo
desde hacía tiempo.
Entonces, y para cerciorarme de si la artillería del castillo se hallaba o no
secundando con todos sus fuegos la ofensiva del mayor Aghmed Bey, monté a
caballo, y seguido de un grupo de oficiales y de jeques kurdos, laz y circasianos,
me puse a ascender la falda de aquella ciudadela, que centenares y miles de años
antes habían ascendido ya Dios sabe cuántos generales turcos, bizantinos, roma-
nos, persas, partos, medas, asirios, babilónicos y sumerios, para consumar esa
misma obra de destrucción, que por una de tantas coincidencias de la historia
había de tocar llevar a efecto en 1915 a un militar latinoamericano.
Esa mañana tuve también ocasión de poder presenciar una caza al hombre en
toda regla.
Nos hallábamos Aghmed Bey y yo acurrucados en un rincón de un patio, que
barría el fuego del enemigo, discutiendo un nuevo proyecto de ofensiva, cuando
nos descubrió un armenio, que comenzó a disparar contra nosotros desde una
ventana.
Para despistarlo dejamos nuestros kalpaks o gorros militares de piel de
Astrakán, colocados en el borde de una tapia y nos escurrimos poco a poco hacia
una hendidura en un vecino muro, desde la cual podíamos divisar a nuestro
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hombre con la mirada fija en los kalpaks y como sorprendido de la dureza de nues-
tras cabezas, que seguían en su puesto a pesar de las muchas balas que les había
disparado.
En esto se separó Aghmed Bey, y deslizándose cautelosamente, semejante a
un tigre hacia su presa, siguió acercándosele, hasta que ya sólo a un par de metros
de distancia medio se enderezó y levantó el arma, que volvió a dejar caer, sin
embargo, inmediatamente, pues el armenio, impulsado quizás por un presenti-
miento, se había vuelto rápidamente en dirección suya.
Y en tanto que este buscaba con la mirada ansiosa la causa de su estremeci-
miento, se juntaron en torno de su cuello dos bracitos de marfil, y una voz infan-
til comenzó a balbucear palabras ininteligibles en su oído.
Angustiado por aquel abrazo tan a destiempo y no osando separar las manos
de su rifle, quiso el armenio desembarazarse de él al principio a fuerza de palabras
cariñosas, y al ver que sus frases no surtían efecto, por medio de un movimiento
suave del codo derecho.
Pero todos sus esfuerzos resultaron vanos ante aquellos dos bracitos, que
seguían abrazándolo tiernamente, mientras que palabras arrulladoras continuaban
asaltando sus oídos.
Vencido al fin por su cariño de padre, volvió el armenio la cara hacia su hijita,
instintivamente, durante la fracción de un segundo apenas, pero que bastó para
perderle, pues en el acto brincó Aghmed Bey y de un balazo le levantó la tapa de
los sesos.
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irregulares, al paso que los rusos seguían avanzando todo el tiempo y sin dejarse
arredrar por la resistencia heroica de nuestros voluntarios, apostados en los desfi-
laderos de Berguiri y de Kotur-Dagh.
Cuando me hube cerciorado de que los armenios habían convenido efectiva-
mente en tal armisticio, mandé a suspender los fuegos en todo el frente.
El silencio casi sepulcral que siguió a dicha orden no dejó de impresionarme
vivamente. ¡Tanto era lo que nos habíamos ido acostumbrando ya al estruendo de
la artillería y al martillar incesante de los rifles!
Tras una conferencia de hora y media, regresaron nuestros emisarios con la
respuesta del obispo, asegurando que los armenios no habían desconocido jamás
la soberanía del Sultán y se hallaban dispuestos a desalojar la ciudad para retirarse
a Persia... siempre que el gobernador respondiera de su salvoconducto con su
propia persona.
Considerando que Dyevded no podía ni debía acceder de ninguna manera a
semejante pretensión, y deseoso como me hallaba de poner fin al derramamiento
de sangre, me ofrecí para ir en su lugar. Pero el Gobernador no lo quiso permitir,
sin duda porque comprendía que ello hubiera equivalido a un asesinato de que el
ejército lo hubiera hecho responsable más tarde, puesto que todo el mundo sabía
que lo que Dyevded pretendía y buscaba no era sino la manera de hacer salir a los
armenios de la ciudad de Van para luego mandarlos asesinar en el camino.
El primero de mayo, a las siete en punto de la mañana, rompió de nuevo los
fuegos nuestra artillería, y el estruendo de la mosquetería recobró su antigua
intensidad.
Durante el desayuno supe por mi asistente que en el hospital militar se halla-
ban dos hermanas enfermeras alemanas pasando muchísimos trabajos.
Sorprendido ante tan extraña nueva monté a caballo, y cuál no sería mi
sorpresa cuando al llegar me encontré, efectivamente, con dos jóvenes, una de
las cuales era la Schwester Martha, alemana, mientras que la segunda, Miss
McLaren, norteamericana. Ambas pertenecían a las misiones de Van y habían
quedado, a causa de no recuerdo ya qué circunstancia, en poder de los turcos
al comenzar el sitio.
De haber conocido yo antes la existencia de dichas señoritas entre nosotros,
hubiera podido evitarles tal vez algunos disgustos de parte del médico mayor Izzed
Bey, quien según parece, no las había tratado siempre con todo el respeto debido.
La Schwester Martha, que falleció más tarde en Bitlis a consecuencia del tifus,
me refirió, entre otras cosas, que los turcos habían hecho desaparecer desde un
principio a todos los pacientes y empleados armenios de dicho hospital, de modo
que ya en aquella época no quedaba ni uno solo, y que muchos de los heridos
habían muerto de gangrena porque Izzed Bey no acostumbraba a desinfectar los
bisturís después de amputar brazos y piernas putrefactas, etc.
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Pero lo que más parecía indignar a aquellas pobres jóvenes era que en el
mismo carro en que llevaban los muertos al cementerio solían traer las legumbres,
pan y demás provisiones destinadas al consumo de ellas y de los pacientes.
Después de tan extraordinaria entrevista fui a ver al gobernador, a quien llamé
desde luego la atención por haberme tenido a oscuras sobre la existencia de dichas
señoritas e impuse de lo que acababa de contarme la Schwester Martha.
Apenado, y quizás hasta alarmado por aquellos detalles, hizo llamar enton-
ces Dyevded Bey al médico mayor, y le reprendió en términos violentos, que
no dejaron de surtir su efecto.
El dos y tres de mayo se mantuvo el sitio estacionario más bien. No obs-
tante, se peleó muy duro, de suerte que al anochecer un centenar o dos de ros-
tros lívidos y de miradas rígidas se quedaron contemplando las estrellas.
El día dos, si no me equivoco, partió el capitán Reshid Bey al frente de una
columna volante para ir a batir ciertas partidas de rebeldes, las cuales, al verle
aproximarse, abandonaron a toda carrera las aldeas en que se hallaban atrinchera-
das para ir a engrosar las filas de los armenios en el desfiladero de Varak.
El cuatro, todavía de mañana, llegó por fin, procedente de Hasán-Kaleh,
el batallón de gendarmes “Erzerum”, que mandaba el capitán Kasim Effendi.
Y con él llegaron, afortunadamente, también algunas reservas de granadas, que
nos venían haciendo ya mucha falta.
En uno de esos días, ya no recuerdo cuál, recibió el gobernador una carta
del Dr. Usher, increpándole por haber mandado disparar varias granadas
contra los edificios de su Misión en Van, no obstante hallarse éstos claramente
señalados por banderas norteamericanas.
El contenido de dicha carta, que me tradujo Dyevded al francés, no dejaba
de ser un poco duro y provocó su ira a tal extremo, que sin querer escuchar mis
consejos le contestó amenazando con bombardear su misión “de verdad” si los
misioneros norteamericanos seguían, según lo ponía él, atizando a los armenios
contra el gobierno, presidiendo meetings revolucionarios, etc.
Entretanto se habían ido concentrando los armenios en tales cantidades en
torno del convento de yidi-kilisa, que su presencia empezó a constituir una verda-
dera amenaza para nosotros en caso de una retirada nuestra en esa dirección.
En consecuencia, recibió el batallón “Erzerum” orden de ir a desalojarlos de
allí. Pero los armenios no aguantaron la carga, y poniendo pies en polvorosa, deja-
ron aquel histórico edificio con su milenaria biblioteca en manos de los turcos,
quienes, como era de esperar, le aplicaron la antorcha sobre la marcha.
Para ese entonces ya no quedaban casi kurdos entre nosotros. Y para colmo
de desgracia llegó la nueva de que el teniente coronel Halil Bey había sido derro-
tado en Dilman, y que nuestro ejército expedicionario hallábase batiendo en reti-
rada hacia la frontera turco-irana.
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Capítulo VII
Los combates cotidianos que se seguían librando con más o menos suerte en
los diversos sectores del sitio, iban recrudeciéndose a medida que el peligro de los
rusos iba en aumento. Y Dyevded Bey, que había perdido ya casi toda esperanza
de poder adueñarse de Van por la fuerza, trató de obtener su rendición por medio
del hambre.
Con ese fin mandó juntar a cuantos niños y mujeres armenios se hallaban
todavía esparcidos por las aldeas circunvecinas, y los hizo conducir por escoltas de
gendarmes hasta los atrincheramientos de los sitiados, en la creencia de que éstos
los iban a admitir en la ciudad.
Pero se había equivocado.
Yo me hallaba casualmente en una de las terrazas del castillo observando el paso
de tan extraña procesión y casi no pude creer a mis ojos cuando vi que en vez de acoger
a dichos desgraciados, lo que los armenios hicieron fue caerles a tiros, hiriendo a unos
y matando a otros, en tanto los restantes, al darse cuenta de lo que aquellos disparos
verdaderamente significaban, volvieron caras y dejando el suelo regado de cadáveres,
vinieron a refugiarse llorando y gritando de terror entre nuestras filas.
Fue tan grande la indignación y el desprecio que me causó, como cristiano,
la conducta de esos igorotes, que no habían vacilado en fusilar quizás hasta sus
propios hijos y mujeres, con tal de no tener que compartir con ellos sus provisio-
nes, que en el acto mandé abrir fuego por secciones y no paré hasta haber redu-
cido a escombros la manzana desde la cual aquellos brutos habían estado
disparando contra su propia sangre.
El doce de mayo nos hallábamos ya dueños de dos terceras partes de la ciudad
de Van, mientras la restante (tercera parte), que continuaba en poder del enemigo,
quedaba reducida a un montón de casas y edificios despedazados y agujereados
por millares de granadas que seguían lloviendo sobre ellos día y noche.
Los armenios no anduvieron errados por consiguiente cuando aseguraban
que durante las dos primeras semanas del sitio había lanzado yo diez y seis mil
bombas y granadas sobre la villa de Van.
Para poder posesionarnos de ese último pedazo de la ciudad, nos era preciso
apoderarnos primero del teerk llamado la lokanta, que era la llave, por decirlo así,
de la línea de defensa enemiga en el sector meridional.
Con tal propósito en mente, y apoyado por el batallón “Erzerum”, que había
logrado adueñarse de algunas casas circunvecinas, hice concentrar los fuegos de
casi toda la artillería sobre el citado fortín, que fui arrasando, piso por piso, hasta
dejarlo reducido a un montón de ruinas.
Mas así y todo continuaban los armenios combatiendo, tendidos en el
suelo y disparando a quemarropa por entre las rendijas y grietas de las paredes
derrumbadas.
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para seguir la marcha al día siguiente, o sea el 14 de mayo, con rumbo a la fron-
tera turco-irana.
Al notar Dyevded que me hallaba resuelto a partir, temió, sin duda, que fuera
a revelar más tarde sus fechorías, pues ordenó en secreto a Burhan-Ed-Din Bey
que compusiera mi escolta de hombres de su confianza únicamente, lo cual quería
decir, hablando en turco, de hombres que me habían de asesinar en el camino.
Esto lo supe yo una hora después por el mismo Burhan-Ed-Din, que era
amigo mío. Y para cortar por lo sano de una vez, hice convocar a los principales
jefes y oficiales que habían venido combatiendo hasta entonces bajo mis órdenes,
y les expuse claramente lo que ocurría.
La indignación que produjo entre ellos la mala fe del Gobernador fue tan
grande, que Aghmet y Kiambult se ofrecieron en el acto a acompañarme en persona;
cosa que yo no permití, por supuesto. Y, seguido únicamente de la escolta que
habían tenido a bien proporcionarme, emprendí la marcha a la mañana siguiente,
sin que Dyevded se hubiese atrevido a contrariar siquiera mis disposiciones.
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Convencido al fin del peligro que nos amenazaba, resolvió Halil empren-
der la retirada por la vía de Vastán.
Nuestra División de Gendarmería, compuesta de doce batallones vetera-
nos y prácticos en aquellas montañas, había de formar la vanguardia, y después
de recoger la antigua guarnición de Van, que se hallaba acampada en torno de
Shaghmanis, había de continuar avanzando sobre Vastán, seguida de cerca por
el resto del ejército.
Durante los seis o siete días que estuvimos ocupando las posiciones de
Sova, no tuvimos, fuera de algunas escaramuzas, ningún encuentro serio que
registrar, puesto que al enemigo le convenía más bien tenernos allí quietos, con
los brazos cruzados, mientras él mismo evolucionaba por la parte del norte para
acabar de tender su red en torno nuestro.
Nuestra retirada algo inesperada no dejó por tanto de alarmar a los rusos,
quienes al punto abrieron un fuego violentísimo de artillería sobre nosotros y
arremetieron a la bayoneta contra nuestra retaguardia.
No obstante resultaron vanos todos sus esfuerzos por retenernos allí, pues
nuestro ejército abrióse siempre paso y se internó por las montañas de Bérvar y
Nordoz, con rumbo a Vastán.
El 26 de mayo salimos, Kiasim Bey y yo, acompañados de nuestra plana
mayor y un escuadrón de gendarmería montada en dirección de Shaghmanis,
donde nos esperaba, según dije antes, la antigua guarnición de Van, y hacia
donde nos había precedido ya el grueso de nuestra división.
La noche la pasamos en una aldea llamada Kisham, cuyos habitantes resul-
taron ser no kurdos, como habíamos supuesto al principio, sino israelitas semi-
nómadas, que hablaban un idioma medio kurdo, medio arameo, y que
practicaban la poligamia.
Luego de haber cenado, tuve ocasión de poder conversar largo rato con
algunos de sus notables, quienes habían venido a saludarme. Por ellos supe
muchos pormenores curiosos, sobre todo respecto a la deportación de los
judíos a Babilonia, en tiempos de Nabucodonosor, de que me hablaban con
una familiaridad como si aquello hubiese sucedido sólo el día antes.
Entre las reliquias de su pertenencia figuraba una copia sumamente anti-
gua del Pentateuco, manuscrita en un pliego de pergamino interminable y
arrollada en torno de una varilla de palo de rosa, al igual que algunos docu-
mentos escritos con caracteres extraños, que ocultaban a la vista de los turcos,
no sé por qué razón.
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Fuera de Kisham, parece que existían todavía otras aldeas de hebreos seminó-
madas, situadas al pie de las montañas del Hártosh y del Dyebel-Toura, cuyos
habitantes vivían en perfecta armonía con los jésidas, kurdos y nestorianos pobla-
dores de aquellas salvajes y en parte ignotas serranías del Zágros y del Bothan-Su.
Al día siguiente, que era el 27 de mayo, atravesamos una empinada crestería,
cortada en diversos sentidos por precipicios, que nos obligaban las más de las veces
a llevar las bestias del cabestro. Este detalle resultaba muy poco edificante sobre
todo para mí, pues ya hacía tiempo que venía sufriendo de una indigestión, que
días después había de convertirse en un violento ataque de disentería.
En un villorrio cuyo nombre no recuerdo, encontramos la tarde siguiente a
nuestro corpulento médico mayor, Izzet Bey, quien nos tenía preparada ya una
excelente cena. Allí pernoctamos, acampados entre las ruinas de un antiguo casti-
llo, que había albergado en un tiempo a Tamerlán. Y junto a una vereda, que
siglos antes había sido camino real, noté una pirámide de guijarros, del tamaño de
un huevo de avestruz cada uno, que los soldados de aquél habían arrojado allí
unos tras otros, a medida que habían ido desfilando.
Tal era la manera de que antiguamente se calculaba en el Cercano Oriente el
pie de fuerza aproximado de los ejércitos, y que aún se sigue practicando con el
nombre de talim-name en algunas regiones del Cáucaso y de la Persia Septentrional.
El 29 llegamos por fin a Shaghmanis, donde tuve el gusto de poder saludar
entre otros compañeros del sitio de Van, también a Aghmed y Burhan-Ed-Din
Beys. El único que faltaba era Kiambulat, quien según supe entonces, había caído
entretanto combatiendo contra los rusos ya no recuerdo dónde.
La madrugada siguiente salí con la caballería de vanguardia por el camino del
desfiladero de Kásrik, que conducía a Vastán y que habíamos mandado ocupar la
noche antes por un destacamento de dos a trescientos hombres, a fin de impedir
que el enemigo nos fuera a atacar por el flanco derecho.
Al aproximarnos a la aldea de Kásrik, oímos fuego de infantes, y al rato, un
cañoneo incesante, que iba en aumento a medida que seguíamos avanzando. Tan
violento ruido de combate obedecía a que nuestra pequeña guarnición en el ante-
citado desfiladero acababa de ser atacada por los rusos y los voluntarios armenios
de Van, cuya fuerza en conjunto no bajaba de tres a cuatro mil hombres de infan-
tería y unos ochocientos cosacos, provistos de tres o cuatro baterías de artillería de
montaña.
Para tratar de salvar a nuestros bravos, que se defendían desesperadamente
sobre la cumbre de una desnuda loma, hice avanzar el batallón “Erzerum”, que se
lanzó de improviso sobre el flanco derecho del enemigo, en tanto que el “Musul”
ocupaba ciertas alturas, desde las cuales logró dominar con sus fuegos a la artille-
ría adversaria, de suerte que en menos de hora y media nos hallábamos una vez
más dueños del desfiladero, y poco antes del anochecer, amos absolutos de la
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situación. Pero en esto arribó una nota de Kiasim Bey, ordenándome que aban-
donara Kásrik y fuera con mis fuerzas a incorporármele en X... para luego seguir
la marcha en otra dirección.
De no haber sido por esa orden, hubiéramos podido apoderarnos aquella
madrugada de Vastán, y la mañana siguiente quizás hasta del mismo Van, puesto
que el enemigo había emprendido la retirada precipitadamente en dirección al
Norte, en la creencia sin duda de que lo íbamos a perseguir con todo el ejército.
Poco antes de las 10 p.m., me encontré con Kiasim, por el cual supe enton-
ces que su orden había obedecido a otra orden de Halil Bey, en el cual éste le lla-
maba en su auxilio a toda carrera, pues la situación del grueso de nuestro ejército
expedicionario se había vuelto entretanto sumamente grave.
Después de su retirada de Sova, que los rusos habían tratado de impedir por
medio de un violento ataque a la bayoneta (y durante el cual las pérdidas de los
moscovitas no bajaron de 600 hombres), se pusieron éstos a perseguirlo de cerca
con toda su caballería, de modo que para esas horas se hallaba ya el ejército de
Halil no sólo acosado, sino casi copado y asediado por los rusos en las inmediacio-
nes de Mervanen.
Para poder salvarle se nos hacía preciso amenazar el flanco derecho del
adversario. Y así lo hicimos por medio de una marcha nocturna sobre
Perpeledán, que nos condujo a través de una serie de precipicios, en que pere-
cieron no pocas de nuestras bestias de carga. La oscuridad era tal, que para no
despeñarnos teníamos que seguir adelante asidos de las colas de nuestros caba-
llos, que nos servían de guías.
Durante esa memorable jornada pude apreciar el verdadero mérito de nues-
tra división y el carácter de sus contingentes.
Muchos de nuestros gendarmes eran ex-bandidos y comitadchis, que habían
sido desterrados a aquellas fronteras por insubordinados. Pero en nuestras manos
se volvieron unos corderos, debido a que entre nosotros hasta los más leves cona-
tos de insubordinación eran castigados con la muerte.
Kiasim Bey creo que mandó fusilar y aun mató con sus propias manos a tal
vez más de cuarenta de ellos, mientras yo mismo tuve que andar no pocas veces
revólver en mano y repartiendo plan de machete para impedir desórdenes y evitar
saqueos. Mas no por eso dejaba nuestra división de ser un Cuerpo escogido en
toda regla, que sabía aprovechar hasta las más mínimas ventajas del terreno, y evo-
lucionaba, se reorganizaba y desplegaba en guerrillas, o combatía en formación
cerrada sin que uno tuviera que ordenárselo siquiera.
Esos gendarmes no se desconcertaban ni aún en los momentos más difíciles.
Nunca huían a la desbandada después de una derrota, y, al retirarse, lo hacían
siempre cara al enemigo.
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mento, sin encontrar salida, hasta que su mala suerte los condujo a las ollas y los asa-
dores de nuestros cocineros.
La altura a que nos hallábamos era de 3.500 metros sobre el nivel del mar,
mientras la temperatura, siberiana, en todo el sentido de la palabra.
Nuestra situación no dejaba de ser en extremo difícil y sólo Dios sabe adónde
hubiéramos ido a parar, de no habérsenos presentado una ayuda del cielo en forma
de un tal Noro, jefe de bandoleros kurdos y lugarteniente del famoso bandido
Murmuhí, quien, a cambio de la derogación de la sentencia de muerte que pesaba
sobre su cabeza, se comprometió a conducirnos hasta Sairt, a través de los desiertos
de hielo del Bothan y del Dyahudí.
Confiando en la palabra de semejante tipo, púsose nuestro ejército a atravesar
una serie de regiones ignotas, que, según me aseguraba el mismo Dyevded Bey,
había de ser yo el primer extranjero en visitar.
Esa era la segunda vez en mi vida que me hallaba o viajando por tierras geográ-
ficamente inexploradas.
El 5 de junio por la noche cayó otra nevada, acompañada de un furioso hura-
cán, que hizo perecer de frío algunas de nuestras bestias de carga y un centenar o dos
de soldados. Y el 6 por la mañana púsose en marcha nuestra división, formando la
retaguardia del ejército.
Al principio nos siguieron los rusos a cierta distancia, pero viendo que no les
hacíamos caso se volvieron al fin por temor quizás a una emboscada.
Esa tarde descendimos a un delicioso valle, oculto en medio de altísimas mon-
tañas y cubierto de vegas de variados matices, jardines florecientes y tres o cuatro
pueblecillos rodeados de bosques de árboles frutales. Pero se hallaban vacíos. Sus
habitantes habían huido precipitadamente al saber que nos íbamos acercando. Sólo
junto a la puerta de un molino de agua encontramos una recua de asnos cargados de
harina, abandonados por sus dueños al emprender la fuga.
Al despuntar el día, nos pusimos a escalar una nevada serranía, de aspecto fragoso
y amenazante, cuyas plateadas lomas se iban enarcando de cumbre en cumbre y de
cresta en cresta, hasta perderse entre las blancas cimas del Hártosh, vecinas a las nubes.
Nos hallábamos en plena tierra desconocida.
Luego, o mejor dicho, después de ya entrada la tarde, atravesamos un desfila-
dero, cubierto de una capa de nieve de cuatro o cinco meros de espesor. Y temprano
aún comenzamos a descender en dirección al Sur, siguiendo el curso de varios arro-
yos cuyas rojizas e impetuosas aguas se lanzaban tonantes por despeñaderos y
barrancos, arrastrando trozos de hielo y formando cataratas que se estrellaban con
ruido atronador en el fondo de los precipicios.
La carestía de víveres llegó a ser tan grande, que durante aquel día y el
siguiente tuvimos que alimentarnos de raíces y de cierta hierba aromática utilizada
por los kurdos en la preparación del queso porque tiene sabor a cebolla.
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de nuestras pobres bestias. Además, íbamos recogiendo por todo el camino los
enfermos y heridos que las fuerzas de Halil habían dejado atrás por falta de medios
de transporte.
En varias ocasiones me vi precisado a abandonar cargas enteras de municio-
nes para poder llevar a algunos de esos infelices, quienes de lo contrario hubieran
perecido irremisiblemente a manos de los kurdos, o devorados por las fieras.
El 9 de junio desfilamos por todo el pie del Monte Dyahudí, que se extendía
como una mole de hielo, interminable, de Naciente a Poniente. Y a eso de las
cuatro nos desmontamos, Kiasim Bey y yo, en la pequeña kasaba de Kisgir, que en
medio de sus jardines y bosques de avellanos semejaba de lejos un risueño oasis.
Allí encontramos a Halil instalado en el patio de una bella quinta, descalzo y
tumbado en una alfombra, bebiendo raki, o dúsico, es decir, aguardiente de uva, en
compañía de un grupo de cortesanos.
Con la nuestra había coincidido la llegada del teniente coronel Isaák Bey y la
del conocido tribuno Omar-Nadchi, quienes se hallaban altamente disgustados
por la declaración de la guerra de Italia, que acabábamos de saber no recuerdo de
qué manera.
Algunos, y entre ellos Omar-Nadchi Bey, maldecían la hora en que Turquía
había entrado en la contienda, y opinaban que ésta debería firmar a todo trance
una paz separada con los aliados, aun cuando fuese sacrificando un trozo del
imperio.
Daba pena ver a un hombre como Kiasim, cuya sola fama había bastado a
veces para poner en fuga al adversario, teniendo que prestar homenaje ante un
archi-asesino como Halil Bey, que acababa de sacrificar la provincia de Van casi
entera a causa de su envidia y su patente falta de conocimientos profundos en el
arte militar.
Cuando llegué al poblado, adonde había ido en busca de víveres para nuestra
gente, que acababa de pasar una semana de privaciones inauditas, me encontré
con el bazar y las tiendas vacías, a causa de que las fuerzas de Halil habían pasado
por allí como un enjambre de langostas, o peor tal vez, destruyendo y regando por
el suelo cuanto no habían podido llevarse consigo.
Al siguiente día atravesamos una región sin agua, rodeada de colinas de
piedra calcárea, amarillenta, que me hicieron recordar los contrafuertes de los
Andes, al borde de las sabanas del Casanare. Y el once llegamos a las aldeas de
Ambar y de Gündesh, que Halil había mandado saquear e incendiar so pretexto
de que sus habitantes habían robado las armas a algunos de nuestros soldados.
Junto a la orilla del río noté los cadáveres bamboleantes de media docena de
kurdos ahorcados. Mientras que un poco más adelante tropezamos con unos
veinte armenios, a quienes nuestra gente había encontrado ocultos en las monta-
ñas, y que trataban de hacerse pasar por nestorianos. Pero vanos resultaron sus
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Todavía antes de mediodía del 18 de junio llegamos frente a Sairt, que con
sus casas blancas y estrechas hacia lo alto revelaban su origen babilónico.
Seis alminares, de los cuales uno era inclinado, se perfilaban como agujas de
alabastros en el turquino cielo de Mesopotamia.
Rebaños de ganados y negros búfalos pacían tranquilos en la llanura circun-
vecina, mientras un grupo de lanudos dromedarios soñoleaba en torno de una
fuente solitaria.
El sentimiento de calma momentánea que había evocado en mi mente ator-
mentada aquel ameno cuadro, fue, sin embargo, bruscamente interrumpido por
el espectáculo atroz que ofrecía cierta colina al lado del camino, coronada de
millares de cadáveres medio desnudos y ensangrentados, amontonados unos sobre
otros, o entrelazados en el postrer abrazo de la muerte.
Padres, hermanos, hijos y nietos yacían allí conforme habían caído bajo balas
y los yataganes de sus asesinos.
De más de un montón de aquellos sobresalían las extremidades temblorosas
de los agonizantes.
De más de una garganta abierta de una cuchillada se escapaba la vida en
medio de bocanadas de tibia sangre.
Bandadas de cuervos picoteaban por doquiera los ojos de los muertos y de los
agonizantes, que en sus miradas rígidas parecían reflejar aún todos los horrores de
una agonía indecible, en tanto que los perros carroñeros clavaban sus afiladas den-
taduras en las entrañas de seres que palpitaban todavía bajo el impulso de la vida.
Aterrado ante tan horrendo cuadro, y, pasando a saltos por encima de los
montones de cadáveres que obstruían el paso a nuestras bestias, entramos por fin
en Sairt, donde la policía y el populacho se hallaban todavía saqueando las casas
de los cristianos.
En el Serrallo me encontré con varios subgobernadores de la provincia, reu-
nidos en Consejo bajo la presidencia del jefe de la gendarmería local, el capitán
Nasim Effendi, que había dirigido la matanza en persona.
Por sus conversaciones comprendí en el acto que ésta había sido dispuesta el
día antes por Dyevded Bey, y que éste había salido aquella madrugada con rumbo
a Bitlis para dar comienzo a aquella otra carnicería de que me habían hablado ya
en el camino los oficiales del Bash-Kaleh-Tabur.
Uno de dichos subgobernadores, con quien yo mantenía muy buena amis-
tad, hasta me previno, bajo toda reserva, que Halil había decretado mi muerte
para impedir que fuera a revelar más tarde en Constantinopla o en el extranjero lo
ocurrido, pues, según decía él (esto es, Halil) había sido yo el único cristiano y tes-
tigo ocular en aquel ejército que había visto cosas que no debería haber presen-
ciado jamás un cristiano.
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En esos tiempos no valía gran cosa una vida humana en aquellos parajes.
¡Desgraciado del que ostentare dientes de oro! Los kurdos hubieran sido capaces
de seguirle durante días enteros para arrancárselos después de haberlo acuchillado.
Poco antes del anochecer arribamos a un caserío de nombre Socáida, en que resi-
día el sordo-mudo jeque Mohamed-Tchekif, hermano del poderoso sheik Mohamed
Effendi, que poseía setenta aldeas en la llanura circunvecina, y después de combatir al
lado nuestro en Van, se había pasado al enemigo por motivos de interés personal.
Al principio se negaron los kurdos a recibirme, so pretexto de hallarse ausente
Mohamed Effendi, mas en realidad para obligarme a seguir la marcha y asesinarme en
despoblado durante la noche junto con mi pequeña escolta de siete gendarmes.
El brillo de una pistola máuser, aplicada con cierto disimulo a la boca del
estómago del sordomudo jeque, unido al hecho de que algunos de ellos me cono-
cían ya de vista o de nombre desde Van, bastaron afortunadamente para hacer
cambiar de parecer a Mohamed-Tchefik, quien en el acto me brindó hasta su
propia casa. Pero conociendo como yo conocía a los kurdos y su carácter traidor,
excuséme de aceptar su oferta, limitándome a tomar posesión de un edificio ais-
lado, desde cuyo tejado se dominaban las azoteas de las casas circunvecinas.
En el entresuelo coloqué las bestias bajo la custodia de tres gendarmes, al paso
que en el piso alto me instalé yo mismo con los otros cuatro, resuelto a vender la
vida lo más cara posible en caso de un asalto.
Después de la cena me puse a contemplar desde lo alto de mi pequeña forta-
leza el bello panorama que nos circundaba, sobre todo al Este, donde se perfilaban
en un fondo de nácar las sonrosadas cumbres del Monte Dyahudí, y hacia el
Tramonte, donde soñoleaba, como suspensa en el horizonte, la mole azul de las
montañas del Sasoún y el Monte Antok, en que los armenios del Alto Tigris
habían resistido victoriosamente, en 1896, a las huestes turco-kurdas de Alí Pachá,
y donde cinco semanas después de aquella tarde habían de perecer casi todos los
cristianos sobrevivientes de la provincia de Bitlis bajo las cimitarras de los kurdos
y las balas de los voluntarios del sanguinario Dyevded Bey, quien mataba, no
acaso por amor al arte únicamente, sino porque se hallaba firmemente convencido
de que con ello prestaba un servicio a su patria y sobre todo a su religión, seme-
jante a los Cruzados, quienes en 1099 y a las órdenes de Godofredo de Bouillón
pasaron a cuchillo toda la población hebrea y mahometana de Jerusalén, consis-
tente en ochenta mil almas.
Aquellas cintas de montañas azules y vastas llanuras azafranadas, que nos
rodeaban en todas direcciones igual a un tapiz de tonos primorosos, parecían
hablarme con cada ruina y hasta con cada piedra de ejércitos brillantes y de
tonantes cargas de caballería neopersa, que hacían temblar de espanto las águi-
las romanas.
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dia de la 36ª División, a las órdenes del coronel de Estado Mayor, Siagh Bey,
quien, además de antiguo catedrático de la Academia Militar en Constantinopla
era un hombre de un carácter encantador y que hablaba el alemán a la perfección.
A pesar de ello y no obstante haber sido en un tiempo profesor de Halil Bey,
fue dicho coronel semanas después destituido de su mando y degradado por Halil,
sin más motivo aparente que porque le hacía sombra.
Esa noche la pasé en Sinán, cuyo mughtar, o alcalde, era un mozo árabe de
cabellos encendidos, que me fue muy antipático desde un principio porque era
demasiado inquisitivo, como casi todos los árabes de baja ralea. Hablando de las
matanzas, por ejemplo, quiso conocer mi opinión, que yo me excusé de expresar,
por supuesto, so pretexto de que eran asuntos que a mí, como Militar, en nada me
concernían.
El, no obstante, ordenó a su secretario, en voz baja (como para que yo no lo
oyera) que telegrafiase en el acto al Ministerio de la Guerra en Constantinopla,
anunciando que me hallaba allí y lo sabía todo (hepsi belir).
¡Cómo me sentiría yo al oír aquello!
Sin embargo, me hice el desentendido, y al despedirme le dije como distraída-
mente, que pensaba madrugar para seguir mi viaje a Musul por la vía de Redván y
el puente de “ácrabi”, o de los escorpiones, en las cercanías de Dyesiret-Ibn-Omar.
Así lo hice, efectivamente, sólo que a las pocas horas de camino contramarché, y,
tomando nuevamente rumbo a Poniente, llegué temprano a Bismil, donde pernocté.
El alcalde de dicho lugar era circasiano y hombre muy discreto, que me hos-
pedó en su casa, y, al despedirse de mí, a la mañana siguiente, me advirtió con
sonrisa bonachona que “lo sabía todo, pero que descuidara”. Y me fui descuidado,
puesto que había sido su huésped, y para un circasiano el huésped es sagrado.
Aquel día, o sea el 25 de junio, fue también la fecha en que Dyevded Bey hizo
ahorcar a Kakighián Effendi juntamente con doscientos armenios más de nota en
Bitlis, después de haberles arrancado, a guisa de empréstito forzoso, la suma de
cinco mil libras oro, que luego se repartieron entre él y Halil. Y no satisfecho aún
con semejante crimen, mandó conducir a todos los armenios varones de dicha
ciudad, en grupos de cincuenta, hasta un lugar solitario en las vecinas montañas,
donde los hizo asesinar y sepultar en fosas excavadas por ellos mismos. Los únicos
a quienes dejó con vida fueron una docena o dos de artesanos, porque le hacían
falta en los talleres militares.
Las mujeres jóvenes fueron repartidas entre la canalla, al paso que las ancia-
nas, deportadas junto con los niños menores de doce años.
De ese modo perecieron en un solo día cerca de quince mil armenios en la
ciudad de Bitlis y sus alrededores.
Hablando de esa matanza decía en su carta del 23 de junio (1915) cierta
señorita extranjera, residente en Bitlis, entre otras cosas lo siguiente: “Después del
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De esa manera perecieron en Mush y sus contornos cerca de cincuenta mil arme-
nios en menos de quince días.
En algunas de las aldeas circundantes, como Aledchán, Magrakóm y Késkeg, se
cometieron crímenes horrendos. Parte de las mujeres y niños fueron acorralados y que-
mados vivos, mientras los restantes encontraron la muerte entre las ondas del Eufrates.
Durante esa época comenzaron, so pretexto de “armas escondidas”, las deporta-
ciones en masa y las matanzas en las ciudades de Mardin, Diarbekir, Mesireh, Karput
etc., que acabaron con casi toda la población cristiana y por consiguiente con la mayor
parte del comercio e industrias más florecientes en las provincias de Mamouret-El-Asis
y Diarbekir.
Después de las matanzas de Diarbekir, pasó la ola de sangre y persecución a la
provincia de Adana y el norte de Siria (Zeitún, Urfa, Marrash, etc.) se hallaban ya
llenas de deportados procedentes del centro y norte de Anatolia, excepto Smirna y
Constantinopla, donde las deportaciones fueron suspendidas a instancias de Austria y
Alemania.
Las provincias de Van y Bitlis, Diarbekir y en parte la de Mamouret-El-Asis,
fueron las únicas en que se celebraron matanzas en el verdadero sentido de la pala-
bra. En los restantes vilayatos del imperio se cristalizó la persecución en forma de
deportaciones en masa, que dieron casi el mismo resultado, pues de las innumera-
bles caravanas de millares y docenas de millares de deportados que salían de las
regiones costañeras del Mar Negro y del centro y oeste de Anatolia, con rumbo a
los desiertos de Siria y Mesopotamia, tres cuartas partes, y en ocasiones quizás el
90 o 95% de sus tripulaciones, solían sucumbir en el camino a causa del tifus y de
las privaciones.
Los que no perecían de hambre, caían a la larga víctimas de los bandoleros
kurdos y circasianos, y no pocas veces hasta de sus propias escoltas de gendarmes,
quienes, cansados al fin de bregar con aquellos infelices, se deshacían de ellos a
culatazos, o los obligaban, a fuerza de balazos, a atravesar a nado ríos caudalosos,
en que dichas caravanas de esqueletos ambulantes se sumergían para no volver a
reaparecer ya nunca más.
Yo he visto en las márgenes del Eufrates los cuerpos carcomidos de decenas y
quizás hasta centenares de niños y mujeres armenios sirviendo de pasto a los bui-
tres y chacales.
La presencia de dichos cadáveres no dejó de sorprenderme grandemente,
pues las autoridades civiles otomanas solían borrar las huellas de sus crímenes, por
regla general con mucho cuidado, para que el revoloteo de los cuervos y el vaivén
de los perros carroñeros no fuera a revelar a los viandantes el sitio do había estado
cebándose la hiena con la Media Luna estrellada sobre la frente.
No cabe duda de que las matanzas y deportaciones obedecieron a un plan
muy bien trazado del partido retrógrado, encabezado por el Gran Visir Talaát
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Pachá y las autoridades civiles a su mando, para acabar primero con los armenios,
y luego con los griegos y demás cristianos, súbditos otomanos, en el Imperio.
Prueba de ello nos la ofrecen las matanzas de Sairet, Dyesiret y los disritos en
su rededor, durante las cuales perecieron no menos de doscientos mil cristianos
nestorianos, sirio-católicos, jacobitas etc., que nada tenían que ver con los arme-
nios, y habían sido siempre fieles súbditos del Sultán. Lo mismo que la deporta-
ción de los armenios de Angora, quienes eran casi todos católicosromanos y
prefirieron la muerte antes que apostatar, volviéndose musulmanes, como lo hizo
la mayor parte de los armenios gregorianos, a quienes los turcos habían dejado la
misma alternativa.
Y para ilustrar la criminal indiferencia conque las autoridades civiles otoma-
nas contemplaban el martirio y el suplicio del millón y medio de cristianos que
pereció durante dichas matanzas, creo que basta recordar la siguiente frase que
profirió el Gran Visir Talaát Pachá durante cierta entrevista suya con el ministro
americano, Mr. Morgenthau...
«¿Las matanzas? — ¡qué va! — ¡Aquello sólo me divierte!»
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Más de una vez se me espantó la bestia ante el fétido olor a mortecino o las
fosforescentes miradas de los perros carroñeros, que vagaban como ánimas en
pena por los sombríos umbrales de las moradas armenias, o acaso ante alguna ven-
tana o puerta medio destruida, que chirriaba y se mecía como un fantasma bajo la
acción continua de la brisa.
La fama del gobernador Reshid Bey, que era quien había ideado y organizado
aquella hecatombe, siguió en adelante figurando casi a la misma altura que la de
Dyevded. La única diferencia entre ambos era que éste, aunque pantera y todo, no
por eso dejaba de ser un militar valiente y generoso hasta cierto grado, al paso que
Reshid no era sino una hiena, que mataba sin exponer su propia vida.
Aquella noche la pasé alojado en la Comandancia de Armas, en calidad de
huésped de Mehmed-Asim Bey, jefe de las fuerzas de gendarmería estacionadas en
dicha plaza y ejecutor de las matanzas que acababan de verificarse en Diaerbekir.
Cortés y culto como todos los efendis, me colmó dicho señor, desde un prin-
cipio, de atenciones, y hasta me ofreció dos fotografías, en las cuales figuraban él
y sus secuaces alineados tras un montón de armas, que Mehmed-Asim Bey preten-
día haber encontrado ocultas en las casas y hasta en las iglesias de los armenios.
Empero, al uno contemplar de cerca dichas fotografías, salta a la vista que el
parque en ellas representado se compone casi totalmente de escopetas de caza
hábilmente disimuladas por una débil cortina de armas de precisión, motivo por
el cual mucho me temo que todo ese conjunto aparatoso de elementos de guerra
no vaya a haber sido obra del mismo Mehmed-Asim Bey para tratar de despistar
e impresionar al público. No obstante, me pareció interesante el relato que me
hizo dicho comandante a fin de convencerme de que los rusos habían repartido ya
mucho antes de la guerra entre los armenios, caldeos y nestorianos de las provin-
cias de Van y Bitlis, Diarbekir y Urfa, cantidades considerables de armas y pertre-
chos, para que se fueran sublevando a medida que sus ejércitos iban avanzando en
dirección del Golfo de Aljandreta.
De haber sido ese el plan de los rusos, no era malo, a decir verdad. Pero falta
saber si todo aquello era efectivamente así, o sólo una visión dantesca de la
Sublime Puerta, que habituada a su propio régimen de sombras y de sangre, figu-
rábase que todo el mundo se hallaba procediendo de la misma manera, y sobre
todo los armenios, quienes merced a su actividad y su talento, habían acabado por
convertirse en una verdadera amenaza para los jóvenes turcos, los cuales, a pesar
de toda su buena voluntad no podían mantener el paso con ellos, especialmente
en lo tocante al adelanto material, como v. gr., las industrias.
No es de dudar que algunos, y quizás hasta bastantes de los armenios poseían
armas de fuego, pero ¿quién no las tenía en aquellas comarcas, donde cada cual
debía velar por su propia existencia y sobre todo cuando los jóvenes turcos los
habían autorizado para adquirirlas?
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de origen romano, que ha venido surtiendo dicha villa desde hace ya cerca de
veinte siglos.
Diarbekir posee, además de sus trece caravanserallos y una docena o dos de
baños públicos, ocho o nueve iglesias, entre las cuales resaltan por diversas razo-
nes el citado convento nestoriano, la iglesia greco-ortodoxa de los melekitas, la
celebérrima iglesia jacobita de Santa María, y por fin otra cuyo nombre no
recuerdo y que encontré convertida en caballeriza. De esto me vine a cerciorar
al día siguiente, cuando fui a visitar mis cabalgaduras, que hallé atadas al altar
mayor y en compañía del ganado de varios escuadrones, ocupantes del resto de
dicho santuario.
De entre sus treinta o cuarenta mezquitas, adornadas a veces de detalles deco-
rativos trabajados en piedra primorosamente labrada y arcos sobrepuestos y ojiva-
les, sembrados de relucientes estalactitas, descuella por su belleza y originalidad la
justamente renombrada Ulu-Dyámisi, o mezquita mayor, que algunos historió-
grafos suponen construida con los restos de la famosa Iglesia de Santo Tomás
sobre las ruinas del Palacio de Tigranis.
Y a imagen de algunos santuarios cristianos de dicho distrito, transformados
por los moros en mezquitas, ostenta el Ulu-Dyámisi un minarete de tres o cuatro
pisos, cuadrado y dotado de aberturas a guisa de ventanas, que revelan a primera
vista su carácter de antiguo campanario. Su nave mayor, que tampoco se halla
orientada al Sur, como debería ser, tiende igualmente a demostrar su origen neta-
mente cristiano.
Sin embargo, para facilitar el culto a las diversas sectas musulmanas que se
creen con derecho a dicho santuario, hállase su tronco dividido en tres secciones
imaginarias: la de los hanafi, la de los chafii y la de los malaki.
Entre las características más salientes de este famoso templo figuran sus blan-
cas naves y bóvedas desnudas de casi todo adorno, formando vivo contraste con el
interior ricamente ornamentado de las demás mezquitas de dicha ciudad.
Igualmente, su fachada septentrional, que da sobre el haram, o patio, ostenta a
poca distancia del suelo una cinta de bloques de mármol o de piedra blanca; y a
los cuatro o cinco metros de altura otra, cubierta de inscripciones en caracteres
antiguos la de arriba, y en caracteres modernos la de abajo (u otro estrato más
abajo que ésta, y junto al portal de entrada), cuando deberia ser todo lo contrario,
pues ¿cómo se concibe que la parte superior de dicha fachada haya sido construida
antes que la de al ras del suelo?
Este fenómeno, por demás extraño, que llegué a observar también en las
torres de las murallas, cuya construcción se atribuye a algunos príncipes kurdos y
turcomanos por medio de altisonantes inscripciones (no obstante los escudos de
piedra con el águila biceps de la antigua Armenia, que lucen en su centro algunos
torreones), me ha hecho sospechar, no pocas veces, que arrancando estratos o hile-
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De las cuatro puertas que cortaban, o cortan, mejor dicho, sus murallas de
circunvalación, la más hermosa es la de Alepo, o “rum-kapu”, la cual, además de
un enorme portón de hierro, ostenta ricos dibujos y bellas inscripciones en diver-
sos caracteres e idiomas, entremezclados con nichos griegos y águilas romanas.
Gracias a su carácter de estación terminal, o límite de la navegación del
Tigris, ha venido figurando Diarbekir ya desde tiempo inmemorial como punto
céntrico de caravanas y lugar de trasbordo, desde el cual los mercaderes sirios y
anatolios siguen expidiendo sus mercancías con destino a Bagdad en balsas cons-
truidas sobre odres de piel de búfalo o carnero, henchidas de aire.
Tal es, en pocas palabras, la descripción de Diarbekir, o Kara-Amid, que gra-
cias a su innegable importancia comercial, figura entre las ciudades más importan-
tes del Imperio Otomano, y como su centinela más avanzado sobre las desiertas
llanuras del Dyesiret, o Mesopotamia Septentrional.
Después del almuerzo, fui a hacer una visita al Vali, o Gobernador General de la
provincia, Reshid Bey, hombre de unos cincuenta años, de modales distinguidos, edu-
cado en París, y perteneciente a una muy aristocrática familia de Estambul.
Al preguntarle con disimulo si el Ministro de la Guerra le había comunicado
ya mi visita, me contestó que no. Y al insinuar yo que pensaba hacerme examinar
por cierto médico norteamericano, que había oído decir se hallaba viviendo en
Diarbekir, me informó que se había marchado ya, y agregó, no sin alguna amar-
gura, que en esos días había tenido que expulsar de su provincia a casi todos los
misioneros americanos, por haberlos sorprendido sirviéndose de una clave, o
código secreto, para propagar noticias falsas sobre su gobierno en el extranjero.
Después, por medio de algunas observaciones prudentes, pero asaz explícitas,
me dio a comprender también que en lo tocante al exterminio de los armenios de
su vilayato no había hecho él sino obedecer órdenes superiores, de suerte que la
responsabilidad de las matanzas perpetradas allí no debía caer sobre él sino sobre
su jefe, el en aquella época Ministro del Interior, Talaát Bey (y un año más tarde
Gran Visir, Talaát Pachá), quien se las había ordenado por medio de un telegrama
circular, si mal no recuerdo, conteniendo apenas estas tres palabras: yak – vur –
oldur, que significan: “quema, derriba, mata”.
La autenticidad de esta terrible sentencia la vino a confirmar la prensa de
Constantinopla después del Armisticio por medio de la publicación de cierto
telegrama que la Comisión Otomana, investigadora de las matanzas y deporta-
ciones descubrió en la Secretaría del Comité de Unión y Progreso, y en el cual
el Gran Visir Talaát Pachá ordenaba al jefe local del citado Comité, en
Malatia, el exterminio de los cristianos de dicho vilayato por medio de las
siguientes, palabras textuales: “anéantissez, expulsez, etc... j´assume la responsabilité
morale et matérielle”.
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Harrán y de Sarruch (salpicadas de 600 a 800 aldeas) y las fértiles cuencas del
Eufratres Superior y del río Chabur, que constituían antiguamente el Reino de
Osrone, entre cuyas ciudades principales descollaban Edesa, Charreh, Hierápolis,
Niceforium y Resaina, llamada hoy Ras-Ul-Aín.
Durante el reinado de los mitani, en 1.500 antes de J.C., parece que Edesa
figuraba ya, aun cuando con nombre distinto, lado a lado con Kdesh, Hamath y
Karchemish, como uno de los centros comerciales más importantes del antiquí-
simo Imperio hitita. Y todavía en nuestros días sigue ella gozando de justo renom-
bre, no sólo en virtud de las riquezas naturales de sus dependencias, sino también
por haber sido en Harrán, o Charreh, la de los arameos, donde vivió Abrahán
durante algunos años de su vida y falleció su anciano padre Abu-Tareh.
Entre sus santuarios de mayor nombradía resalta su mezquita mayor, al paso
que entre sus monumentos históricos, por su delicada belleza también, el famoso
“Birket-Ibrahim”, o estanque de Abrahán, en cuyas linfas cristalinas y pobladas de
carpas reflejan sus ramajes cipreses soñolientos y sus grisáceas cúpulas cierta
medresa de tonos oscuros y aspecto sombrío.
Urfa representa una especie de oasis entre las pedregosas vertientes del
Antetauro y los desiertos de arcilla de la Alta Mesopotamia, y contaba, cuando
pasé por allí a fines de junio, 1915, con una colonia de armenios acomodados e
industriosos, quienes, al saber que iban a ser deportados también, se sublevaron
en masa y se atrincheraron en el barrio cristiano, donde lograron sostenerse cuatro
o seis semanas contra las fuerzas de Faghri Pachá y su gallardo Jefe de Estado
Mayor, el conde Wolfskehl von Reichnberg, quien había contribuido ya, algunos
meses antes, con su valor y sus luces, a la reducción de los rebeldes de Zeitún y de
Marrash, que fueron los primeros en sublevarse abiertamente contra la soberanía
del Sultán, esperanzados, sin duda, con la idea de que la campaña de los
Dardanelos iba a redundar en favor de los ingleses (febrero y marzo de 1915).
Durante el sitio de Urfa, que ocurrió cuatro o cinco semanas después de mi
llegada, cometieron los armenios el error político de apoderarse de algunos de los
deportados ingleses y franceses y de retenerlos como rehenes, para obligar de ese
modo a los aliados a desembarcar y despachar tropas en su auxilio.
Ese rasgo típicamente armenio, y que no deja de tener bastante parecido con
el chantage y la extorsión, me ha hecho suponer ya varias veces, que aun cuando
Dyevded hubiese ofrecido, a su tiempo, un salvoconducto a los misioneros ame-
ricanos (en Van), los armenios no los hubieran dejado partir, seguramente para
poder seguir usándolos como rehenes, puesto que comprendían que los esfuerzos
de los rusos por liberar a Van no obedecían tanto a su amor por ellos, esto es, por
los armenios, cuanto a su deseo de complacer al gobierno americano, que se
hallaba justamente preocupado por la suerte de sus misioneros encerrados en
dicha ciudad.
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La mejor prueba de ello nos la ofrece la subsecuente precipitada retirada de los rusos
de la provincia de Van (en junio de 1915)... cuando abandonaron a su suerte a los arme-
nios, de modo que muchos de ellos, incluso millares de niños y mujeres, fueron por ende
alcanzados, arrollados y acuchillados por los kurdos y nuestros voluntarios en las inme-
diaciones de Berguiri.
Momentos antes de anochecer, ascendí a uno de los alminares más altos de la villa,
para poder observar mejor el grandioso panorama que rodeaba a la opulenta ex capital
del Reino Osrone.
Aún me parece ver aquellas peñascosas lomas, que iban subiendo en majes-
tuosa oleada, y enarcándose en dirección al Norte, hacia la encarpada cordillera
del Antetauro, que como inmenso cinturón de montes limitaba en torno la vastí-
sima extensión abarcada por la vista, mientras que al Sur, y sin que la mirada
saciara de admirarlas, desplegábanse, cual mar de espigas, las fértiles llanuras de
Sarruch y de Harrán, timbradas de innúmeras aldeas, de casitas de barro y cónica
como panes de azúcar.
Empero, y a pesar del interés tan grande con que yo continuaba observando
y apuntando mis impresiones, no dejaba de tener presente también que la flame-
ante espada de Damocles seguía colgando sobre mi cabeza más amenazante que
nunca. Razón por la cual licencié mi escolta, y, acompañado solamente de mis
asistentes, emprendí la marcha la mañana siguiente con dirección al Sur.
A las dos en punto nos desmontamos en la estación de Arab-Bunar, del ferrocarril
de Bagdad, donde pensaba utilizar el tren de la tarde, que me hubiera conducido a Alepo
en menos de veinticuatro horas.
Desgraciadamente, no hubo tren ni ese día ni el otro. Y en tanto me hallaba parado
en la plataforma, sin saber qué partido tomar, pues para regresar a Urfa era ya muy tarde,
se me acercó el jefe de estación, que era armenio, y me dijo que un kilómetro más allá
vivía un ingeniero alemán, quien, de solicitárselo yo, de seguro me permitiría pasar esos
dos días en su casa.
Así lo hice. Y efectivamente, al cabo de un cuarto de hora recibí una tarjeta de un
señor Vogt, conteniendo apenas estas dos palabras: “herzlich willkommen”.
Imposible describir la franqueza y amabilidad con que me recibió ese buen señor,
quien, de paso sea dicho, había vivido durante cuarenta años en los desiertos de Siria y de
Palestina.
Del cuarto de baño pasé al comedor, a gozar de algunos manjares típicamente ale-
manes, que no había vuelto a probar desde que era niño, y después de una agradable
sobremesa, me fui a recoger, ya sosegado casi, porque comprendía que había encontrado
un amigo con quien poder contar y a quien poder confiar mis penas en un caso dado.
Después del desayuno, monté a caballo para ir a dar una vuelta por la esta-
ción, donde al llegar me sorprendió una escena que no dejó de impresionarme
vivamente.
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Tratábase nada menos que de unos 200 a 250 comerciantes y civilistas ingle-
ses, franceses, rusos e italianos a quienes su escolta y los cocheros habían encerrado
en el corral de un inmundo caravanserallo, con la mira de despojarlos por buenas o
por malas de la mucha o poca plata que llevaban encima.
Entre los centinelas apostados ante el citado khan, figuraba también un negro
sudanés, que se negó al principio a obedecer mi orden de franquear el paso a los
prisioneros, motivo por el cual le disparé un tiro de revólver, y acto continuo, la
emprendí a latigazos con el resto de la canalla, de suerte que en menos de media
hora se hallaban ya los moscovitas, que eran los más pobres en camino de Urfa,
viajando de balde, en tanto los restantes, que disponían todavía de algunos recur-
sos, esperaban tranquilamente su turno sentados en un vecino café.
Que semejante manera de proceder, por cierto algo severa y quizás hasta
altruista en demasía, me había de ser fatal andando el tiempo, lo sabía yo de ante-
mano. No obstante procedí de esa manera, porque comprendía que mi concien-
cia así me lo dictaba.
Entre la flor y nata de dichos deportados figuraban los siguientes señores,
cuyos nombres recuerdo por casualidad: W.R. Hensman, de Jerusalén; luego, los
señores Ferguson, Falanga (padre e hijo), Hawthorne, Albert, Geekler, Jolly et
Fils, Dubois, Constant y Arbela, de Beyruth; lo mismo que el Sr. Rizzo y Dr.
Lubiks de Constantinopla.
Aquella tarde, mientras el Sr. Vogt y yo nos hallábamos sentados en la terraza
de su pequeño chalet tomando el té, llegó desde Alepo un ingeniero suizo, de ape-
llido Wüst, y nos contó con aire misterioso que Siria y Palestina se hallaban a
punto de sublevaerse.
Afortunadamente, no tardé también yo en irme acostumbrando a los
“canards” de los suizos del ferrocarril de Bagdad que llegaron a ser con el tiempo
casi proverbiales.
A las 5 p.m. del 5 de julio (1915) comenzaron, por fin, a destacarse en el
confín bermejo de la Siria las torres y las atalayas del castillo de Alepo. Y media
hora después entramos en su espaciosa estación central, que era reputada ser en esa
época el lugar más céntrico del Imperio Otomano.
En el mismo tren en que viajaba yo, iban también, escoltados por gendarmes,
un joven inglés, deportado, y el médico americano de Diarbekir con su familia.
Al verlos en tan angustiosa situación, no pude menos de ofrecérmeles para
que no fueran a suponer que por hallarse presos les iba a negar el saludo.
De la estación fui derecho al Casino alemán, donde me hospedé y tuve el
gusto de saludar, entre otros, al comandante Conde von Wolfskehl; al mayor von
Mikosch, Jefe de Estado Mayor de la Dirección General de Etapas de Siria y
Palestina; luego a los capitanes Kappel, Harald Putzer, von Kayserling y
Klinghardt, lo mismo que a otros numerosos señores, oficiales también, que no
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Satisfecho de las diversas diligencias que había podido hacer durante aquel
primer día de mi estancia en Alepo, me fui a recoger y no desperté hasta las
diez de la mañana, cuando me vino a anunciar un asistente la visita del ayu-
dante personal de Teufik Pachá, gobernador militar de la provincia de Alepo.
Este, al entrar, me presentó una tarjeta de Su Excelencia, ofreciéndome la bien-
venida y rogándome que lo honrara con mi presencia, de ser posible, aquella
misma mañana.
Entonces comprendí. El telegrama del Ministerio de la Guerra había llegado
por fin, si bien algo tarde quizás, puesto que una vez en Alepo y en posesión del
certificado aquél, del Dr. Fay, ordenándome un descanso absoluto de varias sema-
nas, ya tenía yo al menos algo a qué atenerme, mientras buscaba una solución
favorable a tan delicado asunto, porque para esa época yo ya conocía a los jóvenes
turcos lo suficiente para saber dónde les apretaba el zapato.
De todos modos, al subir al coche que me había de conducir a la Capitanía
General, no dejé de experimentar esa extraña duda, que atrae y rechaza al
mismo tiempo, y que yo he sentido siempre que me he hallado en vísperas de
jugar la vida.
Teufik Pachá era un hombre de cierta edad ya y afable (como casi toda la
gente corpulenta) que me recibió muy bien, y en el acto nos hicimos amigos.
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merado indefinible y en parte bastante degenerado de todas las razas vasallas habi-
das y por haber en el Cercano Oriente (que hoy hablan el árabe, conforme ayer habla-
ban el griego, el nabateo, el arameo, etc.) y abarca, además de parte de la cuenca del
Oronte, toda la zona septentrional de Siria, comprendida entre el Mediterráneo, el
Tauro y el Eufrates Occidental.
Entre sus principales centros comerciales figuraban y siguen figurando las
florecientes ciudades de Aíntab, Zeitún y Marrash, al igual que el puerto de
Alejandreta, distante 160 kilómetros de la metrópoli de dicha provincia, lla-
mada también Alepo, o Haleb, que significa en árabe “leche”, ello debido sin
duda a antiguas versiones, de origen arameo, según las cuales cierta vaca gris,
perteneciente al Patriarca Abrahán, solía pacer de preferencia por la colina en
que descansa hoy el castillo de Alepo, o de Chalman, la antiquísima capital del
reino de Mushashe, que floreció allá en 1.400 o 1.500 antes de nuestra era, y
cuyos habitantes rendían culto a Ramsán, o Baál, el numen más reverenciado de
los asirios y de los babilonios.
Después de la destrucción de Palmira, que fue su rival, siguió Chalman lla-
mándose Barea hasta su conquista por los árabes, quienes le dieron el nombre de
Haleb, o de Alepo.
Rodeada en parte de ruinosos murallones, que defienden atalayas y bastiones,
ostenta la ciudad de Alepo en todo el centro una colina artificial, de unos cincuenta
metros de altura, en que descansan los restos de su antigua fortaleza, cuyas rojizas torres
recortan sus perfiles, amenazantes, en medio del firmamento, cual mano ensangren-
tada llamando al cielo.
Y en torno a dicha ciudadela, cuya cúpula domina los cuatro vientos, agrúpanse
indistintamente las ruinas de diversas medresas y caravanserallos, cuyo estilo arquitectó-
nico recuerda vivamente los edificios sarracenos de Egipto, como por ejemplo el
Kalaád de Cairo y las tumbas de los mamelucos.
Pero lo que más me impresionó en dicha urbe fueron sus bazares cubiertos, seme-
jantes a un laberinto inextrincable o nudo gordiano de galerías y pasajes estrechos y
sumidos en una penumbra, rayana en noche, que cortaban a trechos, cual cintas de
oro, los rayos solares, y en que un gentío exótico, indescriptible, gesticulaba y vocife-
raba en todas las lenguas del Cercano Oriente...
Mientras que de las tiendas y tenduchas de hierbas aromáticas, ocultas en el fondo
de nichos oscuros, emanaban en ondas delicadas los sutiles perfumes del Oriente, insi-
nuando lluvias de azahares y bosques de rosas que me hacían recordar involuntaria-
mente las rosas de la tierra mía, allá en las lejanas montañas de los Andes...
Cuando en las noches de luna solía escuchar embelesado los cuentos de las Mil y
Una Noches, sin darme cuenta de que yo también había de verme algún día conver-
tido en uno de esos caballeros andantes, rompiendo lanzas con moros y cristianos en
las lejanas tierras de las Mil y Una Noches.
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Capítulo XI
Veli Pashá era un hombre muy enérgico y sobre todo sumamente astuto, que
aprovechando mi carácter algo violento y a veces hasta rígido tal vez en demasía en lo
tocante a orden y disciplina, me destinó en el acto al importantísimo centro de etapas
de Mamoureh, en la provincia de Adana, que representaba, por decirlo así, el corazón
de dicha inspección general, porque servía de factor intermediario entre los ferrocarri-
les de Anatolia y de Bagdad, reexpidiendo por medio de columnas de autocamiones,
vehículos, camellos, bestias de carga, etc., el tráfico total de aquellas dos arterias, que
mantenían a Constantinopla en constante comunicación con sus lejanas provincias de
Siria, Mesopotamia, Palestina y en parte también con el Cáucaso.
La distancia que cubría dicho centro o mensil era relativamente corta —cien kiló-
metros— pero en extremo difícil porque atravesaba la cordillera del Amanus, en que
se estaba perforando entonces un túnel de cinco a seis kilómetros, y porque no dispo-
nía de más vías de comunicación que de una carretera, construida a toda prisa por el
teniente de ingenieros Knöpper después del bombardeo de Alejandreta por la escua-
dra inglesa.
Las funciones que me fueron atribuidas desde un principio fueron las de
Inspector o “mufetish”, y segundo del Coronel de Estado Mayor, Nuri Bey, jefe recién
nombrado en sustitución del teniente coronel Aghia que había dejado aquel impor-
tante centro de etapas en un estado sumamente desorganizado.
El numeroso material rodante y ganado de que solía disponer la inspección de
Mamoureh todavía algunas semanas antes de nuestra llegada, lo encontramos redu-
cido a quince o veinte caravanas de ochenta o cien camellos cada una; luego, a un cen-
tenar o dos de carretas tiradas por búfalos, y a cosa de docena y media de columnas de
bestias de carga, que junto con los camellos, podían ascender a unas 3.500 a 4.000
cabezas de ganado, de las cuales cincuenta o sesenta iban pereciendo diariamente a
causa de la negligencia y el peculado de los oficiales encargados de la administración,
quienes pertenecían casi en su totalidad, al cuerpo de oficiales retirados del viejo régi-
men, o por mejor decir, a la antigua oficialidad del Sultán Abd-Ul-Hamid, que éste
había reclutado en su mayoría de entre las clases de sargentos y cabos, por temor de
que al encomendar el mando de sus tropas a oficiales de carrera, no fueran éstos acaso
a sublevarse contra él.
Dichos ex oficiales regimentarios, llamados “takauts”, eran generalmente
aborrecidos en el país a causa de su rapacidad, y más que todo, a causa de sus ins-
tintos canallescos.
Tal es la razón por la cual la oficialidad de los jóvenes turcos, que destronó a Abd-
Ul-Hamid, se componía casi exclusivamente de elementos cultos y de ideas avanzadas,
es decir, de elementos verdaderamente liberales y hasta cierto punto sinceramente
patrióticos y nacionalistas.
Como en tiempo de guerra resultaba difícil, casi imposible, recuperar esas
pérdidas en ganado y material rodante, me autorizó Veli Pashá, antes de yo partir,
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para que procediese como quisiera con tal de poner en orden dicho mensil. Y,
habiéndoselo prometido, apliqué el hombro a la rueda, de modo que en menos de
cuatro semanas tuve la satisfacción de ver cómo el caos se iba tornando en orden,
y el mensil de Mamoureh comenzaba a andar como una máquina.
Pero ¡a costa de qué!
Pues nada menos que mandando administrar la “bastonada” a razón de treinta
latigazos por barba a todas las clases y soldados que sustraían las raciones al ganado en
su propio provecho, y encarcelando a gran parte de la oficialidad, perteneciente, según
dije antes, casi en su totalidad a los llamados takauts, que fueron a mi juicio la plaga
más grande que llegó a desolar aquel desgraciado país durante la guerra, puesto que las
langostas, aunque voraces, no destruían al fin y al cabo sino las mieses y los pastos, al
paso que esos parásitos inveterados vendían las medicinas, las raciones de hombres y
de bestias, y de haber encontrado quien se las comprara, habrían vendido seguramente
hasta las locomotoras del ferrocarril de Bagdad.
Con decir que cada una de dichas columnas, de 80 a 100 camellos, se hallaba
a las órdenes de uno de esos oficiales (a veces ¡hasta de Marina!) retirados, que se
repartía con su sargento primero la mitad o tal vez más de las raciones correspon-
dientes al ganado de su columna, creo que basta para que cualquiera se pueda
formar una idea aproximada del estado en que se hallaban las cosas en Mamoureh
al tiempo de mi llegada.
Pero lo peor del caso era que la mayor parte de dichos señores ni se tomaban
la molestia siquiera de acompañar a sus respectivas caravanas durante el viaje de
ida y vuelta a Rayouh, sino que se instalaban cómodamente en la primera esta-
ción, llamada Hasan-Beli, a unos veinte kilómetros de Mamoureh, para aguardar
tranquilamente el regreso de sus “bash-chavushes” con la parte de los despojos que
les correspondía a ellos como jefes.
De los cien camellos que integraban cada una de dichas columnas, los cinco
o seis mejores los vendían los tales sargentos en el camino a los kurdos o a especu-
ladores de mala ley, al paso que de los 94 o 95 restantes, sesenta regresaban tal vez
todavía en bastante buen estado, mientras que los demás, chorreando pus y sangre
por llagas increíbles. Yo recuerdo haber visto en diversas ocasiones corcovas de
dromedarios atravesadas de parte a parte por mataduras ulceradas.
En tales condiciones, nada tenía de extraño, pues el que Veli Pasha se olvidara
en cierta ocasión hasta el extremo de abofetear públicamente a varios de dichos ex
oficiales de la era hamidiana, y que al salir yo de Alepo me autorizara para que
hiciese lo que quisiera, con tal de que estableciera el orden en dicho mensil.
Además de las estaciones terminales de Mamoureh y Rayouh, existían tres interme-
dias, llamadas Hasan-Beli, Inteli, Islahie y Taghta-Köprü, en que solían pernoctar las
caravanas indistintamente, según y cuando las sorprendía la noche. Y a pesar de que en
cada uno de dichos lugares había un veterinario, un médico y varios oficiales de adminis-
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tración encargados de vastos depósitos de provisiones, tanto la tropa enferma como las
bestias lisiadas solían pasar la pena negra, mientras que las caravanas, hambre, a causa de
que los unos habían vendido las medicinas, al paso que los otros, las provisiones.
Excuso decir cuántas noches de insomnio no habré pasado yo, y sobre todo,
cuantas “bastonadas” no habré tenido que mandar distribuir diariamente entre esa
gente, avezada ya al peculado, para medio poder llegar a organizar aquello, de suerte
que ya no hubiera desfalcos, ni bestias heridas y hambreadas, ni retrasos en el itinera-
rio de las caravanas.
A los pocos días de haber llegado, nos pusimos, Nuri Bey y yo, a construir
barracas provisionales y hospitales de bestias, para los cuales nos fue preciso con-
tratar veterinarios indígenas (kurdo-árabes), ya que los facultativos que nos remi-
tía la dirección desde Alepo eran por lo general gente novicia y que poco o nada
se ocupaba de su trabajo. No parece sino que dichos señores habían venido a
Mamoureh con el fin único de descansar y organizarse en fondos a expensas de
nuestro mensil. Y, de no haber llegado yo a tiempo, tal vez hubieran logrado su
objeto, aun cuando a costa de nuestro ganado, que constituía el único medio de
transporte de que disponía ya la Dirección general de Etapas para poder seguir lle-
nando el vacío entre Mamoureh y Rayouh, o por mejor decir, para poder conti-
nuar trasbordando y reexpidiendo desde la estación terminal del ferrocarril de
Anatolia hasta la del de Bagdad las provisiones, municiones, etc., procedentes de
la capital, sin las cuales el II, IV y VI Ejércitos hubieran quedado, si no de un
todo, al menos sí en gran parte paralizados.
A varios de dichos señores los tuvimos que desterrar más tarde al desierto, o
“tchölda”, junto con algunos recalcitrantes oficiales takauts, jefes de caravanas, que
tampoco habían querido enmendarse.
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ferrocarriles y no facilitaban medios de transporte más que a aquellos que les paga-
ban propinas de cien a doscientas libras por el uso de cada vagón.
Que semejante sistema de sabotage había de acabar a la larga por provocar un
alza tremenda en el precio de los comestibles, era de esperarse. He aquí, pues, la
razón de por qué la carne llegó a valer en Constantinopla cuarenta francos el kilo
por espacio de meses enteros, al paso que el azúcar cincuenta durante un par de
años consecutivos.
Enver Pachá, que al estallar la guerra había sido todavía un hombre honrado,
y tan pobre que al casarse hubo de pedir muebles prestados para poder recibir a
sus convidados, trató al principio de impedir aquel escándalo. Pero, viendo lo
inútiles que resultaban sus esfuerzos, cedió por último ante el peso de la avalan-
cha, y tras el primer desliz siguió rodando, hasta que acabó por convertirse en el
[sic] más grande de Turquía, excepción hecha, por supuesto, de Ismael-Haki y
Dyemal Pachás, quienes, lo repito, eran unos verdaderos genios en el arte del
peculado.
Los cargos de comisarios imperiales, que todavía a comienzos del 1915
habían sido desempeñados únicamente por oficiales de Estado Mayor probos y
aventajados, a medida que la desmoralización iba cundiendo fuéronlos ocupando
oficiales, parientes o protegidos de los gerentes del Comité de Unión y Progreso,
quienes gracias a su influencia habían logrado aprobar un curso superficialísimo
que, aun cuando sin ser propiamente de Estado Mayor, cubría al menos las apa-
riencias lo suficiente para permitirles ocupar uno de esos puestos tan codiciados,
porque proporcionaban a sus usufructuarios la manera de hacerse con fondos
rápidamente.
Con el control arbitrario de las vías de comunicación y el control absoluto de
las armas, nada tiene de extraño, pues, que el Comité de Unión y Progreso haya
podido hacer en Turquía lo que quería durante los primeros tres años y medio de
la guerra, o por mejor decir, hasta que ascendió al trono el Sultán Mehmed VI, y
les puso la proa, mas algo tarde, desgraciadamente, ya que para ese entonces el mal
estaba hecho a causa de la secta de los oficiales takauts, que a fuerza de malos ejem-
plos había acabado por inculcar el germen del peculado entre gran parte, por no
decir la mayor parte de la oficialidad regular otomana.
De haberse hallado un oficial alemán al frente, o al menos en control de los
importantísimos ramos de alimentación y vías de comunicación, como lo había
solicitado desde un principio el Gran Estado Mayor General germánico, hubié-
rase podido evitar fácilmente aquel desastre de orden administrativo, y tal vez
hasta hubieran sobrado provisiones, como trigo y carne, por ejemplo, con qué
socorrer a los ejércitos y a la población civil de los países aliados de Turquía. Pero
el sultán (q.e.p.d.) Gasi Mehmed Reshad V se opuso a ello rotundamente,
influenciado, según decían, por Ismail-Hai Pachá.
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Los deportados que habían logrado salvar algunos fondos o joyas, eran des-
pojados de ellos sistemáticamente por sus guardianes, quienes les exigían propi-
nas hasta por el permiso de tomar agua de alguna fuente.
Los que disponían de carretas propias, las tenían que abandonar por regla
general a los pocos días con cuanto llevaban en ellas, a causa de los bandoleros,
quienes solían robarles las bestias de tiro durante la noche. Y los que llevaban
carros de alquiler, porque los cocheros se resistían a seguir acompañándolos.
Debido a ello, muchos deportados, al llegar a Alepo tenían que ir de casa en
casa mendigando, puesto que el kilo del llamado pan de “vésika”, que les admi-
nistraba el gobierno cada tres o cuatro días, no bastaba para sostenerlos.
Las noches las pasaban por regla general a la intemperie o empotrerados,
semejantes al ganado, en campamentos insalubres y cercados de alambre, como el
de Kadmeh, por ejemplo, razón por la cual aquellos campos de concentración se
fueron convirtiendo rápidamente en focos de infección que producían y en que se
desarrollaban toda clase de enfermedades contagiosas, inclusive el tifus y la viruela.
Y a medida que las epidemias iban aumentando, íbanse llenando los
campos y caminos de carroña, que atraía hasta a las hienas del desierto. Y los
chacales se tornaron tan numerosos, que se les veía hasta de día devorando los
cadáveres, y en ocasiones, según decía la gente, hasta a los moribundos.
Yo me acuerdo de un caso en que estas fieras llegaron a despedazar a una
criatura mientras se hallaba durmiendo al lado de su madre, la cual, al desper-
tarse, se volvió loca y llegó a las puertas de nuestro hospital gritando y llevando
en brazos los restos carcomidos de su hijo.
De la caída del sol en adelante no se oían, desde la hoyada del valle hasta la
cúspide de los montes, sino las carcajadas de las hienas y los lúgubres quejidos
de esos inmundos carroñeros, los chacales, que durante mis nocturnas cabalga-
das solían acompañarme a veces hasta por espacio de horas enteras a lo largo de
la carretera, y tan de cerca, que casi los hubiera podido tocar con el látigo.
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Entre los visitantes más asiduos del valle de Mamoureh, figuraba cierta ban-
dada de lobos que habían bajado de las montañas atraídos, sin duda, por el olor
seductor a mortecino que se percibía por doquiera. Una noche oí su llanto bas-
tante cerca de mi cabaña, y salí a cazarlos, mas no pude dar con ellos a causa de la
oscuridad y de la espesura del monte.
A pesar de su presencia repugnante, no dejaban sin embargo dichas fieras de
sernos útiles, y hasta bastante útiles, desde el momento en que ayudaban a limpiar
de cadáveres los campos y caminos.
Los parásitos más peligrosos no lo eran ellos, por lo tanto, sino los hombres,
esto es, las numerosas cuadrillas de bandoleros que asaltaban y saqueaban por
doquier a los indefensos deportados, cuyos convoyes, con tal de huir de los calo-
res veraniegos, habían comenzado a transitar de noche.
En cierta ocasión, recuerdo, estaba yo cenando en el pueblecillo de Inteli, que
se había ido convirtiendo con el tiempo en una verdadera madriguera de facine-
rosos, cuando me levanté, sorprendido, al son de tiros y de voces desaforadas
pidiendo auxilio. Y al salir a ver lo que ocurría, supe que un convoy de armenios
acababa de ser asaltado y desvalijado a menos de medio kilómetro de dicho
poblado, o sea, casi a las puertas del cuartel en que me hallaba alojado.
Muchos de los que habían logrado escapar al hierro de los asesinos fueron a
estrellarse durante su huida, y a causa de la oscuridad, en el fondo de los barran-
cos circunvecinos, mientras que el resto llegó a Inteli sangrando y pidiendo pan
“por amor de Dios”… que yo, por supuesto, hice distribuir entre ellos en el acto
hasta donde me lo permitían mis propios recursos, ya que oficialmente nos estaba
prohibido pasar a los deportados ración alguna sin un “vésika”, es decir, sin una
orden escrita y firmada por las autoridades civiles de la provincia de su proceden-
cia y demás chicanerías que había inventado el hebreo renegado Talaát Pachá para
hacer morir de hambre a aquella pobre gente.
Según parece, no faltaron casos en que los gendarmes, en connivencia con
cuadrillas de malhechores en la paga o asociados del teniente coronel Aghia Bey,
desviaron del camino caravanas enteras de deportados… para conducirlas por
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veredas desconocidas hacia el fondo de los bosques, donde los bandidos las espe-
raban ya y macheteaban después de haber despojado a sus tripulaciones hasta de
sus ropas interiores.
¿Hasta dónde no llegaría el descaro de esos bandoleros, cuando a pesar del
uniforme que llevaban puesto, no vacilaron una madrugada en asaltarme entre
cuatro, en plena carretera, asiendo de las riendas de mi bestia y disparando a que-
marropa contra mí? Y me hubieran derribado, indudablemente, sin darme tiempo
para defenderme, de no haber sido por mi caballo, que se encabritó, y saltando
por encima de ellos se alejó a toda carrera, desbocado.
En otra ocasión, me hallaba yo pernoctando en un campamento vecino a
Mamoureh, cuando me desperté al ruido de tiros y una gritería infernal. Y al pre-
guntar a uno de los centinelas lo que ocurría, me contestó éste bonachonamente
que “sólo se trataba de un convoy de armenios, que los muchachos estaban desva-
lijando” (…bir shei dil, Beym, bisim chayuklar…)
Y en efecto. Al aclarar el día, noté sobre la vecina carretera varios cadáveres
ensangrentados y algunas carretas vacías y volteadas cuyos bueyes, a juzgar por las
correas cortadas de las yuntas, habían sido robados.
Y a medida que la provincia de Adana se iba despoblando y convirtiendo en
un desierto a causa de la deportación de los elementos cristianos, que allí como en
el resto del Imperio representaban el progreso o sea la industria y la agricultura
inteligentemente conducidas, íbase Alepo llenando de deportados mendincantes
y apestados que morían en las calles por centenares y llegaron a contagiar el resto
de la población a tal extremo, que hubo días en que los carros fúnebres no daban
abasto para transportar los muertos a los cementerios.
Lo propio sucedía en Damasco, y un año más tarde también en Jerusalén,
donde el tifus echó raíces excepcionalmente profundas, a causa del desaseo pro-
verbial de sus barrios judíos, y más que todo, en razón del abandono higiénico casi
completo que suele caracterizar a la clase baja entre los árabes.
Durante una excursión que había hecho yo a mediados de septiembre con la
mira de ir a visitar las ruinas de ciertas antiquísimas aldeas hititas, situadas en el
valle de Afrin y frente a la kasaba de Islhie, en que tenía instaladas sus oficinas el
teniente coronel Aghia Bey, me manifestó éste el deseo de que lo secundara en
calidad de inspector durante la reconstrucción de la carretera militar de
Mamoureh a Kadmeh, que se estaba entonces llevando a término bajo la dirección
de los ingenieros militares, el capitán von Klinghardt y el teniente Lutz.
Tres o cuatro batallones de labor, compuestos casi totalmente de armenios y
griegos otomanos proveían los brazos de trabajo, al paso que sus oficiales, casi
todos takauts, parecían preocuparse más por el cuidado de sus bestias de silla que
por sus quehaceres y la manutención de las tropas a sus órdenes.
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Durante esos días se esperaba la llegada del Mariscal de Campo von der Goltz
Pachá, recién nombrado General en Jefe del VI Ejército, que guarnecía el frente
de Bagdad, o sea la frontera turco-irana desde el vilayato de Musul hasta la pro-
vincia otomana de Irak-Arabi, en la Baja Mesopotamia.
Entre los varios miembros de su Estado Mayor que le habían precedido figu-
raba el capitán Bader, encargado de la sección de telégrafos, que acababa de llegar
del frente francés y había tomado, de paso por Mamoureh, una docena o dos de
fotografías de los deportados armenios en medio de sus miserias.
Encantado de verse dueño de tan interesantes clichés, que no cesaba de ponde-
rar, y temeroso de que se le fueran a echar a perder, resolvió hacerlos revelar por
uno de los mejores fotógrafos de Alepo.
Así se hallaban las cosas, cuando, a la hora de cenar del día siguiente, se pre-
sentó el capitán Bader (quien, más que de paso sea dicho era algo corpulento), y
rugiendo como un león nos comunicó que el fotógrafo aquél le había echado a
perder todas las placas, por un descuido, aparentemente, más en realidad, y según
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supe yo luego, por orden del Gobierno, que no reparaba en medios con tal de
impedir el que la verdad sobre las matanzas y deportaciones llegara a ser conocida
en el extranjero.
Este incidente vino a poner los puntos sobre las íes en lo tocante al incidente
mío, y a demostrar claramente por qué el Ministro de la Guerra había telegrafiado
cuatro meses antes a Teufik Pachá, ordenándole que impidiera a todo trance la
continuación de mi viaje a Constantinopla.
En Alepo tuve aquella vez también el gusto de conocer al famoso teniente
coronel von Kress Bey (hoy general von Kress), que se hallaba entonces al frente
de nuestro ejército expedicionario en Egipto. Era de Estado Mayor, alto, flaco,
afeitado, usaba lentes, y no dejaba de tener cierto parecido con el presidente
Wilson de los Estados Unidos.
De un trato afabilísimo, casi sencillo, y de sentimientos nobles y caballerosos,
era von Kress adorado por sus oficiales.
Entre los de su mayor confianza, que eran casi todos jóvenes y de armas
tomar, descollaban el comandante Tiller, futuro defensor de Gaza; el comandante
Heibey, refrendario del Arma de artillería; el príncipe Hans von Hohenlohe, que
era el prototipo del oficial de caballería alemán, y el teniente Heyden, que como
artillero no tenía rival en aquellas fronteras.
El franco compañerismo que solía reinar en el Cuartel General de von Kress
Bey, acabó por valerle, andando el tiempo, el sobrenombre de “Wallenstein
Lager”, y no sin razón, puesto que allí se dormía sobre las armas y nadie se hacía
de rogar cuando tocaban a la carga.
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Tras una permanencia de tres o cuatro días, partí de Alepo (a eso de princi-
pios de noviembre) en un vagón de carga cubierto, que el Comisario Imperial
había tenido la amabilidad de cederme para mí solo.
En ese tiempo figuraban los furgones de ferrocarril entre los artículos de lujo,
desde el momento en que los coches de pasajeros, y sobre todo los de primera
clase, con sus forros de paño y terciopelo, tenían el inconveniente de haberse ido
convirtiendo, a causa del trasporte de tropas, en otros tantos viveros de gérmenes
y toda clase de insectos.
En la mitad delantera hice colocar las bestias, en el centro se acomodaron mis
asistentes, mientras que en la parte atrás me instalé yo mismo con mis perros lo
mejor que pude. Una alfombra, una cama portátil, un par de sillas y una mesa ple-
gable constituían todo el mobiliario, al paso que una lámpara de gasolina hacía las
veces de cocina.
Instalado de ese modo en mi hotel ambulante, que semejaba un Arca de Noé
antes que un furgón de ferrocarril, emprendí mi viaje de recreo, que había de con-
ducirme en primer lugar a lo largo del Valle del Oronte, hasta la estación de
Rayak, desde la cual se separa la vía angosta que conduce al puerto y ciudad de
Beyruth.
Siguiendo, pues, en dirección al Sur por todo el borde occidental del desierto
de Siria, no tardamos en divisar a la derecha, es decir, del lado de acá de la som-
bría cordillera del Dyebel-El-Anseriyeh (feudo en un tiempo del tenebroso Hasán,
o “viejo de la montaña”, jefe de los “asesinos”) y en la margen oriental del pantano
de Gab, que corta el Oronte, la aldea de Kalaád-El-Nedik, rodeada de las ruinas
de Apamea, que hace dos mil y pico de años solía ser una gran ciudad, segunda
únicamente a Antioquía, y plaza fuerte en que los reyes seléucidas acostumbraban
tener sus escuadras de elefantes de guerra.
Continuando siempre en la misma dirección, pasamos a eso de las 2 p.m. por
frente a Hamah, o la antigua Hamath-Epifania, cuyos habitantes descuellan por
su fanatismo. Y todavía antes del anochecer paramos junto a la antiquísima ciudad
de Homs, o Emesa, que goza de justo renombre por sus sederías, pero de la cual
desgraciadamente no se alcanzaban a ver sino los alminares y las cúpulas de sus
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mezquitas, o una que otra de sus gigantescas ruedas de agua girando lentamente sobre
las márgenes del Oronte.
Desde Homs se desprende, además de la ruta que conduce a la aldea de Tadmur,
o Tadmor, la de Salomón (donde aún se ven las ruinas de Palmira regadas en torno de
una fuente salobre, en medio del desierto), también un ramal del ferrocarril francés,
que termina en el puerto de Trípolis, o de Lámina, en que reinó en el siglo XVII el
Emir druso Fakr-Ed-Din, y que tenía fama en aquella época de ser el puerto más
importante del Monte Líbano.
Al despuntar el día doblamos la mole oscura del Dyebel-Akar, que pertenece ya
al sistema montañoso del Ars-Libnán. Y descendiendo en parte por la cuenca del his-
tórico Nar-El-Asis, o el curso superior del Oronte (que nace en las cercanías de Rayak
y forma entre el Líbano y el Antelíbano el pintoresco valle de Celiseria, o Siria Hueca),
entramos todavía de mañana en la estación de Baálbek, donde mandé desenganchar
mi vagón para ir a echar un vistazo sobre los restos de la en un tiempo celebérrima
ciudad de Heliópolis.
Y al contemplar aquel montón de ruinas de un aspecto imponente e infinita-
mente bello, que mis ojos no se saciaban de admirar, lo que más me sorprendió en ellas
fue las proporciones gigantescas en que fueron concebidas.
Allí vi, por ejemplo, extendido en el suelo y al pie de una antigua plataforma,
de que en un tiempo parece que formara parte, entre otros un bloque de piedra cua-
drado, de sesenta pies de largo por trece o catorce de alto y otro tanto de ancho, o
por mejor decir, un monolito como no recuerdo haberlo visto todavía ni aún en las
mismas pirámides de Egipto.
Y entre los restos del famoso Templo del Sol, que descansa sobre la ante citada
terraza de proporciones ciclópeas, me llamaron preferentemente la atención su pór-
tico, luego sus galerías subterráneas, que van a morir Dios sabe dónde, y por último,
cierto grupo de columnas corintias, bellísimas y gigantescas, de 22 pies de circunfe-
rencia cada una y de 80 pies de alto, a medir desde la base de sus pedestales hasta la
cúspide de sus capiteles.
Lado a lado con las ruinas de este santuario descansan en el solio del Acrópolis
también los restos del Templo de Júpiter, o de Baco (si no yerro) que, aun cuando
algo menor en proporciones que aquél, se halla igualmente construido de piedra
caliza y en un estilo corintio florido y fantástico tal vez en demasía que yo me atre-
vería a calificar de seléucida para diferenciarlo del legítimo antiguo estilo helénico.
Entre los restos mejor conservados de la citada Acrópolis, que, a pesar del
terremoto de 1758 y las devastaciones de los árabes y de Tamerlán aún sigue
siendo objeto de admiración universal, figura un edificio circular y de genealogía
dudosa, acaso el Templo de Venus (?) [sic], que se apoya en media docena de
columnas de granito al estilo jónico-corintio y parece haber sido en un tiempo un
santuario cristiano.
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Capítulo XII
Todo este conjunto de ruinas admirables y de una hermosura sin par, al igual
que las de Amanán y Maán, en Palestina y Arabia Petrea, que yo tuve también
oportunidad de poder examinar de cerca, representan, a mi modo de ver, la
prueba más fehaciente de que la civilización mundial marcha de Oriente a
Poniente, igual al sol, y arrastra tras sí, como el cometa que navega sin cesar por el
vacío, también ella en pos suya una luciente cola de ruinas y monumentos histó-
ricos de indescriptible belleza, como los que cubren por millares y quizás hasta
centenares de millares las áridas estepas y desiertos de la India cis y transgangética
y del diáfano Cercano Oriente.
De Baálbek en adelante sigue la vía costeando durante un par de horas por
todo el pie del Dyebel-El Sherki, o Antelíbano. Y luego, doblando hacia la dere-
cha, cruza la hoyada para ir a terminar en Rayak, al pie del Monte Líbano, que
según dejé dicho antes sirve de estación de empalme entre las líneas de Damasco
y de Beyruth, y se halla situada en la parte más elevada del valle, o por mejor decir,
sobre una especie de collado o altiplanicie fértil, de que se desprende y baja en
dirección al Norte el Nar-El-Asis, mientras que hacia el Sur y Sud-Oeste, el Nar-
Litani (o Leontes del Antiguo Testamento), el cual, después de atravesar el histó-
rico valle de Bekaá, va a morir entre las ondas del Mar Mediterráneo cerca de las
ruinas de Sidón y de la antigua Tiro.
Tanto la cordillera del Líbano como la del Antelíbano, que forman en sus
cumbres mesetas horizontales, sembradas de desiertos de piedra, hallábanse en
aquella época cubiertas de una espesa capa de nieve, que descendía casi hasta el
borde del valle y nutría innúmeros arroyos, cuyas barrosas aguas iban descen-
diendo por las áridas vertientes de los montes y de las torrenteras, o se lanzaban
desde lo alto de las lajas salientes hacia el fondo de los precipicios.
Y a la caída del sol, aquella tarde, me quedé asombrado, casi extasiado, ante
el cuadro sublime e infinitamente melancólico que formaban en torno nuestro las
sonrosadas cumbres del Líbano y Antelíbano, con sus capas de espesos nubarro-
nes, que cortaban los haces solares a imagen de saetas de oro, mientras que en la
llanura mística se extendían lentamente, cual negras alas, las sombras precursoras
de la noche.
Deseando conocer también a Beyruth y tomar de paso un baño de mar o dos,
dejé mis bestias con los asistentes en Rayak y abordé el tren de la mañana que en
menos de media hora se hallaba ya serpenteando cuestas arriba por toda la falda
oriental del Monte Líbano, cuyo aspecto, de aquel lado al menos, poco me
agradó.
Sus laderas desnudas de bosques y praderas ostentaban numerosos caseríos y
villorrios esparcidos por entre monótonos campos de labranza, o coronando
lomas que surcaban en diversos sentidos secas torrenteras y barrancos bermejos y
pedregosos.
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De esa manera fuimos ascendiendo durante un par de horas, hasta que por
último dominamos el cerro, desde cuya cúspide se divisaba no solamente el mar
sino también toda la fértil vertiente occidental de dicha montaña, hasta la mera
playa, que se extendía de Norte a Sur, como una cinta de oro que batían sin cesar
las verdes olas.
Y allí, recostada al pie de ese vergel inmenso, cual blanca bandada de palo-
mas, extendía la muchedumbre de sus casas la ciudad y puerto de Beyruth, cir-
cuida de olivares y viñas y jardines, en que se destacaban como columnas y
antorchas apagadas las palmeras y los verde oscuros cipreces... mientras que al Sur,
ya cerca del horizonte, vislumbrábanse sobre la orilla del mar, como pardos man-
chones, las kasabas de Saída y de Sour, construidas con los restos de Tiro y de
Sidón que hoy apenas se revelan al ignaro visitante por medio de montones de
piedra incoherentes y trozos de columnas de mármol, únicos vestigios ya de su
grandeza pasada y de sus famosos templos y alcázares, que ha venido por tierra
miserablemente, cediendo el sitio a la maleza.
La ciudad de Beyruth no deja de tener bastante parecido con Alepo, sobre
todo en lo tocante a su comercio de tránsito. Pero le lleva la ventaja de ser un
puerto de mar y punto concéntrico a que afluyen casi todas las rutas de caravanas
procedentes de la Siria Central y Meridional. Además, cuenta ella con una exce-
lente universidad americana, que ha contribuido poderosamente no sólo al des-
arrollo espiritual, sino también al adelanto material tanto de Siria como Palestina.
La bahía o puerto de Beyruth no es un puerto, propiamente hablando, sino
una rada expuesta y peligrosísima, como la de Jaffa, por ejemplo, pero protegida
por un tajamar, que en la época de vivas marejadas y agrios noroestes se torna a
veces casi inaccesible.
Debido a ello, hállase Beyruth llamada a ceder, tarde o temprano, su supre-
macía en las costas de Siria a Alejandreta, que sí es un puerto protegido y, aun
cuando insalubre hasta cierto grado, posee en cambio la ventaja de hallarse comu-
nicado con Adana, Alepo y el norte de Mesopotamia por medio del famoso ferro-
carril de Bagdad.
La ciudad de Beyruth, o la bíblica Berotay, se extiende por el flanco ondulante
de la colina de San Demetrio y se divide en la ciudad antigua y en la moderna.
Fuera de sus treinta o tal vez más iglesias, posee ella unas veinte mezquitas, de
las cuales la mayor es un ex templo cristiano, construido por los cruzados y trans-
formado más tarde por los sarracenos en santuario musulmán.
De sus ciento cincuenta mil habitantes vendrían a ser, al comenzar la guerra,
40.000 greco-ortodoxos, 30.000 maronitas, y unos 5.000 europeos. Pero, a juzgar
por los estragos que han venido causando el hambre y las pestilencias de aquella
época acá, entre sus moradores cristianos, debe de ser hoy su población preponde-
rantemente musulmana.
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Capítulo XII
De los innumerables cedros que cubrían antaño las alturas del Monte Líbano
apenas perduran hoy unos cuatrocientos o quinientos, a lo sumo, ocultos en uno
de los lugares más inaccesibles de dicha serranía.
En Beyruth me encontré con mucha gente que había vivido en las Américas,
y especialmente en la América Latina, de suerte que si no lo era el sastre quien
había permanecido durante algunos años en Buenos Aires, éralo seguramente el
peluquero quien había pasado una temporada en Barranquilla, Guatemala, o
acaso en el Callao. Todos parecían hallarse deseosos de regresar a nuestras repúbli-
cas después de terminada la guerra.
Y aun cuando algunos de sus gamonales y pudientes, llamados en turco “zen-
guinlar”, se habían hecho todavía más ricos y seguían enriqueciéndose cada día
más por medio de su cooperación y participación en los negocios escandalosos y
las extorsiones de la burocracia turca, la indigencia era grande entre la honrada y
laboriosa clase media y el desgraciado pueblo gris.
En esa época se registraban en Beyruth casi diariamente centenares de muer-
tos de hambre, a causa de que gran parte de la población cristiana del Monte
Líbano se hallaba casi totalmente dependiente de los fondos que sus parientes y
allegados solían remitirles antes de la guerra desde las Américas, o por haber inver-
tido muchos de ellos sus haberes y ahorros en fincas urbanas o empresas comer-
ciales, en vez de en fincas agrícolas, acaso porque éstas no rendían en un suelo,
bien cultivado pero en lugares relativamente pobres, como el del Líbano, dividen-
dos tan crecidos como aquéllas.
Lo cierto del caso es que a fines de 1915, más de la mitad de la población cris-
tiana del Monte Líbano se hallaba, si no pereciendo de hambre, al menos sí com-
pletamente arruinada y sin hallar manera de ganarse la vida a causa de la
paralización del comercio, de las industrias, y, en parte también de la agricultura.
Dyemal Pachá, quien de amigo de Francia se había ido tornando en su ene-
migo acérrimo, porque los triunfos de von Hindenburg le habían hecho creer que
Alemania iba a ganar la guerra, se había propuesto, al parecer, exterminar a los
cristianos de Siria por medio del hambre. Y, a fuerza de decretos que impedían la
distribución de trigo entre ellos, los fue diezmando de tal manera, que al terminar
la guerra creo que ya no quedaba sino un 60% de su clase proletaria.
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Al aclarar el día, comenzamos a descender por el valle del bíblico Barada, que des-
pués de salir de la montaña, atraviesa la ciudad de Damasco y se derrama por la exten-
sísima planicie de Guta, o el ager damascenus de los romanos.
Sus orillas las cubrían jardines y frondosos vergeles por entre cuyas ramas se divi-
saban a veces albas moradas que, no obstante sus vastas dimensiones y la belleza incon-
testable de su estilo arquitectónico, revelaban en sus cristales rotos y cercas deterioradas
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Capítulo XII
ese eterno espíritu de abandono que parece constituir la quinta esencia y distintivo
nacional de los pueblos del Cercano Oriente.
Este detalle, unido a muchos otros más que yo había llegado a observar en ocasio-
nes anteriores, acabaron por convencerme de que pretender que los armenios, griegos
otomanos y levantinos, por el solo hecho de ser o de pretender ser cristianos, deben
hallarse forzosamente también a la altura de los pueblos occidentales, es un error tan
grande casi como el pretender que los mormones de los Estados Unidos no pueden ser
superiores a los árabes, porque como apuestos, también ellos profesan la poligamia.
Después de recorrida la mitad del valle pude observar, aunque sin precisión, sobre
la orilla izquierda y en lo alto de una escabrosa peña, algunas graderías o tumbas talla-
das en la faz de la roca, que parecían ostentar dibujos alegóricos en forma de bajorre-
lieves de orden asirio o hitita, si mal no recuerdo.
Y todavía antes de mediodía entramos en la ciudad de Damasco que, según dejé
dicho antes, se halla situada al borde de una inmensa llanura que cortan las cristalinas
aguas del Barada y en que se destacan, como islas o pardos manchones, enormes oliva-
res o una que otra de sus ochenta o noventa polvorientas aldeas.
Hacia la izquierda y recostado en la falda de una desnuda loma, llamaba distinta-
mente la atención el llamado barrio o arrabal de Saldhíe, que habitan en su parte alta
kurdos, mohadchirs, circasianos y millares de drusos, descendientes en su mayoría de
aquellos que se habían expatriado a Damasco después de las matanzas de cristianos
perpetradas en el Monte Líbano en 1860, y durante las cuales también ellos habían
representado un papel prominente.
El panorama que se ofrecía a la vista desde las terrazas de Salhíe era sobremanera
sorprendente, y con razón inspiró a Mahoma cuando éste trató de describir los verge-
les de su paraíso imaginario.
Nunca se borrará de mi mente aquel sublime cuadro…
Aquel inmenso llano de prados de esmeralda, circuido hacia el Tramonte por la
escarpada sierra del Dyebel-El-Sherki, que iba disminuyendo a medida que iba pene-
trando en el desierto, hasta que por último se perdía de vista en el horizonte en forma
de una punta violácea, el Dyebel-Haurán…
Al paso que al Poniente erguía su alba frente el Dyebel-El-Sheik, o el bíblico
Monte Hermón, destacándose como un gigante de entre los picachos y crestones de
las montañas de Galilea, cubiertos a veces de vegetación, pero también a veces desnu-
dos, como si la naturaleza hubiera querido establecer entre ellos vivo contraste.
Al llegar a Damasco, me instalé en el Hotel Victoria, que con su fachada cursi
y grotesco conjunto de decoraciones interiores hubiera podido pasar perfecta-
mente por el trade mark de Levantinismo.
Allí tuve el gusto de saludar, entre otros, también al capitán Lederer, jefe del
Cuerpo de Aviación en el II Ejército; al mayor Pohl, al comandante Fischer, más
tarde agregado militar alemán en Dinamarca, lo mismo que al comandante
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de sus ricas vegas, la constituyen en una de las ciudades más opulentas del
Cercano Oriente.
Su puerto de salida al mar es Beyruth. Pero si los cristianos libaneses, y sobre
todo los maronitas, siguieren en su empeño de querer separarse definitivamente
de Siria, nada tendría de extraño que el comercio de Damasco buscara con el
tiempo una nueva salida por la vía de Palestina, o sea por el puerto de Jaifa (con el
que se halla ya comunicada por medio de una vía doble y ancha)… causando así
la ruina, si no total, al menos sí parcial de Beyruth, puesto que el ferrocarril de
Bagdad, que termina en el puerto de Alejandreta tiene monopolizada ya la mayor
parte del comercio de la Siria y Mesopotamia Septentrionales, que hasta no hace
mucho todavía solía ser tributario también de los puertos de Beyruth y del de
Lámina, o Trípolis, en el Monte Líbano.
Durante la última tarde que pasé en Damasco, o Es-Sham, como la llaman
los árabes, fui a visitar las célebres “tres casas”, la una hebrea, la otra cristiana, y la
tercera musulmana, que figuran entre las maravillas de dicha ciudad a causa de sus
lucientes embaldosados de mármol y el lujo asiático de su mobiliario. Por la noche
asistí a un banquete en la suntuosa residencia de Meisner Pachá. Y a la mañana
siguiente partí para Palestina, satisfecho de los cuatro días que había pasado en la
antigua capital de los Ommiadas.
Tras varias horas de viaje a través de una región basáltica y a trechos ondu-
lada, que cubría una sombra verduzca cual presagio feliz de una temprana cose-
cha, pasamos por frente a la estación de Derea, o Deraát, de que se desprende el
ferrocarril de E-Hedchás, y dejando atrás las ricas llanuras del Haurán con sus
aldeas construidas de bloques de basalto negro, comenzamos a descender en auda-
ces serpentinas por las vertientes del pintoresco Vadi-Es-Sheriat, o Nar-Rekad,
cuyas prístinas aguas se deslizan como una cinta de plata por todo el fondo del
valle, sombreadas a intervalos por soñolientos boscajes de palmeras, hasta que por
la tarde nos detuvimos ante la estación de Samarra, que orilla el lago de
Tiberiades, o de Genezareth. Luego, después de atravesar el Jordán, que de allí en
adelante se llama el Sheriat-El-Kibir y se dirige en línea casi recta al Sur, en pos del
Bar-El-Lot, o Mar de Asfaltites, que es el Mar Muerto, entramos al anochecer en
la estación de Afuleh, situada en todo el centro de la histórica llanura de Esdrelón
y al pie de la cien veces sagrada ciudad de Nazaret.
La madrugada siguiente, dejamos a la izquierda, como una mancha de rosa
sobre el firmamento, el Monte Garizim (de tradición sagrada entre los samarita-
nos), lo mismo que la histórica ciudad de Nablus, o Sichem, la del Antiguo
Testamento. Y tras un día de descanso en la pintoresca Ramleh, que dorna el con-
vento español de San José de Arimatea, llegamos ya oscureciendo, el 20 de
noviembre, a la ciudad de Jerusalén, donde me hospedé primero en el Hotel Fast,
y luego en el suntuoso St. Pasulus Hospiz, cuyo Superior, el Pater Dunkel, y los
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rada, perseguidas de cerca por los ingleses, quienes no les daban ni tregua ni des-
canso y las llegaron a acosar de tal manera, que, al ver a sus mejores tropas desmo-
ralizadas y casi en plena fuga, se hizo trasladar Askeri Bey al interior de su carroza
(ya que ambas piernas se las había llevado una granada) y se levantó la tapa de los
sesos de un pistoletazo.
Muerto Askeri, hízose cargo de los restos del ejército expedicionario en la
Baja Mesopotamia el coronel Nur-Ed-Din-Bey, quien, con los refuerzos que le
enviara Halil desde Musul, derrotó entonces a los ingleses en las cercanías de
Ktesifón, o sea a cuatro pasos de Bagdad, y los obligó a retirarse y a encerrarse en
la kasaba de Kut-El-Amara, sita sobre la margen izquierda del Tigres y a unos
ciento y pico kilómetros río abajo de dicha ciudad.
Cuando Halil oyó que la victoria había sido ganada gracias a la llegada opor-
tuna de los refuerzos que él había mandado desde Musul, reclamó y obtuvo los
laureles de dicho triunfo debido a la gran influencia de que gozaba como tío del
omnipotente Ministro de la Guerra Enver Pachá. Y, no satisfecho todavía con
vestir plumaje ajeno, pues el verdadero vencedor habíalo sido Nur-Ed-Din,
reclamó y obtuvo Halil igualmente el puesto de General en Jefe de las fuerzas del
Irak-Arabi en sustitución de dicho coronel, que también esta vez le fue sacrificado.
Y después de la muerte del Mariscal se quedó como colmo de descaro, hasta
con el mando supremo del VI Ejército, que, cual era de esperarse, tampoco tardó
en deshacerse entre sus manos como un copo de nieve en día de verano.
De esa manera había sido, pues, como Halil había logrado ascender de
teniente coronel a Pachá y Segundo del Mariscal von der Goltz en menos tal vez
de nueve meses y merced únicamente a sus intrigas y a su parentesco con el
Ministro de la Guerra, Enver Pachá.
A mi llegada a Damasco, no hice sino cambiar de tren. Y en Alepo apenas me
detuve un par de horas. De suerte que el 12 de diciembre me hallaba atravesando
el puente de Cherablus, o Europus, la de los mitani, que hace cuatro mil años
figuraba ya como una de las ciudades más florecientes del antiquísimo imperio de
los hititas.
De la banda opuesta del río, rumbo a Levante, comienza ya la franja occiden-
tal de la Alta Mesopotamia, que el Eufrates baña en su tortuoso curso hasta el
lugar que ocupan las ruinas del Circesium, y se halla separada de “la gran llanura
desierta” por el río Chabur, o Jaboras de la Biblia, que allí desemboca y nace al
parecer de entre un sinnúmero de manantiales y de arroyos que se desprenden de
la plateada cordillera del Karadcha, o Monte Masius de los antiguos.
Pero la falta de riego disminuye la fertilidad de esta comarca, que corres-
ponde a la antigua Osrone e integraba en un tiempo el Bajato de Urfa.
Y en la región situada hacia el Tramonte de Rakah extiende sus llanuras
onduladas la mitológica Migdonia, o Antemusia, la de los romanos…, donde
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todas las rosas son rojas, y donde aún yergue sus vetustos murallones la famosa
fortaleza de Nisib, o Antioquía-Migdonia, que por espacio de tres o cuatro siglos
detuvo el avance de las hordas partas, neopersas, etcétera.
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vanas que transitaban por la ruta que íbamos siguiendo y que tres, cuatro y
cinco mil años antes habían recorrido ya los ejércitos triunfantes de Alejandro,
Ciro, Nabucodonosor, Nabopolasar, Sardanápalo, Assurbanipal, Totmes,
Nino, Semíramis, Nemrod y tantos otros ilustres y legendarios conquistadores
de la antigüedad.
Tras doce horas de marcha llegamos, ya oscureciendo, a una aldea kurdo-
árabe, llamada Kuds-Arab, donde a fuerza de amenazas logré que nos cedieran una
vivienda en qué poder pasar el resto de la noche. Y una hora después llegó el kai-
makán de Dey, a quien los árabes habían despojado en el camino de sus bestias de
silla y de las de su escolta.
Atormentado por la plaga, y con la vista irritada por el humo de estiércol de
camellos con que mis asistentes iban alimentando un fuego lento a fin de protegerse
contra el intenso frío de la madrugada, me alegré de verdad cuando al amanecer pude
montar nuevamente a caballo. Y, sin querer esperar siquiera el desayuno que el “mugh-
tar” había mandado preparar para nosotros, nos internamos una vez más por el desier-
to, hasta que a eso de las 10 a.m., echamos pie a tierra en las inmediaciones de
Veran-Shehir, o mejor dicho, ante la casa señorial de Osman-Agha, tío y sucesor del
célebre Jefe de los kurdos Milis, Ibrahim Pachá, quien siete años antes había perecido
con casi toda su gente durante su malograda sublevación de 1908.
Era Osram Agha un anciano de aspecto venerable, el cual, para festejar nuestra
llegada, hizo sacrificar y asar entero un camellito, que luego nos fue servido colocado
sobre un montón de pilau, de un metro o tal vez más de alto.
(Este alimento se compone de cebada, ligeramente sancochada y secada al sol,
que, preparada con manteca de vaca, resulta muy gustosa y se asemeja bastante al
arroz horneado).
Como huésped de honor me tocó, por supuesto, sentarme el primero a la mesa,
o mejor dicho, con las piernas cruzadas sobre una alfombra en que descansaba el
enorme azafate de zinc, que servía de base a la pirámide de pilau con el camello
asado colocado encima. Y únicamente después de haberme sentado e invitado a los
demás a hacer otro tanto, fue que nuestro anfitrión y los principales jefes de la tribu
se acomodaron a su vez en torno del azafate; y arrollándose las mangas, comenzaron
el procedimiento de formar con las manos bolas de pilau, que iban engullendo con
una constancia y regularidad asombrosas. Tales bolas iban, como es de suponerse,
acompañadas de sendas presas de carne, que dichos señores arrancaban con los
dedos y colocaban a veces, en señal de deferencia, en las bocas de sus vecinos o de
aquellos a quienes deseaban honrar y distinguir.
Y mientras me hallaba luchando y batallando a brazo partido con una costilla
del susodicho camello, me quedé contemplando, no recuerdo ya por qué razón, a un
anciano de ojos lacrimosos, que estaba sentado frente a mí y ocupadísimo, al pare-
cer, en formar con ambas manos una de aquellas horribles y grasientas bolas que,
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lo contrario; de donde proviene que resultan flojos y relajados las más de las veces,
y en ocasiones hasta afeminados.
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Capítulo XIII
derrumbada, que permitía entrever el azul del cielo, entraban y salían constante-
mente centenares de palomillas blancas y aplomadas, mientras que tres o cuatro
cuadras más allá, hacia el Poniente, surgía de en medio de un caos de escombros
y chozas derrumbadas una torre cuadrada y solitaria, construida con bloques de
basalto negro.
De entre estas ruinas, oscuras y sombrías, se destacaban como un par de
cisnes dos kioskos de mármol o de piedra blanca, que, además de por sus inscrip-
ciones me llamaron la atención por cierto aroma, que conocía de antes. Y al
ponerme a indagar su procedencia retrocedí aterrado ante un par de pozos o cis-
ternas repletos de cadáveres cristianos en un estado avanzado de putrefacción... y
un poco más adelante me sucedió lo propio con otro receptáculo subterráneo,
que, a juzgar por el olor insoportable que despedía debía hallarse también repleto
de mortecino.
Luego, y como si aquello no bastara, por doquiera que se esparcía la vista no
se veían sino cadáveres insepultos o apenas cubiertos de montones de piedras, que
permitían entrever algún mechón de pelo ensangrentado o acaso alguna pierna o
brazo carcomido por las hienas.
Después de aquello y cuando regresé al poblado, o a la casa, mejor dicho, del
jefe militar de Tel-Armeni, en que me hallaba hospedado, supe por su ama de
llaves, que era nestoriana y el único ser cristiano superviviente de aquella matanza,
cómo los gendarmes y los árabes, apoyados por el populacho de Tel-Armeni, se
habían lanzado de improviso sobre la población cristiana, acuchillándola despia-
dadamente y sin darle tiempo siquiera para defenderse.
Y cuando aquella joven, de negra cabellera y ojos azules y tristes, llegó a darse
cuenta de que yo no era turco sino cristiano, se arrojó a mis pies como una
Magdalena, mientras que en mis oídos seguían vibrando, como la carcajada de
una hiena, las cínicas palabras del Gran Visir Talaát Pachá... «¿Las matanzas? ¡Qué
va! ¡Aquello sólo me divierte!».
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Así fuimos avanzando una hora tras otra, hasta que el gendarme que nos pre-
cedía regresó a rienda suelta y nos informó haber visto una nube de polvo arremo-
linándose en el horizonte, y que al parecer se iba acercando a gran velocidad.
Comprendiendo por aquel indicio de lo que se trataba, ordené a la escolta
que se desmontara, y, ocultando las bestias en una depresión del terreno, nos
atrincheramos a toda prisa en torno a ellas, esperando la llegada de la “harca”, que
seguía acercándose rápidamente con las ropas al desaire y montada en inquietos
caballos. Dos de entre sus miembros llevaban lanzas mientras que los 34 restantes
armas de fuego.
Al notar que los estábamos aguardando, hicieron los beduinos alto fuera del
alcance de nuestros rifles, consultaron un rato, y, desplegándose en orden de bata-
lla comenzaron a galopar en torno nuestro, en forma de un círculo que se iba
estrechando cada vez más, hasta que, llegando a 300 o 400 metros, se fueron lan-
zando unos tras otros al suelo, disparando y volviendo a montar, pero con una agi-
lidad y rapidez que en nada quedaban atrás de la de nuestros indios goajiros en
acción.
Viendo que ni aún así contestábamos a su fuego, nos juzgaron desarmados,
probablemente, o armados sólo de pistolas, puesto que después de otra consulta se
lanzaron decididamente a la carga... que era lo que yo deseaba..., de suerte que
cuando ya no se hallaban sino a un centenar de metros de nosotros, abrimos
contra ellos un fuego a discreción que hizo rodar por el suelo a tres, e indujo a los
restantes a retirarse a brida suelta, pues el beduino, no obstante su valor personal
indiscutible, no se avergüenza de huir a la desbandada cuando tropieza con resis-
tencia seria.
El turco, por el contrario, una vez que se lanza a la carga, ya no retrocede.
He aquí la verdadera razón por que los árabes han sido casi siempre vasallos de
los turcos, tanto otomanos como seljúcidas, y demás pueblos conquistadores de
origen turano, y lo volverán a ser, indudablemente, en época ya no muy lejana, a
juzgar por las amenazas de los Emires y demás príncipes árabes “de hacer causa
común con los otomanos si los aliados persistieren en su empeño de no querer reco-
nocer la absoluta independencia de Siria, Mesopotamia, Palestina, etc.”
De los tres prisioneros que habíamos hecho, el uno se hallaba moribundo, al
paso que los dos restantes, apenas levemente heridos. Y como entre nosotros el
único rasguñado era yo, seguimos la marcha con los dos individuos aquellos
atados a las colas de nuestras bestias de carga, más no sin haber dejado antes
recado a la cábila, por medio del gravemente herido, que si nos volvían a moles-
tar, fusilaríamos a sus compañeros.
A poco de habernos alejado, se fueron juntando los beduinos en torno de
aquél, quien, según parece, les comunicó lo que yo les había dejado dicho, puesto
que en el acto se separó uno de ellos y, parado en los estribos se nos fue acercando
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faldas y vertientes, que surcaban corrientes de aguas vivas, sombreadas por palme-
ras, higueras y granados, se alzaban a intervalos tenues columnas de humo azu-
lado, señalando el lugar donde sus moradores, jésidas casi todos, se hallaban
descansando tras las faenas del día en sus negros aduares o aldeas de orden troglo-
dítico, y en parte talladas en la roca viva.
Enemigos acérrimos de los musulmanes, habitan los jésidas en extraña y apar-
tada serranía desde hace ya miles de años, y llevan el nombre de “adoradores del
diablo”, no acaso porque adoren a Belcebú, sino porque lo temen al extremo de que
matan a cualquiera de entre ellos que llegare a pronunciar su nombre, porque se dice
que de saberlo aquel, podría tomarlo por una burla y vengarse en todos ellos.
De Auvenat en adelante fue cesando el desierto gradualmente, hasta que
transcurridas algunas horas acabó por convertirse en una zona bastante bien cul-
tivada, y en la cual se destacaban a intervalos la borrosa silueta de alguna aldea
amarillenta y rodeada de aviats, en que apagaban su sed los rebaños, o la copa de
un solitario siaret, en cuyas ramas deshojadas habían colgado los transeúntes peda-
cillos de trapo, como para recordar al cielo algún favor pedido..., mientras que al
Norte divisábanse como una sombra azul las montañas del Zagros y el Hakiari,
cuya zona septentrional había recorrido yo ya seis meses antes, durante aquella
famosa retirada nuestra a través de los desiertos de nieve del Alto Bothan.
Y después de otra jornada de sesenta a setenta kilómetros, cuando ya nos
íbamos cansando de absorber tanto polvo, comenzaron a dibujarse al fin, en el ful-
gente cielo de Mesopotamia los alminares y las blancas cúpulas de la ciudad de
Musul, a que los argentinos rayos de la luna contribuían a dar el aspecto de una
de aquellas ciudades encantadas de que nos hablan los cuentos de las Mil y Una
Noches.
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Capítulo XIV
tiempo constituía el corazón de Asiria, o Nínive, que, según reza la leyenda, fundara
Assur, hijo de Sem, no se sabe cuándo, independizaran del yugo de Babilonia Nino
y su ilustre esposa, Semíramis, para aquella época dueños y señores del mundo
entonces conocido, que se extendía desde el Mediterráneo hasta Bactriana, y del
Mar Caspio hasta Abisinia.
Fuera de una serie interminable de guerras contra su antigua metrópoli,
Babilonia, parece que la conquista de Asiria por el Gran Sesostris, faraón de Egipto,
representa el único hecho verídico y de interés culminante en la historia de dicho
país, hasta el reinado de Tuklatipalicharri, o Teglatfalasar I, es decir, hasta el adve-
nimiento al trono del primero entre los verdaderamente grandes monarcas y con-
quistadores de Asiria.
A éste siguieron a su vez los esclarecidos monarcas Salmanasar I, Sardanápalo I,
Salmanasar II y, sobre todo, Sardanápalo II, durante cuyo reinado pasó Asiria por
un período de grandísimo esplendor.
Luego, en tiempos de Beloko IV, vuelve ella a extender sus alas de Naciente a
Poniente, esto es, desde el Indo al Nilo. Más bajo el reinado de sus sucesores
comienza y sigue la gloria de Asiria declinando, hasta acabar por convertirse en
humillante vasallaje y dependencia de Babilonias, del cual vino a salvarla por último
Teglatfalasar III, el fundador de la célebre dinastía de los Sargonidas, cuya historia,
no obstante su gran esplendor, se redujo más bien a una serie interminable de gue-
rras contra Israel, Judea y Babilonia, a las cuales vinieron a poner fin las fuerzas com-
binadas del meda Ciajares y del liberto sátrapa Nabopolasar, quienes acabaron de
una vez para siempre con el célebre reino de Asiria, arrasando sus campiñas y destru-
yendo casi todas sus ciudades más importantes, inclusive su simbólica capital,
Nínive, con sus famosas torres escalonadas, revestidas de azulejos y ladrillos esmal-
tados, o relieves de caliza y alabastro; con sus soberbias murallas almenadas de cin-
cuenta pies o más de elevación; con sus templos construidos sobre enormes
plataformas y dotados de terrazas, a que se ascendía por medio de planos inclinados
en vez de escaleras, y, por último con sus grandiosos palacios de mármol y alabastro,
de imponente belleza, que parecían obras de arte acabadas en materia de cerámica,
alfarería y vitrería, y que embellecían colosales estatuas de diorita, genios alados y
cubiertos de cuneiformes inscripciones, bajorrelieves o frisos exquisitamente cince-
lados, y detalles decorativos en azul, gualda, negro y lapislázuli, que revestían sus
columnas y paredes e inundaban a veces hasta sus fachadas exteriores.
Dotados de un gobierno monárquico, militarista y despótico, profesaron los
asirios, al igual que los babilonios, durante muchos siglos el monoteísmo, personifi-
cado por... El, el Ser Supremo que no tiene nombre, el Creador y Creado al mismo
tiempo, etc., es decir, por aquella divinidad que los babilonios solían llamar
Marduk, Bel o Baál, y representaban rodeada de divinidades secundarias, titulares
de los pueblos y naciones a ellos sometidos.
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Sobre la llanura central de Asiria, que puede tener cerca de doscientos kiló-
metros de ancho por trescientos de largo, y se extiende desde la desembocadura
del Dyalah, o Gundes, hasta la del Zab-Superior, más abajo de Musul, subsisten
aún entre los restos de otras antiquísimas ciudades los de Apolinia, llamada hoy
Sulimaniyeh; luego los de Artemita, o Destagerda, que destruyó Heraclio y figuró
durante algún tiempo como capital de los reyes sasanidas, y los de Kerkuk, o
Corcura, con la tumba del profeta Elías, lo mismo que los de Gaugamela y Erbil,
o Arbela, de fama alejandrina, y, por fin, los de Nínive, sobre cuyo antiguo barrio
transfluvial se halla hoy situada la ciudad de Musul.
Y de Nínive al Sur descansan en ambas orillas del Tigris las ruinas de
Nemrod, luego las de Assur, o Shirgat-Kaleh; las de Birtha, hoy Tikrít, y las de
Opis, Hatra, Apamea-Mesena, etc., mientras que en la banda opuesta del Dyesiret
y a orillas del Eufrates aún subsisten los restos de Circesium, o Carchemis, hoy
Meyadin, que en un tiempo conquistara Necho, Rey de Egipto, vencedor y ven-
cido de Nabucodonosor; lo mismo que las ruinas de Resifa, Anato, Adita y diver-
sas otras poblaciones que se disputaron durante siglos los monarcas de Asiria y
Babilonia.
De estas ruinas y restos de antiquísimas ciudades, hoy aldeas o kasabas insig-
nificantes, se desprenden aún cada año las caravanas de romeros que van a besar
la piedra negra, o de los «hadchis», en el antuario de la Kaába, en la Meca, con-
forme lo habían hecho ya sus antepasados miles de años antes que Mahoma...,
cuando se juntaban también, como ogaño, por millares en esos mismos lugares,
para atravesar en caravanas los desiertos en busca de esa misma Meca, que enton-
ces se llamaba Eatripa; para besar en el santuario de la Kaába, entonces templo
pagano, también aquella misma piedra negra, de origen meteórico, y fin de vene-
rar de hinojos la estatua de la diosa Astarte, o Astaroth, que a juicio de los antiguos
representaba la tierra y por tanto la madre de los pueblos.
Los peregrinos que se van juntando allí todos los años, procedentes a veces
del lejano Turquestán o del Astrakán, ofrecen con frecuencia cuadros pintorescos,
yendo y viniendo en grupos de a pie y de a caballo por entre las estrechas y polvo-
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Capítulo XIV
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A veces el sonido de una flauta, de tres o cuatro notas, sirve para dar el
compás al paso rítmico y columpiado de los dromedarios, que a imagen de enor-
mes marabúes, de cuellos deformes y colgantes, prosiguen su marcha casi autó-
mata balanceando sobre sus corcovas enormes armazones de tapices (en que
suelen viajar las damas moras), o arrastrándose bajo sus cargas de alfombras, opio
y bronces, o acaso perfumes exquisitos, como sólo es capaz de producir Asia, el
continente del misterio eterno.
Nubes de polvo, tan fino que invade hasta el interior de los relojes, llenan
continuamente la vista y los oídos, los minutos se convierten en horas, y las horas
en días, mientras que la naturaleza con cruel sarcasmo dibuja en el horizonte fron-
dosos boscajes o lánguidas lagunas de aguas cristalinas, y demás cuadros tantálicos
y fatales para la mente del sediento peregrino. Manchas enormes de álcali y de sosa
residuos póstumos y testimonios mudos de aquellos que fueron fondos de mares,
parecen chispear bajo el látigo del sol, irritan la vista a través de los kefíehs, y ator-
mentan el alma de por sí ya indignada ante la debilidad del cuerpo, que con la
lengua hinchada por el efecto de la sed apenas parece conservar ya las fuerzas sufi-
cientes para seguir sosteniéndose en los estribos.
Y cuando el sol se halla a plomo sobre el horizonte, hace alto por fin la cara-
vana, y al son de voces y protestas arrodíllanse los dromedarios, al paso que los tri-
pulantes, después de devorar unos cuantos higos o dátiles secos, el pan obligado
del desierto, buscan rendidos la sombra de sus bestias, para descansar, para escu-
char el canturreo monótono de alguna feláh, o contemplar embelesados la obra
mágica del espejismo, que al dibujar en el vacío estupendo los alminares y doradas
cúpulas de alguna villa distante, parece que convierte el firmamento en una aure-
ola inmensa de gemas encendidas.
Terminada la siesta, renuévase la marcha a paso lento y a través de multitud
de lugares en que el simún ha barrido la llanura con velocidad vertiginosa, desba-
ratando médanos inestables y transportándolos a lugares distantes, al paso que la
sed azota al peregrino, y va en aumento, hasta que acaba por convertirse en un
suplicio casi insoportable ya..., cuando de pronto se estremece la caravana y las
bestias aceleran el paso. Su olfato privilegiado ha sentido la proximidad del agua.
Y en efecto. Al rato columbranse en el horizonte los vagos contornos de un
ameno oasis. Y al cabo de un cuarto de hora divísanse distintamente hasta las
copas de las palmeras, y cierto manchón, color de esmeralda, que crece y sigue lla-
mando al sediento peregrino, hasta que un grupo de jinetes hunde los cantos de
sus cuadrados estribos en los flancos de sus caballos y se lanza hacia ella para
explorar sus soledades.
Su regreso es motivo de regocijo. Y la caravana se dirige con exclamaciones de
júbilo hacia aquella fuente, que desde miles de años ha venido sirviendo de refri-
gerio a tantos y tantos peregrinos.
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Capítulo XIV
Entonces los hismétchis levantan con premura las tiendas bicolores, tejidas por
las moras con lana de camellos, mientras que alguna hánun, de rostro envuelto en
velos, saluda a los viajeros con su mirada profunda de ojos árabes.
Y cuando el sol una vez más se hunde en el Ocaso, júntanse los creyentes en
torno de su jefe, con los brazos cruzados sobre el pecho y la mirada fija hacia el
Sur, donde descansan los restos del Profeta, y el morabita, con las manos alzadas
a lo infinito, emite nuevamente su cántico sonoro de... ¡Lah-Ilah-Il, Lah-Lah! ...en
tanto que el viajero, tendido ante una hoguera, se queda contemplando atónito
aquel paraje de tristeza inmensa, en que exceptuando las risas de la hiena todo es
silencio majestuoso y eterno.
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De la que otrora fue brillante capital de Asiria, Nínive, no quedan ya más com-
probantes visibles que los que trajeron a la luz las exploraciones de James Rich, Botta,
Layard, Rawlinson y Rassam a principios y mediados del siglo pasado.
De entre estos resaltan los restos del palacio de Senaquerib, y, sobre todo, los del
palacio de Asurbanipal, en que, además de una biblioteca conteniendo una descrip-
ción del Diluvio, hecha por los historiadores babilónicos, se encontró cierto número
de estatuas colosales en forma de toros y genios alados con cabezas humanas, lo mismo
que una vastísima colección de bajorrelieves representando escenas de caza, sacrificios,
procesiones, y muchos otros detalles que revelan de una manera admirable la vida
doméstica de los asirios.
Cuando Jenofonte pasó junto a sus ruinas, hace veinticuatro siglos, ya nadie pare-
cía recordar ni su nombre. De lo contrario, no la hubiera confundido él con Mespila
y Larisa, que eran los nombres con que los helenos acostumbraban a designar las ciu-
dades de Nemrod y de Korsabad.
Y a medida que las horas iban transcurriendo se iban deslizando en dirección
opuesta a la nuestra las azules montañas del Ravanduz, que constituían la frontera
turco-irana, y desde cuyos desfiladeros el Vali de Musul y el gallardo teniente von
Scheubner seguían amenazando con sus voluntarios el ala derecha de los rusos, acan-
tonados en las cercanías de Sauchbulak.
Esa tarde, y especialmente la noche, la pasé muy mal a causa de una fuerte irrita-
ción de la vista que me habían ocasionado el polvo y el claro de la luna la noche antes,
razón por la cual no me fue posible darme cuenta de cierto puente antiquísimo, junto
a las ruinas de Memrod, por encima del cual habíamos navegado aquella tarde, según
me contaron después nuestros oficiales.
Nemrod, o sea la segunda capital del reino de Asiria, que fundara Salmanasa I y
destruyeran junto con Nínive los medas y los babilonios, tiene el honor de contar entre
sus exploradores más asiduos también a los infatigables Layard y Rassam, que extraje-
ron de entre sus escombros los cimientos de una torre «zicurat», o escalonada, al igual
que los restos de los palacios de Assusnasirpal y Salmanasar, con el célebre obelisco
negro de su nombre.
En Nemrod fue igualmente donde dichos señores descubrieron las ruinas del
templo y palacio de Nebo, que figura entre los monumentos más notables de Asiria
que se conocen hasta la fecha.
Las exploraciones llevadas a efecto tanto en Nemrod como en Nínive, Imgur-Bel
(o Balavat) y Korsabad por Layard y por Rassam, bastan, si no para inmortalizar, al
menos sí para hacer sus nombres inolvidables ante la historia, y sobre todo, en el
mundo de las ciencias.
Entre los diferentes ríos de regular tamaño que desembocan en el Tigris por
el costado de Oriente, figura prominentemente el Zab Superior, o Zab-El-Kibir
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Capítulo XV
de los árabes, que nace en la falda occidental del Kotur-Dagh, y por lo tanto en las
inmediaciones de la ciudad de Bash-Kaleh, que ocho meses antes había tenido yo
que mandar incendiar para impedir que nuestros depósitos de provisiones y
municiones fueran a caer en manos de los rusos y de los armenios.
Al pasar por frente a su desembocadura, la mañana siguiente, no dejaron de
llamarme la atención sus límpidas aguas, de un color casi azul, que contrastaban
de viva manera con las bermejas ondas del viejo Tigris.
De ahí en adelante siguióse limitando el panorama que nos circundaba a lo
de siempre, esto es, a horizontes lisos y amarillentos; a bancos de arcilla y de arena
cubiertos de pastos secos y poblados de patos u otras aves acuáticas; a peñascos
cual costillas de roca sobresalientes, o acaso a alguna aldea inmunda, junto a la
orilla del río, habitada por árabes feláhes, harapientos y de ojos supurientos y
cubiertos de legiones de moscas.
Creo oportuno mencionar aquí que casi todos los félahes, moradores de las
márgenes del Eufrates y del Tigris, se hallaban padeciendo de la vista de una u otra
manera, las más de las veces a causa de desaseo, pero con frecuencia también por
habérsela dañado ellos mismos para escapar del servicio militar obligatorio, o por
mejor decir, para no tener que pagar la cuota de exención relativamente insignifi-
cante que solía exigirles el gobierno turco en aquella época.
Días cálidos alternaban con noches serenas, en las que el hermoso astro de la
aurora ardía cual llama solitaria sobre las silenciosas ruinas de Hatra, Birtha y
Shirgat-Kaleh, o Assur, que fundara y convirtiera en capital de Asiria el mismo
dios Marduk..., al paso que nuestros keleks, consistentes en frágiles armazones de
cañas y de varas amarradas con cuerdas y bejucos y sobrepuestas a sesenta o seten-
tas pellejos de carnero henchidos de aire, flotaban y seguían flotando río abajo, a
trechos sobre lienzos de agua serena y transparente, pero también a veces por
encima de bajos peligrosos que los hacían doblarse como hojas de papel bajo el
impulso de las olas o el peso de las baterías.
El 25 de diciembre nos sorprendió un temporal que de no habernos refu-
giado a tiempo tras un recodo del río, nos hubiera hecho naufragar conforme
sucedió algunas semanas después con la mayor parte de los «chatos» (o balsas
construidas de tablas, semejantes al Arca de Noé) en que llevaba sus aviones des-
montados, con destino a Bagdad, el capitán von Auluck.
El 26 comenzamos a deslizarnos a través de una región accidentada que, a
juzgar por su material estratificado horizontalmente, supuse pertenecer a cierta
zona de pliegues transversales que se extienden en dirección Noroeste, formando
la prolongación del Dyebel-Hamrin.
Y el 27 doblamos un escarpado promontorio coronado por los restos del cas-
tillo de Tikrit o de Virtha (¿acaso la bíblica Birtha?), que figuró durante varios
siglos como la capital de principado árabe independiente y permaneció cristiana
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hasta mediados del siglo pasado. Mas hubo de capitular por fin y convertirse al
Islamismo a la fuerza, esto es, obligada a ello por los turcos y por los árabes.
De aquella época para acá figura Tikrit entre las poblaciones mahometanas
más fanáticas de Mesopotamia. Lo cual corrobora cierto antiguo dicho, “que los
convencidos más convencidos entre los convencidos suelen ser entre los musulma-
nes los renegados cristianos”... y explica por qué las matanzas más espantosas
fueron perpetradas precisamente en las ciudades de Sairt, Bitlis, Van y Diarbekir,
cuya población la integraban en gran parte los descendientes de antiguos renega-
dos armenios.
Lo propio ha sucedido con los «laz», o habitantes de las montañas de
Trebizonda, quienes de cristianos no hace ochenta años todavía acabaron por con-
vertirse en los musulmanes más intransigentes del Imperio Otomano.
Esa tarde llegaron también nuestras bestias. Y después de un descanso de
veinticuatro horas, partimos de Tikrit.
Todavía temprano pasamos frente a la kasaba de Mohamed-Ibn-Door, que
corona un solitario minarete de forma cuadrada u octágona, si mal no recuerdo.
Y a eso de las dos saltamos a tierra para echar un vistazo sobre las ruinas de la anti-
gua Bagdad, de que apenas quedan ya algunos girones de sus ciclópeos murallo-
nes de adobes y de tierra pisada.
Desde allí comenzaron a dibujarse ya con más frecuencia sobre ambas orillas las
aldeas y uno que otro «dyirt», que son armazones de palos, suspendidas en la margen
del río, desde las cuales se extrae el agua destinada al riego de las huertas y campos
circunvecinos por medio de una enorme bolsa de cuero atada a la punta de una soga,
de la cual tiran un búfalo o una mula, y que, al coronar la orilla, se abre automática-
mente, dejando caer el líquido contenido dentro de un reciente que lo conduce a su
vez y por medio de una cañería hacia los canales de regadío, etc.
Desde la antigua Bagdad divisábanse hacia el mediodía y en medio de un
bosque de palmeras los confusos contornos de Samarra, que figuro en el IX siglo
como la segunda capital de los califas Ommiadas y se halla aún en parte circun-
dada por algunos lienzos de sus antiguas murallas, cuyo origen, según la voz del
vulgo, se remonta a tiempos del mismo Nemrod.
Samarra llama ya desde lejos la atención, además de por su famosa torre zicu-
rat, por la cúpula dorada de su mezquita mayor, en que se conservan las tumbas
del 10º y 11º Imam, al igual que la del 12º, llamado Mohamed-El-Mahdi, quien,
según tradiciones muslímicas, resucitará en dicha ciudad el día del Juicio Final.
A causa de dicha creencia, figura Samarra entre los centros de peregrinación
de más renombre en el Mundo mahometano, y sobre todo entre los shiitas de
Persia, quienes afluyen a ella anualmente por decenas y por docenas de millares.
Después de seis horas de vueltas y más vueltas por el tortuoso curso del
Tigranis, que allí se retuerce como una boa constrictora, desembarcamos, oscure-
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de junco, de seis a ocho pies de diámetro y revestidas por fuera de una capa de
asfalto, que a lo mejor se ponían a dar vueltas en la mitad del río, asustando al
ganado y poniéndonos a todos en el grave peligro de naufragar.
Cuando volví a sentir tierra bajo mis pies, me hice trasladar al hotel François,
y por la noche fui a cenar en el club, donde encontré ya reunido un selecto grupo
de oficiales y miembros del Estado Mayor del Mariscal von der Goltz, al que en lo
sucesivo había de tener yo también la honra de poder seguir formando parte.
Entre éstos descollaba el teniente coronel von Restorff, primer ayudante de
Su Excelencia. Y como el capitán Hendrucks había pasado igualmente algunos
años en Argentina, no pasaba noche casi en que no conversáramos durante largo
rato en español.
Además de von Restorff y varios otros oficiales superiores, cuyos nombres no
recuerdo por el momento, formaban parte de dicho círculo también los médicos
mayores von Oberndörffer, Bach y Stoffels; el capitán von Auluck; los tenientes
Müller, Hauk y Lürs; el poeta Armin Th. Wegener; los cónsules Lytten y Hesse,
lo mismo que el popularísimo doctor Halle, el banquero Würst, los profesores
Koldewey y Buddensieg (quienes a pesar de la guerra, continuaban explorando las
ruinas de Babilonia), y los Srs. Püttmann, Jakobi, Lorrey, Schmidt, Kirchner y
Launer, los cuales por medio de su franqueza y compañerismo me ayudaban a
soportar mis penas y, de paso también, a ponerme al corriente del curso que
habían ido siguiendo los acontecimientos en el frente de Irak desde principios de
la guerra.
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pués de la batalla de Ktesifón. Y, al hacer los primeros ensayos, poco faltó que no
cayéramos con máquina y todo en el Tigris. Jamás se me olvidará la extraña sen-
sación que experimenté, cuando nos falló el motor a menos de cincuenta metros
sobre las casas y palmeras de Bagdad.
Tanto von Auluck como Meier perecieron más tarde en dicho frente, después de
haber prestado servicios distinguidos, sobre todo durante el sitio de Kut-El-Amara.
En esa época se hallaban, sea de paso dicho, las relaciones entre la oficialidad
turca y alemana en el VI Ejército un tanto tirantes a causa de la excesiva ambición
de Halil Pachá quien, después de usurpar los laureles y el mando del coronel Nur-
Ed-Din Bey, se sentía despechado porque el Sultán, en vez de conferirle a él la
dirección del VI Ejército, se la había confiado al Mariscal von der Goltz.
Y, no satisfecho todavía con el mando de las fuerzas del Irak-Arabi que le
había dejado generosamente el Feldmarschall, se resentía de que éste no lo había
nombrado también General en Kefe del sector irano, o sea del frente del Irak-art-
chemi, que se hallaba al cargo del coronel Bock.
Halil fundaba sus pretensiones a dicha capitanía general en los méritos de
cierta misión diplomática cerca del Shah de Persia, de la cual había sido encargado
a principios de la guerra el capitán de fragata Rauf Bey, pero que nunca se había
llevado a cabo a causa de que en vez de proceder a Teherán, conforme se le había
ordenado, Rauf Bey había utilizado su escolta (según lo aseguraban los mismos
persas) para matar, incendiar y saquear a derecha e izquierda en territorio irano...,
regresando luego a Constantinopla con los bolsillos repletos de oro.
El vandalismo de Rauf Bey no dejó de exasperar en alto grado a los persas,
quienes de simpatizadores de los turcos acabaron por aborrecerlos y hacer causa
común con los rusos en lo sucesivo.
Este detalle, más bien poco conocido, va a demostrar por qué la proclama-
ción de la Guerra Santa produjo tan poco efecto no solamente en Persia sino en
casi todo Oriente, a pesar de las misiones de von Hentig y de Niedermeyer, quie-
nes, haciendo gala de un valor sin límites y no obstante la viva persecución de los
cosacos, atravesaron el “gran desierto irano” y no pararon hasta llegar a Kabul, en
el Afganistán.
Desde allí, una vez terminada su Misión, regresó el teniente von Hentig a
Alemania a través del continente asiático y valiéndose de miles de artimañas,
mientras que Niedermeyer, disfrazado de derviche, volvía a Turquía por la misma
vía que lo había conducido a Kabul.
Pues bien, Halil fundaba sus derechos al mando de nuestro ejército expedi-
cionario en el Iranistán en el antecitado conflicto criminal promovido por Rauf
Bey, al paso que los alemanes alegaban que el mando de dichas fuerzas correspon-
día de justicia a un oficial alemán en virtud de los servicios prestados por la misión
Klein, que había llegado a Persia casi simultáneamente con la de Rauf, más no con
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la mira de saquear y matar, como aquélla, sino para estrechar más bien las relacio-
nes con los persas e impedir precisamente lo que Rauf Bey había provocado por
medio de su instinto de rapiña, o sea el que los persas hicieran causa común con
los rusos en contra de las potencias centrales.
Al notar Halil cierta indecisión en el Mariscal, y creyendo sin duda que for-
zando la mano podía lograr su objeto, púsose a amenazar abiertamente con retirar
las tropas turcas del Irak-Atchemi si el Feldmarschall persistía en querer nombrar
como jefe de dicho frente a un oficial germano.
Desgraciadamente, le salieron esa vez las cuentas erradas, puesto que enojado
por fin el Mariscal, encargó definitivamente al coronel Bock de la dirección del
frente irano.
Encendido aún más por ese desaire, propúsose Halil en lo sucesivo vengarse
de los alemanes, quienes, según parece, le llegaron a inspirar con el tiempo más
odio todavía que los mismos franceses.
Uno de sus instrumentos más serviles era el entonces gobernador general
interino de Bagdad, Tchefik Bey, aquel Tchefik, ex mutaserif de Bash-Kaleh, que
había hecho asesinar en su tiempo los supervivientes niños y mujeres armenios de
dicha ciudad en las cuevas de Sova.
Tchefik había sido ya confidente de Halil Pachá durante la guerra tripolitana
cuando éste no era todavía sino teniente o capitán a lo sumo. E insolentado por la
protección que le dispensaba su amo, llevó la desvergüenza en diferentes ocasio-
nes hasta el extremo increíble de desobedecer rotundamente las órdenes del maris-
cal, alegando que “¡él no acostumbraba obedecer más órdenes que las de su jefe,
Halil Pachá!”.
¡Excuso decir, qué no hubiera sucedido al buen Tchefik si en vez del bonda-
doso von der Goltz hubiese tenido de frente a un Liman von Sanders!
De esas habían pasado ya varias al mariscal en Turquía.
En otra ocasión, en tanto se hallaba explicando el Adrianópolis a un grupo de
oficiales turcos de Estado Mayor un nuevo sistema de fortificaciones que él mismo
había ideado, se permitió observar uno de ellos que dichos planes no le parecían
adoptables. Y al rogarle el Mariscal que se explicara, parece que le contestara:
«pues porque Vuecencia pertenece todavía a la Escuela antigua, la cual ya no tiene
aplicación en nuestros días».
Esto me lo refirió en Alepo un oficial turco que se hallaba presente aquella
vez y que, además de antiguo discípulo de von der Goltz, había sido también en
todo tiempo uno de sus más leales admiradores.
Los que preceden y varios otros casos por el estilo, que eran del dominio
público en el ejército, hicieron suponer a algunos pesimistas que la populari-
dad del Mariscal entre los turcos había obedecido mayormente a que les
soportaba todo.
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tes del delta durante el primero y quizás hasta segundo año de la guerra. Pero,
devorado por la ambición, libró una batalla que perdió, y perseguido de cerca por
el enemigo, emprendió aquella famosa retirada o desbandada, mejor dicho, de que
ya he hablado antes.
El número de oficiales alemanes que lo acompañaba en esa ocasión no pasaba
de seis, inclusive el médico mayor Dr. Bache y otro facultativo. No bastaban, por
consiguiente, para ayudarle a contrarrestar aquella ola de humanidad, presa de
pánico, que iba abandonando impedimenta, carros de víveres y municiones, y que
en ocasiones hasta cortaba el correaje del ganado de las baterías para salvarse en él.
Los oficiales del arma de artillería no dejaron durante dicha retirada de come-
ter errores profesionales casi imperdonables, desde el momento en que en vez de
servirse del tiro indirecto plantaban sus baterías en lugares prominentes y por lo
tanto a la vista del enemigo, que, por supuesto, no tardaba en divisarlas y destruir-
las, al paso que los de infantería, porque se subían con frecuencia sobre los para-
petos improvisados, en son de alarde probablemente o para poder mejor observar
los movimientos del adversario, dando a sí a conocer a los ingleses la posición
exacta de sus fuerzas, que éstos tampoco tardaban, como era natural, en barrer con
los fuegos de su artillería.
Entonces fue cuando Askeri se quitó la vida y el coronel Nur-Ed-Din Bey se
hizo cargo de los restos de dicho ejército, con que logró por fin contrarrestar el
avance del enemigo en las inmediaciones de Amara.
Así se hallaban las cosas, poco más o menos, cuando la ofensiva inesperada de
los rusos contra Bagdad, por la vía de Ravanduz y Kermanchah, sacó de su letargo
al Generalísimo británico en la Baja Mesopotamia y lo obligó a ordenar a
Townsend que avanzara también con su división contra dicha plaza.
Según parece, protestó éste de dicha orden al principio. Pero su protesta de
nada le sirvió, pues fue sacrificado y derrotado por Nur-Ed-Din a 25 kilómetros
de Bagdad, gracias a la llegada oportuna de algunos refuerzos, y en el momento
preciso en que la caballería indostana se hallaba ya saltando a paso de vencedores
por encima de las primeras líneas de atrincheramientos otomanos.
Durante esa noche se retiró el general Townsend hacia el Sur, acosado por
sus propios irregulares, que al verlo derrotado se rebelaron y comenzaron a
saquear su tren de provisiones, mientras que Nur-Ed-Din, ignorante de su propio
triunfo, se retiraba en dirección opuesta para ir a fortificarse en torno de Bagdad.
Sólo al cabo de cuarenta y ocho horas fue cuando Nur-Ed-Din vino a darse
cuenta de la retirada de Townsend y se puso a perseguirlo. Mas en vano, puesto
que aprovechando los dos días de delantera que le llevaba se había atrincherado el
general inglés en la kasaba de Kut-El-Amara, sita en el centro de una lengua de
tierra, de forma de herradura, sobre la orilla izquierda del Tigris, que de refugio
acabó por convertírsele en un callejón sin salida, en que el tiempo de mi llegada lo
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teníamos todavía sitiado junto con sus diez u once mil hombres, cuatro mil de los
cuales estaban enfermos o heridos, al paso que los restantes, famélicos.
La misión Klein, que he citado en páginas anteriores, fue, por decirlo así, la
precursora del ejército expedicionario turco-alemán en Persia y la obra del intré-
pido comandante Klein, quien sin más ejército ni elementos que un cheque en
blanco contra el Banco Alemán en Constantinopla, había ido recogiendo y
enrolando a cuantos aventureros germanos había encontrado en el camino,
durante su viaje de Berlín a Mesopotamia, de suerte que a su llegada a Bagdad
se componía su grupo de “elegidos” de unas 25 a 30 lanzas libres, pertenecien-
tes a todas las clases sociales (desde oficiales de reserva y profesores hasta mozos
de café), que él luego puso al frente de un contingente de persas y afganos asa-
lariados.
Rodeado de ese ejército en embrión, y aprovechándose del momento en
que los ingleses se hallaban persiguiendo a Askeri Bey, dirigióse el comandante
Klein a marchas forzadas y a fuerza de rodeos en dirección al Sur con la mira de
destruir las fuentes de petróleo de Shushter, cuyo oleoconducto terminaba en el
puerto de Abadán y proveía de combustible a la escuadra inglesa estacionada en
el Océano Indico.
Una vez cumplido el objeto de su misión, que había sido ese, y no deseando
desbandar su gente, púsose entonces el comandante Klein de acuerdo con el
cónsul Schöhnmann y varios aventureros alemanes en Persia, para hostilizar las
empresas rusas e inglesas matriculadas en dicho país.
Entre éstas descollaba por la influencia que ejercía sobre el gobierno irano
el Banco de Ispahán, que dichos señores no tardaron en desojar de todo su efec-
tivo para pagar los sueldos atrasados de la gendarmería sueca, al servicio del
Shah, la cual, en vista de tanta generosidad, no vaciló, como era natural, en
hacer causa común con Klein y sus «Helfershelfer» de ahí en adelante.
Según parece, necesitaron los oficiales de dicha misión de tres a cuatro días
sólo para contar el oro que habían confiscado..., ¡de la plata no se diga!
Y siguiendo por el derrotero que se había trazado, continuó hostilizando el
comandante Klein a cuantos rusos e ingleses halló ubicados o establecidos en el
norte de Persia, hasta el extremo de que el ministro alemán acreditado en dicho
país, el príncipe Henrique XXXIII de Reuss, temiendo represalias, puso pies en
polvorosa y no paró hasta que llegó a Bagdad.
No poco habrá influido tal vez también en la fuga de dicho caballero cierto
rumor que había comenzado a circular en esos días con insistencia, a propósito
de que el Mayor Klein y sus simpatizadores habían asaltado el Consulado ruso
y matado al cónsul, ya no recuerdo si en Ispahán o Kermanchah, pero de todos
modos en territorio irano.
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Los acontecimientos vinieron a probar más tarde que mis sospechas no habían
sido infundadas.
Al siguiente día, que era el 13 de enero (1916) se presentó el tiempo lluvioso. Y a
eso de las once cayó una fuerte nevada, que a imagen de blanco sudario cubrió la
pampa, por la que se deslizaban las barrosas aguas del viejo Tigris cual hilo intermina-
ble de roja sangre.
Lo único que ayudaba a atenuar un tanto la monotonía del paisaje, eran los
«dyirts» y las ruedas de agua girando lentamente a ambas orillas, en que recortaban a
trechos sus perfiles polvorientos boscajes de palmeras y amarillentas aldeas.
Y de cuando en cuando atravesaban el plomizo firmamento con fuerte ruido de
alas, bandadas de patos salvajes, ahuyentados quizás por la vela triangular de alguna
«dhau» que sus tripulantes iban arrastrando río arriba al son de canciones lánguidas y
tristes, y que antes que canciones semejaban llantos quejidos prolongados y melancó-
licos como el horizonte del desierto.
De ese modo fuimos navegando hasta mediodía, aproximadamente, cuando del
fondo de la estepa se desprendió una espesa columna de humo señalando el lugar
donde nos esperaba el vapor en que venía a nuestro encuentro el Coronel Nur-Ed-Din
Bey. Y al rato subió a bordo el vencedor de Townsend y héroe de la batalla de
Ktesifón.
De estatura pequeña y barba punteada, a la Boulanger, ostentaba Nur-Ed-Din el
aspecto modesto al par que fiero del verdadero militar. Acababa de entregar el mando
de sus fuerzas a Halil por orden de von der Goltz, e iba con rumbo a Constantinopla,
destituido y humillado, por el hecho de haber ganado una batalla que no se había atre-
vido a librar Halil Pachá.
El hecho de haber consentido semejante ultraje y flagrante injusticia hacia un
modesto y brillante militar, como era Nur-Ed-Din, constituye tal vez la única sombra
que llegó a oscurecer la gloria de von der Goltz Pachá durante los últimos años de su vida.
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Luego, al echar una mirada sobre el campamento, noté que a pesar de la reco-
mendación hecha por el teniente coronel X a la hora de nuestra partida de Bagdad
a varios oficiales turcos de Estado Mayor, de que “al mariscal no fuera a faltarle
nada”..., éstos lo habían alojado en una pequeña y desaseada tienda, en que uno
no podía entrar sino agachado, al paso que ellos mismos se hallaban instalados con
todas las comodidades imaginarias en magníficas toldas de lona impermeable, de
que se habían apoderado junto con otros objetos de lujo en el campamento aban-
donado de los ingleses después de la batalla de Ktesifón.
En dicha tenducha encontré al Mariscal recostado en un mísero catre. Y al
mirarlo, tan solo, comprendí en el acto que estaba pasando hambre. Parece que los
turcos no le habían brindado en todo el día ni un vaso de agua siquiera.
Excuso decir que al notar aquello llamé a mi asistente y le hice servir a Su
Excelencia un trozo de pan y una lata de sardinas que llevaba casualmente en las
cañoneras de mi silla.
Sentado en aquel maltrecho catre y haciendo honor a tan modesta cena, me
fue entonces relatando el mariscal episodios de su viaje a la Argentina, que pare-
cían haber dejado en su memoria recuerdos sumamente gratos y, sobre todo,
duraderos, pues no se cansaba de ponderarlos.
Nunca se me olvidará la franqueza encantadora de ese insigne y modesto
general, cuyo único defecto consistía en haber sido tal vez generoso y leal en
demasía para con los turcos, quienes tan ingratamente habían de pagarle los veinte
o treinta años que con abnegación había dedicado al desarrollo de su potencia
militar.
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seguir la marcha, me encontré con que Halil y los suyos habían desaparecido
mientras tanto en la oscuridad.
Afortunadamente, pasó en esto por allí un oficial de órdenes, quien creía
haberlos visto dirigiéndose hacia cierto farol verde que se columbraba flameando
en lontananza, señalando la retaguardia del 40º regimiento de la 52ª división, que
junto con la 35ª y la brigada de caballería del teniente coronel Akif Bey formaba
el grueso de nuestras fuerzas combatiendo aquella noche en Felahíe, o Sheik-Said
contra el ejército británico a las órdenes del general Aylmer, que venía en auxilio
de Kut-El-Amara.
Y a pesar de las preguntas que iba haciendo a los jefes de las reservas y demás
unidades que afluían incesantes hacia el frente, no me fue posible dar con el Pachá
y su séquito, hasta que por último tropecé con un piquete de caballería, cuyo jefe
parecía hallarse casi seguro de haberlos visto momentos antes un poco más acá de
nuestros primeros atrincheramientos, o sea junto a la línea de fuego.
Resuelto a no pederlos de vista, por habérmelo ordenado así el Mariscal, atra-
vesé a todo galope el campo de tiro que la artillería adversaria barría en sentido hori-
zontal par entorpecer el avance de nuestros convoyes de municiones, y un cuarto de
hora más tarde me hallaba vagando completamente encuadrado en todo el centro
del «no man’s land», o sea la zona de acción en que se cruzaban los fuegos de la
infantería amiga y enemiga, y en donde nuestro frente y el de los ingleses se confun-
día en ocasiones de tal manera, a causa del movimiento de retroceso por secciones
de nuestras tropas, que las más de las veces no alcanzaba a darme cuenta de si me
hallaba todavía aquende o ya allende nuestra línea de combate.
En medio de aquella noche oscura, cual boca de lobo, y el fuego atronador de
la batalla, que apenas permitía entreoír como en un sueño las voces de mando de
los oficiales y los toques de silbato de las clases graduando el fuego, no se veía hacia
adelante y hacia ambos lados sino el rojo destello de los fogonazos y el verdi-azul
chisporreteo de los disparos, formando algo así como una valla sulfurosa, que iba
serpenteando cual sierpe luminosa de Norte a Sur a través de la llanura.
Y a despecho de las balas que seguían graneando en torno nuestro con un
seco chasquido, semejante al granizo, y de los proyectiles, que estallaban a veces
sólo a cortísima distancia de mi caballo, continué avanzando cautelosamente, bus-
cando una salida de aquel caos, cuando de pronto tropezó mi bestia con una fila
de lanzas, de astas de bambú, clavadas en el suelo, y unos cuantos pasos más ade-
lante me alertó un centinela indostano, a quien por fortuna pude despistar gracias
al yelmo de corcho que llevaba puesto y a la respuesta que le dirigí en inglés.
Calculando por la posición de las lanzas y la del centinela que nuestro frente
se hallaba detrás de mí, volví grupas... y hundiendo las espuelas en los flancos de
mi bestia salí de allí como flecha disparada, saltando por encima de muertos, heri-
dos y trincheras sembradas de lucientes bayonetas, hasta que el fragor de la bata-
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Circesium y Voligesia, no queda ya más que una en pie, que es Edesa, o Urfa de
nuestros días, al paso que de las antiguas urbes rivales, como Babilonia, Eridú,
Urúk, Larsa, Sipurla (o Sipur), Cispán, Isín, kish, Ur, Kutah, Lagash, Agade (o
Akad), Sipara y Nipur (que fue la Meca de los semitas de Caldea) no subsisten ya
casi vestigios.
Babilonia, que desde los albores de la historia figura ya como una de las tres
fuentes principales de la civilización mundial, parece que obtuvo las semillas de su
cultura por un personaje mitológico, llamado Ur-Shamí, u Oanes, mitad hombre
y mitad pez, quien a juicio de los antiguos, abordara a las costas del Golfo Pérsico,
o la desembocadura de la pareja fluvial, montado en un corcel de veinticuatro
patas (una nave de veinticuatro remos, probablemente)... por allá en el año
432.000 antes de Bel, que impuso el Diluvio.
Y como la mitología índica cuenta también con ciclos de centenares de miles
de años, nada tendría de extraño que la antiquísima civilización sumeriana
hubiese tenido su origen en la India.
Después de Oanes u Orhanes, aparece en el horizonte mitológico del Sanaár
otro no menos exótico personaje, llamado Shamash-Napishtim, o Xisuthros, esto
es, Noé, el héroe del Diluvio, de quien tampoco se conocen más datos ni porme-
nores precisos que el de que existió.
Lo único que si se sabe de fijo sobre aquellos tiempos, es que la población
aborígena de Babilonia la constituía un pueblo no semítico, sino de origen turano
o mongólico, llamado de los «sumeros», que había llegado a dichas riberas no se
sabe cuándo ni de dónde, pero que trajo consigo cultura y sobre todo escritura,
esto es, los caracteres cuneiformes aquellos que adoptaron de él más tarde los cal-
deos y probablemente también los medas, persas y demás pueblos descendientes
o tributarios suyos.
Siglos y miles de años después de la llegada de los sumeros, se fueron infil-
trando desde el nordoeste de Mesopotamia, según unos, mientras que según otros
directamente desde Arabia, ciertas naciones de origen semítico y nómadas proba-
blemente, que, después de rechazar a los sumerios hacia el Mediodía, acabaron
por confundirse con ellos en algunos lugares, formando la raza híbrida de los
akkadios, que, a medida que iba absorbiendo la población aborígena sumeriana
iba también desarrollando su cultura milenaria.
Estos fueron los que con el tiempo fundaron en el Sanaár la antigua Caldá, o
Caldea, de que era oriundo Abrahán y desde donde éste trasplantó más tarde los
principios del monoteísmo a la entonces todavía pagana Palestina.
A las invasiones de los semitas siguió, en el tercer milenio, la de los amurrús,
que fue absorbida por los akkadios. Y luego, la de los hititas, o mitanis mesopotá-
micos, cuyo idioma, al igual que el vasco y el etrusco, sigue aún siendo un enigma
tan indescifrable casi como sus jeroglíficos.
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Estos tuvieron subyugados a los asirios hasta el siglo XIV... cuando aquestos
los subyugaron a ellos, a su vez, con la ayuda de los alche, de quienes tampoco se
tienen más nociones precisas que el que habitaban el Norte de Mesopotamia.
A la invasión de los hititas siguió, en el segundo milenio, la irrupción de los
yarri, quienes devastaron Asiria y fueron absorbidos más tarde por los arameos.
He aquí, pues, una de las múltiples razones por que la historia de Asiria y
Babilonia tanto se confunden y por que los pueblos conquistados por ellas cons-
tituyen un conjunto sin solución de continuidad.
Por el año 5.000 antes de Jesucristo existían ya en Sumeria, o El-Sanaár, algo
así como una docena o más de ciudades independientes, de origen sumero-akka-
dio y dotadas de una civilización avanzada, que no habrá dejado de influir hasta
cierto grado, y quizás hasta poderosamente, en el desarrollo de la antigua cultura
egipcia y sobre todo en el de la cretense.
El primer período histórico de El-Sanaár, que se extiende aproximadamente
desde e laño 4.500 hasta el 2.300, e incluye la era sargónica, o la “edad de oro” del
arte babilónico, lo ocupa casi exclusivamente la historia de estas ciudades indepen-
dientes, que parecían rivalizar entre sí por mejorar y desarrollar la civilización que
ellas mismas habían iniciado.
De entre éstas Nipur y Eridú (que fueron las que más se distinguieron como
centros de cultura) al igual que Lagash, Ur y Larsa, hallábanse situadas en la parte
meridional de Sumeria, al paso que Sipur, Agade, Kish y Babilonia en la zona sep-
tentrional.
Después de la muerte de En-Shag-Kushana, Señor de Kengi y monarca el
más antiguo conocido de El Sanaár (ya que de los Patesis Utug Enchegal, Mesilim
y Lugalzagengur de Kis y Lagash no se poseen sino nociones vagas) surgieron y
sobresalieron de entre los «lugales» de la dinastía de Agade, Sargón el Grande y su
hijo, Naramsín, al paso que de entre los de Uruk, Lugalzáguisi, Señor de Eresh, o
la moderna Varkan, quien sometió toda Mesopotamia, desde el Golfo Pérsico
hasta Van, o Tuspan, capital de Armenia.
De los Patesis de Lagash, el que más se distinguió fue Gudea, en razón de los
suntuosos templos y palacios que hizo edificar junto a Sipurla, hoy llamada Tello.
En 2.800 asumió la preponderancia política de Sumeria la ciudad de Ur,
cuyos príncipes más esclarecidos fueron Urgur y Dungui...
Y por allá, en 2.400, surgió por fin Babilonia, a la cual el Rey Hammurabi
colocó desde un principio en el lugar que habían estado ocupando hasta entonces
Lagash, Agade y Ur, y en el cual ella logró sostenerse por espacio de veinte siglos,
hasta que el rey de Persia, Ciro, la sometió en el año 538 antes de nuestra era.
A las dinastías kasita y pashe siguió, en el siglo XI, una dinastía netamente
babilónica, que se extinguió con el advenimiento de la neobabilónica, fundada
por Nabopolasar, destructor de Asiria y de Nínive.
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Eufrates, y que son veneradas por los mahometanos cismáticos, llamados shii-
tas, en remembranza de dos de los más grandes mártires de su secta.
En Nedchef, que es la más meridional de ellas y linda con el borde septen-
trional del desierto de Arabia, descansan, según la tradición, los restos del
Califa Alí, yerno de Mahoma, mientras en Kerbelah, donde pereció asesinado
por orden de los Ommiadas el cuarto hijo de Alí, Huseín, se conservan todavía
los restos de este mártir en la famosa mezquita de su nombre, cuya dorada
cúpula suele servir de guía a los romeros extraviados en el vecino desierto de los
vahabitas.
Dichas dos ciudades se distinguen no sólo por la indumentaria casi exclusiva-
mente negra de sus habitantes y las banderas y flámulas de idéntico color que cuel-
gan por doquiera de sus ventanas, sino también, y quizás más que otra cosa, por
el aspecto lúgubre de sus alrededores, desiertos, que cubren hasta el horizonte las
tumbas de los creyentes, a quienes sus piadosos hijos y allegados continúan lle-
vando todos los años a razón de decenas de millares desde los confines más lejanos
de Persia y del aún más lejano Turquestán, a fin de que sus restos puedan seguir
soñando entre aquellas arenas ardientes y sagradas hasta el día del Juicio Final, o,
por mejor decir, hasta que la trompeta del Arcángel Gabriel y la voz del XIIº
Mahdi los haga resucitar.
Los «mulaghes» o sacerdotes, es decir, el clero todo de Nedchef y de
Kerbelah, gozan de grandes riquezas a causa de los derechos de sepultura y demás
gastos extraordinarios que los doscientos mil peregrinos, visitantes de dichos luga-
res, suelen depositar en sus manos anualmente.
A causa de esos tesoros, han sido dichas ciudades saqueadas más de una vez
por los beduinos sunitas y los semipaganos moradores de los desiertos circunveci-
nos, como por ejemplo los «vahabitas», quienes las asaltaron a principios del siglo
pasado, y últimamente, durante la Guerra Mundial, hasta por las mismas autori-
dades civiles otomanas que, como en Medina, también de Nedchef y de Kerbelah
se llevaron a viva fuerza la mayor parte de sus riquezas y hasta gran parte de sus
reliquias.
Las tripulaciones y miembros de las caravanas de romeros que íbamos encon-
trando en el desierto, procedentes de Bagdad y la fronteriza ciudad de Haniki
(donde se venera la tumba de Hanifah, fundador de la secta de los «hanafitas»),
vestían casi todos de negro y conducían consigo los cadáveres de sus allegados que
deseaban sepultar en Nedchef o en Kerbelah.
Los más acomodados de entre ellos llevábanlos sobre camellos ricamente
enjaezados y acompañados de escoltas de mirzas y lacayos montados en dromeda-
rios o soberbios corceles, al paso que los menos afortunados, en mulas o en jumen-
tos, y encerrados en ataúdes y cajones a veces no muy sólidamente construidos,
por entre cuyas grietas goteaba de continuo el líquido putrefacto de dichos... y que
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al regresar a sus lares utilizaban con frecuencia para llevar consigo, o en ellos,
mejor dicho, regalos para sus parientes, o cargas de dátiles secos y azafrán, que
luego vendían en Bagdad o en otras ciudades para con las ganancias de su venta
tratar de sufragar siquiera en parte los gastos de su viaje.
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Capítulo XVII
segunda vez de las garras de Halil Pachá, quien, según supe después, había tratado
de retenerme a sus órdenes inmediatas para hacerme luego desaparecer en silen-
cio... porque temía y seguía temiendo que yo fuera a revelar más tarde sus fecho-
rías y sobre todo su cooperación en las matanzas de Urmia, Bitlis, Sairt y Mush.
Al despedirme de mi venerable protector y amigo leal de la América Latina,
a quien no había de volver a ver ya más porque falleció a las pocas semanas, me
entregó el Mariscal, con un cordial apretón de manos, el «croissant de fer», o sea
la primera de las ocho condecoraciones militares que había de ganar yo durante el
curso de la guerra. Y dos días después me embarqué en el tren que había de con-
ducirme a Samarra, provisto de cuantos documentos y pasaportes necesitaba para
mi viaje a Constantinopla, y desde allí para Alemania, donde pensaba permanecer
hasta el final de la guerra dedicado a mis estudios únicamente.
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Capítulo XVIII
llarse o atascarse a cada paso, puesto que los cocheros eran soldados árabes a
quienes poco les importaba lo que sucediera con tal de poder seguir ellos
cobrando su ración de tabaco y su jornal.
Durante uno de aquellos descensos estrepitosos, pues de las lomas y colinas
teníamos que bajar a toda carrera por falta de frenos adecuados, volcó mi coche,
por lo cual los caballos, espantados, siguieron arrastrándolo un buen trecho del
camino, mientras yo trataba de desembarazarme de los bultos y maletas con que
el Dr. Stoffels había llenado casi todo el interior de dicho vehículo.
Después de aquello, formé yo con mis asistentes y caballos una caravana aparte
y proseguí la marcha, resuelto a prescindir de la compañía del Dr. Stoffels si éste per-
sistía en querer continuar su viaje acostado y sin ocuparse siquiera de sus setecientos
kilos de equipaje que ya me tenían loco, puesto que cuando no era un coche era el
carro de bagajes el que amenazaba ruina bajo aquella pirámide de bultos.
Entretanto, habían comenzado a perfilarse en el confín borroso de la
pampa los negros toldos de las cabilas Shamars, pues en las inmediaciones del
fortín de Hernina, donde íbamos a pernoctar, empezaba ya la zona de peligro.
Al declinar la tarde, me apeé por fin ante el susodicho fortín, o caravanse-
rallo mejor dicho, en que cundían las pulgas y chinches por legiones. Y una
hora después se apareció por allí también el Dr. Stoffels, mas sin el carro de
bagajes en que venía el grueso de sus benditos equipajes. Estaba nervioso, y al
verme acostado en mitad del patio, se me acercó y me prometió que si le ayu-
daba a buscárselo no volvería ya más a viajar en payama.
Atenido a su palabra, salimos entonces los dos, acompañados de nuestra
escolta armada hasta los dientes y provista de linternas y nos pusimos a buscar
como un tesoro oculto el vehículo extraviado, que no tardamos afortunada-
mente en encontrar, atascado hasta el eje de las ruedas en un arenal.
Tras una hora de brega, logramos por fin arrastrarlo hasta el khan, donde
a despecho de las pulgas y demás insectos pasamos el resto de la noche menos
mal de lo que habíamos esperado. Y al aclarar el día, púsose, fiel a su palabra
el Dr. Stoffels a la cabeza de la caravana, embotado, uniformado y montado
en su caballo de batalla.
De Hernina en adelante, o sea en dirección al Norte y Este, iba realzando el
desierto, formando cadenas de colinas bajas que se extendían al Sur siguiendo el
curso de las aguas y que, a juzgar por los fósiles y conchas que llegué a notar en
algunos de sus estratos de conglomerado ordinario y de areniscas rojas y blancas,
deben de haberse formado por la acción continua de las aguas, que durante el
transcurso de millones de años, probablemente, habían ido depositando en el
fondo de mares preshistóricos aquellos lechos de arenas cuarzosa, barro y cal, que
aún se manifiestan en forma de esas sartas de colinas bajas que cruzan por
doquiera las estepas y desiertos del Badiet-Es-Sham.
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Una que otra de dichas hileras de lomas desnudas, o acaso algún montículo de los
que llaman «tells» por allá, eran los únicos factores que interrumpían a veces la mono-
tonía infinita de aquellas pampas dilatadas y descoloridas, que, aun cuando desiertas la
mayor parte del año, se hallan en enero, febrero y marzo generalmente hermoseados
por lienzos interminables de esmeraldinos pastos primaverales.
Esa mañana se nos incorporó, al salir de Hernina, una caravana de «kelekchis»,
o boteros, que regresaban a Musul llevando consigo, o mejor dicho, sobre sus sete-
cientos jumentos y bestias de carga, las odres vacías de las que días antes habían
sido las balsas en que habían bajado desde dicha ciudad. Su armamento se com-
ponía de una mezcolanza extraordinaria de toda clase de armas habidas y por
haber, desde la primitiva maza y el garrote hasta el máuser de repetición, que,
unido a la resolución de defender a todo trance las pocas economías que lleva-
ban encima, constituían una fuerza física y moral lo suficientemente respetable
para inducir a los beduinos del desierto a no molestarnos durante el resto de
nuestro viaje.
No obstante no dejaron los cabileños de causarnos alguna inquietud, máxime
cuando después de ya entrada la noche nos trajeron los centinelas a un individuo que
habían encontrado arrastrándose en torno de nuestro campamento. Y para que no lo
fuéramos a fusilar, se puso el gran tunante a derramar copiosas lágrimas y a hacerse el
sordomudo. Pero su comedia de nada le sirvió, puesto que en el acto lo hice amarrar
de pies y manos a la rueda de uno de nuestros vehículos..., y sólo a la hora de partir lo
hice soltar... después de haberle hecho administrar unos cuantos azotes a fin de que
aprendiera a no seguir rondando de noche en torno de los campamentos.
Al día siguiente pasamos junto a unas asfalteras en explotación, de las cuales pro-
cedía el por allá erróneamente llamado «alquitrán», que habíamos visto flotando sobre
las aguas del Tigris al bajar de Musul, y que a veces se incendia, convirtiendo a trechos
la superficie de dicho río en un extenso lago de fuego líquido.
Y oscureciendo ya, llegamos, o llegué yo, mejor dicho, pues el Dr. Stoffels
había querido evitar ese rodeo, a las ruinas de Shirgat-Kaleh, o de la antiquísima
Assur, primera capital conocida de Asiria, donde pasé la mayor parte de la noche
a la luz de la luna y desde lo alto de su derruida ciudadela, contemplando las
argentinas aguas del Tigranis.
De Shirgat-Kaleh en adelante fue cesando el peligro por parte de los beduinos a
causa de la formación del terreno, que se iba tornando cada vez más accidentado.
La última noche la pasamos en la kasaba de Mishorah, que pertenece ya al
distrito Sindchar. Y la madrugada siguiente llegamos a Musul, donde el Sr.
Holstein tuvo la fineza de brindarnos su hospitalidad en el Consulado.
Por el cónsul Holstein, que era oficial de reserva en su país y después del
gobernador general tal vez el hombre más influyente en dicha provincia, supimos
esa noche o en la siguiente, que al comenzar la guerra, o por mejor decir, al empe-
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Capítulo XVIII
zar las matanzas, también el Gobernador de Musul había recibido orden de extermi-
nar a todos los cristianos de su vilayato, pero que dicho señor no había llegado a cum-
plirla, porque al saberlo él, esto es, Holstein, le había comunicado oficialmente que
de haber matanzas en Musul debían comenzar por matarlo a él primero.
Yo tengo motivos fundados para suponer que aquello fue efectivamente así,
puesto que Holstein no dejaba de ser, a pesar de sus flaquezas, en el fondo un
hombre recto y sobre todo un hombre de mucho carácter, que sabía manejar a
los turcos a las mil maravillas.
Aquellos días fuimos a visitar las ruinas de Nínive, que se extienden sobre
la banda oriental del Tigris en forma de una sabana, cuyas ondulaciones
cubren y permiten aún trazar distintamente la dirección de sus antiguas mura-
llas y el sitio de sus otrora celebérrimos palacios y santuarios. Y al regresar a
Musul, encontramos en el gran puente del Tigris a un grupo de oficiales pri-
sioneros ingleses, acompañados de una fuerte escolta.
Daba pena ver a esos señores, de los cuales tres o cuatro eran comandan-
tes, reducidos al estado en que se hallaban, alojados en un cuartel inmundo y
quizás hasta pasando hambre, al paso que nosotros nos hallábamos nadando,
por decirlo así, en la abundancia, desde el momento en que el Consulado era
un palacio en miniatura que, además de dos salones elegantes amueblados
poseía un lujoso comedor con una mesa bien surtida, en que no faltaba el
champaña y a veces hasta el caviar, el cual durante los últimos meses de la
guerra llegó a valer en Constantinopla de mil a mil doscientos francos el kilo.
Al fijarme en aquellos oficiales que sobrellevaban su desgracia con tanta dig-
nidad, e impulsado por ese sentimiento de confraternidad universal que suele
sentir todo militar de verdad al ver a un camarada, aun cuando fuere adversario,
luchando contra la adversidad, quise acercarme a ellos para saludarlos y ofrecerles
siquiera unos cigarrillos. Pero el cónsul me detuvo del brazo, aconsejándome que
no lo hiciera. Y tenía razón, después de todo, pues el turco es sumamente descon-
fiado, y, de haberme visto conversando fraternalmente con los ingleses, hubiera
podido creerme quizás hasta confidente de ellos, máxime cuando yo no era ni
alemán ni austriaco, sino ciudadano de un país neutral.
No parece sino que en el Viejo Mundo la falta de amplios horizontes, la
patriotería y un conservatismo rancio tal vez en demasía han acabado por
encuadrar la palabra «patriotismo» dentro de límites tan sumamente estrechos,
que muchos de sus habitantes y aun hasta muchos de sus militares más brillan-
tes parecen ignorar todavía el célebre dicho nuestro de “que no quita lo cortés
a lo valiente”.
El día después de nuestra excursión a Nínive, vino a visitarnos un anó-
nimo. Era joven, de maneras distinguidas, procedía de Bagdad e iba a Alepo
para asuntos que no deseaba divulgar aparentemente.
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Al poner pie en tierra, se me acercó uno de ellos, que era comandante, y me dijo
con bastante franqueza: «excuse me, but you are not a turk, are you not?» «¡Por supuesto
que no!», le contesté desde luego, contento de no haber tenido que presentarme yo
mismo. Y de ahí en adelante seguimos siendo buenos amigos.
Entonces supe por ellos que su escolta los había estado saqueando sistemática-
mente, como acostumbran a hacerlo en Oriente, es decir, cobrándoles a razón de
una libra oro por cada pollo, cuando en dichos lugares el costo de dichas aves no
excedía de cuatro o cinco piastras a lo sumo, o sea la vigésima parte de una libra.
Que el capitán de gendarmes, jefe de la escolta, no había de ver con agrado
el interés tan grande que iba yo tomando por la suerte de sus prisioneros, era
de suponerse. Sobre todo cuando le advertí, que de aquel día en adelante me
haría yo mismo cargo de dicho convoy.
Junto con él noté esa noche, sentado al lado de una hoguera, a un oficial de
voluntarios circasianos y de mirada sombría, en quien reconocí en el acto cierto sujeto
que se nos había incorporado en el camino aquella mañana, sin que nadie supiera apa-
rentemente de dónde había venido ni para dónde iba.
Sospechando que fuera a ser el jefe de los guerrilleros circasianos aquellos, de
quienes me había hablado el ayudante del comandante militar de Musul, lo llamé
aparte después de la cena y le dije con aire significativo que «en el Consulado alemán
se sabía todo, y que el cónsul tenía apuntados ya el nombre suyo y el de sus compañe-
ros para, en caso de que los oficiales ingleses fueran asesinados en el camino, hacerlos
reclamar y castigar sumariamente, pues, de consumarse dicho crimen, el gobierno bri-
tánico no tardaría en hacer responsables de él también a los alemanes». Y sin decir más,
le volví la espalda y me fui a acostar.
A la hora del desayuno, me informó mi asistente que el circasiano aquel
había desaparecido. Y cuando fui a preguntar al capitán, jefe de la escolta, lo
que se había hecho, me contestó éste con aire sorprendido: «¿qué circasiano? ¡si
aquí no ha habido ningún circasiano!».
Esa respuesta estupendamente cínica acabó por convencerme de que el pro-
yectado asesinato de los oficiales ingleses no había sido un mito, después de todo,
y en lo sucesivo no desperdicié ocasión para hacer comprender a dicho señor que,
mientras yo me hallare entre ellos, no permitiría de ninguna manera que a los cita-
dos oficiales se les fuera a molestar de hecho ni de palabra siquiera.
Y a pesar de que me hallaba bien montado y deseoso a veces de ir a cazar
una gacela, no me atrevía hacerlo, por temor de que la escolta fuese a aprove-
char mi ausencia para cometer con ellos alguna diablura.
Únicamente cuando ya nos íbamos acercando a algún poblado en que
pensábamos pernoctar, solía yo adelantarme para obtener de buen o mal grado
y por cuenta del gobierno, por supuesto, los víveres necesarios para el sosteni-
miento de nuestros prisioneros.
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que el otro no parecía ocuparse sino de lo que yo hablaba, puesto que los oto-
manos son unos verdaderos artistas en el difícil arte del espionaje.
Aquella noche me hospedé en la casa, o salón, mejor dicho, del jefe militar de
Nisibin, que, no obstante el tamaño relativamente insignificante de dicha kasaba,
ostentaba un lujo verdaderamente asiático.
Al llegar allá, encontré la cena ya servida en vajilla de plata y sobre una alfombra
de seda verde en la cual me acomodé desde luego con las piernas cruzadas para hacer
honor a un banquete en toda regla, consistente en diez o doce platos “a la turca” esco-
gidos que, a pesar del hambre que traía, me hicieron recordar involuntariamente y no
sin cierta pena a los oficiales ingleses, a quienes con gusto hubiera convidado de no
haber sido por la situación espantosa en que me había metido para tratar de salvarlos
y ayudarles, hasta el extremo de no haber vacilado a veces en obligar, revólver en mano
a los alcaldes recalcitrantes a proporcionarme víveres para ellos, que yo iba abonando
con “vales” firmados por mí y a nombre del gobierno, cuando, a causa de mi dimisión,
yo ya no tenía derecho para hacerlo.
En Nisibin, al igual que en las demás kasabas y aldeas porque íbamos transitando,
se hallaba el tifus haciendo estragos de tal manera, que el 30 o 40% de su población
había fenecido ya a consecuencia de dicha peste, al paso que del restante 60% la mitad
o aún más tal vez estaba contagiada.
En Alepo hallábase a la sazón el tifus también en su apogeo, y en Jerusalén
no se diga.
Por doquiera que transitaban las caravanas de deportados iban dejando regados,
como castigo de Dios, los gérmenes de esa espantosa pestilencia, que en menos de año
y medio había de costar la vida a quizás más de dos millones de mahometanos.
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Poco antes de la salida del tren, pude estrechar la mano entre otros también
al general von Lossow y al capitán de navío Huhmann, agregados militar y naval
de Alemania en Turquía, lo mismo que al capitán von Mücke, ex-segundo
comandante del crucero Emden, a quien, según la opinión entonces prevalente
en los círculos oficiales, su gobierno había desterrado a Cherablus por haberse
negado a entrar en el servicio militar de Turquía.
Por la tarde tuve también el gusto de celebrar en la casa del Ober Ingenieur
Völlner, de la Bagdad Bahn, una larga e interesantísima entrevista con Su Alteza
Serenísima el príncipe Adolfo de Meklemburgo, quien iba con rumbo a Bagdad
sin empleo determinado.
Al preguntarle yo si traía consigo las cuarenta ametralladoras que estaba
pidiendo el VI Ejército desde hacía tiempo, y que se suponía debían de llegar
con él, me contestó con aire sorprendido: «¿qué ametralladoras? ¿acaso no las
hay en el VI Ejército?».
Y ese señor, que venía quizás para reemplazar al Feldmarschall, cuya salud
había comenzado a decaer, ignoraba aún que por espacio de ocho meses conse-
cutivos se habían estado despachando casi diariamente telegramas urgentes en
ese sentido al Ministerio de la Guerra en Berlín..., el cual, en vez de ametralla-
doras y granadas, seguía mandando oficiales supernumerarios, cuyos servicios
eran valiosísimos, a no dudar, mas no indispensables como aquéllas.
Antes de despedirme me preguntó el príncipe, señalando al mapa, cuál era
a mi modo de ver el punto más vulnerable del frente irano. Y al mostrarle yo el
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Para tal obra de explotación solía él servirse por lo general de hebreos, quienes a
título de administradores liquidaban y vendían cuanto les llegaba a mano, quedándose
ellos con parte, mientras su amo con el resto del botín.
De esa manera fue Dyemal Pachá juntando millones sobre millones, sin conocer
las más de las veces su procedencia, y total para nada, desde el momento en que él tam-
bién se haya hoy privado de sus bienes, sentenciado a muerte, y huyendo no se sabe
dónde, con un premio sobre su cabeza.
Varios días después de haberme hecho cargo de la zona militar de Ramleh,
comenzaron a desfilar por ellas, con destino a nuestro Cuartel General de Tel-Es-
Sheriát, los primeros trenes, conduciendo la vanguardia de la Expedición Pachá que el
coronel von Kress había logrado organizar en Alemania con ayuda de su hermano,
quien era Ministro de la Guerra en Baviera, y que se componía casi totalmente de fuer-
tes contingentes de ametralladoras, artillería gruesa, hospitales portátiles y varias doce-
nas de columnas de autocamiones. Y aun cuando el número de estos elementos era
todavía insuficiente para cubrir las necesidades de nuestro ejército expedicionario, no
por eso dejaban ellos de representar una adquisición preciosa, que parecía habernos llo-
vido del cielo; sobre todo los autocamiones, pues tal vez más del 90% de nuestro
ganado de transporte (inclusive los seis o siete mil dromedarios que habían estado
supliendo hasta aquella época la falta de una ferrovía nuestra a lo largo de la costa del
Sinaí) había muerto entretanto de hambre y de sarna por causa de los oficiales takauts,
quienes en Siria y Palestina, igual que a su tiempo en Mamoureh, seguían absorbiendo
impunemente el oro y la sangre de su desventurada patria.
En Ramleh pude observar también, en todo su apogeo, el robo escandaloso y en
gran escala de los comisarios imperiales, los cuales, según pude comprobar más tarde
por documentos comprometedores que llegaron a caer en mis manos, no facilitaban a
los empresarios, comerciantes y hacendados vagones de carga sino a cambio de propi-
nas de cien a doscientas libras.
Este descubrimiento, que comuniqué en el acto a Damasco por medio de una
nota oficial, no dejó de llenar de consternación a la Administración Central, que aca-
tando mis deseos, destituyó en el acto a los culpables.
Pero lo que me tenía más preocupado en aquella época era, lo repito, la epidemia
del tifus, que seguía haciendo estragos por doquiera.
Entre los varios casos de gran miseria que llegué a presenciar en Ramleh, figuraba
cierta familia de quince miembros, de la cual apenas cuatro criaturas de dos, tres,
cuatro y cinco años habían sobrevivido.
A estos infelices los habían encontrado las autoridades en una choza inmunda,
pereciendo de hambre junto a los cadáveres semiputrefactos de sus padres. Y no
sabiendo francamente qué hacer con ellos, se los mandé, montados en asnos, al bon-
dadoso Padre Müller, en El-Kubebe, quien los recogió, vistió y remitió más tarde al
convento principal de su Orden en Jerusalén, o sea al St. Paulus Hospiz, donde el
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Pater Sonnen los bautizó a su vez y educó cristianamente a pesar de los esfuerzos de los
sacerdotes mahometanos por impedirlo.
Era de admirar la abnegación con que, no obstante la carestía general, algunos de
los hospicios cristianos de Tierra Santa seguían ejerciendo en esos días fatales la cari-
dad, como los buenos padres franciscanos del Convento de San Salvador, por ejem-
plo, quienes se privaban a veces de lo indispensable y no vacilaban en ir de puerta en
puerta mendigando un medrugo de pan, o acaso alguna prenda de vestir usada, con
que poder apagar el hambre y cubrir la desnudez de una nube de pobres verdadera-
mente necesitados que no se apartaban de su puerta ni de día ni de noche.
En el histórico convento austriaco de Tantoúr junto a Belén, donde se dispensaba
también la caridad a manos llenas, tuve el gusto de conocer en esos días al médico
mayor Dr. Von Homeyer, así como al capitán von Chamier y al teniente Ande, que
eran ambos del arma de ametralladoras y llegaron a distinguirse sobremanera más
tarde, en el frente de Gaza y sobre todo durante la brillante defensa de Tiberias, que
cupo dirigir al comandante Range.
Entre las varias obras de beneficencia que pude establecer en Ramleh, figuraba un
hospital, en Lidda. Y no hallando modo de conseguir las ochenta o cien camas que me
hacían falta para guarnecerlo, tuve que pedir el concurso de los habitantes de dicha
kasaba, quienes, según parece, correspondieron generosamente a mi llamamiento,
pues a las pocas horas me fueron entregados los útiles solicitados.
Empero, y cuando ya me hallaba a punto de regresar a Ramleh, supe por casuali-
dad que aquel acto no había sido tan espontáneo como había tratado de hacérmelo
creer el alcalde, sino que los gendarmes, siguiendo la usanza de los gobernantes musul-
manes, habían arrancado a viva fuerza no solamente los objetos antecitados, sino todo
cuanto habían podido a los elementos más pobres de la villa, al paso que los ricos y
acomodados se habían librado de dicha contribución mediante el pago de «bakshis-
hes», o sea de propinas.
Claro está que al saber aquello hice devolver en el acto los efectos requisicionados
a sus dueños, al paso que por medio de un nuevo decreto obligaba a los pudientes a
costear por sí solos la instalación del citado hospital.
Y mientras me hallaba desempeñando lo mejor que podía mi puesto de
Gobernador Militar de la zona de Ramleh, se fueron acumulando espesos nubarrones
sobre el horizonte de mi pequeña administración. Tratábase nada menos que de la
expropiación del convento español en que me hallaba hospedado.
Este monasterio pertenecía a la Corona de España y había despertado la codicia
de Dyemal Pachá a tal extremo que, so pretexto de querer convertirlo también en hos-
pital, se había propuesto apoderarse de él de no importa qué manera.
Innumerables fueron los pasos que dieron tanto el Cónsul de España como el
Vicecónsul, el Sr. Juno Küppler, a fin de impedir semejante escándalo. Y hasta yo
mismo hice cuanto pude, a pesar de mi cargo, por ayudar a dichos señores en sus ges-
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Capítulo XIX
tiones. Pero todos nuestros esfuerzos resultaron vanos ante la codicia insaciable de
Dyemal Pachá.
Por último, me llegó una nota de carácter urgente, terminante e irrevocable, orde-
nándome que pidiera las llaves y me posesionara de dicho convento en el término de
la distancia.
Entonces, no deseando cargar con la deshonra de haber expropiado un convento
español en beneficio de un sátrapa desvergonzado como Dyemal Pachá, hice lo que
como cristiano y hombre de honor había de hacer: renuncié a mi puesto y salí para
Jerusalén aquella misma tarde. Y una hora después de mi partida arriaron los turcos la
bandera española e izaron el estandarte de la Media Luna sobre el convento de San
José de Arimatea.
Al llegar a la Ciudad Sagrada, expliqué al coronel Rushen Bey, Jefe de la
Dirección General de etapas en Palestina, las razones que me habían obligado a pre-
sentar mi renuncia, razones que aquel gallardo militar no solamente respetó, sino hasta
aprobó desde todo punto de vista.
Rushen Bey era un turco albanés de mucho talento y, después de Dyemal Pachá,
el hombre más poderoso en Palestina. Pero su actividad incansable le servía de poco o
nada, puesto que se estrellaba constantemente contra la inercia y el espíritu rutinario
de sus oficiales subalternos, así como contra la chicanería refinadísima de las clases ele-
vadas, y esa apatía innata de los orientales llamada vulgarmente “fatalismo”, o résistence
passive, contra la cual no hay civilización ni disciplina que valga, pues deriva del inter-
curso intelectual entre el camello y su guía al atravesar los desiertos del Cercano
Oriente en pos de horizontes lejanos y sombríos, los cuales, debido a su soledad incon-
mensurable y a la monotonía cadenciosa de sus paisajes, han acabado por imprimir el
sello de su melancolía infinita no solamente en el carácter de las bestias, sino también
en el de los hombres que los habitan y los atraviesan.
Merced a ello no dejó mi llegada de contentar bastante a Rushen Bey, quien,
además de colmarme de honores me sepultó bajo una avalancha de empleos de los más
responsables, como por ejemplo el de director de los talleres militares, inspector gene-
ral de las obras públicas y militares en construcción, etcétera, de suerte que a las dos
semanas de haber llegado no me quedaba ya casi tiempo para nada.
Empero, los pocos momentos de calma de que disfrutaba los solía emplear yo por
lo general en el estudio de los monumentos históricos de Jerusalén, que no me deten-
dré a detallar a causa de ser ya tan conocidos, sobre todo por quienes se interesan por
asuntos orientales.
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Ya van a ser dos mil años desde que exhaló su último suspiro Jesucristo, y aún
sigue envuelta en el rosado halo de su gloria la sacrosanta tierra de Palestina, que
tan piadosos recuerdos despierta no sólo en el corazón de todo cristiano, sino tam-
bién en el de los mahometanos, puesto que en el El-Kuds fue donde nació el
Mesías, el Hombre de Dios, que de no haber sido Dios, Dios mereció haber sido,
por haber sido Él quien por primera vez predicó al mundo bárbaro y pagano la
Libertad, la Igualdad y la Confraternidad.
Desde las aguas límpidas del Mar de Galilea hasta las ondas aplomadas del
Mar Muerto aún se notan los vestigios de paredes con que los habitantes de
Samaria y de Judea solían retener las tierras vegetales sobre las faldas de los cerros,
cubiertos de trigales y pardos olivares, y los restos de antiquísimas cisternas, en
cuyas linfas azules y sombrías Nuestro Señor y sus apóstoles apagaran la sed
durante la era clásica del Nuevo Testamento.
Y por el valle sagrado de Josafat aún escurren en tiempo de lluvias, tumultuo-
sas, las aguas del Cedrón y en la bermeja falda del Monte de los Olivos aún se
mecen y florecen los cipreses de Gethsemaní, y las torres y torreones del castillo de
Pilatos aún coronan altivas y sombrías a Hierosolyma, que junto con las pruebas
de su antiguo esplendor ostenta las muestras de su creciente decadencia.
En sus alrededores abundan grutas antiquísimas, excavadas a veces en la roca
viva, que sirvieron un tiempo de sepulcros a sus monarcas y a sus notables, como
por ejemplo la llamada “tumba de los reyes”, en las cercanías de la Basílica
Anglicana, representada por un laberinto de cámaras y recámaras, bajas, estrechas
y cinceladas al pie de una de las cuatro fachadas perpendiculares de cierta cisterna
de vastas proporciones. Mientras que entre los domos, torres y alminares que
coronan la ciudad amurallada, resaltan por su originalidad la Torre de David, la
cúpula del Santo Sepulcro, así como la dorada media luna de la mezquita de
Omar, o el «harem-es-sherif», que después de la Meca y de Medina representa
para el mundo mahometano quizás el lugar más sagrado sobre la tierra.
Y como este modesto tratado no lo escribo yo para los sabios o los prínci-
pes de las letras, sino en beneficio más bien de aquellos, que poco o nada saben
sobre el Cercano Oriente, me voy a permitir trazar en breves pinceladas y a
reglón seguido un ligero bosquejo del desarrollo histórico de Jerusalén, para
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Capítulo XX
Durante las pocas semanas que pasé esa vez en Jerusalén, se fueron haciendo
cada día más frecuentes las deserciones en el Ejército, especialmente entre la tropa
árabe, que no parecía alcanzar a comprender la seriedad de semejante delito.
Acostumbrados a la poca puntualidad y a veces acosados por el hambre o
impulsados por la nostalgia de sus nativas montañas, iban y seguían las dotaciones
de nuestros batallones árabes de línea y de labor desintegrándose de tal manera
que, alarmado por fin Dyemal Pachá, ordenó que en adelante se tomaran medi-
das de las más severas para con los delincuentes.
En consecuencia, casi no faltaba mañana en que no se vieran de dos a tres o tal vez
más cadáveres de desertores árabes bamboleando de alguna viga o poste de telégrafo.
Y como así y todo las deserciones continuaban aumentando, ordenó Dyemal
Pachá un fusilamiento aparatoso, a guisa de escarmiento, para ver si de esa manera
podía atajar ese desorden, que él mismo había provocado en parte por medio de
su rapacidad y tiranía.
La víctima había de ser nada menos que un sacerdote árabe que se había
fugado de las filas dos años antes.
A la hora fijada, salió el cortejo fatal al son de cajas destempladas y precedido
de una banda militar, tocando la marcha fúnebre de Chopin.
Tras ésta venía un grupo de dignatarios civiles y militares. Luego el reo,
acompañado de un «molah», o padre confesor. En seguida, el piquete que había
de ejecutar la sentencia. Y por último yo, con casi toda la guarnición de Jerusalén.
Al llegar al lugar del suplicio, formamos el cuadro en torno de una peña ele-
vada, que coronaba un poste clavado en la tierra. Y al toque de «atención», se leyó
la sentencia al reo, quien, vestido de un bellísimo kaftán carmesí y tocado de
blanco turbante, poco parecía preocuparse por la suerte fatal que le esperaba,
desde el momento en que seguía fumando tranquilamente su cigarro con ese des-
precio a la muerte característico de los musulmanes.
Después de terminada la lectura, sentóse nuestro hombre con las piernas cru-
zadas sobre una alfombra, frente al hodcha-effendi, o sacerdote oficiante, que
había de consolarlo durante sus últimos momentos. Pero en vez de orar, lo que
dichos hicieron fue más bien entablar una disputa teológica, que comenzó con
mutuas recriminaciones y poco faltó porque terminara a bofetadas.
Una vez restablecida la calma, fue el reo atado al poste del suplicio y vendado.
Mas no por eso dejó de seguir fumando tranquilamente su cigarrillo, de suerte que
al sonar la voz de «atención», que suele preceder a la de «fuego» llevó una vez más,
de prisa, el cigarrillo a los labios... y cayó doblado hacia adelante con la mano cla-
vada sobre la boca de un balazo.
Al citar este caso, lo hago únicamente para demostrar cuán poco temor ins-
pira la muerte a los musulmanes, en primer lugar, porque su religión no admite la
existencia del diablo ni la del infierno en el sentido que la comprendemos noso-
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tros, y luego, porque según sus creencias, conforme Dios creó el bien, creó tam-
bién el mal, razón por la cual el hombre es tan poco responsable de sus malas
acciones como de sus buenas.
Y durante uno de los five O’clock teas que solían celebrar con frecuencia los
Probst Yeremías en su encantadora Villa Imperial, tuve ocasión de conocer en esos
días al renombrado explorador escandinavo Sven Hedin.
Érase en las altas horas de la tarde, en tanto nos hallábamos sentados bajo un
boscaje de trémulos cipreses, que la nítida luz de los lampiones hacía aparecer aún
más oscuros, cuando el doctor nos recitó algunas estrofas del Tommy Atkins, que
me llenaron de melancolía e hicieron recordar involuntariamente ciertas semanas
de intensa luz vividas también por mí sobre las áureas playas de Pondichery, Goa
y Haidarabád.
Esa noche, durante la cena, tuve el gusto de saludar en el hotel, entre otros anti-
guos camaradas, al comandante Range, quien además de veterano de las guerras colo-
niales en el África Occidental, era igualmente un teólogo de nota y se hallaba en esa
época dirigiendo las obras de perforación de pozos artesianos en el desierto.
Como dicho señor expresara el deseo de hacer una excursión al Mar Muerto,
que yo tenía proyectada también desde hacía tiempo, resolvimos emprenderla al
día siguiente, cuando en esto se presentó el veterinario mayor Dr. Kristian y nos
manifestó el deseo de acompañarnos a pesar de hallarnos en pleno mes de agosto
y por lo tanto, en la época de los grandes calores.
En consecuencia partimos una hora antes de la madrugada, ellos en un dog-
cart tirado por una magnífica mula, mientras que yo a caballo, y nos deslizamos
por todo el fondo de un seco barranco del desierto de Judea, hasta que los arrebo-
les de la aurora nos sorprendieron frente al mísero caravanserallo del “buen samari-
tano” (aquél de que nos hablan las Santas Escrituras), y una hora después
desembocamos en la histórica llanura de Jericó, cuyas casitas blancas y rosadas
lucían como otras tantas perlas en medio de un fondo de esmeraldinas vegas, que
en el confín del valle se iban a confundir con la espesura enmarañada de las már-
genes del Jordán.
Hacia Levante limitaba la hondonada, cual sarta de granates gigantesca, la
fragosa serranía del Belkaá, coronada por el Monte Nebo del Pentateuco, o el
Dyebel-Hodcha de nuestros días, mientras que al Sur temblaba y se agitaba como
un manchón de aceite la parda superficie del Mar Muerto, al pie de la cobriza
mole del Moab.
Y cubriéndolo todo se enarcaban azules las insondables inmensidades del
espacio, en que irradiaba cual llama solitaria todavía ese mismo sol que miles de
años antes arrancar con sus candentes rayos gemidos de angustia y quejidos de
terror al pueblo predilecto del Señor en medio de esas mismas soledades y desier-
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Capítulo XX
tos, cuya linde meridional bañan las ondas irisadas del Mar de los Corales en las
inmediaciones de Akaba.
Después de contemplar durante largo rato aquel hermoso despertar del día,
apresuramos la marcha para llegar cuanto antes a la antigua urbe herodina, que
orla ambas orillas del Vadi-El-Kelt y se halla circundada de praderas y campos de
labranza divididos por sólidos boscajes de naranjos, sauces, limoneros, tamarin-
dos, higueras y áloes gigantescos, o acaso algún manchón de matas de guineos
enanos, que por allá se dan de excelente calidad.
Y como el calor se había hecho entretanto tan intenso que en la sombra
pasaba ya de cuarenta grados, buscamos refugio en un así llamado Hotel de
Europa, con la mira de continuar por la tarde nuestra excursión al Mar Muerto,
que no dista de Jericó sino unos quince kilómetros.
A las 3 pm. en punto, y a pesar del calor africano que reinaba, emprendimos
la marcha. Pero todavía no habíamos recorrido la mitad del camino cuando se
secó la grasa en las ruedas del dog-cart, dejándolas pegadas del eje. Y como tratar de
reparar aquello en el lugar del suceso resultaba imposible por haberse calentado
las llantas y demás piezas de dicho vehículo al extremo que ya no se podían ni
tocar, cargamos a cuestas con la cesta del lunch y, echando por delante las bestias,
nos fuimos a refugiar en un convento griego, llamado Kasr-Haddshla, que se
columbraba a cierta distancia del camino y en donde una nidada de «papases»
barbudos y mugrientos nos recibieron al principio con cierto recelo, pero al
notar el brillo de una moneda de oro se deshicieron en besamanos y aparatosos
«zelam-aleküms».
Después de un breve descanso partimos a pie, sin más bagajes que nuestros
revólveres y cada uno con su toalla al cuello par ir a bañarnos en el Bar-El-Lot de
que nos separaban todavía unos siete kilómetros.
Cuando ya íbamos llegando a nuestro destino, notamos que el amigo
Kristian se iba poniendo cada vez más nervioso, al paso que Range y yo, que
éramos viejos «afrikanders», no pudimos menos de convenir en que aquél sí era
calor de verdad.
Desgraciadamente no nos fue posible bañarnos en el lago por falta del agua
dulce necesaria para lavarnos después del baño, pues las ondas del Bar-El-Lot son
tan saladas, que no permiten a un cuerpo sumergirse, y, de dejarse secar sobre la
piel, son capaces de causar ampollas hasta de carácter peligroso.
Tras un descanso merecido, regresamos ya de noche, montados en asnos al
convento, donde encontramos el coche reparado. Y una hora más tarde nos des-
montamos ante el Hotel de Europa, en Jericó, donde una cena bastante regular
nos ayudó a olvidar el par de malas horas que habíamos pasado aquella tarde.
Todavía a media noche marcaba el termómetro 35 grados, lo cual, unido
a una nube de voraces mosquitos, nos obligó a madrugar, de modo que toda-
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vía antes del amanecer nos hallábamos ya a diez kilómetros de Jericó, bañándo-
nos en el Jordán.
De regreso descansamos durante un par de horas en la caballeriza del “buen
samaritano”, la cual, no obstante la tonelada de estiércol de asnos y camellos que
la cubría, era siempre preferible al salón de espera, donde cundían las pulgas, no
digo por legiones, sino creo que hasta por millones.
Y a la caída del sol nos hallábamos ya de regreso en la Ciudad Sagrada, des-
pués de haber recorrido alrededor de ciento veinte kilómetros en menos de día y
medio y a pesar de un calor de tal vez más de cincuenta grados en la sombra.
Dicha excursión, además de por lo distraída, me fue muy útil también a causa
de que me permitió estudiar sobre el terreno las condiciones geológicas y hasta
cierto grado étnicas de aquella interesantísima región de Siria, Amurrú o Musri, la
de los asirios, que ha desempeñado siempre y sigue aún representando un papel
tan importante en los anales de la historia universal.
El territorio de Siria, en el sentido más amplio de la palabra, abarca una faja
de tierra de cerca de ochocientos kilómetros de longitud por ciento cincuenta de
latitud a lo largo de la costa oriental del Mediterráneo, y su estructura es en
extremo sencilla: se reduce a dos levantamientos paralelos y orientados de Norte a
Sur, separados por un valle longitudinal cuyo centro fuertemente deprimido se
abate al Sur, esto es, en torno del Mar Muerto, a unos cuatrocientos metros de
profundidad, constituyendo el surco más profundo abierto por las dislocaciones
de la corteza terrestre.
Esta depresión se denomina el Gor, y los dos levantamientos que la flanquean por
Oriente y Occidente son las cadenas del Líbano y Antelíbano, respectivamente.
El centro de esta enorme hondanada hállase situado poco más o menos en
torno de Damasco, y está limitado al Norte y Sur por deyecciones basálticas seme-
jantes a las que circuyen en todas direcciones la mole poderosa del Haurán.
En todas estas regiones son frecuentes los temblores de tierra. Y en las cade-
nas de Palmira, que representan la prolongación oriental de las terrazas por donde
desciende al Este el Antelíbano, existen todavía fumarolas; todo lo cual indica que
la dislocación siria debe ser de poco antigua.
Tanto las cadenas de la Siria Central como Meridional ofrecen con frecuen-
cia el aspecto de ruinas, torres y castillos, y en las inmediaciones de Damasco y en
toda Palestina abundan las cavernas de grandes dimensiones.
Bañada hacia el Poniente por el Mediterráneo, se halla Siria limitada hacia el
Naciente por el desierto del Badiet-Es-Sham, con toda su triste uniformidad, que
apenas interrumpen a grandes intervalos llenuras salinas, por las que erran, silen-
ciosas, rojizas y temblorosas trombas de arena.
“... Manadas de gacelas (dice nuestro anónimo) recorren esas soledades, por
las que vagaban en otro tiempo asnos montaraces, y, oculto entre los juncos del
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Capítulo XX
oscuro Gor, el león acecha su presa, y sus terribles rugidos se difunden como el
rumor del trueno por las inmensas soledades del desierto.”
El Badiet-Es-Sham es una especie de continuación y muestra del desierto de
Arabia, y la atmósfera, seca y pura por punto general, tórnase sofocante y abrasa-
dora en las llanuras arenosas y desiertas.
Y cuando se levanta el temible «simún», pierde el aire de repente su pureza y el sol
se cubre de un velo de sangre. Entonces el avestruz oculta su cabeza bajo el ala, el came-
llo, aterrado, se arroja al suelo, en tanto que el beduino, envuelto en su albornoz, se
recuesta en él para evitar ese soplo abrasador, que sofoca a todo ser viviente.
En algunos lugares, sin embargo, son los confines del desierto feraces, y hasta
agradables. Tamarindos, cerezos silvestres, cipreses y sauces llorones; de largas y
colgantes ramas, sombrean allí las márgenes del Eufrates, cuyas aguas extraídas por
medio de rodeznos de molino, riegan a trechos bosques de granados, limoneros y
frondosos sicomoros.
Entre los animales más útiles con que cuenta Siria descuellan el carnero de
ancha cola, el corcel y el dromedario, mientras que entre los más dañinos, aquel
terrible insecto, la langosta, que en los benignos inviernos nace en los desiertos de
Arabia, y que a los pocos meses se precipita en nubes que el ámbito oscurecen
sobre los fértiles campos de Siria. Y tras ella viene el hambre.
Entre la vertiente oriental de la cordillera, llamada comúnmente “el desierto
de Judea” (por hallarse formado de piedras arenosas y cenizas basálticas, cubiertas
de una escasísima capa de hierbas y arbustos espinosos) y las montañas del Moab,
se extiende una gran cavidad, abierta en tierras arcillosas mezcladas con capas de
asfalto y salgema que cubren en parte las aplomadas ondas del Mar Muerto.
Vistas desde lo alto toman sus aguas un tinte aceitunado, que a medida que
uno síguese alejando, continúa tornándose azulado, mientras que sobre sus orillas,
cubiertas de manchas de asfalto, casi nunca se oye el canto de un ave.
La parte de esta depresión, cuya superficie cubren actualmente las aguas del
Bar-El-Lot, o Mar Muerto, profundas cosa de 800 metros, fue en un tiempo una
fértil llanura formada por espesas capas de betún, suspendidas sobre un cúmulo de
aguas subterráneas.
El fuego del cielo incendió esas masas (conforme incendió hace algunos años
ciertas minas de petróleo, junto a Campico en Méjico)... y las tierras fértiles se
hundieron en el abismo, arrasando durante aquella conflagración las ciudades de
Sodoma, Seboín, Adama y Gomorra, construidas de piedras bituminosas.
La única villa de nota que se llegó a salvar de esa catástrofe fue Paán, o Sefor,
que formaba parte también del famoso Pentápolis.
Entre las urbes y lugares habitados más antiguos de Siria descuella Aintab,
que es de origen hitito-caldeo y figuró un tiempo entre las ciudades más impor-
tantes de la Comagene Romana con el nombre de Antioquía-ad-Taurum.
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A ésta, sigue según parece, Tadmor, que fundó Salomón sobre las ruinas
de una villa desconocida y se halla en parte reedificada con los restos de la his-
tórica Palmira.
A Tadmor, que hoy ya no es sino una aldea, siguen a su vez Es-Salt, capital
del Belkaá, o la antigua Perrea; Kerek, capital del Moabitis, en que plantaran sus
tiendas las tribus de Manases, Gad y Rubén; luego Nablus, o Sichem, la de los
samri, o samaritanos, y, por fin, Jaffa, o Joppe del Antiguo Testamento, que con
Halil-Raghmán, o Hebrón (en que descansan los restos de Abrahán) y Gaza, la
antiquísima capital de los filisteos, representan las columnas en que reposa el com-
plicado edificio de las tradiciones arcáicas y de la mitología prehebráica de Siria.
Pero la más antigua entre las ciudades de dicha comarca lo es, sin duda, la
patria del historiador Abulfeda, Damasco, o Sham-Ed-Dimeshk de las Mil y Una
Noches... la del lujo fascinador y refinado; la de las fuentes de mármol y alabastro;
la de las cúpulas doradas, y bazares sombríos, en que las sedas y tapices de la Persia
rivalizan con los perfumes de la Arabia, y en que al lado de las riquezas de la India,
brillan diamantes, topacios y rubíes, cuyo destello deslumbraría la mente hasta de
un narrador moruno.
Más conforme la antiquísima Damasco resalta de entre las ciudades de la
Siria como un “rey sol”, entre sus monumentos históricos luce cual estrella matu-
tina la mezquita de Omar, no acaso por sus dimensiones, sino por su serena mag-
nificencia y la belleza incomparable de sus líneas.
Situada hacia Levante de la “muralla del llanto”, yergue su solitaria cúpula dicha
mezquita en medio de una esplanada o espacioso vacío, que cubriera un tiempo el
Templo de Salomón. Y su bóveda central se enarca majestuosa sobre el “peñón de
Moria”, en que a miles de años Abrahán quiso sacrificar en holocausto a Isaac.
Con sus morunos lienzos de murallas revestidas de mármoles, bronces y
lucientes azulejos, formando dibujos sin fin, y sus cintas de áureas inscripciones
brillando como gemas bajo el sol, ostenta el interior de dicho santuario a veces un
aspecto francamente mágico... sobre todo cuando los rayos de la aurora se lanzan
desde Oriente a través de sus polícromas ventanas e invaden la penumbra de su
nave central igual a un vuelo de violáceas mariposas.
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también de noche. Y para demostrar a dichos señores que la culpa del desorden
imperante no era debida únicamente al carácter poco veterano de la tropa, como
ellos pretendían, sino a su propia apatía, les instruí en menos de tres semanas una
compañía, que siguió sirviéndoles de modelo en adelante.
A los jefes de batallón, quienes hasta el día de nuestra llegada habían dis-
puesto casi a su antojo de la vida y los haberes de su tropa, los privamos en el acto
de cuantos privilegios se habían arrogado arbitrariamente. Acto continuo nos
pusimos a sanear nuestros hospitales, que se encontraban en un estado de desaseo
indescriptible. Y, para salvaguardar la salud de la población de Belén, en cuyos tres
conventos más espaciosos se hallaban alojados nuestros batallones, encargamos de
su vigilancia a un Cuerpo de policía militar escogido de entre la tropa y las clases
del regimiento.
A los pocos días de haber llegado, fui a examinar con atención entre otras
también la Iglesia de la Natividad, que ya había visitado yo, un año antes, en com-
pañía del conocido pintor alemán Herr Grotemeyer. Y, después de un breve des-
censo y una caminata a través de oscuras y tortuosas galerías, cubiertas de pinturas
alegóricas de un gusto dudoso, llegamos por fin a la llamada “gruta”, ya que de la
gruta original poco hoy se nota a causa de los adornos que cubren por doquiera la
faz de la roca. En ella encontré a un centinela turco plantado junto un altar que,
según la voz del vulgo, cubre el lugar en que descansó el pesebre o cuna de
Nuestro Señor Jesucristo.
Dicho centinela estaba desarmado, y, al pedirle yo la consigna, contestóme
con aire grave y austero: «mi Jefe, impedir que los papases, o sacerdotes cristianos,
se den de bofetadas o se roben mutuamente los candelabros.»
En esto, vino a pasar revista a nuestro regimiento el Jefe del VIII Cuerpo de
Ejército, Kütchük-Dyemal Pachá. A juzgar por las frases congratulatorias en que
se expresó, parece que quedó satisfecho del estado de eficiencia de nuestra tropa.
Con él comenzaron a llegar también los primeros heridos de la Brigada de
Artillería austriaca en Tchelaleh, razón por la cual, en vista de que el hospital de
Ratisbona no daba abasto para todos ellos, ordenó el coronel von Kress nuestro
traslado, primeramente al pueblecillo de Betania, donde yo había estado ya cierta
vez en compañía del comandante von Wrochen, luego a la histórica ciudad de Es-
Salt, capital del Ostjordenland, llamada hoy Transjordania.
En Betania no pudimos permanecer más que muy pocos días a causa de la
falta de locales adecuados. Excuso decir, hasta qué extremo no nos hallaríamos en
aprieto, cuando nos vimos precisados a hacer instalar nuestras caballerizas entre las
ruinas de la iglesia que contiene los restos de la tumba de San Lázaro.
Dicha tumba, bóveda o callejón sin salida, era oscura como boca de lobo,
estrecha e inclinada hacia abajo, e iba a perderse en las entrañas de la tierra Dios
sabe dónde.
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protestas, tanto de los hodcha-effendis como de las autoridades civiles, que solían
valerse de semejantes ocasiones, precisamente para pisotear a sus anchas los dere-
chos de la ya siempre atribulada población cristiana.
Para la Comandancia de Armas destiné uno de los mejores edificios, situado
frente a la aduana, que hice requisicionar también y transformar en depósito de
municiones, mientras que para residencia de Kiehl y mía, escogí la parte superior
de un verdadero palacio, cuyo embaldosado de mármol, cubierto de alfombras, y
cuyas paredes y techos pintados al óleo y adornados de espejos de cuerpo entero
nos ayudaban a olvidar hasta cierto punto la tierra inhospitalaria en que nos
encontrábamos, puesto que Es-Salt era la capital del Ostjordanland, o
Transjordania, en que ni aún el mismo Sultán se había atrevido hasta entonces a
mandar establecer el servicio militar obligatorio, como lo había hecho en el resto
del país, inclusive en Irak.
Para completar nuestro mobiliario, de por sí ya en extremo lujoso, me hice
entregar, contra recibo, unos cuantos sillones y mecedoras que encontré encerra-
dos y pudriéndose en la famosa “casa de los ingleses” con multitud de libros de
valor, instrumentos de cirugía y no sé cuántos objetos más, indispensables para la
vida civilizada.
Según supe entonces, se habían apoderado las autoridades al principio de la
guerra de aquella residencia, conforme lo habían hecho ya con el resto de las
propiedades inglesas en Palestina; y, después de disponer de cuanto habían dese-
ado, habían acumulado y encerrado el resto, bajo sello, dentro de dos aposentos
oscuros, pero las ventanas las habían dejado abiertas “para por si acaso”, de
suerte que al llegar nosotros ya no encontramos sino una tercera parte de su
contenido original. Sin embargo, no se permitió la apertura de dichas habitacio-
nes hasta que llegó el «kadi», o juez, acompañado de numerosos secretarios y
rompió los sellos, nos hizo entregar los objetos deseados, a cambio de recibo, y
las volvió a sellar, mas sin poder eso mandar cerrar las ventanas, que permane-
cieron entreabiertas como antes.
Este ejemplo, aplicado a los procedimientos de los señores directores políti-
cos de la Sublime Puerta, bastaría para demostrar por qué las relaciones tanto inte-
riores como exteriores de Turquía, han sido y seguirán siendo siempre un fracaso,
mientras que la casta corrompida de los efendis paisanos continúe dirigiendo los
destinos de dicho imperio.
Al día siguiente de mi llegada entró en Es-Salt nuestro regimiento, y una
semana después nos pareció como si hubiéramos estado acuartelados allí toda la
vida. Cada batallón tenía su campo de ejercicio aparte. Y para impedir que el jefe
de la gendarmería local siguiera extorsionando tanto a la población cristiana como
a la musulmana por medio de sus multas injustificadas, que, de paso sea dicho, le
habían permitido reunir un capital de diez mil libras de oro en menos de dos años, se
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La vida que llevábamos en Es-Salt era más bien monótona, aunque descan-
sada, puesto que hasta allí no había quien llegara a presenciar revistas o a moles-
tarnos con visitas oficiales. El regimiento aumentaba en eficacia de día en día, y su
estado de salud era satisfactorio.
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vez debido a que el lanar, además de carne, produce también lana, y con agua, por
poca que fuere, es capaz de subsistir hasta en el corazón del desierto.
Para finalizar el citado banquete con algo estrepitoso, nos obsequió el buen
Sheik con una fantasía de su propia invención y que consistía en unas cuantas des-
cargas disparadas contra nosotros a quemarropa (pero sin balas) por un adversario
oculto que al principio tomamos en serio a causa de la proximidad de los Beni-
Shehir, quienes eran enemigos acérrimos de dicho señor y no desperdiciaban oca-
sión para enseñarle los dientes.
Los últimos visitantes de nota que tuvimos en Es-Salt fueron los miembros
de cierta expedición arqueológica, encabezada por el profesor Teodoro Wiegand
y el conocido orientalista el capitán Dr. Bachmann. Por éste supe de otro viejo
amigo mío, el teniente coronel von Mannsfeldt, quien se hallaba a la sazón en
Maán, junto a las ruinas de Petra, en una situación sumamente difícil, por causa
del hambre y la peste, que habían diezmado su gente y acabado con casi todo su
ganado, consistente en los últimos tres mil camellos de que disponíamos ya en el
frente de Palestina.
La Noche Buena la pasamos tan amenamente, que el alba nos sorprendió
sentados en torno a la mesa de cenar, que coronaba un arbolito de Navidad, pro-
cedente de las montañas de Aín-Zuela, a donde yo había ido en persona a bus-
carlo. Y antes del anochecer nos llegó una comunicación de nuestro cuartel
general en Bir-Es-Sabah, anunciando que nuestro regimiento debía salir probable-
mente en breve con destino a Akabah, junto a la que el enemigo se hallaba a punto
de desembarcar.
Y aun cuando Akabah, o la antiquísima Aelana, equivalía para nosotros,
desde el punto de vista militar, a un destierro casi, puesto que morir en Akabah
era morir sin gloria, desde el punto de vista histórico representaba dicha expedi-
ción, para mí al menos, el «non plus ultra» del desideratum, situado como se
hallaba dicha kasaba a orillas del Golfo Aelanítico en el Mar Rojo, y cerca del
Monte Sinaí, u Horeb, que los árabes llaman el Dyebel-Musa o Ras Sefrafé, por
haber sido en él donde, según la tradición, el Señor se reveló a Moisés y le dictó
los diez mandamientos del Decálogo.
Sobre la falda de este histórico macizo, bruñido por el giro de los siglos y que
mide cerca de tres mil metros de elevación, se halla situado a una altura de cinco
mil pies el convento de Santa Catalina, que hiciera erigir allí el emperador
Justiniano.
Y hacia el Tramonte de éste elévase, a su vez, el Dyebel-Serbál, que junto con
el Dyebel-Et-Tih, el Rahá, el Chafaáh, el Ras-Mohamed, el Takhar, el Yelek, el
Helal, luego el Makrá, y, por último, el Dyebel-Nakus, o la “montaña de las cam-
panas” (que deriva su nombre de la sonoridad de sus arenas al herirlas el sol),
representa una serie de desnudas serranías, de tonos encendidos y un belleza sal-
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vaje, que se hallan separadas entre sí y del Canal de Suez por un desierto de tre-
menda esterilidad, llamado comúnmente El-Gaá, o el Badiet-Et-Tih.
Entre la escasísima vegetación que se nota a veces refugiada en el fondo de los
secadales, o entre los agrietamientos de las colinas, que se extienden cual osamenta
oscura a través de aquellas lejanías, figuran zarzas y una que otra acacia gomífera, de las
que llaman por allá “espina del Misir”, o acaso algún tamarindo, cuyo jugo dulce y
aromático constituye el «man», o «maná», con que Moisés alimentara al pueblo hebreo
durante su peregrinación de cuarenta años por aquellas espantosas soledades.
Y al pie de las negruzcas rocas de granito, jaspe y sienita, que surgen solitarias de
entre esas llanuras de arena, pedernales y cantos rodados, formando moles escarpadas
y bravías, como el Magará, o Dyebel-El-Mekteb, por ejemplo, con sus famosas ins-
cripciones jeroglíficas cinceladas sobre una fachada de pulido pórfido, brotan a inter-
valos alcaparros, adelfas, tornasoles y algodoneros, formando manchas de verdura, en
que los árabes «tuares», descendientes de los nabateos y amalecitas, y todavía otras cábi-
las que vagan en muy corto número por esos desiertos, plantan sus tiendas y subsisten
en una casi completa abstinencia, ya que su alimento apenas consiste en leche cuajada,
dátiles secos y pan sin levadura, cocido entre las cenizas de las hogueras.
Y hacia semejante desierto sobre las costas del Mar Rojo y ratonera por excelen-
cia, donde en caso de una retirada inesperada hubiéramos dejado nuestros huesos rega-
dos por los arenales a causa del hambre y de la sed, era pues donde el Alto Comando
se proponía mandarnos para impedir el desembarque de los ingleses, quienes se halla-
ban amenazando dicha plaza desde hacía tiempo.
Para suavizar en lo dable el mal efecto que había de producir forzosamente aque-
lla nueva entre nuestros oficiales, quienes se habían ido convirtiendo entretanto en una
tanda de sportsmen, organizando carreras de caballo, concursos de tiro al blanco, etc.,
resolvimos celebrar una soirée dansante en honor de varias bailarinas turcas y egipcias que
se hallaban temperando entonces en Es-Salt, y a la cual había de asistir, por supuesto,
toda nuestra oficialidad.
Con tal motivo se iluminaron las arañas del espacioso salón de recepciones, que
cubrían y adornaban valiosas alfombras y enormes espejos en marcos dorados.
En el buffet, que se hallaba instalado en un salón aparte, figuraban, además del
lunch “a la turca” indispensable, llamado “mesa”, toda clase de licores, desde el cham-
paña para abajo, mientras que en un nicho artísticamente ornamentado se instaló la
orquesta.
Y aun cuando me pese decirlo, debo confesar que aquella noche resultó ser
una revelación para nosotros, desde el momento en que los hechos fueron a com-
probar hasta la evidencia que tanto Kiehl como yo no éramos sino unos princi-
piantes comparados con nuestros oficiales musulmanes, quienes, sin despreciar el
vino, el coñac y la cerveza, tomaban el aguardiente anisado del país, llamado
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«dúsico», o «raki», no digo por copitas, o copas siquiera, sino por vasos de máximo
calibre, como si aquello no hubiese sido raki sino agua.
Pero lo más notable del caso era el aire de modestia y resignación que solían afec-
tar nuestros efendis al liquidar de un solo sorbo cada una de aquellas vasadas, que de
por sí sola hubiera bastado para poner fuera de combate a cualquier cristiano.
A las nueve en punto comenzó la fiesta. Y, al son de arpas que lloraban y de
cítaras que sollozaban, se desprendió del fondo del salón, envuelta en transparente
gasa, mosqueada de oro y plata, y con el busto escotado más abajo de la cintura,
la prima donna... para debutar por centésima vez en su vida, tal vez, con el eterno
“baile del vientre”, que santificó Mahoma y que bailó ya en tiempo de los
Faraones la esposa de Putifar ante el casto José.
Excuso decir el entusiasmo y el delirio de aplausos que provocaría cada una
de sus contorsiones y movimientos improvisados. Aquello parecía una plaza de
toros. Hasta que la música se fue apagando suavemente, y la bella entre las bellas,
la de los ojos árabes y de miradas lánguidas, se nos fue acercando, paso a paso con
sus níveos brazos entreabiertos y trémulos como las ramas de un ciprés, y se dejó
caer, por fin, suavemente y de rodillas ante el bienaventurado Kiehl, y le ofrendó
sus labios encendidos, más no para que los sellara con los suyos... sino con una
moneda de oro... ya que en Oriente el amor y el oro se confunden, conforme en
el Ocaso los rojos arreboles nacen y se difunden entre celajes de áureas lejanías.
Después de Kiehl me tocó el turno a mí, para luego volver a comenzar con Kiehl.
Pero lo que más me llamó la atención fue que a pesar de sus elegantes unifor-
mes y bigotes “a la Kaiser”, nuestros effendis nunca lograran despertar corrientes
de amor en los corazones de aquellas ninfas rubias y trigueñas, que parecían haber
reservado toda su pasión para nosotros únicamente...
Hasta que en la madrugada la triste realidad nos vino a recordar que en todas
partes cuecen habas y que nuestras reservas en libras de oro se habían ido evapo-
rando en aras de un amor platónico, de que tanto Kiehl como yo nos seguiremos
acordando toda la vida con caras entre agria y dulce.
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sabido trazar la línea divisoria entre la práctica y la teoría, ya que, si en vez de dejarse
guiar por el principio erróneo y netamente teórico de que una guerra moderna no podía
durar más de seis o nueve meses, hubiese acumulado de antemano y “para por si acaso” pro-
visiones para tres o cuatro años, la Guerra Mundial no hubiera terminado todavía tal
vez, o al menos el triunfo de los aliados no hubiera sido tan completo como resultó
serlo, después de todo, a pesar de los presagios optimistas de los apóstoles del milita-
rismo prusiano.
El día después de mi llegada había de salir uno de nuestros batallones con destino
a Gaza, o sea la antiquísima ex-capital de los filisteos y patria de Dalila, donde man-
daba a la sazón el comandante Tiller, y que hacía tiempo ya deseaba yo conocer.
En consecuencia, me encargué yo mismo de conducir dicha tropa hasta allí.
Y cuando a la mañana siguiente desfilamos al son de cajas y clarines por toda la
calle principal de Jerusalén, no dejé de experimentar cierta satisfacción al ver aquel
puñado de reclutas (que no hacía todavía ni tres meses que habían ingresado en
filas) marchando en orden cerrado y con una desenvoltura propia de expertos y
entendidos veteranos.
Sin embargo, me inquietaba la idea de que en las últimas hileras no faltarían, de
seguro, tres o cuatro de ellos equivocando el paso, es decir, marcándolo con el pie dere-
cho en vez del izquierdo, o viceversa, puesto que así como el recluta árabe llegará a
aprenderlo todo, menos a decir la verdad, el turco es también susceptible de aprenderlo
todo, menos lo de marcar el paso correctamente.
Y ya que del soldado turco estoy hablando, agregaré que a mi modo de ver, ni en
Europa ni en América existe un soldado que aprenda con tanta facilidad el manejo de
las armas y las evoluciones militares como el turco, sobre todo cuando se halla ins-
truido por oficiales extranjeros.
La ciudad de Gaza se halla separada del mar por una faja de médanos y forma el
centro de un oasis bastante extenso, en que los prados alternan con campos de labranza
y bosques de árboles frutales, de que sobresalen a trechos las anchas copas de los sico-
moros o los esbeltos talles de las muchas palmeras, que, con sus cúpulas, alminares y
escalonadas azoteas constituyen el hermoso panorama que ofrece, vista desde lejos,
dicha kasaba.
Pero a medida que uno se le va acercando, va también Gaza, como casi todas las
ciudades orientales, perdiendo su aspecto pintoresco. Su mezquita mayor, que encon-
tré convertida en depósito de municiones, no pasaba de ser, a pesar de su tamaño, sino
una mezquita cualquiera, al paso que sus estrechos y laberínticos bazares eran en
extremo desaseados y en su mayor parte estaban construidos de madera.
La importancia de Gaza ha estribado siempre en que desde tiempo inmemo-
rial ha venido dominando la ruta de caravanas que comunica Siria con Egipto, y
por tanto Asia con África.
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Capítulo XXII
Las guerras interminables entre los hebreos y los filisteos deben de haber obe-
decido en consecuencia, y quizás más que a otra cosa, a los impuestos onerosos
con que éstos acostumbrarían gravar probablemente las importaciones de trigo de
procedencia egipcia y de tránsito para Palestina.
Las fortificaciones, o atrincheramientos, mejor dicho, que el mayor Tiller
había mandado escavar en torno a Gaza, estaban bien trazados. Y, como militar
entendido, había él hecho tumbar igualmente las numerosas cercas de nopales o
tunales, que infestaban los alrededores de dicha kasaba, dificultando su defensa.
Sus tropas, aunque veteranas, las encontré en muy mal estado a causa de las
epidemias y las privaciones. Ya hacía meses que venían batiéndose con singular
bravura y sin que hubiera manera de poder aliviar su suerte, no solamente en
razón de la actividad inusitada del enemigo, que no les daba reposo, sino también
a causa del peculado imperante en la Administración Central de etapas de
Damasco, que no les mandaba ni vestuario, ni provisiones, ni medicamentos.
Yo he pensado muchas veces, qué matanzas de oficiales no habrían ocurrido
en un ejército europeo, en que se hubieran llegado a registrar semejantes irregula-
ridades.
La artillería de Tiller era deficiente, pero fue reforzada más tarde por la bri-
gada de artillería austriaca del conde Storzewsky. Y a pesar de la resistencia de
Dyemal Pachá, quien se oponía a ello, como quien dice, por no dejar, siempre
logró el coronel von Kress reforzar también el pie de fuerza de su infantería por
medio del contingente que yo le aporté esa vez y un batallón o dos del 125º
Regimiento, que llegaron a distinguirse sobremanera tres meses después, o sea
durante la primera batalla de Gaza, defendiendo bayoneta el centro de dicha
población contra unidades enemigas tres o cuatro veces superiores a ellos y dota-
dos de artillería de montaña, ametralladoras y automóviles blindados.
A pesar de dichos refuerzos, resultaban ser las fuerzas del comandante Tiller,
sin embargo, insuficientes para poder resistir ventajosamente el empuje de las bri-
gadas británicas, integradas casi totalmente de regimientos europeos escogidos y
que, además del apoyo de sus «tanks», o carros de combate, contaban con el de la
artillería de su escuadra, al que nosotros no hallábamos manera de poder contes-
tar porque carecíamos de calibres mayores de 15 centímetros.
Con decir que los ingleses habían construido por toda la costa del Sinaí, o sea
desde Port Said hasta Han-Hunis, un ferrocarril de vía ancha y doble que iban
alargando a medida que su ejército iba avanzando, lo mismo que un acueducto, o
tubería de hierro, por medio de la cual y a fuerza de bombas iban extrayendo y
conduciendo desde el Nilo, o mejor dicho, desde el canal de Ismaeli hasta el frente
de Gaza, el agua necesaria para el abastecimiento de sus fuerzas expedicionarias,
creo que basta para demostrar las grandes ventajas que nos llevaban ellos en dicho
frente, al menos desde el punto de vista material.
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Entre las varias reliquias que poseía el comandante Tiller, figuraban unos tres-
cientos desertores árabes, que, a pesar de urgirle, no podía remitir a Tchelaleh por falta
de una escolta adecuada. Y, como de regreso a Jerusalén con las clases del batallón, que
acababa de dejarle, había de pasar yo también por frente a dicho campo atrincherado,
me encargué gustoso de conducírselos hasta allí, mas no en globo sino en grupos de a
cincuenta, con una cuerda al cuello y la orden terminante a su escolta de hacer fuego
sobre el primero que tratare de apartarse del camino sin previo permiso.
El resultado de dicha medida fue excelente. A nuestra llegada a Tchelaleh, no nos
faltaba ni uno.
Con el recluta árabe de baja estofa no hay razón ni sinrazón que valga, debido a
que es traidor, embustero y desertor por naturaleza.
La única manera de dominarlo y sujetarlo consiste en echarle plomo o en aplicarle
la soga.
Con el beduino del desierto, el moro de la pampa pedregosa y el árabe de elevada
alcurnia sucede todo lo contrario, pues son el valor, la hidalguía y la caballerosidad per-
sonificados.
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Capítulo XXII
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Gracias a la sagacidad de un oficial turco amigo mío, pude visitar esa misma
tarde la célebre mezquita de «el-horam», construida con bloques de granito enor-
mes y coronada de dos vetustos y macizos minaretes, de los cuales el uno se halla
dedicado a Abrahán, mientras el otro a Isaac, que, figuradamente traducido, sig-
nifica “el grito de Israel”, o sea “la carcajada que Israel lanza sobre el campo de
batalla sembrado de cadáveres enemigos ensangrentados”.
Este santuario, que a ningún cristiano estaba permitido visitar, so pena de
muerte, contiene, además de un sarcófago cuadrado y blanqueado en el cual,
según dicen, reposan los restos de José, las tumbas de otros patriarcas y la de
Abner-Ben-Ner, que derribara en tierra el puñal de Joab.
En su interior, que no me atreví a examinar con detenimiento por temor a ser
descubierto, pero que me pareció sombrío en demasía y más bien poco atractivo,
llamóme preferentemente la atención cierto lugar que, a juicio del vulgo, cubre
una extensa cueva o subterráneo llamado «el-maghfelh», en que descansan al pare-
cer los restos de Abrahán, Isaac, Jacob, Sara, Rebeca, etcétera, y en que me pare-
ció haber visto a algunos creyentes depositar en un nicho de la pared vecina, de
paso y a través de una perforación, ciertos girones o pedacitos de papel, conte-
niendo encomiendas a Dios, supongo yo.
Además de dicha mezquita, fui a visitar la renombrada encina de «mamreh»,
sita junto a un lugar llamado «la moscovia», y bajo cuyo ramaje fue, según reza la
tradición, donde el Angel anunció a Abrahán el nacimiento de Isaac.
A juzgar por los beduinos del desierto y las costumbres absolutamente bíbli-
cas que continúan predominando entre los fanáticos habitantes de aquella apar-
tada región de Palestina, debe de haber semejado el Patriarca Abrahán uno de
aquellos venerables Sheiks, o jeques, de la cuña Mahoma, quienes descollaban
entre sus contemporáneos por sus creencias monoteístas, o mejor dicho por sus
creencias arraigadas en el Dios único, que, dígase lo que se quiera, han sido y
seguirán siendo siempre la base de todas las religiones del Cercano Oriente, desde
el momento en que se basan en el antiquísimo culto del sol, que hace palidecer las
demás estrellas, y que el hombre, en su eterno egoísmo, ha ido convirtiendo suce-
sivamente en Bel o Baál, Jehová, Raá, Yah, Júpiter y, por último en ese ojo solita-
rio en medio de un triángulo, que ostentan con frecuencia las estampas,
representando santos, expuestas a la venta con cirios, breviarios y rosarios en los
portales y entradas de los santuarios cristianos de Tierra Santa.
Pero lo que más salta a la vista en Hebrón es que casi todas sus casas y fincas más
productivas pertenecen a los “herederos de Abrahán”, o sea al clero mahometano, ya
que, según lo aseveran los discípulos de Mahoma, Abrahán no fue judío sino musul-
mán, esto es “creyente en la fe del Dios único y verdadero”, que, a causa de la creación
de la Biblia (mucho después de la muerte de dicho patriarca) acabó por degenerar en
judaísmo, y, por último en la Trinidad Cristiana... hasta que Mahoma, el Apóstol de
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Capítulo XXII
Dios, la volvió a resucitar después de miles de años con objeto de conducir las ovejas
extraviadas hacia el seno sagrado de Abrahán.
Para demostrar hasta dónde llegaba, en esa época al menos, el egoísmo del faná-
tico clero musulmán de Halil-Raghmán, agregaré que la única institución benéfica que
llegué a observar en ella fue una cocina pública para los herederos de Abrahán, a la
cual, a pesar de ser pública, sólo los indigentes mahometanos tenían derecho a acudir.
La madrugada siguiente salí de Hebrón situada al borde de un valle suma-
mente fértil, y, siguiendo la carretera militar de Bir-Es-Sabah, pasé al pequeño
desfiladero de Daharíe, en que un año más tarde había de sucumbir nuestro 12º
Regimiento de Infantería (el de Kiehl) combatiendo heroicamente contra los
ingleses. Durante este breve pero memorable combate, que dirigió el general
Böhne Pachá, el 3º Escuadrón de nuestro 6º Regimiento de Lanceros Imperiales
retó a la lanza y destruyó en combate singular a un escuadrón de caballería austra-
liana que había alzado el guante.
Ya oscureciendo desembocó por fin el vadi que íbamos costeando en un
desierto yermo y grisáceo, que se deslizaba interminable hacia el Poniente y en el
que se destacaban como pardos manchones, cercanas al horizonte las polvorientas
ruinas de la antiquísima ciudad simeonita en que Abrahán conmemoró su alianza
con Abimelegh, rey de Gerar, por medio del sacrificio de siete corderos, y excavó
los siete pozos del juramento, llamados hoy Bir-Es-Sabah.
Allí fue donde Esaú vendió su primogenitura por un plato de lentejas a su her-
mano Jacob, y donde éste sacrificó las primicias de sus rebaños al Señor antes de ir a
reunirse con su hijo José en la tierra de los faraones.
En Bir-Es-Sabah fue igualmente donde Abrahán y sus descendientes erigieron el
primer altar al Señor.
Entretanto se habían ido descolgando las sombras del ocaso sobre las estepas del
Badiet-Et-Tih y al rato comenzaron a brillar en lontananza los focos eléctricos del
campo atrincherado de Bir-Es-Sabah, en que nuestra III División de Caballería
Imperial continuaba haciendo frente a las legiones británicas, cuyas patrullas monta-
das se veían de día recorriendo en todas direcciones la azafranada linde del desierto.
Allí pernocté, y al hacerse día me presentó el comandante Todt al jefe de nuestra
División y General en Jefe de la guarnición de Bir-Es-Sabah, el teniente coronel Esad
Bey, de origen albanés, de estirpe principesca, y que en es época figuraba ya como el
jefe de caballería más sobresaliente en el Imperio.
Hombre de unos cuarenta y ocho años, de fisonomía rubicunda, estatura fornida
y bigote rubio, era Esad Bey la cultura y caballerosidad personificadas.
Su oficialidad y sobre todo la de nuestra Plana mayor, no podía ser mejor
escogida, desde el momento en que se componía en su mayoría de mozos perte-
necientes a las familias más distinguidas de Constantinopla.
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La gran ventaja que llevaba el ejército británico en Egipto sobre las fuerzas
expedicionarias inglesas en Mesopotamia, consistía en que se componía casi
totalmente de tropa europea y australiana, mientras que aquellas, exclusiva-
mente casi de tropa indostana y en su mayoría mahometana, que simpatizaba
en el fondo con los turcos y adolecía, como la mayor parte de los musulmanes,
de esa apatía y flema que en este caso me atrevería a calificar de inercia crónica,
en tratándose de la tropa, y de excesivo espíritu de rutina, en lo tocante a su
oficialidad.
Los únicos contingentes indios que parecían hallarse exentos de esa fatal
dolencia moral, eran los gurkas del Himalaya, quizás debido a que eran monta-
ñeses bravíos y de extracción turana, o mongólica.
Patrullas indostanas que recorrían un día tras otro un mismo trayecto,
hasta que los nuestros, alertados al fin, les tendían una emboscada y se apodera-
ban de ellas, eran casos que se repetían con frecuencia en el frente del Irak,
donde llegamos a calcular con el tiempo, y hasta con bastante precisión, los
movimientos del enemigo, sea por las humaredas más o menos densas que ema-
naban de sus campamentos, o por sus aeroplanos, que, cuando volaban a poca
altura, indicaban casi infaliblemente el avance de su caballería.
Pero antes de proseguir con mi relato voy a echar una ojeada retrospectiva
sobre el rumbo que habían ido siguiendo los acontecimientos en el frente del
Sinaí, Gaza o Palestina, llámese como se quiera, desde principios del 1915.
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Capítulo XXII
Este triunfo, inesperado más bien, indujo después al coronel von Kress a
intentar otro golpe contra Cátia. Mas esa vez el derrotado fue él, porque los
ingleses, alertados, habían colocado el grueso de su caballería en torno de dicho
lugar.
Animados por nuestro descalabro, que, como era de esperar, tuvo por
resultado obligado la retirada de nuestras fuerzas expedicionarias hacia El-
Arrish (y la pérdida total de nuestras provisiones y municiones acumuladas en
el sector Cátia), pasaron los ingleses de la defensiva a la ofensiva, y, prolon-
gando su ferrocarril costañero, nos fueron obligando a cederles unos tras otros
El-Arrish, El Hafir y, por último hasta Magdabah, a orillas del Vadi-El-Abiad
(o el Río de Egipto, del Antiguo Testamento), donde nuestro 80º Regimiento
de Línea, a las órdenes del comandante Ismail-Haki Bey se tuvo que rendir por
falta de agua y de municiones.
Durante aquellos días fatales para nosotros, no faltaron casos en que nos
vimos obligados a disparar con ametralladoras contra a nuestras tropas árabes,
para impedir que se nos fueran a desbandar.
Lo único que salvó a Palestina en esa ocasión fue la llegada oportuna de la
expedición Pachá y de varios otros refuerzos de consideración, como por ejem-
plo la de nuestra III División de Caballería Imperial, que lograron contener por
fin el avance cada vez más impetuoso del enemigo.
Esa era, poco más o menos, nuestra situación al tiempo de mi llegada al
frente de Palestina, donde el grueso de nuestra fuerza se componía de las 3ª, 5ª,
7ª, 16ª, 53ª y 27ª Divisiones de Infantería de Línea, refundidas en diversos
Cuerpos de Ejército y apoyadas por nuestra III División de Caballería, treinta
baterías de artillería de campaña y quizás cinco o seis de piezas de 15 centíme-
tros... que, en conjunto, o mejor dicho, cuyos contingentes en conjunto creo
no llegaban ni a treinta mil rifles y lanzas disponibles para el combate, merced
a que el pie de fuerza de nuestras unidades se había ido reduciendo de tal
manera por causa de las bajas y epidemias, que para esa época no representaba
ya sino una tercera parte, o menos tal vez de su base reglamentaria.
Y lo peor del caso era que dichas bajas no se podían reemplazar sino muy
lentamente, por causa de la falta de medios de transporte y otras muchas razo-
nes difíciles de explicar en pocas palabras.
Los ingleses, en cambio, contaban con cerca de sesenta mil hombres,
repartidos del modo siguiente: una división de caballería ligera y otra de infan-
tería montada (ambas de a nueve regimientos, de a quinientas plazas); tres divi-
siones de infantería de línea y una de reserva, de a diez mil hombres cada cual,
varios Cuerpos de caballería auxiliar, y los contingentes de su artillería, de todo
calibre, que constituían de por sí solos ya unidades escogidas al par que nume-
rosísimas.
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Además de con dichos elementos contaban los ingleses con su ferrocarril costa-
ñero de ancha y doble vía, con la poderosa artillería de su escuadra, y sobre todo con
el acueducto aquél que algunas semanas después había de tratar yo en vano de hacer
volar por los aires.
Y aun cuando no pretendo que las cifras que preceden sean exactas, creo, sin
embargo, que de haberme equivocado no puede haber sido en mucho.
Nuestra III División de Caballería no era realmente sino un injerto de otra, del
mismo nombre, que algunos meses antes había sucumbido en el Cáucaso por la imbe-
cilidad y rapacidad de su antiguo jefe, cuyo nombre no recuerdo, pero quien, según
supe después por su ayudante, Suad Bey, había dejado perecer de frío y de hambre en
una sola noche a tal vez más de ochocientos caballos. Y al comandante Todt, no obs-
tante ser su Jefe de Estado Mayor, parece que no le permitió ni voz ni voto, tratándolo
como un cero a la izquierda.
Las tripulaciones de sus secciones de ametralladoras, por ejemplo, se vieron a su
regreso tan acosadas por el hambre, que para no perecer tuvieron que comerse primero
las bestias de silla y luego las mulas, o acémilas, cargando después ellos mismos con las
máquinas al hombro.
A la llegada de los restos de dicha división a Alepo, se hizo cargo de ellos el
teniente coronel Esad Bey, quien en un abrir y cerrar de ojos y con un lujo de energía
e iniciativa sorprendentes en un oriental los reorganizó y transformó en nuestra III
División de Caballería Imperial. Pero la precipitación con que se había llevado a cabo
su remonta, había originado, como era de suponerse, algunas lagunas que luego me
tocó llenar a mí por medio de una labor de dos a tres semanas, de que me seguiré acor-
dando toda la vida con asombro, ya que todavía no he podido comprender cómo yo
pude restablecer el orden en aquel caos.
De las ciento cincuenta o más bestias de silla, pertenecientes a la Plaza Mayor, v.
gr., no encontré sino dos que llevaban herradas en el casco las cifras que les correspon-
dían según los registros. También el material de equipo almacenado en nuestros diver-
sos depósitos consistía en un conglomerado indescriptible de artículos requisicionados
al por mayor. Y como para tornar todavía más insondable aquel kalabalik, seguían pre-
sentándose casi diariamente nuevos sueños reclamando bestias, que, según aseguraban
ellos, algunos de nuestros oficiales habían embargado en el camino durante su viaje de
Alepo a Jerusalén.
A pesar de tantas dificultades logré desenredar, por fin, aquel nudo gordiano,
motivo por el cual el coronel Esad Bey me honró y siguió honrándome en adelante
con una confianza que casi me atrevería a calificar de ilimitada.
En esos días llegó a Bir-Es-Sabah, en viaje de inspección, el Ministro de la
Guerra, Enver Pachá. Iba acompañado de su Estado Mayor y varios representan-
tes de la Prensa.
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Capítulo XXII
Muchos, por no decir la mayor parte de dichos señores, parecían hallarse preocu-
pados por las bombas que los aviadores enemigos solían lanzar con frecuencia sobre
nuestro campamento.
En cierta ocasión dejaron caer más de sesentas de una sola vez.
Durante esos bombardeos aéreos ofrecía el campo atrincherado de Bir-Es-Sabah
por lo general un aspecto grandioso, especialmente durante los ataques nocturnos, en
las noches de luna..., cuando en lo alto del fulgente firmamento se oía el zumbido de
las hélices, semejante al ruido de alas aceradas, y descendían, aullando como fieras,
unos tras otros los mortíferos torpedos..., mientras que en medio del vacío azulado
estallaban, a imagen de cohetes, centenares de sharapnels y granadas.
Después de presenciar la parada de honor reglamentaria, partió Enver, acompa-
ñado de dos edecanes únicamente, con rumbo a Tchelaleh, donde al llegar le bastó
una ojeada para cerciorarse de que dicha plaza era insostenible, razón por la cual
ordenó su evacuación y el traslado inmediato de su guarnición a Tel-Es-Sheriát.
Con la mira de proteger, si necesario fuere, la retirada de la brigada de artillería
austriaca, acantonada en dicho campo atrincherado, partimos Esad Bey, el coman-
dante Todt y yo acompañados de nuestro 6º Regimiento, vía de nuestras posiciones
de Abu-Galiún, que se extendían solitarias en medio de la estepa, a unos quince kiló-
metros hacia el Poniente de Bir-Es-Sabah.
Las secciones de ametralladoras y el convoy de municiones iban a mi cargo y se
hallaban protegidos por fuertes contingentes de infantería y caballería, ya que la suerte
de toda fuerza combatiente en el desierto depende casi siempre de su tren de combate,
sobre todo en aquellas pampas, donde no sólo las columnas volantes, sino hasta los
mismos cuerpos de ejército solían maniobrar cada uno por su cuenta, debido a la falta
de vías de comunicación adecuadas.
Una vez consumidas las municiones, no queda por lo general al combatiente en
el desierto más alternativa que la de morir o rendirse, puesto que contra el fuego de
ametralladoras y de artillería de campaña no hay valor ni carga a la bayoneta que valga.
Y al descolgarse las sombras de la noche, confundiendo la tierra y el firmamento
en una sola masa gris e incoherente, que apenas cortaba hacia el Poniente una orla de
oro derretido, descendió desde lo alto en raudo vuelo un águila germana desde
cuya nave se agitaba un pañuelo, y pasó adelante hasta perderse de vista, como
un ave nocturna, gigantesca, en medio de un caos de sombras vespertinas.
Era la máquina del teniente Falke, quien había ganado ya justo renombre
por sus hazañas, tanto en el Sinaí como en Galípoli.
Para no revelar nuestra presencia, dióse la orden de no encender hogueras
ni luces de ninguna clase. Sólo en mi toldo dejé alumbrada una linterna sorda,
que necesitaba para efectos del servicio.
Y en tanto me hallaba redactando varios despachos cerca de medianoche,
oyóse el paso de bestis, y antes de que pudiera llamar a mi asistente, se intro-
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dujo por la abertura de mi tienda de campaña una faz rubicunda, de ojos azules
y sombreada por la visera de un negro casquete austriaco, que me saludó con
un alegre «K. & K. Artillerie Brigade, auf Rückmarsch von Tchelaleh nach Bir-Es-
Sabah. Grüss Gott, Herr Kamarad».
Y en compañía de ese excelente amigo, a quien los ingleses habían de
amputar más tarde la quijada de un balazo, me encaminé hacia el toldo de Esad
Bey, a quien encontré ya despierto y conversando animadamente con el
comandante von Marnow, jefe de la brigada de artillería austriaca, que llevaba
también el pecho cubierto de medallas de plata, oro y bronce, usaba monóculo,
y vestía, al igual que su ayudante, un elegantísimo uniforme de media gala que
contrastaba vivamente con los modestos trajes de campaña que tanto Esad
como Todt y yo usábamos en primer lugar para mayor comodidad, y luego
para no llamar demasiado la atención de los «sharpshooters» enemigos, quienes
solían distinguir a los oficiales a veces a kilómetros de distancia por el brillo de
un botón o de una charretera.
Esas preocupaciones de carácter netamente profesional parecían tener más
bien sin cuidado a los oficiales austriacos, para quienes los uniformes elegantes,
las condecoraciones ostentosas, las orquestas de gitanos y sobre todo el
«menage», o sea todo lo concerniente a la comida, parecían tener mayores
atractivos que no muchas de las cosa más serias de la vida.
De ahí la razón de por qué los orientales parecían simpatizar más con la
pintoresca oficialidad austriaca que con los austeros oficiales de carrera alema-
nes, quienes, aun cuando severos en el cumplimiento de su deber, no por eso
dejaban de ser también muy buenos y leales compañeros, y hasta elegantes por
añadidura, aunque nunca «fesch» como los austriacos.
Gracias a las nuevas columnas de autocamiones de la Expedición Pachá,
pudo efectuarse la retirada de Tchelaleh con sumo disimulo y una rapidez tal,
que dejó asombrados hasta a los mismos ingleses, quienes según parece habían
estado esperando únicamente la llegada de sus nuevos «tanks» para tratar de
tomar dicha plaza por sorpresa.
Después que la brigada austriaca hubo continuado su retirada en dirección
de Bir-Sabah, pasamos el resto de la noche con un pie en el estribo, esperando
la llegada de adversario que nunca llegaba, hasta por allá, al amanecer, cuando
nos vino a alertar desde la vecina estepa que cubría el brumaje un tiroteo infer-
nal e incesante, acompañado de fuertes explosiones.
Y como el ruido de combate iba en aumento rogóme Esad Bey que regre-
sara inmediatamente a Bir-Es-Sabah con nuestros convoyes por la misma vía
que habíamos venido, mientras él se proponía seguirnos a cierta distancia con
el regimiento para proteger nuestra retirada en caso dado.
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Capítulo XXII
A poco de haber partido notamos, fuera del alcance de nuestros rifles y envueltos
en una nube de polvo, a varios grupos de jinetes, disfrazados de turcos, espiando nues-
tros movimientos.
Con la mira de prevenirnos contra una sorpresa, ordené a nuestra escolta de
infantes que se desplegara, cubriendo el flanco derecho de la columna, al paso que
yo mismo, acompañado de un grupo de lanceros, me fui al encuentro de los des-
conocidos, primero al trote, y luego al galope, hasta que al llegar a unos doscien-
tos pasos de ellos, mandé a mi gente que se desmontara y les disparara unas
cuentas descargas, que los hicieron huir a la desbandada.
Entre dichos jinetes me llamó la atención cierto individuo, montado en un
caballo hermoso y negro como el azabache, que parecía volar más bien que galo-
par por el desierto. De buena gana le hubiera echado el guante. Pero el temor de
desatender el convoy me hizo retroceder... cuando, al refrenar mi bestia para virar,
paró aquél también su caballo, y levantando una carabina máuser, adornada de
plata, me mandó en señal de despedida un par de balazos que me pasaron sil-
bando junto al rostro.
Minutos después de nosotros llegó a Bir-Es-Sabah nuestro regimiento. Y al
rato salió una comisión en busca de dos aviadores ingleses, que, al aterrizar, habían
caído en manos de los beduinos, y a quienes éstos habían prometido entregarnos
mediante el pago de cincuenta libras de oro.
Por boca de uno de dichos señores supe al siguiente día que, al ser apresados,
habían ofrecido a los cabileños, a cambio de su libertad, la suma de cien libras
esterlinas, pagaderas en Port Saíd. Mas éstos parece que les contestaron, encogién-
dose de hombros, que “más valía gorrión en mano que buitre volando”... demos-
trando así, de una manera categórica, que los descendientes de Ishmail,
pobladores de aquellos desiertos, aún siguen aferrados a los principios del Antiguo
Testamento, que tuvo su origen y brotó de entre ellos.
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Capítulo XXIII
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Capítulo XXIII
Como todavía faltaban un par de horas para la puesta del sol, fuíme escu-
rriendo sigilosamente hacia el fondo de la hoyada, donde monté a caballo, y,
dando un rodeo de media legua, caí por la espalda al jinete citado, quien, al divi-
sarme, me disparó un balazo a quemarropa y salió a rienda suelta en dirección al
Este, o sea hacia cierta quebrada seca, angosta y sombría, en que seguramente lo
estaban esperando sus compañeros.
La bestia que montaba no podía ser mejor, pero mi caballo “Derviche”, que
era árabe de pura sangre, le seguía ganando terreno rápidamente, hasta que por
último logré acercarme a tiro de revólver, cuando en eso noté varios sujetos arma-
dos hasta los dientes que venían a nuestro encuentro a todo galope.
Comprendiendo lo grave de la situación, di a mi hombre la voz de «alto» una
y dos veces, y como no me hiciera caso lo hice rodar por el suelo de un disparo.
Al darse cuenta de su muerte sus compañeros, volvieron grupas para ir a refu-
giarse Dios sabe dónde, en la creencia sin duda de que yo los iba a perseguir y caer
en el lazo que me habían tendido.
De regreso al vivac noté un centenar o dos de beduinos, de a pie y de a caba-
llo, que, no obstante el alerta de nuestros centinelas, seguían acercándose con pre-
texto de querer visitarnos.
Conociendo, como conocía yo su pérfido carácter, mandé disparar contra
ellos un par de descargas al aire, que los pusieron en fuga precipitada, pues los irre-
gulares árabes, a pesar de su fama de valientes, son colectivamente por lo general
más bien poco animosos y atacan de frente sólo cuando se las tienen que ver con
reclutas o con un adversario que les sea bastante inferior en número.
Y cuando ya nos íbamos aprestando para emprender la marcha, observé con
pena la ausencia de mi compás y de mi lamparilla eléctrica, que se me había caído
del bolsillo durante la persecución del jinete montado en el caballo negro.
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Capítulo XXIII
y 125º por falta del parque sus desnudos pechos y ensangrentadas bayonetas al
formidable empuje de los granaderos galos y sus poderos máquinas de guerra, que
los ametrallaban despiadadamente, mas sin lograr romper sus filas... mientras los
jefes y las clases de la artillería austro-húngara, comenzando por el heroico conde
Storzevsky, iban y seguían cayendo unos tras otros bajo las balas de los ingleses,
quienes en aquel momento ¡cómo se habían de imaginar que aquella misma noche
iba a ser sobre sus propios cuerpos ensangrentados que los carroñeros del desierto
habían de celebrar su festín macabro al son de risas satánicas y gemidos lastimeros
y prolongados!
Acosados por un enemigo diez o quince veces superior, y luchando cuerpo a
cuerpo en torno de las banderas del Profeta, fue como Tiller y su puñado de héroes sal-
varon el honor de las armas otomanas durante aquella memorable jornada, que hizo
época en los anales de la historia, tanto turca como austriaca y alemana.
Y en tanto nos hallábamos apostados aquella madrugada sobre el margen
derecho del Vadi-El-Fari para impedir el avance de la caballería enemiga sobre
Tel-Es-Sheriát, no cesaba von Kress de telegrafiar al teniente coronel Edib Bey,
jefe de las Divisiones de Infantería 3ª y 16ª, acantonadas en Dchemameh, instán-
dole a que volara en auxilio de Gaza; pero Edib, que había nacido aparentemente
para cantor de ópera más bien que no para oficial superior de Estado Mayor, se
hallaba presa de la consternación más espantosa y, en vez de apresurar el paso de
sus divisiones, lo iba reduciendo a tres kilómetros por hora, impulsado por el
temor de que un desastre fuera a dar por el suelo con un prestigio militar harto
dudoso que él se había ido formando a fuerza de bluff y nada más que bluff, en cas-
tellano “camana”.
Edib Bey era el prototipo de cierta clique de oficiales superiores jóvenes turcos,
que, a causa de su cretinismo, apatía, ineptitud, envidia, egoísmo y una rapacidad
sin límites, acabaron por desmoralizar, durante la Guerra Mundial, al brillante
ejército otomano, y por conducir su patria al borde del abismo, al paso que la ofi-
cialidad subalterna y las clases derramaban su sangre generosamente por salvar el
honor de la bandera.
Viendo que la caballería adversaria no llegaba ni se asomaba siquiera, recibi-
mos orden de avanzar en globo por toda la margen derecha del Vadi-Es-Sheriát
contra la retaguardia del centro y a la derecha enemigos, que tenían en jaque algu-
nos batallones nuestros desde las alturas de Abu-Hurera.
Nuestro avance no dejaba de ser una maniobra altamente arriesgada, pues al
desalojar la posición ventajosa que habíamos estado ocupando hasta entonces,
dejábamos el paso franco a cualquier fuerza adversaria que hubiera deseado avan-
zar en adelante contra Tel-Es-Sheriát o Bir-Es-Sabah.
Esta medida estratégica, que algunos han pretendido comentar desfavorable-
mente, revelaba el genio militar y la audacia sin límites del coronel von Kress quien,
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los convoyes en secciones para ponerlos más a salvo de sus proyectiles y las bombas
de los aeroplanos enemigos.
Gracias sólo a la presencia de ánimo del teniente Falke, quien, al notar el
error de nuestra batería, voló en su máquina para avisarle que cesara el fuego,
pudimos al fin medio restablecer el orden de marcha en aquel caos de camellos,
acémilas y bestias de tiro, que, coceantes y corcobeando en todas direcciones, iban
y seguían destrozando los carruajes y furgones contra las rocas salientes y los
peñascos.
Al llegar a Tel-Es-Sheriát, me llamó la atención el número reducido de sus
defensores y sobre todo la ausencia casi completa de artillería.
De haberse aprovechado los ingleses de esa circunstancia, hubieran podido
apoderarse fácilmente de nuestro Cuartel General, donde encontré al coronel von
Kress redactando telegramas. Estaba nervioso. Y con razón, puesto que todavía no
se había decidido la batalla.
Después de relatarle los pormenores de mi expedición a Sheik-Sueid e infor-
marle del avance de nuestras fuerzas, lo mismo que sobre el percance que acababa
de sufrir nuestro tren de combate, pedí órdenes y me retiré. Minutos antes de
regresar a Gaza con las escoltas, comenzaron a llegar algunos prisioneros ingleses
y australianos, pertenecientes en parte a las tripulaciones de tres automóviles blin-
dados que habían caído en nuestro poder aquella mañana. Y, cuando ya había
puesto el pie en el estribo para emprender la marcha, me sorprendió la nueva de
que la batalla se había decidido a favor nuestro y que el enemigo se había retirado
precipitadamente hacia Han-Hunis, dejando tres o cuatro mil cadáveres tendidos
ante las vallas de Gaza, sin contar los millares de muertos y heridos que habían
dejado regados por los demás sectores de dicho frente, en que se había igualmente
combatido.
Pero también nosotros habíamos pagado cara aquella jornada.
De los 79º y 125º Regimientos de Línea, que formaban el núcleo de la guar-
nición de Gaza, ya no quedaban sino contadísimos supervivientes, en tanto que
las fuerzas liberadoras habían contribuido a su vez con un fuerte tributo de sangre.
La brigada de artillería austriaca había logrado, es verdad, salvar sus piezas a
última hora. Mas ¡a qué precio! La mayor parte de sus tripulaciones había perecido
o desaparecido junto con casi toda su oficialidad.
Los únicos que no sufrieron bajas durante dicha jornada, fueron nuestros
voluntarios árabes, que, a pesar de hallarse armados hasta los dientes y de formar
Cuerpos de a pie y a caballo, de aspecto imponente, nunca llegaron a arrimarse
siquiera al alcance de la artillería enemiga, sino aguardaron tranquilos a que ano-
checiera para ir a rematar los «inglis» heridos y despojar sus cadáveres de sus ropas,
que luego iban vendiendo públicamente por los vecinos poblados y caseríos.
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tercera batalla de Gaza había de perecer con los pocos supervivientes de su batería
hecho pedazos en el fondo de un embudo de granada, a causa de otro proyectil
que la mala suerte quiso estallase entre ellos mientras se hallaban refugiados en
dicha excavación.
Durante los pocos días de sosiego relativo que pasamos en Dchemameh pude
dedicar alguna atención a nuestro ganado, que había sufrido considerablemente a
consecuencia de los últimos acontecimientos.
El poco pasto primaveral que había cubierto hasta entonces el borde del
desierto se había ido secando debido a la época de los calores, que comenzaba ya
a dejarse sentir. Y las raciones de grano, que habían ido disminuyendo de conti-
nuo a causa de la rapacidad de Dyemal Pachá, acabaron por debilitar el ganado de
nuestra división de tal manera, que nos hicieron temer seriamente por la futura
suerte de nuestros pobres rocinantes y me obligaron a desistir de cierta segunda
expedición que me había propuesto conducir en esos días contra Sheik-Sueid al
frente de un regimiento, con la mira de sorprender de noche y reducir a cenizas
dicho campamento, a ser posible.
La caballería otomana que, dicho sea de paso, se componía a principios de la
guerra de Cuerpos de ejército, habíase ido reduciendo, a consecuencia del hambre y
del peculado, a la nada casi desde el momento en que a fines de marzo (1917) ya no la
integraban sino nuestra III División de Caballería, los restos de la que en un tiempo
había sido la brigada del teniente coronel Akif Bey, en Kut-El-Amara, algunos escua-
drones divisionarios, agregados al II y III Ejército, y, por último el 1º Regimiento de
Caballería Imperial, acantonado en Constantinopla, cuyo 4º Escuadrón prestaba ser-
vicio en el Palacio del Emperador.
Por éste fui yo nombrado un año más tarde Instructor y Segundo Jefe (¡respon-
sable!), ya que el puesto del Primer Jefe (¡irresponsable!) no pasaba, en esa época al
menos, de ser en Turquía sino un título nomina que solía otorgarse, en el caso de uni-
dades importantes y representativas, únicamente a oficiales turcos, aun cuando no
fuere sino para cubrir apariencias.
La mejor prueba de ello nos la ofrece el mismo Enver Pachá, quien, no obs-
tante su categoría de Ministro de la Guerra y Vicegeneralísimo, no hacía real-
mente más que firmar los decretos que dictaba, y aprobar los planes de campaña
que elaboraba su Jefe de Estado Mayor, von Bronsart Pachá, y después de éste su
sucesor, el general von Seekt.
La razón por la que la caballería otomana había ido desapareciendo casi por com-
pleto durante los primeros años de la guerra no debe de buscarse sólo en el malgaste de
las raciones de las bestias, cuyo valor solían repartirse los oficiales delincuentes con las
clases, que les servían de agentes, sino también y antes que nada en el espíritu de aban-
dono que parecen manifestar a cada paso los turcos en lo tocante al cuido del ganado,
no acaso porque no sean de a caballo, sino a causa de su origen tártaro.
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No hay que olvidar que los antiguos mongoles, al igual que sus discípulos los
cosacos, solían utilizar sus bestias no sólo para combatir en ellas, sino también
como instrumento de locomoción, es decir, para transportar sus ejércitos a través
de las estepas y desiertos que separan el lejano Turquestán de la India, China,
Egipto, Hungría, Polonia y los demás países en que habían plantado sus reales los
predecesores de Gengis-Kan y Tamerlán.
Dichas bestias eran idénticas a las que hoy aún se encuentran en las estepas de
Asia y de la Rusia Oriental y Meridional, esto es, lanudas y de poca talla.
Acostumbradas a vivir a la intemperie, se mantenían tanto en verano como
en invierno del pasto natural y de los musgos de la pampa, sin que sus dueños
tuvieran que cuidarse de ellas.
Cada uno de los guerreros de aquellas hordas kalmukas, u «ordus turco-
manos», solían conducir durante sus expediciones de diez a doce de dichas bestie-
cillas, fornidas y sobrias, que iban cambiando casi diariamente.
Sólo así se explica cómo lograban a veces recorrer de sesenta a ochenta kiló-
metros diarios, durante meses enteros, sin menoscabo de su ganado caballar.
De estos detalles, que en el transcurso de los siglos se han ido borrando casi
por completo de la memoria del pueblo turco, proviene la razón de por qué la ofi-
cialidad y las clases del ejército otomano, con raras excepciones, se preocupan tan
poco del cuidado de sus bestias, cuyas fuerzas, en vez de economizar más bien
malgastan cuanto pueden.
El caballín tártaro representaba para los turcomanos lo que representa hoy
el reno para los esquimales y el dromedario para los beduinos. La leche de las
yeguas les proporcionaba el famoso «yourt», que es dicha linfa cuajada y fer-
mentada a guisa de alimento sólido, mientras la carne de los potros les servía de
sustento en casos de apuro, es decir, cuando ya no encontraban poblaciones
que poder saquear.
A estas y otras múltiples razones, hoy olvidadas, obedece indudablemente ese
espíritu de rapiña inveterado de que adolecen casi todos los pueblos orientales, y
al cual hasta el mismo Mahoma debe en gran parte el triunfo de su dogma reli-
gioso, desde el momento en que a los paganos y cristianos vencidos predicaba que
haciéndose musulmanes no sólo ganarían el cielo, sino también el permiso para ir
a saquear a los vecinos que persistían en no querer reconocerlo a él como el
Profeta de Dios.
De esa manera fue el mahometismo extendiéndose desde Arabia hasta Siria,
y, desde allí, sucesivamente a Mesopotamia, Persia, Turquestán, Afganistán, la
India y hasta China, mientras que por Occidente, hasta los Pirineos y el centro del
Continente Africano.
El islamismo pudo propagarse y floreció, en tanto encontró nuevos pueblos
y naciones que poder saquear. Al faltarle éstos, se acabó su gloria, y su poderío
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material fue retrocediendo hasta que quedó limitado a las actuales fronteras del
Imperio Otomano.
Por doquiera que ha imperado la Media Luna, ha dejado ella sembrada la
semilla de la rapiña, legalizada y santificada por los preceptos del Alcorán. Y aun
cuando el incendio secular de la conquista muslímica se haya apagado aparente-
mente, la roja chispa del fanatismo islámico continúa ardiendo bajo las cenizas,
aguardando apenas una nueva ráfaga para tornarse en un voraz incendio, y quizás
hasta en antorcha vengadora, si las potencias aliadas persistieren en su política de
intransigencia hacia el imperio secular de los otomanos.
No estaría demás tal vez recordar aquí que el patriotismo es un producto
exclusivo de la civilización occidental, que se basa en los principios harto ultraja-
dos de la equidad internacional y hace hincapié ante los países que se limitan por
sus fronteras étnicas en vez de por las líneas divisorias de las creencias religiosas
que en ellos prevalecen.
En Oriente sucede todo lo contrario.
A los pueblos muslímicos, tanto en África como en Europa y Asia, poco se les
da que el Califa sea negro, blanco, afgano, croata, chino o indostano, con tal de
que su bandera sea la de la Media Luna y su lema... ¡Lah-Ialh-Il-Lah-Lah, Mohamed
El-Rasul Alah!
Suponer que con la decadencia o la ruina total de Turquía habrá de acabarse
también la fuerza propulsora del fanatismo sin límites de los musulmanes, es una
utopía muy grande, pues mientras exista el Alcorán que permite y santifica el
saqueo y la rapiña, no habrá de faltar seguramente entre los doscientos millones
de mahometanos que habitan el Orbe, algún aventurero negro, chino, ruso,
afgano o serbo-croata, que, al levantar el estandarte de la Media Luna, no arrastre
consigo unos tras otros los pueblos musulmanes, conforme los agruparon en torno
suyo antes que él ya Mahoma y sus sucesores, los califas ommiadas, abasidas, sel-
júcidas y otomanos.
Tratar de suprimir el Imperio Turco, o de debilitarlo en demasía, equivaldría
por consiguiente no sólo al caos entre las naciones islámicas, sino también al sur-
gimiento, tarde o temprano, de alguna nueva y poderosa dinastía mahometana,
que no dejaría de poner en grave peligro el poderío colonial de las potencias euro-
peas en África y Asia, como por ejemplo en Argelia, Egipto y sobre todo en la
India, donde los nuevos califas encontrarían tesoros más que suficientes para
levantar ejércitos poderosos con que poder dar comienzo a una era de rapiña sin
precedentes tanto en la historia antigua como en la moderna.
Lenin nos ha probado de sobra lo mucho que unos cuantos hombres resuel-
tos pueden hacer cuando se sienten apoyados incondicionalmente por las masas
proletarias, y, de preferencia, cuando éstas son analfabetas y se hallan inspiradas
por un fanatismo a toda prueba, como por ejemplo el de los mahometanos.
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Conforme dejé dicho ya, partimos en la tarde del 18 de abril (1917) con
rumbo hacia el Sur. Y a mitad del camino entre Dchemameh y Tel-Es-Sheriát,
nos desplegamos y emboscamos tras una serie de colinas bajas a fin de ver si el ene-
migo intentaba verdaderamente o no abrirse paso en esa dirección.
Como las horas se iban haciendo largas y tanto Stypa como yo nos hallába-
mos todavía sin desayunar, entramos a la buena ventura en un cercano molino,
perteneciente a un rico israelita de Jaffa, que había pasado algunos años en Buenos
Aires y que, al oír que yo era venezolano, se deshizo en referencias y sacó de entre
un montón de ropa blanca usada una botella de ron y un par de panecillos, que
nos brindó a guisa de desayuno.
Después de tan frugal refacción, estuvimos largo rato conversando, cuando la
cara de nuestro anfitrión, redonda y encarnada como un tomate, comenzó a tor-
narse verdiclara, y, luego amoratada, mientras sus diminutos ojos de cerdo cebado
iban saliéndosele de las órbitas... hasta que, señalando por fin con mano sucia y
trémula hacia la pampa, exclamó: «pues ¿no lo véis? ¡si ahí viene el enemigo! Gott
der Gerechte!»
Al oír aquello, tanto Stypa como yo brincamos a ver lo que ocurría. Y al
regresar para explicarle que lo que estaba viendo no era sino una maniobra, o
Stellungnahme de nuestras baterías para ahuyentar un par de aviones enemigos, tor-
nóse su violáceo rostro de nuevo verdiclaro, y luego colorado, mientras sus ojos
saltones iban retrocediendo rápidamente dentro de las órbitas, y sus carnosos
labios murmuraban: «¿miedo? ¡qué va! Lo único que yo temía era que alguna de
sus granadas de perforación fuera, al estallar, a desenterrar unos realitos que tengo
sepultados por ahí, detrás de unos cimientos.»
Viendo que el enemigo no avanzaba, tocamos «marcha». Y después de salu-
dar al coronel von Kress en su cuartel general de Tel-Es-Sheriát, salimos, Esad Bey
y la Plana Mayor con los jefes de regimiento, para ir a inspeccionar el grueso de la
caballería adversaria, apostada a unos ocho kilómetros hacia el Sur de allí sobre
una hilera de desnudas lomas, que se extendía desde la confluencia de los Vadis
Sheriát y Abu-Hurera, en línea casi recta y por espacio de cinco millas, hasta el
ferrocarril que unía a Bir-Es-Sabah con Tel-Es-Sheriát; de suerte que para esas
horas el extremo ala derecha de la caballería adversaria no distaba ya sino unos dos
kilómetros de dicha ferrovía.
De haber avanzado los ingleses ese día siquiera con un escuadrón, hubieran
podido ahuyentar fácilmente la docena o dos de gendarmes árabes que protegían
aquel trozo de la vía, lo mismo que cierto puente de mampostería, de cuatro o
cinco arcos, que, al volar por los aires, hubiera dejado a Bir-Es-Sabah incomuni-
cada y, por lo tanto, a su merced.
Pero no lo hicieron. Y en ello consistió su primer error. El segundo lo expli-
caré más tarde.
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llería adversaria, tanto inglesa como australiana, que teníamos de frente amena-
zando nuestra ala izquierda.
En esto sonaron las dos de la tarde, y de entre una nube de polvo surgió,
montado en espumeante caballo, un ayudante de campo que al vernos voló en
dirección nuestra, paró en seco, saludó y entregó al coronel Esad Bey la orden de
avance. Y por más que me esforzara no me fue posible descubrir en aquel instante
sobre los tostados e impávidos semblantes de nuestros oficiales ni la más leve señal
de aquel solemne temor que suele a veces apoderarse de los hombres, al saber que
antes de un cuarto de hora pueden hallarse en la presencia del Soberano Juez.
El primero en salir de la zona de atrincheramientos fue el 7º Regimiento, a
las órdenes del valeroso teniente coronel Tcherkes-Mehemed Bey. A éste siguió el
6º, y, por último, el 8º, que acto continuo cambió de frente hacia el Sur, se des-
plegó en batalla y comenzó a avanzar al paso y al trote contra el flanco derecho de
la caballería enemiga, mientras el 6º y 7º, seguidos por nuestras baterías de cam-
paña y secciones de ametralladoras, se abalanzaban en formación cerrada y a paso
redoblado contra Esmeli, que, según dejé dicho antes, formaba el ángulo recto o
lugar de coyuntura entre el centro y el ala derecha enemigos.
La orden que llevábamos era de cortar el frente inglés por dicho lugar y obli-
gar a su caballería a retirarse o a combatir por separado.
Nuestra empresa no dejaba de ser un tanto temeraria, por cuanto nos era casi
imposible recorrer los tres o cuatro kilómetros que nos separaban de Esmeli sin
convertirnos en el blanco de casi toda la artillería enemiga, o sin que el grueso de
la caballería adversaria se lanzara en masa sobre nuestro flanco siniestro, aplastán-
dolo contra su centro.
Afortunadamente, resultó ser nuestra maniobra de avance tan rápida como
inesperada, de suerte que antes que el enemigo pudiera darse cuenta de nuestras
verdaderas intenciones, ya nuestra vanguardia, seguida de cerca por el grueso de
los 6º y 7º Regimientos, había atravesado el Vadi-Es-Sheriát, junto a Esmeli, y
avanzando a todo galope, se había abierto paso a la lanza por entre las primeras
posiciones inglesas, separando el ala derecha enemiga de su tronco, conforme
había sido nuestra intención hacerlo desde un principio.
No poco habrá influido tal vez también en la indecisión del jefe de la caballe-
ría adversaria el hecho de que carecía de órdenes directas, a causa de que al comen-
zar la acción me había adelantado yo con alguna gente y cortando sus
comunicaciones con el centro, y por tanto con su cuartel general.
No obstante, si en vez de retirarse precipitadamente y sin querer aceptar el
combate, hubiese confrontado el jefe de la caballería británica serenamente el
fuego de nuestra artillería divisionaria, y, dando media vuelta sobre la izquierda,
se hubiese lanzado siquiera con parte de sus fuerzas contra nuestra retaguardia,
hubiera podido aplastar fácilmente nuestro 8º Regimiento y entrar a tambor
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Aún me parece oír aquella lluvia de balas, que zumbaban en torno nuestro
como un enjambre de avispas, mientras que mi caballo, que iba desbocado, pare-
cíame haberse convertido en una tortuga.
A pesar de que los segundos semejaban horas, y hasta siglos, no tardé en divi-
sar, afortunadamente, tras nuestra primera fila de ametralladoras, que habían sus-
pendido sus fuegos para no herirnos, al capitán Nesis Effendi y al teniente Seki,
echados en tierra junto a sus bestias muertas y como haciéndonos señas para que
nos lanzáramos dentro de un vadi que sombreaba a nuestra izquierda. Y cuando ya
no nos hallábamos sino a un par de metros de dicho barranco, sentí algo así como
un latigazo, seguido de un dolor agudo en el muslo derecho, que me hizo perder
el equilibrio y rodar con mi bestia por toda la falda abajo, en tanto que Tasim
venía rodando detrás, sin más averías por fortuna que la parte posterior de su silla
hecha pedazos de un balazo.
Después de pasar revista a nuestros huesos y a los de nuestros caballos, nos pusi-
mos a examinar mi herida, que resultaba ser leve, y para estancar la sangre la llenó mi
asistente de una mascada de tabaco que ardió un tanto pero surtió su efecto.
Y si bien en el fondo de aquella hoyada estábamos a salvo del fuego de las
ametralladoras enemigas, nos hallábamos en cambio expuestos a sus granadas, que
iban dirigidas contra nuestra línea de combate y estallaban con frecuencia en
torno nuestro, poniendo en peligro nuestras vidas y las de nuestras bestias.
Con la mira de sustraernos a tan incómodos mensajeros, fuímonos escu-
rriendo por el fondo de laberínticas y secas torrenteras, que barría a trechos el
fuego de los ingleses, hasta que al fin nos dimos la mano con los nuestros, que nos
creían ya muertos desde hacía rato.
En esto pasaron por sobre nosotros algunos aviones enemigos, perseguidos
por el fuego de nuestras baterías de defensa aérea, al paso que un escuadrón de
infantería montada y un batallón de línea, nuestro también, se aprestaban a
ocupar posiciones avanzadas frente a Abu-Hurera.
Ello, unido al fuego del adversario, que iba disminuyendo a medida que la
tarde iba declinando, acabó de convencerme de que los ingleses habían desistido
de la lucha por fin y se hallaban en plena retirada.
Y cuando el disco ensangrentado del sol se hundió tras las desnudas lomas, y
el Esani-Köi, de flameante pira fuése tornando en silenciosa mole, que ensombre-
cían las tinieblas del ocaso, se incendiaron en el espacio las estrellas y los plateados
rayos de la luna comenzaron a extender su manto de lívidos fulgores sobre las riza-
das arenas del desierto..., al paso que nosotros íbamos cabalgando lentamente a
través de valles y colinas, dejando atrás y hacia el Naciente las azules montañas de
Judea, que parecían visiones lejanas a una distancia enorme.
Exceptuando el rumor de los arbustos, cuando el viento agitaba su ramaje, el
silencio podía decirse era completo. Sólo el lúgubre llanto de los chacales y los las-
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admiradora de figuras bien tatuadas, y añadió, con gran ingenuidad, que de haber
dispuesto de un poco más de tiempo hubiera traído también la piel de la espalda,
que llevaba dibujada una enorme serpiente azul y roja.
En consecuencia, y para impedir que siguiera profanando dicha reliquia, se la
compré por un mechedieh de plata y la hice enterrar más adelante por uno de mis lanceros.
Al acordarme de esa hiena humana y de sus compañeros, o, por mejor decir,
de esos ex-voluntarios árabes nuestros, que formaron un año más tarde el núcleo,
o cuerpo escogido, llamado “ejército libertador” del Emir Feizal, no alcanzo a
comprender, francamente, cómo la culta Inglaterra y el humanitario pueblo nor-
teamericano llegaron a aceptar al padre de éste, o sea al Jerifa Husein de la Meca,
como confirmante del Tratado de la Paz y miembro de la Liga de las Naciones.
Entretanto habíamos llegado al camino de Esmeli, por el que se deslizaba un
convoy de heridos envuelto en una nube de polvo.
Entre los infelices de que se componía, no faltaban algunos agonizantes. Sin
embargo, nunca oí un sollozo. Unicamente vi manos temblorosas, que se exten-
dían en ademán de súplica, como implorando agua para apagar la sed terrible que
los devoraba.
Al contemplar ese sublime cuadro, ese puñado de bravos que exhalaban el
último suspiro sin proferir una queja, ni un quejido siquiera, me vino a la mente
el célebre dicho de Napoleón I, que “con soldados turcos mandados por oficiales
extranjeros hubiera podido conquistar el Orbe”... e instintivamente hice formar
mi tropa y presentar armas ante aquel grupo de héroes moribundos.
A poco de hallarnos nuevamente en marcha, nos alertó el «¿quim var?» de un
centinela nuestro, y minutos después me desmonté al borde de un embudo de
granada, en el cual encontré descansando al jefe del 6º Regimiento y algunos de
sus oficiales, quienes, después de desearme la bienvenida, me felicitaron por
hallarme vivo todavía.
Envueltos en nuestros capotes y tendidos en el fondo de dicha excavación,
que despedía aún el acre olor a gases asfixiantes, nos pusimos a aguardar la llegada
de los Regimientos 6º y 7º con los cuales Esad había emprendido la persecución
de la caballería adversaria.
La situación del 6º no dejaba de ser bastante crítica, pues sus municiones se
habían agotado, y el tren con los pertrechos de reserva se había extraviado. De
haber emprendido la retaguardia enemiga aquella noche una contraofensiva,
hubiera podido exterminarlo a metralla limpia.
Afortunadamente, optaron los ingleses también esa vez por su antiguo sis-
tema de retirarse al anochecer, que nos había salvado ya en tantas ocasiones. No
obstante, hubo alarma a eso de las dos de la madrugada, cuando el suelo comenzó
a temblar bajo los cascos de millares de bestias, que, a juzgar por el estruendo que
producían y que iba en aumento, seguían aproximándosenos rápidamente.
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Excuso decir, con qué presteza no se botarían nuestros bravos en las sillas,
para desplegarse y aguardar al enemigo lanza en ristre.
Pero, por fortuna, no eran los ingleses quienes se nos iban acercando, sino
nuestros Regimientos 6º y 7º, precedidos por el teniente coronel Esad Bey, quien,
al reconocerme, me reprendió cariñosamente por haberme expuesto tal vez más de
la cuenta durante dicha jornada. Y junto a Esad venía, radiante de satisfacción, mi
buen amigo el teniente Stypa, con la Media Luna de Hierro prendida en el pecho,
en recompensa de valiosos servicios prestados, etc.
Considerando el estado precario de nuestro ganado, que hacía doce horas que
no había bebido nada, fuimos a acampar a la orilla izquierda del Vadi-Es-Sheriát,
o sea junto a la fuente de Bir-Rumeliáh.
En esto se ocultó la luna, y la oscuridad se hizo todavía más intensa, como
suele suceder antes del alba... hasta que en el horizonte comenzó a pintarse una
débil tinta grisácea, y la pálida ninfa de la aurora sacudió su rubia cabellera, ahu-
yentando las sombras de la noche, que, furtivas, se fueron alejando, heridas por las
saetas del sol naciente... al paso que la brisa, susurrando en la maleza, sacudía de
sus alas por millones las gotas de rocío, a imagen de las lágrimas del hombre, en
cuyo corazón, terco y sombrío, seguían aleteando la ambición y el odio como los
buitres, que antes del combate suelen revolotear impacientes por el espacio.
Y mientras me hallaba envuelto en mi capote, admirando aquel hermoso des-
pertar del día, noté junto a mí, parado e inmóvil como una esfinge, a un centinela
nuestro, anatolio, de pómulos salientes, nariz aguileña y cráneo achatado hacia
atrás, que contemplaba con mirada triste, al par que fiera, los polvorientos hori-
zontes del desierto.
Con su perfil de indio americano, su mediano aunque fornido cuerpo,
cubierto de plomizo uniforme, y sus manos callosas, pero bien formadas, apoya-
das sobre la boca de su carabina, representaba aquel valiente el prototipo de la
antiquísima raza hitito-alaródica, al cual pertenecen también los armenios y gran
parte de los pobladores de Siria y Mesopotamia (inclusive la mayoría de los
hebreos asiáticos), quienes, por haber adoptado la lengua y las costumbres de sus
antiguos conquistadores caldeos e indogermánicos, pasan hoy por ser pueblos
semíticos y arianos, cuando, a juzgar por la configuración del cráneo, no son ellos
realmente tales semitas o indogermanos, sino miembros inequívocos de la antiquí-
sima raza hitito-alaródica, cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos.
Basándome en las observaciones que pude hacer durante los cuatro años que
permanecí en Turquía, me atrevería a afirmar que ni los armenios son de origen
indogermánico, aun cuando hablen una lengua de raíz ariana, ni los turcos actua-
les son mongoles porque hablen un idioma turano, sino que tanto los unos como
los otros pertenecen en su mayoría a esa misma raza hitito-alaródica, cuya fracción
oriental, o armenia, sometieron los indogermanos pueblos escitas y cimerios, pro-
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cedentes del sur de Rusia, a fines del primer milenio antes de Jesucristo, al paso
que las invasiones mongólicas de los seljúcidas y de los otomanos impusieron no
sólo su sello al resto de dicha raza (que habita y sigue habitando el centro y oeste
de Anatolia), sino también su religión mahometana, que representa hoy, por
decirlo así, el único distintivo ya entre los así llamados turcos y la inmensa mayo-
ría de los armenios.
No olvidemos que el 90% todavía más tal vez de los pobladores del Asia
Menor eran cristianos antes de la conquista de los moros y que la población
musulmana de las ciudades de Van, Bitlis, Erzerum y Karput, que hoy son las
capitales de los cuatro vilayatos denominados “armenios” de Turquía, se compone
en su mayoría de los descendientes de armenios renegados, que durante el trans-
curso de los siglos se fueron convirtiendo a la fe del Dios único por conveniencia
únicamente, esto es, impulsados por ese mismo amor al lucro que indujo a los
armenios de nuestros días a irse convirtiendo todavía hasta principios de la guerra,
de armenio-ortodoxos y gregorianos, a protestantes-luteranos, anglicanos, presbi-
terianos, católico-romanos.
Y para dar todavía más consistencia a la aserción que precede, me permitiré
observar, que aparte de las conversiones de algunas decenas de millares de arme-
nios-ortodoxos y demás cristianos semipaganos del Cercano Oriente al catoli-
cismo, etc, dudo que haya habido más conversiones al cristianismo en el Imperio
Otomano desde que Turquía es Turquía.
En cambio, la mayor parte de la población cristiana de ritos orientales en
dicho país (inclusive los laz y centenares de miles de griegos ortodoxos) si ha ido
adoptando, sobre todo durante el siglo pasado y a veces hasta por millares, la fe del
Dios único, y formando focos de fanatismo, como, por ejemplo, en las provincias
orientales, donde el populacho mahometano, descendiente de los antiguos rene-
gados armenios, se cebó, especialmente durante las últimas matanzas, extermi-
nando cristianos.
No pocos alegarán, sin duda, que también los kurdos fueron autores impor-
tantes en las tales matanzas, sin darse cuenta de que el 80% de éstos, o sea la casta
de los manumisos, llamados «gurán», se compone casi totalmente de antiguos
pueblos hitito-alaródicos, que sometiera y asimilara la casta conquistadora de los
«ashiretes», y que en muchos casos, como el de los «zazas» del Dersin, v. gr., aún
hablan un idioma parecido al de los armenios y profesan un dogma que no es ni
mahometano siquiera, sino un conglomerado muslímico-cristiano, basado en
parte en las doctrinas de Zoroastro, y que no deja de tener bastante parecido con
el catolicismo semipagano de muchos de los armenios ortodoxos de las provincias
orientales.
Yo creo que a excepción del 10% de sangre ariana y otro tanto de sangre
mongólica, y no obstante su habla turano-semita, impuéstole por las diferentes
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Francia tuvo que intervenir a mano armada para tratar de salvar el resto de la pobla-
ción cristiana del Monte Líbano, fueron obra casi exclusivamente de los drusos.
Ahuyentados por los franceses de la costa y en su mayoría también del Monte
Líbano, fueron los drusos a establecerse entonces en torno del Dyebal Haurán y
en las inmediaciones de Damasco, desde donde siguen fomentando la viva oposi-
ción al régimen francés que, según parece, continúa imperando no sólo en la
cuenca del Oronte, sino también en Hama, Homs, Alepo, Damasco y Beyruth.
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Capítulo XXIV
Los capitanes Sterke y Schuhmacher, los tenientes Birke y Bayer y los jefes de
las baterías de defensa aérea, que eran los tenientes Krämer, Kraus, Strauch, Zölch
y el intrépido Lepique, fueron los únicos que permanecieron en su puesto, hacién-
donos compañía y defendiendo junto con el resto de la artillería a Bir-Es-Sabah
contra los ataques continuados y atrevidos de los bravos aviadores enemigos.
El 2 de mayo hubo alarma general a causa del avance de dos regimientos de
caballería adversaria, que, después de rechazar a nuestras avanzadas en Abu-Galiún,
se habían apoderado, temporalmente, de dicha posición, por lo cual, y en vista de
que en esos días nos hallábamos casi del todo faltos de infantería, nos vimos precisa-
dos a guarnecer nuestros atrincheramientos con caballería desmontada.
Si los ingleses, quienes deberían de haber estado al corriente de ello por sus
espías árabes hubiesen simulado esa vez un ataque frontal, para luego caer con
el grueso de su caballería sobre nuestro flanco izquierdo, hubieran podido arro-
llarnos fácilmente y obligarnos a desocupar Bir-Es-Sabah en el término de la
distancia, por decirlo así. Pero no lo hicieron, limitándose apenas a hacer
demostraciones con patrullas de infantería montada frente a nuestro sector
meridional, que acabaron por convencer al teniente coronel Esad Bey de que yo
tenía razón cuando, cierta vez, dos meses antes, había declarado que Bir-Es-
Sabah era el punto más vulnerable de nuestro frente, a causa de que carecía de
obras de defensa en aquella dirección, o sea por el lado de El-Hafir, de que,
según lo aseguraban los beduinos, la caballería adversaria se había apoderado
por sorpresa el 5 de mayo (1917).
Esta nueva, que cayó como una bomba en nuestro cuartel general, dio por
tierra con la tesis bastante generalizada de que el enemigo no se atrevería a avan-
zar por el sector meridional, sobre todo cuando el día siguiente un tren blindado,
que habíamos despachado en esa dirección, fue tiroteado a mitad de camino entre
El-Hafir y Bir-Es-Sabah por una fuerza enemiga emboscada.
Para impedir que los ingleses fueran a tratar de establecer una nueva base de
operaciones a retaguardia de su ala derecha, o sea en El-Hafir, y para distraer, a ser
posible, hacia el desierto del Tih el grueso de su caballería, cuya presencia ante
Gaza nos hacía temer un nuevo avance general del ejército de Lord Allenby, recibí
orden de organizar y encabezar una expedición independiente, formada por fuer-
zas de caballería únicamente, cuya misión había de consistir en abrirse paso a
través del ala derecha de los ingleses, en apoderarse del Sinaní egipcio, y en atacar
e inquietar desde allí las comunicaciones a retaguardia del frente enemigo
(Rückwärtige Verbindungen).
Con tal motivo me fue expedida, el 8 de mayo, en el Cuartel General de Tel-
Es-Sheriát, la patente de «montaca-comandane», o Gobernador Militar del Sinaí
egipcio, con El-Hafir y Bir-Biren como base de operaciones. Y el día siguiente, a
las nueve de la noche, emprendí la marcha en dirección al Sur, al frente de una
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en torno de alguna marcha verduzca, las negras tiendas de una cábila beduina o las
amarillentas ruinas de la que miles de años antes había sido, quizás, una urbe
populosa.
Tales ciudades, antiquísimas, debieron de haber figurado como emporios de
riqueza en tiempos de David y de la reina Saba del Ofir, o quizás, durante la época
floreciente de la Arabia Pétrea.
Pero su gloria se ha desvanecido como el humo. El comercio de tránsito entre
la India y Egipto, que les daba vida, ha cesado desde hace cerca de diez y siete
siglos. Y entre las ruinas de sus tumbas, palacios y portales de piedra, cubiertos de
exquisitos labrados, como los de Ed-Deir, El-Kasneh y El-Kazr-Faraón, que sub-
sisten aún en la famosa Petra, a orillas del Vadi-Musa... no se oye hoy ya sino el
graznido de los buhos, el rugir de las fieras y el nocturno aleteo de los vampiros.
Y a imagen de los grands seigneurs, que en ellos vivieron algún día, también
aquellos palacios y ciudades tuvieron su época de magnificencia, y son lo que con
el tiempo llegarán a ser tantas otras ciudades, en que en nuestros días la opulencia
y el lujo imperan omnipotentes... pues todo en este mundo tiene su tiempo y todo
tiene que desaparecer.
En las ciudades ruinosas de aquellos desiertos refléjase el símbolo del destino
universal, ya que, según reza un antiguo dicho, “la civilización es como la luz del
sol, que brilla para hacer todavía más intensa la oscuridad, cuando deja de lucir.”
En la península arábiga, o Dyesiret-El-Arab, de que forma parte el Badiet Et-
Tih, o el desierto del Sinaí, de que estamos hablando, se apoyan dos grandes
regiones: una al Sur, y la otra al Norte.
El centro de esta enorme lengua de tierra lo forma una altiplanicie de unos
ocho mil pies de elevación y geográficamente casi inexplorada, llamada El-Neshd,
cuya linde oriental y sudoriental, vecina al litoral del Océano Indico, la pueblan
en parte los beduinos «gleb», o cazadores de gacelas, que descienden de gitanos
oriundos de la India, al igual que la fanática secta de los «vahabitas», que más de
una vez ha hecho temblar a los sunitas y a sus califas otomanos en Estambul.
De Arabia surgió en el siglo VII el movimiento musulmán, y aun cuando
árida por punto general a causa de no poseer un solo río, pues el Meidam, el Chab
y el Aftán no son sino torrentes casi siempre secos, en sus oasis, y sobre todo en
torno de las poblaciones cercanas a los arroyos, suele ser a veces en extremo grande
la fertilidad de su suelo.
Entre sus productos de exportación figuran el azúcar, algodón, incienso, bál-
samo y bananas, mientras que entre sus principales fuentes de riqueza, también
extensas pesquerías de perlas, a lo largo del Golfo Pérsico, y una excelente cría de
dromedarios de silla y de caballo.
Su costa occidental, que baña el Mar Bermejo, o Rojo, desde el Bab-El
Mandeb hasta cerca de Dchidah, y que llevaba antiguamente el nombre de Arabia
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Y poco antes del anochecer cruzaron lentamente por el espacio tres pardos
aviones enemigos, semejantes a alados tiburones, olfateando por aquí y por allá,
como en busca de alguien... ¿de nosotros, tal vez?
En vísperas de nuestra partida me había prometido el teniente coronel Esad
Bey remitirme el resto de nuestras provisiones en un tren blindado, que había de
esperarnos al oscurecer del día 14 en la abandonada estación de Tel-Abiad, o sea
hacia el naciente de El-Hafir y en las inmediaciones de las ruinas de Abiad, cuya
historia y origen desconozco.
Habiendo resultado aquella noche, sin embargo, en extremo oscura, nos
tomó la tripulación del tren, al acercarnos, por el enemigo, y en vez de aguardar
nuestra llegada, arrojó las provisiones sobre la vía y se largó a toda máquina, des-
pués de dispararnos unas cuantas descargas.
Tan extraña al par que poco amable despedida, que resultaba hasta cómica a
primera vista, no dejó de hacerme recordar que nos hallábamos en pleno Sinaí
egipcio y por lo tanto en una zona sumamente peligrosa e infestada de cábilas
rebeldes y de bandoleos que, valiéndose del pomposo título de voluntarios de Su
Majestad Británica, se habían posesionado de El-Hafir, Bir-Biren, Kuzeima,
Magdabah, etc., persiguiendo a los beduinos turcófilos y cometiendo toda clase de
desafueros y de crímenes que tenían azorada a la población pacífica de aquellos
contornos.
Bien pagados, bien montados y bien informados por un sistema de espionaje
que tenía ramificaciones entre casi todas las cábilas del desierto, iban y venían
dichos señores por doquiera, precedidos u orientados por sus emisarios, disfraza-
dos de derviches o comerciantes ambulantes, que adelantaban a los beduinos toda
clase de recursos con tal de tenerlos de su parte y servirse de ellos más tarde, si
posible, hasta de agentes auxiliares.
Al más peligroso de entre ellos parece que mi gente logró echar mano algu-
nos días después, en el camino de Magdabah y lo pasó a cuchillo junto con media
docena de sus compañeros.
Alejado el tren, recogimos las provisiones a toda prisa y regresamos al campa-
mento, que sólo se diferenciaba del desierto por el brillo de las armas y los blancos
kefíehs de nuestros centinelas, apostados tras de las rocas y zarzales. Y al entrar al
vivac, que encontramos sumido en el más profundo silencio, me sorprendieron
favorablemente el orden y la disciplina de nuestra tropa, así como la obediencia
ciega de nuestros irregulares, de quienes, en honor a la verdad sea dicho, nunca
tuve el menor motivo de queja.
Tras un par de horas de descanso, y aprovechando el claro de la luna que
luchaba por abrirse campo a través de un lienzo de cúmulos plateados, partí al
frente de tres escuadrones para ir a sorprender a los irregulares enemigos, que
seguían posesionados de El-Hafir. Pero éstos parece que se esperaban ya a nuestra
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llegada, pues al entrarles nuestra vanguardia por el flanco derecho, tocaron “bota-
sillas” y, después de un vivo tiroteo, se retiraron en fuga precipitada hacia
Magdabah, mientras yo meditaba si meterle candela a la población de El-Hafir, y
acabar de una vez para siempre con esa infernal guarida de bandidos y comitadchis
enemigos.
Acto continuo despaché dos secciones para que concluyesen de dinamitar
los pozos de Bir-Biren, y, siguiendo en dirección al Sur, se posesionaran y me
trajesen vivo o muerto al kaimakam de Kuzeima (sita al Poniente del histórico
Aín-El-Cadis, o Kadesh-Barneah del Antiguo Testamento), que el gobierno
había declarado traidor a la patria por una y mil razones harto justificadas.
Después de su partida, me dirigí con el resto de la fuerza camino del
Dyebel-Helal, o de la montaña de la luna, para tratar de echar mano todavía
a otro pájaro de cuenta, llamado Sheik-Atíen, que era descendiente del
Profeta y jefe de una de las cábilas más feroces del Badiet-Et-Tih.
Y cuando momentos antes del anochecer nos íbamos acercando al romántico
Dyebel-Helal (desde cuya cima se columbra ya, como una franja oscura, el Canal
de Suez), nos encontramos con que el bravo Sheik-Atíen había preferido más bien
no aguardar nuestra llegada y, levantando el campamento a toda carrera había ido
a refugiarse con toda su cábila en el corazón del desierto.
Empero, por un par de prisioneros que logramos siempre hacerle después
de un breve aunque reñido combate de retaguardia, supe que nuestra llegada
había causado no poca sensación en el Sinaí, y que los espías enemigos, enga-
ñados por nuestras nocturnas idas y venidas, habían anunciado a los ingleses
la presencia no de una sino de varias fuerzas expedicionarias otomanas, que en
resumidas cuentas resultaban ser siempre la misma... la nuestra.
Por ellos supe igualmente que un alto comisario inglés en El-Arrish, de
nombre M. Wilwon, si no me equivoco, había convocado en esos días a los
jeques y notables de aquellos contornos para inducirlos a que se pusieran a las
órdenes del Jerifa Huseín de la Meca.
Y como los informes de dichos individuos correspondían casi exacta-
mente con la realidad de los hechos, en vez de mandarlos fusilar, conforme
había sido mi intención hacerlo al principio, los hice soltar, y, para que no
fueran a temer acaso que les iba a aplicar la “ley de la fuga”, que entre nosotros
se acostumbraba mucho, los convertí antes de marcharse en mis «musafires» o
huéspedes sagrados, convidándolos a compartir conmigo mi modesta cena.
De vuelta al campamento encontramos en el camino a varias diputacio-
nes de las cábilas circunvecinas que iban a ofrecer el besamanos en seña de
sumisión. Y después de una partida de marchas y contramarchas para despis-
tar a los espías enemigos, fuimos poco antes del amanecer a descansar un rato
en las cercanías del pozo de «aín-el-asludch», que era una de tantas cisternas
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naturales, ocultas entre las grietas y las cavidades de las rocas, que los no ini-
ciados difícilmente lograrían encontrar por sí solos.
Cada uno de esos pozos tiene su dueño, que lo conserva como un tesoro
oculto, pues de él depende para abrevar su ganado cabrío y lanar durante los
ocho o nueve meses de sequía absoluta que suelen convertir aquellas estepas
en otros tantos infiernos terrestres.
Cuando se anda sediento por aquellas soledades, es cuando uno llega a
saber si cuenta verdaderamente o no con amigos en el desierto, pues el jefe
militar inconsiderado, que, abusando de la bondad de aquella pobre gente se
pone a derrochar el agua que les pertenece y tanta falta les hace para el soste-
nimiento de sus rebaños, corre el peligro de perecer de sed con toda su tropa,
a veces hasta en medio de la abundancia, puesto que, una vez señalado como
abusador, difícilmente encontraría ya quien le enseñase uno de esos pozos sal-
vadores, que en ocasiones sólo conocen sus dueños y su servidumbre.
Y al aclarar el día, formóse en torno de la fuente de «aín-el-asludch» un
cuadro altamente pintoresco. Pastores árabes, jóvenes y ancianos, vestidos con
trajes bíblicos, y esbeltas rebecas con lustrosas ánforas balanceando sobre sus
cabezas, iban y venían, incesantes, abriéndose paso con ademanes y exclama-
ciones por entre los rebaños de lanudos corderos y cabritos juguetones, que
pretendían querer disputarles aquel cristal divino.
Nuestra presencia parecía tener sin cuidado a aquella buena gente, sin
duda, porque nos conocían ya de nombre y sabían que éramos amigos de los
pobres, pues en el desierto todo se sabe.
De día se comunican las noticias a larguísimas distancias por medio de
señales convenidas (como entre nuestros indios), al paso que de noche, por
medio de hogueras o alaridos prolongados, que se oyen a veces a kilómetros de
distancia y cuyo eco retumba de cumbre en cumbre hasta ir a perderse como
un suspiro de muerte en medio de las oscuras soledades del desierto.
Cuando nos llegó nuestro turno, dimos de beber primero a los dromedarios
sanos y luego a los sarnosos, para evitar el contagio, porque el beduino cuida
mucho de la salud de su bestia, pues de ella depende su vida casi diariamente.
Cuando una camella pare en el camino, carga su amo con el potrico a
cuestas durante un par de horas antes de permitirle que camine solo.
El camello, sea de raza o de carga, se cría con los hijos de su dueño y
duerme con ellos bajo una misma tienda, cual si fuere miembro de la familia.
Sólo así se explica el gran afecto que suelen sentir esos animales por sus amos,
especialmente los «hedchins», o dromedarios de carrera, que los beduinos
montan a veces hasta sin cabestro y sin más silla que un albornoz enroscado
en torno de su giba.
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Cuando llegamos por fin a nuestro campamento, encontramos allí ya las sec-
ciones aquellas que yo había despachado dos días antes con rumbo al Sur. Y por
su jefe supe que al llegar a las inmediaciones de Kuzeima, los partidarios del kai-
makam habían salido a su encuentro y les habían librado fuerte combate, así como
que cuando ya se disponían a aplicar la antorcha a dicha kasaba, se había presen-
tado una disputación, formada por varios de sus notables, con una carta para mí
y firmada por ellos, en la cual me reiteraban su adhesión inquebrantable hacia Su
Majestad el Sultán, y desaprobaban de una manera categórica la conducta del kai-
makam y sus partidarios, quienes, después de su derrota, se habían ido a refugiar
en las vecinas montañas de El-Makrák, o la bíblica Kadesh-Barnea.
Y una hora más tarde cuando el plateado disco de la luna había comenzado a
asomarse ya en el horizonte, se presentó, desarmado y montado en un camello
blanco, gigantesco y ricamente enjaezado aquel Sheik-Atíen que dos días antes
habíamos ido a buscar en su campamento del Dyebel-Helal, para fusilarlo..., y
tocando por medio de una profunda inclinación, con la diestra al suelo, luego el
corazón y por último la frente, me declaró con entera franqueza que en vista de la
generosidad con que yo había tratado el día antes a sus compañeros, prisioneros
nuestros, lo había juzgado de su deber venir a ofrecerme sus excusas por su con-
ducta pasada. Y como acompañara su solicitud de la palabra «reyá-ederim», que,
según los preceptos del Alcorán, lo hacía acreedor a la clemencia, no sólo le per-
doné, sino le di en presencia de todos un cordial apretón de manos, que me valió
un nuevo amigo y la adhesión de uno de los jeques más poderosos del Sinaí.
Con la carta de los notables Kuzeima, que remití en el acto a nuestro cuartel
general, y la sumisión incondicional del Sheilçk-Atíen y la de casi todos los jefes
de cábila más importantes de aquella zona, quedaba cumplida la primera parte de
misión, que consistía en restablecer la soberanía de la Sublime Puerta sobre aque-
lla importante provincia de Egipto.
Una vez libre de ese cuidado, púseme a dar los pasos necesarios para cumplir
con la segunda parte de mi cometido, que había de consistir en tratar de atraer el
grueso de la caballería enemiga hacia los desiertos del Sinaí, a fin de impedir que
Lord Allenby fuera a precipitar una tercera batalla de Gaza, que hubiera podido
resultar fatal para nosotros en razón del estado crítico en que se hallaba nuestro
ganado por falta de pasto.
Después de la rendición de Sheik-Atíen, pasamos tres o cuatro días reco-
rriendo el desierto en diferentes direcciones para someter a los recalcitrantes e
infundir ánimo a los jeques leales, cuando en la tarde del 21 de mayo, si no yerro,
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Después de la cena fui con mi ayudante a dar una vuelta por el campamento,
que ofrecía un aspecto pintoresco en alto grado.
Por doquiera vislumbrábanse en medio de la penumbra, como aros de
sombra, los apretados círculos de rumiantes dromedarios, echados en la arena. Y
en lo alto, coronando la negruzca cima del Dyebel-El-Kern, perfilábanse en un
cielo sembrado de pedrería las borrosas siluetas de los centinelas... mientras que en
torno de las humeantes hogueras flameaban con la luz intensa del desierto colla-
res y más collares de negrísimos diamantes, incrustados en los tostados rostros de
mis sarracenos.
Por doquiera destellaban bajo el rojizo brillo de las llamas los lucientes caño-
nes de los máuseres, puñales de plata y curvas cimitarras, de doradas empuñadu-
ras, que parecían dormir el sueño de la gloria en sus fundas de terciopelo verde y
escarlata.
Y sentado en medio de aquellos hijos del desierto, con la Media Luna estre-
llada sobre la frente, hallábase un venezolano, a quien extrañas coincidencias de la
vida habían convertido en el representante del Califa y último portaestandarte del
pabellón otomano sobre las ardientes arenas del Sinaí egipciano.
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Con aquello bastó. En el acto se llenó la lista. Y media hora después partimos,
menos la guardia del campamento, todos rumbo a lo desconocido.
En el pozo de «abu-anguileh» dimos de beber a nuestras bestias, y seguimos
avanzando por todo el fondo del Vadi-Ansarak. Pero temiendo que la espesa nube
de polvo que íbamos levantando nos fuera a descubrir al enemigo, nos abrimos
hacia la derecha, y, costeando por todo el borde septentrional del desierto, que se
extendía como una cinta gualda de Naciente a Poniente, llegamos después de
varias horas de marcha a cierto sitio llamado el «sheitan-deresi», o la hoyada del
diablo, en que resolvimos esperar la caída del sol.
Era mediodía en punto, o la hora de los muertos y de los espectros en el desierto.
Y con el rostro envuelto en mi kefíeh de seda para protegerlo de los rayos de
un sol de oro, me quedé contemplando aquellas soledades de una tristeza incon-
mensurable, que se extendían ondulantes hasta el confín sombrío, formando hori-
zontes polvorientos, en que apenas se vislumbraban como tremolando, las
violáceas siluetas de las dunas.
Fuera de un verdoso áspid, que silencioso se deslizaba al pie de un matorral,
fragante a incienso, o el arco iris, que triunfal temblaba en el azul profundo del fir-
mamento, sólo la muerte parecía extender sus alas sobre aquellos desiertos de lívi-
das arenas, en que de vez en vez interrumpía el silencio sepulcral la ronca voz del
furioso vendaval, o el fiero retumbar del bronce, anunciando que allá hacia el
Tramonte otro de tantos combates de avanzada se hallaba librando en torno de
Gaza o de Bir-Es-Sabah.
Y cuando la tarde comenzó a tornarse de rosa en lila, fuése Ibrahim Effendi
acercando cautelosamente en dirección de Magdabah, mientras que Halil y los
suyos, de hinojos y con los brazos extendidos hacia la Meca, imploraban la bendi-
ción de Alah.
Fortificados por ese acto de fe, que tanto honra a los musulmanes, lanzáronse
entonces aquellos bravos en las sillas y desaparecieron en el horizonte, en tanto
que yo, apretando el paso, regresaba con el resto de la fuerza y por el camino más
corto al promontorio del Dyebel-El-Kern, que a imagen de pirámide sombría
erguía su ruda frente en medio de un caos de áureas lejanías.
Como pensaba proteger la retirada de Halil e Ibrahim Effendi desde dicha
altura en caso que fueran perseguidos, hice montar las guardias sobre los puntos
salientes de la montaña, confrontando el desierto, y alinear los camellos en el
centro del vivac, más sin desensillarlos, prontos a toda eventualidad.
La noche era en extremo oscura, y excepto el lejano llanto de los chacales
apenas se sentía la brisa azotando la maleza sobre la falda del monte, o el paso
cadencioso de los centinelas... mientras que nosotros, con las armas calzadas y un
pie en el estribo, no desviábamos la mirada del horizonte, en que las estrellas se
iban sumergiendo unas tras de otras a medida que las horas iban transcurriendo...
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Hasta que de pronto, a eso de las once, divisamos en dirección de Magdabah una
intensa y azulada llamarada, que iluminó el cielo por instantes y fue seguida por
el lejano estruendo de dos detonaciones, cuyo eco siguió rodando y retumbando
por la oscura superficie del desierto como el rugir salvaje de un león herido.
Ibrahim Effendi había cumplido con su deber. Magdabah se hallaba presa de
las llamas.
Y a eso de las dos de la madrugada, dos detonaciones más, del lado de la
costa, nos vinieron a anunciar que también Halil había cumplido como bravo.
¡Alah akbar! ¡Alah kerim!
Que aquello había de poner en movimiento a los ingleses, lo sabía yo de ante-
mano, puesto que Magdabah apenas distaba unos cuantos kilómetros del campo
atrincherado de El-Arrish, al paso que el sitio en donde Halil acababa de hacer
volar la ferrovía enemiga debía de haber sido, a juzgar por las detonaciones, tam-
bién en un lugar sumamente cercano a dicha plaza fuerte.
Y conociendo como conocía yo a los ingleses y sus inalterables leyes de des-
quite, me puse a leer con ayuda de mi lamparilla eléctrica una novela titulada «The
iron pirate», que había encontrado en un vivac abandonado del enemigo cerca de
El-Hafir, convencido de que la diversión de la caballería adversaria hacia aquellos
desiertos, que yo me había propuesto provocar por medio de esa expedición iba a ser
un hecho consumado en menos de veinticuatro horas. Y no me había equivocado,
pues minutos antes del amanecer, cuando había cerrado y colocado ya mi novela en
las alforjas de la montura para ir a echar un vistazo por las avanzadas, se presentó el
jefe del día, acompañado del beduino «Hamdi the kid», como lo llamaba yo porque
no tenía sino catorce años, y me informó que nos hallábamos rodeados por el ene-
migo en tres direcciones, por el norte, el sur y el oeste.
Al oír aquello, monté a caballo para ir a cerciorarme. Y efectivamente. Al
coronar la cumbre me señalaron los centinelas varias colinas circunvecinas ocupa-
das por piquetes de caballería enemiga desmontada y tendida en el suelo, cuyos
oficiales nos estaban observando atentamente por medio de sus binóculos.
Aquello me bastó. No había ni un minuto que perder, y en llegando al cam-
pamento despaché el grueso de la fuerza al «march march» por todo el fondo del
Vadi-Anserak, en dirección de Oriente, que aún se hallaba franca, al paso que yo
mismo me quedaba atrás con un piquete de gente escogida para cubrir su retirada
en caso necesario.
Minutos después de haber partido aquél, emboqué con mi escolta por un
vecino barranco, hasta que llegamos a cierta colina, despejada, que coronamos y
desde cuya cúspide se divisaba perfectamente un grupo de exploradores enemigos
estirados sobre los cuellos de sus caballos, observando desde un centenar de
metros a lo sumo el vivac que acabábamos de abandonar.
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Una descarga nuestra los convenció de que el pájaro había volado, y sin
perder su tiempo en contemplaciones viraron hacia la derecha y se pusieron a per-
seguirnos de cerca.
Desde una segunda colina, que ocupamos después de aquella, pude conven-
cerme de que el Generalísimo británico me había honrado quizás más de la
cuenta, toda vez que aquellos ya no eran escuadrones, sino regimientos enteros,
formados en columnas de marcha, los que brotaban como torrentes desbordados
de entre los desfiladeros de las montañuelas vecinas al desierto y su secadales.
Olvidando el peligro inminente que nos amenazaba, y a pesar de que una
columna interminable avanzaba a paso acelerado para tratar de cortarnos la retirada
por el lado de El-Hafir, no pude menos de pararme para admirar durante largo rato
aquel hermoso despliegue de fuerzas y de energía indomable con que el General en
Jefe de la caballería adversaria se había propuesto darnos el golpe de gracia.
Ocupando y desocupando posiciones más o menos ventajosas, fuímonos
batiendo en retirada hasta que llagamos por fin a la hondonada en que se hallaba,
listo ya, nuestro convoy de provisiones y municiones, que hice movilizar en el
acto, y disparando a diestra y siniestra, seguimos retirándonos hacia Levante.
En esto se nos atravesó el espacioso Vadi-El-Abiad, que cruzamos junto a las
ruinas del Meshrifeh, desde las cuales se desprende cierta ruta imaginaria hacia el
Mar Muerto, que utilicé, como era natural, para poner en salvo nuestro convoy de
heridos. Y en tanto nos hallábamos atrincherados entre dichas ruinas, tratando de
hacer frente como podíamos a aquella avalancha de fuerzas enemigas, que amena-
zaban arrollarnos y triturarnos bajo su peso, desembocó por nuestro flanco dere-
cho, o sea por el costado del norte un regimiento de caballería australiana, que de
haber llegado cinco minutos antes, hubiera podido cortarnos la retirada y exter-
minarnos con sus ametralladoras en campo raso.
Cuando supusimos ya a salvo nuestro convoy, partimos a paso redoblado a
fin de ir a proteger el puente de Abiád, que amenazaba todavía otra columna de
magnas proporciones. Pero llegamos tarde. Una espantosa detonación que hizo
temblar el suelo a kilómetros a la redonda, nos vino a anunciar a mitad del camino
que dicho viaducto había volado por el aire de una sola carga.
Ese día me acordé de aquella vieja frase “no jugar con fuego”. La diversión de
las fuerzas británicas, que yo me había propuesto provocar por medio de esa teme-
raria expedición a ochenta o tal vez más kilómetros tras el frente enemigo, había
acabado por convertirse en un verdadero diluvio de cascos y de dinamita que en
menos de doce horas había de arrasar el sector del ferrocarril de Kuzeima com-
prendido entre el Vadi-Aslúdch y El-Hafir. Esa formidable fuerza, que llovió
sobre nosotros como el azufre destructor sobre Sodoma componíase, según me
contó a mi regreso el comandante Mühlmann, de cuarenta a cuarenta y tres escua-
drones, es decir, del grueso de la caballería enemiga acompañada de ametrallado-
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logró por fin sustituir al comandante von Leyser en el mando de dicho regi-
miento, que correspondía a von Leyser por derecho y por justicia.
Tan flagrante arbitrariedad por parte de no importa quién haya sido, costó al
coronel Esad Bey no sólo muchas de las simpatías de que había venido gozando hasta
entonces entre la oficialidad alemana del IV Ejército, sino también hasta cierto grado
la admiración de no pocos entre sus mejores oficiales otomanos, a quienes chocó y dis-
gustó altamente su manera de proceder en tan bochornoso asunto.
Mas así y todo, no cabe duda que el coronel Esad Bey era por lo general un
hombre justo más bien y en todo tiempo un cumplido caballero y esforzado pala-
dín, a cuyas órdenes tengo a alta honra haber podido actuar y militar.
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A los dos días de haber regresado a Bir-Es-Sabah, llegó un telegrama del Alto
Comando en Damasco, concediéndome permiso para ir a Constantinopla cuando
gustare.
Semejante orden, que yo sí sabía de dónde provenía, y que no dejó de sor-
prender sobre manera tanto al coronel von Kress como al teniente coronel Esad
Bey, me llenó de satisfacción. Y con el corazón henchido de gratitud hacia aquel
leal amigo, que sólo Dios sabe cuánto no bregaría por obtenerme dicho permiso,
me embarqué inmediatamente con mis asistentes, perros y caballos en un tren
militar, camino a Damasco y Alepo, donde apenas me detuve el tiempo necesa-
rio para mandar enganchar mi vagón a un exprés, que había de salir poco después
con destino a Adana.
El cuarto de hora que necesitó dicha maniobra me pareció un siglo. Tal era
mi aprehensión de que entretanto fuera a llegar alguna contraorden disponiendo
mi traslado al Cáucaso o Mesopotamia, pues el estigma de haber presenciado las
matanzas armenias en las provincias orientales del Van y Bitlis seguía, no obstante
mis recientes servicios prestados en los desiertos del Sinaí, grabado en mi frente
con letras de sangre, y continuaba haciendo bambolear sobre mi cabeza la flame-
ante espada de Damocles.
Gracias a mi premura pude llegar a Constantinopla antes que el telegrama
anunciando mi partida, de suerte que cuando al día siguiente de mi arribo des-
monté ante el «Seraskeriat», o el Ministerio de la Guerra, para ir a ofrecer mis res-
petos al archifanático coronel Osman-Chefket Bey, que regentaba la “sección
personal” de dicho ministerio y era, según supe luego, quien más temía mi llegada
por motivos de conciencia, fui muy bien recibido no sólo por este diminuto y
obeso caballero de fisonomía rubicunda, ojos azules y mostachos y cabellos encen-
didos, sino también por el vice generalísimo Enver Pachá, quien, después de col-
marme de elogios por mi actuación militar desde que había llegado a Turquía, me
concedió desde luego permiso para reposar durante un par de meses en aquella
por mil títulos interesante capital de los osmanlis.
Y hallándonos como nos hallábamos a la sazón ya a mediados de julio, y, por
lo tanto, en plena temporada de baños, en vez de instalarme en el barrio europeo
de Pera, conforme había sido mi intención hacerlo al principio, me acomodé en
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un bonito apartamento del otro lado del Bósforo, en la histórica villa de Kadi-Köi,
o Calcedonia, la de los fenicios, donde el general von Bronsart y varios otros ofi-
ciales superiores alemanes se hallaban ya pasando la temporada del estío.
El suburbio de las quintas de dicho lugar, en que me había hospedado, llamábase
Moda. Y había sido desde su blonda playa, que bañan las ondas de la Propontide, que
en una rosada tarde del mes de enero (1915) había estado yo contemplando, herido de
melancolía, aquella caída del sol y aquel crepúsculo sublime, que parecía inundar de
sangre roja y tibia los alminares mil e innumerables cúpulas de Estambul.
Y durante una de esas noches embalsamadas, en que el ruiseñor gorjea en la espe-
sura de magnolios en flor, y el oscuro bosque de cipreses de Scutari, gime y se mece
desconsolado en torno de rotas y marmóreas sepulturas, cubiertas de arabescos y que
la pálida luz de las estrellas besa, se celebró en los salones de los exelentísimos señores
de von Bronsart Pachá una amena fiesta, a la que había de asistir entre otros también
el teniente coronel Guhse Bey, Jefe de Estado Mayor del III Ejército, a quien yo no
había vuelto a ver desde que nos habíamos separado en Erzerum a principios del 1915.
Y hallándome sentado aquella noche a la derecha de Su Excelencia, y frente a un
caos de rosas encendidas, en tanto que el bermejo parpadeo de las arañas arrancaba
haces de irisada luz a los aderezos de las damas y a las cruces de los caballeros, comencé
a sentir, después de dos años de penas y zozobras, una vez más ese extraño estremeci-
miento que la vida de salón suele despertar en el corazón de todos aquellos que llevan
al cinto la espada y calzan espuelas de oro... y sin saber por qué me acordé de la lejana
patria, allende de los mares.
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inmensos en pinturas ocultas y mosaicos, los cuales no conocerán la luz del día
hasta que la Media Luna haya sido reemplazada por la Cruz sobre la cúpula cen-
tral del Aghia-Sofía.
Vista desde fuera, no ofrece dicha mezquita el aspecto grandioso que se le
suele atribuir. Es una mole gris, que termina en una cúpula rodeada de cuatro
minaretes, desiguales por cierto, y de mucho menos mérito que los alminares de
las mezquitas de Ahmed y de Sulimaniyeh, con sus dobles y triples galerías en
forma de collares, que, al iluminarse durante las noches festivas, adquieren el
aspecto de coronas encendidas y suspendidas unas sobre otras en el espacio.
De dichos cuatro minaretes, dos los hizo erigir el sultán Mohamed-El-Fati, el
tercero lo dedicó Selim II, al paso que el cuarto lo ofrendó, con la media luna en
su cúpula central, el conquistador de Bagdad, Murates IV.
La grandeza imponente del Aghia-Sofìa no se conoce hasta que uno entra por
su portal mayor y se encuentra frente al vacío inmenso de la nave principal, o
bóveda central, que mide cerca de doscientos pies de alto por ciento quince de
diámetro, y se apoya, ya no recuerdo si en dos o tres medias cúpulas, también de
grandes proporciones, y un sinnúmero de naves secundarias, cuyas dimensiones
van disminuyendo a medida que se siguen apartando del centro del edificio.
Privada de su ático, que le arrancaran probablemente los arquitectos turcos,
y con su elegante ábside oculta tras el altar mayor, mide el Aghia-Sofía setenta y
siete metros de largo por 71,07 de ancho, inclusive el espesor de los muros. Y su
cúpula central se halla perfectamente inscrita sobre un cuadro y descansa en
cuatro pilares, que forman cuatro grandes arcos ovales, recostados sobre otras
tantas pechinas, o trombas triangulares.
Toda esta airosa al par que formidable armazón se apoya a su vez en un sinnú-
mero de arcos y arquitrabes sosteniendo domos y formando esa extraordinaria serie de
bóvedas secundarias, de mayor a menor, que son las que parecen dar al interior de
dicha ex basílica su aspecto de algo así como una pirámide vista al inverso.
Desprovista ostensiblemente de pinturas y esculturas, ofrece el Aghia-Sofía
como ornamento más precioso su relativa sencillez, o sea su casi desnudez... igual
a uno de esos bronces de la edad pagana, que brillan por sus líneas incontrastables;
aun cuando en lo tocante a detalles decorativos su interior semeja un estuche,
empezando por la hermosa tribuna del Sultán, toda ella revestida de oro, a la cual
siguen en punto a esplendor las innumerables lámparas de metales preciosos, si
bien de un valor artístico relativo, que cuelgan desde lo alto de sus espaciosas
bóvedas, y, por último, a causa de su lujo asiático y casi sin tasa en materia de már-
moles, pórfidos, metales, esmaltes, dibujos esculpidos en frisos de piedra, arabes-
cos bellamente entrelazados y describiendo graciosas curvas, nichos ricamente
ornamentados, portales de líneas soberbias y lucientes columnas coronadas de
capiteles de orden jónico y adornados de hojas de acanto, que en un tiempo sos-
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ciante, que ostenta también el título de “imam” o “molah”, lee y canta las Suras del
Alcorán con esa voz suave y lastimera que suele dar al servicio divino de los musul-
manes su no sé qué de triste y que tanto impresiona. Ello debido, quizás a que su
rito se basa esencialmente en la sencillez, en el silencio, y en un respeto sin límites
hacia lo sublime.
A dicho servicio sólo asisten de cerca los hombres. Las mujeres lo presencian
desde departamentos protegidos por celosías, o galerías ocultas y situadas a cierta
distancia del centro del santuario.
En el interior de las mezquitas no se admiten ni perros ni niños llorones, ni
se siente el ruido de pasos. Allí todo es silencio solemne y profundo.
Ver millares de hombres, cubiertos de kaftanes blancos, azules o marrones y
con las testas tocadas de albos turbantes ejecutando aquella serie de movimientos
complicados y simultáneos, sin el menor ruido, como un coro de fantasmas... y
escuchar por último el suspiro profundo y unánime casi de esa muchedumbre,
formada en hileras horizontales, consecutivas y perfectamente alineadas, es algo
que no se puede olvidar tan fácilmente y llena a cualquiera de admiración y de res-
peto hacia esos hombres, o, por mejor decir, hacia los pueblos mahometanos, que
suelen obedecer por punto general con tanta exactitud y tanto celo los preceptos
inmutables de su religión.
Si nosotros, los llamados pueblos civilizados del Viejo y del Nuevo Mundo,
nos halláramos acostumbrados a pensar un poco más en lo futuro, en vez de úni-
camente en el presente, de seguro que la guerra que acaba de desolar a Europa no
hubiera ocurrido nunca, y veinte millones de brazos útiles no hubieran ido a
pudrirse en el fondo de fosas olvidadas, con tal de satisfacer la ambición de políti-
cos inescrupulosos y la avaricia de los ricos advenedizos.
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lumbra a cada paso en sus sabias máximas referentes al Destino, y en sus adagios
sentenciosos de los cuales los que siguen son un ejemplo: «ya que a Dios cabe dar
y tomar como Él desea, ¿para qué mezclarse en sus asuntos?» y, «el que se halla
gozando de buena salud, tiene la conciencia tranquila, y no se preocupa mayor-
mente del día de mañana, debería sentirse como si llevara el mundo en la mano»,
o «no pidas jamás justicia al cielo; de hacerlo, le harías injusticia, pues no hay jus-
ticia en el mundo».
Estos y otros proverbios favoritos del pueblo otomano que podría citar, y
cuya esencia tiende invariablemente hacia lo inmutable, dificultan la iniciativa
personal y tienden a demostrar hasta la evidencia la base fundamental de ese tan
discutido fatalismo oriental, cuyos efectos funestos se traslucen a cada paso no
sólo en la vida privada de los musulmanes, sino también en la res publica de las
naciones islámicas en general, que, a pesar de sus innegables esfuerzos siguen y
seguirán sujetas al yugo de la inercia y de la rutina mientras los inmutables precep-
tos del Alcorán continúen envueltos en la nebulosa de la intransigencia, y sus
doctos doctores refractarios a las innovaciones físicas y morales que el progreso, la
ciencia y el desarrollo de las doctrinas proletarias habrán de imponer forzosa-
mente, con el tiempo, a sus doctrinas y a las instituciones político-sociales del
mundo mahometano.
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plurales a causa de que el Alcorán adjudica a cada una de las cuatro esposas legíti-
mas el derecho de tener servicio y casa aparte.
Que estos enormes gastos no se hallan ya al alcance de todo el mundo,
excepto el Sultán y los miembros de la Familia Imperial, es de suponerse.
En los tiempos del “poder absoluto”, solían gastarse también los magnates,
los Gran Visires y hasta los valis, o gobernadores generales de provincia, el lujo de
sostener enormes harenes, merced a que poseían autorización para saquear a su
antojo los vilayatos de su mando. Pero hoy las cosas han cambiado. La
Constitución, los automóviles y la servidumbre, sobre todo, que ya no se com-
pone de esclavos como otrora, sino de lacayos pagados, han puesto coto a aquel
escándalo.
Además las mismas turcas de cierta categoría y cultura exigen al casarse de su
futuro esposo la estricta observancia de la monogamia, lo cual significa que los
principios de un Liberalismo ordenado han comenzado por fin a propagarse y a
echar raíces hasta en la misma Turquía.
Los velos tupidos y sombríos de la era preconstitucional han sufrido igual-
mente grandes alteraciones, especialmente en Constantinopla, donde se han ido
transformando en gasas o tules más o menos transparentes (según el grado de
belleza, o no belleza), pero siempre lo bastante claros para que uno pueda distin-
guir perfectamente hasta los detalles más mínimos en los semblantes de las damas
turcas, que tampoco calzan ya babuchas de raso ni usan, como antaño, amplios
pantalones o calzones de seda multicolor, sino calzan y visten a la última moda
parisiense, cubriéndose apenas, al salir a la calle, con un elegantísimo pardessus,
provisto de caperuza, que en turco suelen llamar «sharshah» o «yashmak».
Y a despecho de que el Alcorán prohíbe a las creyentes, dejar asomar siquiera
un bucle, nótanse por doquier lindas cabelleras rubias, negras y morenas, aso-
mando furtivas y coquetas bajo los velos azules, albos o marrones.
Las taquígrafas y demás jóvenes empleadas en los establecimientos u oficinas públi-
cas llevan por lo general el rostro completamente descubierto, con el velo echado hacia
atrás por encima de sus graciosas cabecillas de ojos soñadores y facciones finísimas.
Lo único que no ha logrado todavía el sexo débil de aquende y allende el
Bósforo ha sido obtener el privilegio de poder usar sombrero. Pero con el tiempo
también lo conseguirá, incuestionablemente.
La mujer turca es, a pesar de su educación generalmente deficiente, el ser más
femenino que uno se puede figurar. Y, no obstante el movimiento emancipador
que la notable literata Halib-Edib-Hanun (hoy encargada del Ministerio de
Instrucción Pública en Turquía) y otras intelectuales han venido conduciendo
desde hace años en favor de su sexo esclavizado, sigue ella siendo ese ser patético,
lleno de dulces e inocentes emociones, que reveló Pierre Loti al mundo sorprendido
en su famosa obra de “Las Desencantadas”.
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Ya quisieran, no digo yo las griegas y levantinas, sino muchas de las damas esco-
tadas que frecuentan los salones de París, poseer ese carácter francamente femenino de
las bellas y resignadas otomanas.
Al pie del Aghi-Sofía, recostado en la falda de una verdosa loma, que des-
ciende hasta orillas de la Propontide, eleva su grisácea mole el Eski-Serail, con sus
múltiples cúpulas forradas de plomo y sus cristales opacos, semejantes a las pupi-
las de un difunto.
Su aspecto impresiona a primera vista, mas no atrae, acaso debido al color som-
brío de sus fachadas y al silencio macabro que lo rodea.
Sólo con los ojos que sus antiguos dueños, los basileos bizantinos, mandaran
arrancar a sus víctimas, ensartados en forma de rosarios, bastaría para dar la vuelta en
torno a ese fatal edificio.
En una de sus dependencias, llamadas hoy «chinli-kiosk», o palacio de cerámica,
porque la cubren lustrosos azulejos, se hallan instalados la Escuela de Bellas Artes y el
Museo Nacional de Antigüedades, en que todavía se conservan preciosos ejemplares
de alfarería, procedentes de Hisarlik, o la antigua Trova. Y un poco más adelante, con-
tiguos a la Biblioteca Nacional, que alberga tesoros inmensos en materia de documen-
tos históricos, de orden clásico, se extienden los salones del Tesoro Imperial, con su
profusión de cristales de roca, joyas, sedas, piedras preciosas, brillantes armaduras, por-
celanas de Sévres y de la China, fayenzas cubiertas de bellas inscripciones, muebles
esculpidos, divanes, tapices e incrustaciones de oro y plata sobre lucientes hojas de
Damasco, o dibujos sin fin en nácar, zinc, marfil y carey sobre pulidos fondos de palo
rosa, ébano y citrón.
Y en medio de cierta estancia, muy apartada por cierto, que llaman la «shirkai-
sherif-ódasi», en que a pesar de ser cristiano y sólo gracias a mi uniforme turco pude
entrar sin ser notado, descansan bajo un palio de lapislázuli, o algo parecido, la espada,
el estandarte, el manto y la rodela de Mahoma, el «Pegamber», que el sultán Selim II
trajo consigo de Arabia después de su conquista de Siria y Egipto.
En materia de viejos castillos cuenta Constantinopla entre otros también con los
connotados alcázares de Rumeli y Anadolu-Hisar, que hizo erigir Mohamed II sobre
ambas orillas del Bósforo, junto al sitio por donde el rey Darío mandara tender su
gigantesco puente flotante para ir a invadir la Escitia cis y transdanubiana. Y poco
antes de la desembocadura del Estrecho en el Mar Negro, divísanse en la banda asiá-
tica los rucios contornos de dos castillos genoveses todavía en bastante buen estado.
Estos baluartes silenciosos y cubiertos de madreselvas, hiedra y helechos, por
cuyas troneras se asoman bostezando vetustos bronces, y en torno de cuyas torres
almenadas tremola el halo sonrosado de la leyenda, contribuyen poderosamente a
aumentar el por sí ya tan pintoresco aspecto del Bósforo, que se ofrece a la vista como
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un magnífico río de tonos azules, con sus pendientes márgenes cubiertas de bosques
de plátanos, cipreses, mirtos, laureles y rosales, y con sus riberas que, formando hileras
de pueblecillos, palacios, quintas y chalets, se extienden casi interminables desde
Büük-Dere y Terapia hasta Dolma-Bagtche, y, en la banda opuesta, hasta Moda
y los floridos jardines del Fanar.
En el punto en que comienza el Bósforo, se eleva en la playa asiática, a
modo de anfiteatro colosal, la ciudad de Escutari, o la antiquísima Crysópolis,
que forma parte del Municipio de Constantinopla y cubre el declive occidental
de varias colinas, corondas por los oscuros bosques de cipreses de sus camposan-
tos, que son reputados por ser los más hermosos de todo el Imperio.
Y sobre la playa meridional de una ensenada azul, que limita Escutari
hacia el Sur, y en cuyo fondo se destaca la estación central de Haidar-Pachá,
se extiende de Oriente a Poniente sobre una península la pequeña aunque en
extremo pintoresca ciudad de Kadi-Köi, o Moda, esto es, Calcedonia, la de los
fenicios, que, al reflejar en sus innúmeros cristales los rayos postreros del sol
poniente, brilla y destella como una inmensa orla o barra colosal de oro bru-
ñido.
Cuántas noches de luna no he recorrido yo en elegantes «kaíks» o gasoline-
ras de la Marina de Guerra otomana esas encantadoras riberas del viejo Bósforo,
donde lado al lado con boscajes de malvos lirios se columbran, cual rientes cala-
veras, las grises ruinas de los atroces «letes», o castillos del silencio, en que los
monarcas bizantinos solían recluir para siempre a sus cegadas y mutiladas vícti-
mas... y esas rocas sombrías y casi perpendiculares, que bate el mar con formi-
dable estruendo junto a la desembocadura del Estrecho en el Ponto Euxino,
pa...ria [sic] de las arpías y por tanto, de las langostas...
y esas otras, todavía más terribles “peñas cianeas”, a la entrada del Golfo,
que tanto pavor infundieron a los argonautas, y en que aún en nuestros días
siguen las naves de los incautos estrellándose con el influjo doble de las corrien-
tes y de la marejada.
Muchos extranjeros cometen con frecuencia el error de imaginarse que por haber
pasado unas cuantas semanas en Pera, alojados en el Tokatlián o en el Pera-Palace, y
por haber ido a algunos «klimbims» y cafés griegos, o paseando en coche o en automó-
vil por la calle principal de Estambul, conocen ya Turquía, o al menos
Constantinopla. Y al regresar a sus respectivas patrias salen diciendo, con la mayor
sangre fría y énfasis, que aquel país no sirve para nada, que los tenderos y comercian-
tes turcos son unos salteadores, mientras los cocheros y los intérpretes unos bandi-
dos..., sin darse cuenta de que los tenderos, cocheros y cicerones de Pera no son por lo
general ni mahometanos siquiera, sino armenios, griegos y levantinos, expertos en el
arte de estafar a los bonachones turistas.
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Para poder llegar a conocer a fondo el alma de Constantinopla, debe uno comen-
zar por perderse de vista entre las estrechas y más céntricas calles de Estambul, yendo
a los cafés, los restaurantes, probando las comidas indígenas y fijándose en el modo
culto de la servidumbre musulmana, que considera y trata al parroquiano siempre
como «musafir», o huésped, aun cuando pague lo que consume.
Luego debe uno ir a visitar con detenimiento los grandes bazares y observar con
calma y desde un rincón apartado, a ser posible, la vida activa al par que reposada de
esa abigarrada muchedumbre, cubierta de feces y turbantes... y aquellos mercaderes de
miradas serenas y luengas barbas, que saludan respetuosamente al comprador desde lo
alto de sus mostradores, sin dirigirle la palabra antes que él se la dirija a ellos primero.
Después de los grandes bazares, conviene recorrer también con calma los laberín-
ticos y silenciosos barrios musulmanes que los circuyen en diversas direcciones, incluso
el de Fati, con sus innumerables callejuelas y callejones sin salida, que orillan hileras de
casas sombrías y provistas de ventanas protegidas por enrejados de listoncillos de
madera o de hierro, llamados celosías, y que sirven para que las damas puedan obser-
var desde dentro a los transeúntes sin ser vistas.
En esos contornos no se notan puertas abiertas, ni se oye el ladrar de perros, ni se
ven criaturas jugando o revolcándose en medio de las calles.
Allí todo es silencio, todo es calma.
Sólo el ruido estridente de las cigarras y el tímido gorjeo del ruiseñor, que trina en
un granado en flor, o el suave murmullo de una fuente, rimando estrofas bajo el tur-
quino cielo de Levante son los únicos vestigios de vida que se perciben al resplandor
del sol de mediodía en esa zona de misterio profundo, llamada el corazón de Estambul.
Y si el visitante resultare ser bien puesto y el uniforme le luciera, nada de
extraño tendría el que una pulsera o una rosa de carmín encendido cayera de
pronto a los pies de su caballo, sin que el jinete llegare a darse cuenta de cómo ni
cuándo aquello sucediera.
Interesantes e instructivas al mismo tiempo resultan ser a veces las plazoletas
que rodean los patios de las mezquitas. En ellas no faltan, por lo general, añejos
cipreses o nogales y plátanos de espejo follaje, a cuya sombra anidan minúsculos
cafés al aire libre, en que uno se sienta con las piernas cruzadas sobre un divancillo o
taburete de madera, para pasar el «keif», que equivale a una especie de autocontem-
plación, durante la cual uno ve todo y no ve nada; durante la que uno no piensa en
nada y sí piensa en todo, sin darse cuenta de ello..., al paso que el «cavechi» va y
viene a hurtadillas por entre los asientos de sus clientes, sirviendo a éste o aquél otro
pocillo de café tinto (sade), o con azúcar (chekerli), o encendiendo acaso al de más allá
con una brasa el cigarrillo o la pipa de agua que se le ha apagado.
Y si a pesar de ese descanso absoluto del cerebro y del silencio majestuoso que
rodea la mezquita de enfrente, cuya grisácea mole se perfila en un zenit de porce-
lana azul, uno llegara a sentirse aún inquieto o afanoso, no tiene sino que atrave-
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invitación que se le había extendido también a él para que fuera a visitar a dicho
monarca, y a pesar de los esfuerzos del Gran Cuartel General en Constantinopla
para despojarlo de su mando, continuó tranquilamente desempeñando su puesto
de General en Jefe del VI Ejército en Mesopotamia.
Una vez posesionado de su nuevo cargo, púsose el general von Falkenhayn,
con ayuda de su Jefe de Estado Mayor, el coronel von Dommes, a trazar su futuro
plan de campaña sobre una base amplia, aunque desacertado en lo tocante a deta-
lles. Y como continuara gozando de la confianza al parecer ilimitada del empera-
dor Guillermo, no le fue difícil obtener entre otros importantes elementos cosa de
mil a mil doscientos autocamiones del último modelo, con los cuales pensaba
establecer un servicio de etapas entre Alepo y Musul, que representaban sus prin-
cipales bases de operaciones en Siria y Mesopotamia.
Pero desgraciadamente y a causa de un descuido, no se sabe si de él o de
Enver, fuése acumulando el grueso de los explosivos y casi toda la gasolina del
futuro ejército expedicionario en los almacenes y patios de la estación de Haidar-
Pachá, hasta que un día y de una manera misteriosa volaron por el aire de dos a
trescientos vagones de ferrocarril cargados de benzol, gasolina, explosivos, grana-
das, municiones de rifle, etc.
Tan tremendo como inesperado desastre dio por tierra, como era natural,
con el castillo de naipes de von Falkenhayn y lo obligó a renunciar a la conquista
de la ciudad de Bagdad y de Kut-El-Amara, que había sido el objeto principal de
dicha expedición.
Los ingleses, por el contrario aprovechando tan oportuna distracción, que
parecía haberles llovido del cielo, apresuráronse a fomentar una demostración
ostentosa por el frente del Sinaí, que obligó a von Falkenhayn a emplear los pocos
elementos de que ya disponía, en la defensa de Siria y especialmente en la de
Palestina, que quedaba seriamente amenazada por los refuerzos que el
Generalísimo británico seguía acumulando a toda prisa sobre el sector de Gaza.
Tan desgraciado suceso, cuyo origen yo me atrevería a atribuir a un descuido
de los cargadores del muelle, que dejarían caer alguna caja de explosivos, dejó tam-
bién en una situación comprometidísima los restos de nuestro VI Ejército en
Mesopotamia, mientras el Cáucaso y gran parte de Anatolia continuaban en
poder de los rusos, cuyos ejércitos seguían avanzando pausada aunque segura-
mente en dirección de Sivas, o sea con rumbo al corazón del Asia Menor.
Al inclinarme a suponer que dicho accidente no fue obra de los aviadores
enemigos (que ni se vieron ni se sintieron sobre de Haidar-Pachá en el momento
de la explosión), sino del descuido de los soldados turcos, encargados del desem-
barque de diversas «mahonas», atracadas al muelle y cargadas de municiones, es
porque en el momento en que estalló el primer petardo, granada, bomba o lo que
fuere, me hallaba yo atravesando casualmente a caballo el patio de la citada esta-
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ción. Acababa de llegar por toda la orilla del mar desde Scútari, adonde había ido
de paseo, y estaba preguntando a un sargento de sanidad alemán por qué su jefe le
había mandado colocar sus tiendas entre aquel mundo de explosivos y barriles de gaso-
lina, cuando un feroz estallido a pocas docenas de pasos a nuestra derecha me sacó casi
de la silla e hizo rodar a los pies de mi caballo, agonizante, a uno de mis perros que me
había acompañado.
Y antes de que pudiera darme cuenta bien de lo que sucedía, sonó un segundo y
más tremendo estallido, a menos distancia quizás que el primero.
Excuso decir a qué paso no saldría yo de dicha estación.
Y antes de que estallara el tercer petardo, hallábase ya mi caballo desbocado y
volando literalmente por encima de una muchedumbre medio loca de terror, que huía
despavorida ante aquel infierno, pues un minuto o dos después de la primera explo-
sión ya no eran cajas sino vagones enteros cargados de gasolina y explosivos los que
volaban por el aire como otros tantos cohetes gigantescos, en tanto que los carros car-
gados de munición menuda producían, al arder un martillar incesante, parecido al de
una línea de fuego en plena batalla.
Cuando después de grandes esfuerzos logré llegar al fin a la calle principal de
Kadi-Köi, que se extendía en forma de bulevar por toda la orilla meridional de la ense-
nada, y por tanto frente a la estación, voló por el aire con un estruendo semejante al de
un trueno un edificio entero cargado de municiones, o de dinamita, supongo, que
hizo caer al suelo de un solo golpe y con un retintín formidable los cristales de casi
todas las casas confrontando el mar, mientras que a mí poco faltó para que me hiciera
perder los estribos. Tal fue la conmoción del aire que produjo.
Imposible describir el pánico que causó esa catástrofe, no sólo en Kadi-Köi, sino
en la misma metrópoli, donde al principio había cundido la voz de que la escuadra
inglesa había forzado el paso de los Dardanelos y atacado la villa.
De haberse declarado en Moda, aquella tarde, uno de esos terribles incen-
dios que suelen visitar periódicamente los suburbios de Constantinopla, no
hubiera quedado en pie probablemente ni una sola casa, pues la mayor parte de
sus habitantes habían huido presa del terror en todas direcciones, dejando sus
hogares abiertos y abandonados.
Durante esa tarde y toda la noche siguió el fuego devorando lo que momentos
antes había sido la estación de ferrocarril más espaciosa y moderna del Asia Menor, y
quizás también de los Balcanes. Y millones de libras esterlinas en edificios y material
rodante y de guerra fueron reducidos a cenizas en menos de cuarenta y ocho horas.
Atraídos irresistiblemente por aquel volcán de fuego, nos le fuimos y segui-
mos acercando cautelosamente Tasim y yo, hasta que, pasada la media noche,
logramos penetrar por fin en el edificio principal de la estación, que a imagen de
antorchas gigantescas seguía inundando de luces escarlata las encrespadas ondas
de la ensenada.
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Y en tanto que las llamaradas bramaban sobre nuestras testas, lambeando puertas y
extendiendo sus tentáculos de fuego a través de las humeantes ventanas seguíamos inter-
nándonos por todo el piso llano del edificio, que cubrían pedazos de cielo raso despren-
didos, fragmentos de granadas, muebles volteados y toda clase de efectos que habían
dejado abandonados durante su fuga el personal de la estación y los millares de viajeros a
quienes el desastre había sorprendido en la hora de mayor circulación de trenes.
El calor que reinaba allí era tan intenso, que a dos cientos o trescientos pasos
de la orilla, una hilera de yates y botes de remo había prendido fuego, en tanto
junto al muelle, sobre un rizado lienzo de azulmarinas aguas que el reflejo de las
llamas teñía de púrpura, vagaban a merced de las olas varias mahonas incendiadas y
cargadas de explosivos, como otras tantas de aquellas barcas fúnebres que los anti-
guos vikings solían lanzar al mar con los cadáveres de sus monarcas tendidos sobre
humeantes piras y tocados de lucientes diademas.
Y cuando apenas habíamos vuelto la espalda a tan sublime cuadro, para emprender
la retirada por nuevos derroteros, estalló una de aquellas mahonas con tal estrépito que
hizo estremecer en sus cimientos el edificio y nos obligó a refugiarnos entre las ruinas del
restaurante de la estación, donde encontramos a varios soldados alemanes llevándose en
canastas parte de las existencias de dicho local. Estaban ebrios. Y al verme trataron de
excusarse, alegando que de no llevárselas ellos las destruiría el incendio.
De éste y varios otros casos por el estilo se valieron más tarde sobre todo los griegos,
para lanzar cargos graves y hasta gravísimos contra las fuerzas alemanas acantonadas en
Constantinopla y el resto del imperio, aun cuando con marcada injusticia, pues en honor
a la verdad sea dicho, la conducta de los militares alemanes en Turquía durante la guerra
fue, por lo que yo pude observar, generalmente correcta.
No cabe duda que algunos individuos, pertenecientes a esos elementos desprecia-
bles que nunca faltan en todo ejército, se valieron también entre los alemanes en ciertas
ocasiones de la confianza tal vez excesiva con que sus superiores solían honrarlos, para dis-
poner en secreto de algunas miserias en materia de gasolina, provisiones, etc., pertene-
cientes a los depósitos de la Intendencia General alemana.
Pero por fortuna resultaron raros más bien los casos en que oficiales alemanes llega-
ron a empañar sus escudos con manchas de oro, de suerte que los cargos a priori lanza-
dos por algunos miembros contaminados de la Intendencia Militar otomana contra la
oficialidad alemana en Turquía, durante la guerra, no tienen, a mi juicio, sobre todo en
lo tocante a la oficialidad de carrera, absolutamente razón de ser.
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tiempo había sido Sardes, la opulenta capital de Lidia, que alcanzó su apogeo de
magnificencia durante el reinado de su último monarca, Creso, el vencido de
Ciro, rey de Persia.
Lo que hoy queda de Sardes ya no es sino una aldea triste y amarilllenta, de
nombre Sart, en torno de la cual aún se divisan medio sepultados bajo montones de
tierra la tumba de Alyates, las ruinas del teatro que llevaba su nombre, los restos de
su antiguo “estadio”, luego los de un tempo de origen ignoto, y, por último, sesenta
colinas en que se supone descansan los féretros de los antiguos reyes de Lidia.
Al despertar el día, pasamos por frente a Mangunise, o Magnesia, la de los
helenos, que se recuesta al pie del histórico Sípylos y sirve de estación de empalme
al ramal de Bérgama. Y al ocultarse el sol tras de la isla de Chíos, destacóse en el
fondo de una ensenada inmensa la opulenta metrópoli de Egea, Smirna, reclinada
en la falda del Monte Pagus, que coronan los restos de un vetusto castillo genovés.
Cien veces de un todo o en parte destruida por los incendios y los terremo-
tos, elévase Smirna, la ciudad natal de Homero, a manera de anfiteatro gigantesco
en el rincón Sud-Oeste de su famoso golfo, y figura gracias a su excelente situa-
ción, ya desde tiempo inmemorial como la más importante de las tres únicas sali-
das naturales al mar que posee el Asia Menor.
La Egea, patria de Heráclito, Thales y Herodoto se divide en la “tierra firme”,
que abarca las antiguas provincias helénicas de Misia, Libia y Caria, a lo largo de
la costa, y el Archipiélago Egeo, que es uno de los más articulados y ricos en islas
que existen en el mundo.
En las costas de Jonia, y especialmente en Misia, las montañas perpendicula-
res al mar (que cubren en parte bosques oscuros y manchones de violáceos rodo-
dendros), proyectan una serie de penínsulas, que limitan otros tantos golfos
cerrados por verdosos festones de islotes.
A la isla de Mytilene, con su castillo, frente a Aivali, o sea la entrada del espa-
cioso golfo de Edremid, que corona el Monte Ida y orillan las ruinas de Asos,
sigue hacia el Sur la de Chíos, junto a la península de Sheshmeh, que defiende la
maravillosa bahía de Smirna y confronta las ruinas de Focea, desde la cual siglos
antes de Jesucristo partieran Pyteas y sus compañeros para fundar la ciudad de
Marsella y recorrer los helados mares de Islandia.
A la isla de Chíos sigue la de Samos, que domina el golfo de Scala-Nova, en
que vierte sus aguas el Küchük-Menderez, o Caystro, y junto a cuya desemboca-
dura, cerca de Ayaslik, descansan las ruinas de la que en un tiempo fue la elegante
Efeso, otrora calificada de “ojo de Asia”. En ella, patria de Heráclito y de Apeles,
fue donde expiró la Virgen y donde San Pablo derramó a manos llenas la luz del
Evangelio ante los habitantes de Jonia y de Eólida.
Tierra sagrada de Artemita, madre de la naturaleza, no quedan hoy de Efeso
más que los vestigios del que a miles de años fue su famoso templo de Diana y
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De regreso de la costa envié nuestro vagón con los asistentes y equipajes por
la vía de Afiun-Kara-Hisar a Bosanti, al paso que yo seguía la marcha a caballo,
acompañado de Tasima a través de las sierras y mesetas de Frigia y Caramania, en
cuyos valles estrechos y sembrados de álamos o castaños se columbraban a trechos
los pardos campamentos de nómadas «yürükes», o caminantes, llamados común-
mente turcomanos porque roceden del lejano Turquestán, y cuya vida agreste
recuerda la de los escitas y cimerios, que ocho siglos antes de Jesucristo solían
vagar también por aquellas soledades fraccionados en hordas, o «ashairs».
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pues, los viejos turcos, de costumbres arcaicas, opinan que el traje copioso protege
no sólo contra el frío, sino también contra el calor.
Después de la cena, nos sentamos los tres sobre una alfombra y en torno a un
brasero de cobre, para tomar la tacita de café de rigor, fragante a kákola, y fumar
cigarrillos de un aroma exquisito, al paso que el Sheik y el anciano Mustafa
Effendi, visiblemente afectados por el recuerdo de añejas añoranzas, hacían desfi-
lar ante mi mente impresionada una admirable serie de leyendas locales, que a
imagen de una filigrana o luminosa faja de oro y sangre se extendía, interminable,
a través de aquellas serranías... desde Malatia, patria del sarraceno Cid, el
Campeador, hasta el arroyo que de las nieves se desprenda para ir a morir entre las
angosturas del barroso Tigris, al pie de las derruidas torres y atalayas de Dyesiret-
Ibn-Omar... donde, según parece, tuvo su origen aquella extraordinaria mitología
mesopotámica, que de entre nubes de incienso, mirra y hashish, arrancó a las
arenas del desierto la macabra leyenda de los «guls», o genios, que devoran el cora-
zón a los muertos, mientras que de los aires, la de los «dyins», o vampiros, que a
imagen de nuestras «mancaritas», en la Cordillera de los Andes, ante el aspecto del
hierro, en forma de una aguja que fuere, huyen despavoridas hacia las espesuras,
cual Lucifer ante el sagrado signo de la Cruz.
Y cuando la madrugada siguiente nos sorprendió todavía sentados en torno
de aquel brasero de cobre y el cielo comenzó a inundarse de matices de nácar,
empecé también yo a comprender por fin por qué los antiguos solían adorar el sol.
Ese día pernoctamos en la aldea de Ak-Bunar, sita a la vera de cierta carretera
militar, que estaban construyendo entonces entre Diarbekir y Mardin, y por la
que se veía arrastrándose, a imagen de sierpe moribunda, una de tantas caravanas
de kurdos «mohadchirs», o refugiados de las provincias de Bitlis y de Van, que
iban marcando sus jornadas con regueros de huesos y cadáveres carcomidos.
Por la tarde vadeamos el Tigris en diferentes lugares, y atravesando los verge-
les de Zofene y sus extensos morerales que las autoridades habían hecho talar en
arte por la falta de leña, entramos al oscurecer en la ciudad de Diarbekir, o Kara-
Amid, que yo ya conocía de antes, allá cuando venía del Cáucaso huyendo ante las
persecuciones de Dyevded y de Halil Beys.
Diarbekir había cambiado poco durante mi ausencia. Su población armenia
masacrada había sido en su mayor parte reemplazada por turcos y kurdos inmigra-
dos de las provincias orientales.
Sus mezquitas, torres y alminares perfilábanse todavía sombríos en el tur-
quino cielo de Mesopotamia, en tanto que por la masa de sus azoteas de tierra
pisada veíanse serpenteando en todas direcciones sus callejuelas sin fin bordeadas
de caserones construidos con materiales oscuros y ornados de artísticas gasas arme-
nias... lo mismo que sus arterias principales, tachonadas de tiendecillas estrechas y
bajas, fragantes a especias, o minúsculos talleres, abiertos hacia afuera, en que los
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habitadas casi totalmente por feroces tribus de kurdos seminómadas, que vivían y
siguen viviendo del saqueo, y que, si bien sometidas nominalmente a la Sublime
Puerta, continúan haciendo cuanto mejor les place.
Al contemplar a Palu, me vino a la mente aquel célebre dicho, de que “las civi-
lizaciones crecen como los árboles, y como los árboles forzosamente han de caer”.
Rodeada de soberbias serranías, no ofrecía dicha kasaba, fuera de algunas
mezquitas de un mérito dudoso, más cosa digna de verse que sus estrechas calles
por las cuales transitaba, incesante, un torrente de tropa, vestida de grises unifor-
mes y en cuyos rostros demacrados, aunque varoniles, se notaban con frecuencia
las huellas del tifus y las agonías del hambre bajo un semblante aparentemente
sereno, pues en aquellas montañas se vieron los bravos de los Dardanelos, sobre
todo durante el invierno de 1916, más de una vez totalmente acosados por la
necesidad, que, según parece, no faltaron hasta casos de antropofagia.
Algunos de sus retenes más avanzados permanecieron durante dicho invierno
por espacio de semanas enteras incomunicados del resto del ejército, ya que en
Capadocia, lo mismo que en el Cáucaso, los inviernos suelen ser por punto gene-
ral en extremo rigurosos, a causa de las diferencias de latitud, que no permiten
fijar norma.
Gracias sólo a las carreteras improvisadas que mandó abrir a toda prisa el
teniente coronel von Falkenhausen en la primavera y el verano de 1917, fue que
nuestro II Ejército pudo resistir victoriosamente durante el segundo invierno al
empuje de los ejércitos rusos, que de legiones moscovitas se habían ido convir-
tiendo rápidamente en bandas de comitadchis armenios uniformados y mandados
por jefes irregulares (también armenios en su mayoría), cuyas miras parecían estri-
bar únicamente en saquear, asesinar y cometer venganzas y aplicar torturas que
por lo bárbaras se resiste la pluma a describir.
Y todo ello debido a la falta casi completa del control que habían venido ejer-
ciendo hasta entonces sobre aquellas hordas de llamados soldados cristianos los
oficiales del ejército regular moscovita, pues la situación apremiante porque se
hallaba atravesando en esa época el Imperio de los Romanoff había reclamado en
el frente polaco no sólo la presencia de casi toda la oficialidad, sino también la de
la inmensa mayoría de la tropa de línea, perteneciente a las fuerzas rusas que ope-
raban en Anatolia contra nuestro III Ejército, a las órdenes de Vehib Pachá, y en
el Cáucaso contra nuestro II Ejército cuya ala izquierda, representada por nuestro
IV Cuerpo de Ejército, cubría el sector de Palu y se apoyaba hacia el Norte firme-
mente en las infranqueables serranías del Dersín, donde las feroces e irreductibles
tribus de los kurdos «zazas», nativas de aquellos contornos, nos secundaban efec-
tivamente no tanto por amor a la Sublime Puerta cuanto por odio a sus enemigos
mortales y lejanos parientes, los armenios.
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ciones políticas y comerciales entre Rusia y las demás naciones del Viejo y del
Nuevo Mundo.
Ahora, el que el bolchevismo vaya a imperar en Rusia eternamente en su
forma actual, no es de suponer. Lo más probable es que, siguiendo las huellas de
la revolución francesa, después de la era de exterminio, pase dicho régimen por un
período de relativa calma (como sucedió en Francia durante el triunvirato) para
luego sentar sus reales en forma de una república federal, como Suiza, o burguesa,
como la francesa, pues no hay plazo que no se cumpla y las leyes inalterables del
equilibrio exigen y seguirán exigiendo eternamente el estricto cumplimiento de
sus sabias normas, no sólo en lo tocante a la materia inerte, sino también en lo
relativo a la estabilidad y normalidad en la marcha de las entidades étnicas llama-
das comúnmente “naciones civilizadas”.
El hecho de que el gobierno radical de Lenin se haya negado a admitir la prepo-
tencia de los «trusts» y a devolver sin más ni más los veinticinco mil millones de fran-
cos oro (en parte latinoamericanos) que los banqueros franceses prestaban
imprudentemente y con fines harto conocidos al gobierno de los Zares, no constituye,
a mi modo de ver, una razón bastante justificada para declarar el régimen de los boche-
vistas fuera de la ley, puesto que la revolución maximalista no representa en el fondo
sino una reproducción más o menos exacta de la revolución francesa en todas sus
fases... desde la guillotina de Robespierre hasta el templado régimen del triunvirato...
La única diferencia consiste en que, conforme a ésta la inspiraron el entusiasmo y la
imaginación de la raza latina, que a imagen de los rayos del sol de mediodía abrasan y
matan, pero vivifican, la revolución bolchevista nació de entre las lágrimas de sangre
del esclavizado pueblo moscovita, y fue el fruto tal vez prematuro del carácter patético
y soñador de la raza eslava, que durante sus arranques de loca pasión tritura y mata
también, mas no por medio del brillo del sol de mediodía, sino por medio del halo
macabro y mortecino del sol de las mares glaciales, que durante las noches boreales
inunda de tristes iluminaciones los témpanos de sus heleros y les arranca destellos
impregnados de frío polar.
Derrotados los rusos una vez tras otra por las legiones de von Hindenburg,
no tardó el generalísimo Korniloff en echar mano hasta de sus últimas reservas
acantonadas en el Cáucaso, motivo por el cual, a mi regreso a Diarbekir, lo pri-
mero que supe fue que el Alto Comando en San Petersburgo había decretado la
evacuación y el traslado inmediato de sus tropas de línea en el frente caucásico a
los de Polonia y de Galizia, quedando encargado del resto de las fuerzas expedicio-
narias ruso-armenias en el Asia Menor el general Odishlitze, cuyo cuartel general
se hallaba situado en Erzerum.
Y simultáneamente casi con esa fausta nueva nos llegó la infausta de que el
ejército británico a las órdenes de Lord Allenby se había apoderado por sorpresa
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A las nevadas seguían fuertes deshielos, que hacían desbordar las aguas del
cenagoso Tigris, anegando sus islas, sembradas de olmos y pobladas de aves acuá-
ticas, que con melancólicos gritos sacudían sus alas sobre aquellos parajes de tris-
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Capítulo XXXII
pamperas márgenes del Tigris, que solían acabar por arrancar gemidos de deses-
peración y gruesas gotas de sudor a los más corpulentos de entre los jefes de sec-
ción en nuestro Estado Mayor. Y un par de semanas o tres después de la llegada
de nuestro nuevo Generalísimo, recibió el II Ejército orden de trasladarse en el
término de la distancia al norte de Siria, menos el IV Cuerpo de Ejército, que
había de seguir ejerciendo la policía de frontera mientras las fuerzas armeno-mos-
covitas acababan de desocupar el sector de Bitlis.
Era el momento supremo para mí.
Y cuando Nihat Pachá me reveló con semblante apenado los párrafos más salien-
tes de aquella carta fatal, en que Enver ordenaba a Fesi que «yo no debía salir ya nunca
más de aquellos contornos», tuve que valerme de toda mi diplomacia para poder con-
vencer al buen Nihát de la gran injusticia que se estaba cometiendo conmigo...,
motivo por el cual, y para recompensarme en lo dable de las amargas horas que había
pasado como “ilustre desterrado” en Diarbekir, me concedió en el acto no sólo per-
miso para separarme de un todo del II Ejército, sino igualmente para que antes de
regresar a Constantinopla fuera a saludar a mis antiguos compañeros de armas en el
frente de Palestina y el Cuartel General de von Falkenhayn en Nazaret.
Y cuando una semana después de aquella entrevista el tren especial de nues-
tro Estado Mayor pasó tonante sobre el puente de hierro de Cherablus, y a orillas
del Eufrates en la tostada estepa comenzaron a destacarse los contornos del
pequeño astillero de von Mück, no pude resistir a la tentación, y de un solo salto
fui a parar en aquella hospitalaria, donde pasé la noche en compañía de un grupo
de excelentes camaradas, hasta que el estridente silbido del tren que me había de
conducir a Alepo me hizo levantar, al aclarar el día, de la mesa en torno de la cual
habíamos estado festejando las viejas hazañas de Göben y del Breslu, que el mar se
había tragado.
Esa noche permanecí en Alepo. La siguiente la pasé en el «express» de
Baábek. Y a la media mañana del día subsiguiente me hallaba ya en la estación
central de Damasco formando parte de la fila de honor, que la oficialidad oto-
mana encabezaba, seguida por la alemana, y luego por la austriaca, a fin de salu-
dar a su llegada al general von Falkenhayn, que regresaba a Europa después de
haber entregado el mando de sus legiones al Mariscal Liman von Sanders Pachá.
Era von Falkenhayn el prototipo del oficial de caballería alemán, esbelto y
elegante. Y cuando con sus bigotes “a la Blücher” y tocado del reglamentario kalpak
tubular otomano, que lo hacía aparecer todavía más alto se puso a pasar revista a
un grupo de sesenta oficiales de su Plana Mayor, que le habían precedido, noté en
su semblante, al parecer risueño, algo así como la sombra de un dolor profundo y
harto justificado.
Con él había venido su jefe de Estado Mayor el coronel von Dommes, el
cual, al verme, vino a saludarme afectuosamente, sin duda porque comprendía
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que yo era amigo suyo de verdad y sentía tanto o más que él mismo tal vez la triste
suerte que le había tocado.
Por la tarde monté en un auto para ir a visitar al general von Herrgott y a su
I. A., nuestro viejo compañero de Bir-Es-Sabah, el comandante von Mayr. Y
mientras me hallaba paseando por los jardines de la hermosa quinta en que estaba
instalado el Alto Comando, encontré en una de sus alamedas embalsamadas y
tachonadas de albos guijarros nada menos que a Küchüuk-Dyemal Pachá,
General en Jefe del IV Ejército, rodeado de un grupo de cortesanos uniformados
y empeñados en querer hacerle comprender que el verdadero genio militar en
aquel ejército lo era él, en vez de su Jefe de Estado Mayor, el general von Herrgott.
A propósito de este caso, cuya moral salta a la vista, me permitiré observar
que uno de los grandes errores que ha cometido en todo tiempo y sobre todo
durante la Guerra Mundial la mayoría de los oficiales superiores jóvenes turcos,
ha consistido en que, por haber llegado a dominar a duras penas la rutina del ser-
vicio, se creían desde luego ya también capaces de dominar la materia, o sea el
complicadísimo sistema táctico-administrativo del moderno arte militar en sus
múltiples aplicaciones.
Los grandes desastres y derrotas que han sufrido los oficiales superiores oto-
manos, desde Enver y Halil para abajo, cada vez que han tratado de hacer las
cosas por sí solos, van a mostrar de una manera convincente, que para hacer la
guerra no basta con la buena voluntad y el valor personal únicamente. Y que
todo jefe que se dejare influenciar por las alabanzas de sus subalternos está lla-
mado a fracasar tarde o temprano, por excelentes que fueren sus cualidades y
grande su buena voluntad.
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Capítulo XXXII
señores había carecido hasta cierto grado de cordialidad, y que el general von
Liman, al notar que el Estado Mayor del (?) [sic] Ejército estaba tratando de pasar
con disimulo en su tren especial por junto al suyo, par ir a instalarse en la ciudad
de Es-Salt, había montado en cólera, y ordenándole que se regresara inmediata-
mente a su antiguo cuartel general, había comenzado a dar de baja a gran parte de
la oficialidad alemana del Grupo de Ejércitos de Siria y Palestina, ya que conforme
el general von Falkenhayn había pecado tal vez de generoso en demasía tocante al
número de oficiales alemanes que había admitido en su servicio de etapas y sobre
todo en su Estado Mayor, Liman von Sanders pecaba hasta cierto punto en sen-
tido contrario, pues procuraba rodearse preferentemente de oficiales otomanos, a
quienes, por ser hijos del país y haberlos probado durante la campaña de los
Dardanelos, juzgaba quizás más adecuados para hacer la guerra en aquellos desier-
tos, que la novicia oficialidad alemana, sobre todo del Estado Mayor de von
Falkenhayn, que carecía aún de práctica en el difícil arte de combatir sin apoyo de
flancos, sin recursos o medios de transporte, o faltos de provisiones y pertrechos,
y todo ello en un teatro de operaciones que eran desiertas y polvorientas llanuras,
en que de día reverberaban los inclementes rayos del sol de Arabia y de noche
imperaba un frío casi siberiano, que en las regiones cenagosas producía con fre-
cuencia fiebres mortales.
El general von Liman no carecía de razón cuando ponderaba la eficacia del
oficial otomano como factor de combate, pues en el mundo entero difícilmente se
encontrará una oficialidad más sufrida y aguerrida que la turca.
El error que cometió dicho señor durante su defensa de Palestina no consis-
tió por tanto en haber confiado la dirección de sus batallones y de sus regimientos
a la oficialidad de línea otomana, sino en no haber dotado a los Estados Mayores
de sus tres ejércitos (el IV mandado por Kütchük-Dyemal, el VIII, por Dyevad, y
el VII, por Mustafa-Kemal Pachás) de un número suficiente de oficiales alemanes
experimentados, a fin de haber podido por medio de ellos controlar y neutralizar
la actuación gallarda, aunque tardía, a decir la verdad, de sus tres generales en jefe
turcos, y la tendencia oficinista y rutinaria tal vez en demasía de la mayor parte de
la oficialidad superior otomana, y sobre todo de la del Estado Mayor, que parecía
tender instintivamente hacia el estancamiento conforme la superficie del agua agi-
tada tiende también y no reposa hasta haber restablecido su antiguo nivel.
La mejor prueba de ello nos la ofrece el mismo Mustafá-Kemal (hoy
Presidente de la República de Turquía) cuando, después del Armisticio, observó
en Constantinopla, ya no recuerdo en qué ocasión, que el fatal desenlace de la
campaña del mariscal von Liman en Palestina había obedecido no sólo a que el
escuadrón de carros de combate ingleses, apoyado por la artillería de la escuadra y
seguido por toda la caballería, se había lanzado de improviso y roto nuestra ala
derecha como un ariete, sino también y muy especialmente a que los generales en
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jefe turcos de von Liman Pachá (entre los cuales figuraba él mismo), al verse aco-
sados de cerca por el enemigo, habían perdido casi por completo la serenidad, y,
en vez de proceder independientemente, cada uno por su cuenta, conforme era su
deber, se habían puesto a ofuscar a von Liman pidiéndole órdenes respecto a deta-
lles hasta de los más insignificantes, y en ocasiones hasta pueriles, a que éste, por
supuesto, no podía atender por falta de tiempo... razón por la cual aquello se
volvió un “kalabalik” imposible de dominar y en extremo fatal para el mariscal
von Liman, desde el momento en que ayudó a marchitar en parte los laureles que
aquel valiente y entendido general había ganado durante la campaña de los
Dardanelos, cuando al frente de fuerzas inferiores, tal vez, infligió a los aliados de
cincuenta a sesenta mil bajas en menos quizás de seis o siete meses.
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Capítulo XXXII
Para antes de dirigirme a Nazaret, poder echar una mirada también sobre
nuestro nuevo frente, que se extendía desde la desembocadura del Nar-
Iskenderum y a través de la antigua Samaria hasta el río Jordán, y desde allí, en
dirección Sudeste, hasta las cobrizas montañas de Moab; en vez de apearme a mi
regreso de Haiffa en Afuleh, seguí la marcha en el mismo tren, que después de
desfilar por frente al parque de aviación de Dyenin, paró, ya de noche, ante el
campamento atrincherado de Tul-Karem, que, con el de Nablus, representaba la
base de operaciones de nuestros VII y VIII Ejércitos, y por tanto también el centro
y ala derecha de nuestro grupo de ejércitos de Siria y Palestina.
El cañoneo era incesante. Y a juzgar por el estruendo que producían los pro-
yectiles al cortar las altas capas atmosféricas, el ángulo en que se hallaban dispa-
rando algunas de nuestras baterías debió de haber sido el máximo. Mas así y todo
resultaban inútiles cuantos esfuerzos hacía nuestra artillería por contrarrestar el
avance cada vez más impetuoso de las legiones británicas, que parecían empeña-
das en querer romper a todo trance nuestras líneas por el sector Nablus.
La carretera militar hallábase repleta de autos conduciendo correos u oficia-
les heridos, al paso que las ambulancias y las columnas de parque entorpecían por
doquiera el avance de las reservas, que a paso acelerado se dirigían hacia aquel
sector del frente, donde el gallardo teniente coronel von Falkenhausen se hallaba
librando en aquel instante el combate llamado «de Nablus», que le valió más tarde
y con razón la cruz del «Pour le Mérite».
A pesar de ello, seguía nuestra situación siendo crítica, y hasta sumamente
desconcertante, pues cualquiera podía comprender a primera vista la inutilidad de
los esfuerzos del mariscal von Liman, cuyos ejércitos, sin reservas visibles de hom-
bres y elementos, se hallaban, por decirlo así, nutriéndose de su propia sangre y
por consiguiente llamados a sucumbir tarde o temprano ante el empuje formida-
ble de las legiones de Lord Allenby y sus lugartenientes, quienes, además de sus
ferrocarriles estratégicos y su brillante base militar en Egipto contaban con el
apoyo de la poderosa escuadra inglesa en aguas de Levante, que transportaba sus
tropas donde querían y barría a cada paso nuestra ala derecha con sus proyectiles
de máximo calibre.
A mi regreso del frente pernocté en Afuleh, donde el teniente Schlesinger, de
la sección de etapas estacionada allí, me acomodó lo mejor que pudo. Y al aclarar
el día partí para Nazaret, que sólo dista unos siete kilómetros de dicha estación y
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Mas a pesar de ello resultan ser las calles estrechas y tortuosas de su parte más
céntrica, unos verdaderos boulevares, comparadas con los callejones abovedados a
guisa de túneles, y las callejuelas laberínticas de los barrios intramuros de Jerusalén
y la mayor parte de las kasabas y aldeas de Palestina, que por falta de toda clase de
medidas higiénicas, más bien que vías públicas semejan cloacas y estercoleros nau-
seabundos, capaces de quitar la respiración a cualquiera.
Privados casi de un todo de patios y solares a causa de la falta de espacio, se
ven los habitantes de dichas barriadas las más de las veces obligadas a convertir
en fangales y bancos de cieno aquellos callejones y pasajes tortuosos, en parte
cubiertos y perennemente sumidos en la penumbra, que fuera de la lluvia y los
perros nadie se ocupa de asear, y que en ciertos lugares no alcanzan a tener ni
varay media de ancho.
En tales circunstancias, nada de extraño tiene, pues, que la lepra y demás
enfermedades infecciosas del Oriente sigan floreciendo junto al Santo Sepulcro y
al pie de los altares de Belén.
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perado Kerkub, en el frente de Musul, que los ingleses habían tenido que desalo-
jar a causa de los calores del estío. En Palestina continuaban las cábilas rebeldes del
Jerifa Huseín de la Meca interrumpiendo el tráfico del ferrocarril de El-Hedchás.
Y durante uno de los numerosos combates aislados que el coronel Esad Bey solía
librar a diario casi en las llanuras del Jordán con los restos de la que en un tiempo
había sido nuestra brillante III División de Caballería Imperial, le destrozó una
bala la pierna derecha, obligándolo a retirarse temporalmente del servicio activo.
Y en tanto que estos sucesos se iban desarrollando lentamente en las estepas
de Siria y Mesopotamia, estalló en llamas en el frente francés la tremenda ofensiva
de los alemanes, llamada «del Marne» que tuvo por resultado entre otras también
la batalla de Armentiers, durante la cual y contrariamente a lo que se ha venido
diciendo, nuestros hermanos portugueses sostuvieron el ímpetu de las legiones
germánicas con un denuedo digno del mayor encomio, y las no menos sangrien-
tas batallas de Amiens, Ypern, Soissons, etc., en que no faltaron compatriotas
míos, venezolanos, como por ejemplo, los señores capitanes y tenientes Sánchez-
Carrero, Luis Camilo Ramírez, Rafael Urdaneta, Alonzo Ramírez-Astier, J.
Guerrero-Iturbe, P. R. Rincones hijo, Mario A. Velásquez, J. Bastardo García,
Fernando Tamayo, Carlos Heyden-Altuna, etc., lo mismo que numerosos paisa-
nos nuestros, latinoamericanos, que hicieron también verdaderos prodigios de
valor para mantener en alto la tradición guerrera de nuestra raza.
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rio aliado en los Balcanes, a las órdenes de Wilson y Franchet D’Espéray, había
logrado romper el centro de nuestro ejército búlgaro-austro-alemán, y, amena-
zando Sofía, había obligado al presidente del Consejo de Ministros, Malinow, a
solicitar un armisticio, que le fue negado al principio, mas luego concedido bajo
condiciones onerosísimas.
Las cláusulas de este armisticio, que fueron dadas a conocer oficialmente en
Berlín el 1º de enero de 1918, cayeron como una bomba no sólo en Alemania,
sino sobre todo en Austria, donde el Emperador nombró inmediatamente un
gabinete de coalición y convocó un Consejo de la Corona para que estableciera sin
pérdida de tiempo un tercer Estado, autónomo como el de Hungría e integrado
por los pueblos sud-eslavos de su vasta y heterogénea monarquía.
Pero a ello se opusieron los cheko-eslovakos por medio de su abstención a las
sesiones extraordinarias del Congreso a que tocaba sancionar ese nuevo estado de
cosas. Y el «block alemán», en que se apoyaba el Emperador para tratar de impo-
ner su voluntad al pueblo, se vio impotente ante la ola eslavo-turana que fraccionó
la antigua monarquía austro-húngara en las tres actuales Repúblicas de Austria,
Hungría y Cheko-Eslovakia.
La noticia de la débacle bulgaire me sorprendió mientras me hallaba cazando
con el capitán Gerhart von Bredow en sus vastas posesiones de Bredow, cerca de
Náuen. Y cuando, antes de regresar a Constantinopla, pasé por el Ministerio de la
Guerra a fin de despedirme del comandante von Duisterberg, el Dr. Czygan, etc.,
no faltó quien me aconsejara que me quedase tranquilamente en Alemania... invi-
tación que yo, por supuesto, me negué a aceptar porque no podía permitir que el
día de mañana fueran a decir que el único militar latinoamericano que había com-
batido al lado de las potencias centrales sin renunciar a su nacionalidad ni jurar la
bandera, sino sola y únicamente bajo palabra de honor, había desertado su puesto
en la hora del peligro, quedándose rezagado en Alemania para librarse de las con-
tingencias naturales de la guerra, que en mi caso, esto es, en caso de haber caído
yo en manos del enemigo, hubiera equivalido, si no a la muerte al menos a una
prisión prolongada en Egipto, Malta o en la India.
Después de algunos retrasos, a causa de la congestión del tráfico, llegué por
fin, el 18 de octubre, a Budapest. Y dejando atrás leguas tras leguas de amarillenta
«puska», o estepa, cuya monotonía infinita interrumpían a trechos montes y
riscos, o aldeas circuidas de huertas escuálidas y devoradas por la sequía, o acaso
alguna llanura muy verde, cortada por hilos de plata y en que llamaban mi aten-
ción confusa tordas yeguadas, paciendo o galopando con crines sueltas ante sus
bigotudos pastores valacos, llegamos, al oscurecer del día 21, a una de las muchas
curvas del Danubio, cuyas tristes riberas orillaban prados e hileras de olmos, que
habían crecido en proporciones imponentes y se agitaban en dolorosas contorsio-
nes bajo el azote de las ráfagas otoñales.
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Los únicos que permanecieron firmes en sus puestos, fueron los oficiales
de línea, quienes, después de varios meses de humillaciones inmerecidas por
parte de los aliados, pudieron regresar por fin a su patria junto con sus jefes, los
generales von Liman, etc., y las tropas de su mando, que les fueron fieles hasta
el último momento.
Y en tanto me hallaba esa noche en el Jardín de Pera, atendiendo, en com-
pañía del teniente coronel von Gur y el capitán Schemeling una función de
gala que habían organizado algunas damas griegas con motivo de la firma del
Armisticio, cundió la voz de que, siguiendo el ejemplo de Ismail-Haki Pachá,
también Enver, Dyemal y Talaát habían logrado fugarse en un torpedero
alemán..., razón por la cual y en vista de los cargos que se hacían al mariscal
Ahmed-Izzed Pachá de haber favorecido la fuga de dichos señores, cayó el
Gabinete presidido por él y subió al poder Teufik Pachá, que en adelante con-
tinuó dirigiendo los destinos de su patria bajo la vigilancia del Sultán... hasta
que su situación se hizo insostenible a causa de la oposición sistemática de los
jóvenes turcos, y fue reemplazado por Damad-Ferid Pachá, al cual, a su vez, y
por haber firmado el Tratado de Paz con los aliados, asesinó un estudiante,
perteneciente al grupo rebelde de Mustafá-Kemal..., quien, después, de haber
sido nombrado por el Sultán General en Jefe de sus ejércitos en Anatolia, se
había sublevado con las fuerzas de su mando en son de protesta contra la inter-
vención aliada en los asuntos internos de Turquía.
Esta reacción a favor de los principios liberal-nacionalistas en el Imperio
Otomano, ha sido la verdadera causa del fracaso completo de los aliados en lo
tocante a su política cercano-oriental, y seguirá siendo motivo de graves e
interminables conflictos a mano armada en aquellos países mientras la Entente
persista en la repartición definitiva de Siria, Palestina, Arabia y Mesopotamia
en mandatos y protectorados.
Una semana próximamente después de mi llegada, fui al Ministerio de la
Guerra, que regentaba Abd-Ulah Pachá, y solicité mi dimisión, la cual me fue
concedida sobre la marcha con grandes honores y acompañada de la estrella de
Comendador del Medchedíeh ornada de espadas de oro, que era la condecora-
ción de guerra más grande que me podía otorgar el Sultán de acuerdo con el
rango militar y puesto que había venido desempeñando hasta entonces en el
ejército regular otomano. Y transcurrida otra semana supe por fuente autori-
zada mi nombramiento de coronel de Estado Mayor honorario en el ejército
turco, que, como a oficial voluntario y por lo tanto «musafir», o huésped de la
nación, me correspondía por derecho de añejas usanzas, pero cuya patente no
me ha llegado aún, sin duda porque por allá todavía ignoran mi actual paradero.
En esos días tuve también el gusto de asistir a un pequeño banquete con que
me obsequiaron el capitán E. J. Foulton y varios otros de los diez o doce oficiales
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Capítulo XXXIII
FIN
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Índice
CAPÍTULO I 29
CAPÍTULO II 39
CAPÍTULO III 53
CAPÍTULO IV 63
CAPÍTULO V 71
CAPÍTULO VI 79
CAPÍTULO VII 91
CAPÍTULO IX 121
CAPÍTULO X 143
CAPÍTULO XI 161
4 años bajo la media luna 14/3/07 14:31 Página 466
CAPÍTULO XV 215
CAPÍTULO XX 275
Índice